Entusiasmada por el alivio que me procuraba aquella renuncia, y convencida de ser responsable de ella gracias a mis razonamientos, al principio no me pregunté qué la había determinado verdaderamente. Tampoco me lo pregunté después, mientras estuviste vivo. Pero años más tarde, cuando tu fantasma se convirtió en una pesadilla de la memoria, y la memoria en instrumento de la búsqueda, de tal manera que recomponiendo el mosaico del que fuiste traté de comprenderte a través de la muerte, el recuerdo de tu imprevista renuncia a la operación Acrópolis adquirió para mí el sabor de un descubrimiento. No, no fueron mis razonamientos los que determinaron aquel cambio, sino una maldición que pesaba sobre ti. Y esta maldición nacía de tu incapacidad para terminar las cosas que preparabas, o para materializar las cosas que soñabas. Quiero decir que parecías obstinado e irreductible mientras una idea se transformaba en idea fija, en monomanía, y resultabas inconstante e impaciente en el esfuerzo por llevarla a cabo. Así, durante un período determinado, te lanzabas en cuerpo y alma a la empresa, atormentando tu propia existencia y arruinando la de los demás, ignorando los obstáculos como un carro de combate que arrolla cualquier objeto o criatura que encuentra en su camino, y luego, de golpe, la pirueta: renunciabas y no hablabas más del asunto. Sólo en dos casos tu obstinación venció: en el atentado a Papadopoulos, que determinó tu vida, y en la captura de los documentos, que determinó tu muerte. O sea al comienzo y al fin de tu leyenda de héroe. Eso les sucede a menudo a los poetas y a los artistas. Les sucede particularmente a los rebeldes solitarios que saben que van a morir pronto: su existencia suele ser una hoguera de mil aventuras inconclusas, un alud de semillas lanzadas al viento o plantadas a la buena de Dios, sin saber si la planta germinará, sin esperar a ver si germina. No tienen tiempo ni deseo de ello, porque siempre deben ir tras de algo nuevo, volver a empezar siempre desde el principio, una y otra vez, con una incoherencia que, pensándolo bien, es de una extraordinaria coherencia. Y todo sirve a ese fin, incluso la idea desechada no era tuya: se la escuchabas a los demás.
Y, después de haberla escuchado, la rechazabas, sepultándola en los abismos de tu subconsciente: «No quiero consejos, no quiero opiniones». Pero si allí, en el fondo de esos abismos pulsaba una cuerda de tu fantasía, de inmediato volvía a la superficie a fin de que la reelaborases y la hicieras tuya. Con mi sugerencia de que abandonaras Grecia sucedió precisamente eso. Una noche estaba durmiendo, quieta a tu lado, me despertaste a sacudidas y: «¡Abre los ojos! ¡Abre los ojos!». «¿Qué pasa? ¿Qué sucede?». «¡Lo he encontrado!». «¿Qué has encontrado?». «Debo irme». «¿A dónde?». «A Italia, a Europa. Fuera de Grecia». «¡Ah!». «No estás de acuerdo, ¿eh? Si no estás de acuerdo te equivocas. Aquí ya no consigo nada, tengo las manos atadas. Me vigilan demasiado y la gente tiene miedo; se echa para atrás. En el extranjero será distinto: podré organizarme, formar grupos de acción. Entre los emigrados, ¿comprendes? Europa está llena. Luego regreso clandestinamente; o, mejor, voy y vengo y… Mañana solicito el pasaporte. Papadopoulos no se atreverá a negármelo». «¿Y Ioannidis?». «Ioannidis sí». «¿Y si gana Ioannidis?». «Para ciertas cosas sigue contando Papadopoulos».
Ya se sabe que las tiranías, sean de derechas o de izquierdas, de Oriente o de Occidente, de ayer, de hoy o de mañana, se parecen entre sí. Idénticos sistemas de represión, detenciones, interrogatorios, celdas de castigo, carceleros obtusos y malvados que llegan a secuestrar la pluma y el papel de escribir, idénticas persecuciones cuando el réprobo que osó desobedecer es excarcelado, controles, amenazas y tentativas de eliminarlo si se muestra incorregible. Pero un rasgo concreto asemeja las tiranías de nuestro tiempo, un rasgo a primera vista extravagante: su negativa a dejar que se marche el réprobo que solicita abandonar el país. Parece, en efecto, que al irse a otro país le hace un favor al régimen opresor: me-voy, me-quito-de-en-medio, no-os-estorbo-más. Sin embargo, no es así. Les produce despecho que se vaya, les desagrada. Porque si parte, si quita de en medio el estorbo, ¿cómo se las arreglan para vengarse de su desobediencia? ¿Cómo se las arreglan para controlarlo, atormentarlo o devolverlo a la prisión, al gulag o al manicomio? Sobre todo, ¿cómo pueden impedirle que se exprese y que piense? Para las tiranías el réprobo en el exilio constituye un problema más grave que el réprobo dentro del país, porque allí piensa, se expresa, actúa, y para librarse de él hay que molestarse en enviar a un sicario que lo mate a tiros de pistola o con un golpe de piqueta, digamos. La pistola en París para los hermanos Rosselli; la piqueta en Ciudad de México para Trotski. Un fastidio. Mejor tenerlo en casa y matarlo cómodamente, poco a poco, mediante la cárcel, el manicomio, el gulag, la impotencia, mientras el pueblo calla. ¿Pasaporte, qué pasaporte? Oh, sí, desde luego; no tiene usted más que presentar la partida de nacimiento, el certificado de buena conducta y…
Para solicitar el pasaporte debías, ante todo, presentar la partida de nacimiento. Pero en el ayuntamiento de Glyfada, donde figuraba la inscripción, respondieron que no podían dártela: del registro faltaba el folio con tu nombre. ¿Perdido por una coincidencia trivial o arrancado por orden de Ioannidis? El registro parecía intacto y los folios con los nombres de los demás miembros de tu familia figuraban regularmente, pero el que contenía tu nombre no estaba. Los funcionarios balbucían confusos: ¿qué responderte, salvo que a efectos de registro civil no existías? La respuesta la dio tu madre, que, vestida de señora, con su sombrerito negro, traje sastre negro, bolso negro, medias negras y gafas negras, fue a retirar la partida de nacimiento: «No has nacido». «¿Qué dices?». «Dicen que no has nacido, que no figuras en el registro». Eso era algo que no esperabas. De todos los insultos que podían dirigirte, de todas las provocaciones, ésta era la peor, y tu rugido hizo temblar los cristales de las ventanas: «¿¡¿No he nacido?!? ¿¡¿Yo, yo no he nacido?!?». Si te hubieran dicho que estabas muerto, no te lo hubieras tomado tan a mal, pero ¡decir que no habías nacido, que no existías! Pocas personas en el mundo habían demostrado como tú haber nacido. Chillabas conteniendo el llanto: habías nacido puesto que quisieron fusilarte; ¿cómo se puede fusilar a alguien que no ha nacido, a alguien que no existe? Ahora mismo ibas al ayuntamiento y la emprendías a puñetazos con todos y cada uno, desde el alcalde hasta el último guardia municipal, y no pararías hasta que cantaran a coro: «¡Has nacido, Alekos, has nacido!». Requirió mucho esfuerzo convencerte de que precisamente contaban con eso, con una reacción de cólera por tu parte: mejor fingir que se creía en un contratiempo e insistir. Y con su sombrerito negro, traje negro, bolso negro, medias negras y gafas negras, tu madre volvió en busca del folio desaparecido. Se dedicó a ir todos los días, y cada vez para gritar que habías nacido, maldita sea, que ella lo sabía muy bien, que te había llevado nueve meses en la barriga y luego te había parido; también lo sabían ellos, hijos de perra, ladrones, siervos de la dictadura, así que venga la partida. Muchos funcionarios, más que ofenderse le mostraban simpatía y le pedían que volviera al día siguiente. Pero al otro día sucedía lo mismo. «No has nacido, no has llegado a nacer», decía de regreso en casa, y luego se retiraba a la habitación con el altarcito dentro del armario, y la emprendía con los santos de los iconos. Los acusaba de egoísmo, de indiferencia y de vileza, y los amenazaba con apagarles los cirios, cerrar la puerta del armario y dejarlos enmohecerse en la oscuridad a menos que obraran el milagro de encontrar el folio. Pero los santos callaban, sordos a cualquier extorsión, a cualquier amenaza, y el folio continuaba inhallable. La solicitud de pasaporte no podía, pues, presentarse. Y así, una noche, extendiste en la mesa del comedor un gran mapa: «Ven aquí y mira». Me acerqué, invadida por la sospecha. «¿De qué se trata?». «De una cosa que estoy estudiando desde que ésos sostienen que no he nacido nunca. La expatriación clandestina». «¡Oh, no!». «¡Oh, sí! Escucha».
Existían dos soluciones, dijiste: una ruta por tierra y otra por mar. De aviones ni hablar. En teoría, la solución de la ruta terrestre ofrecía la posibilidad de huir a uno de los cuatro países que limitan con Grecia de Noroeste a Nordeste: Albania, Yugoslavia, Bulgaria y Turquía. Pero esta última quedaba descartada a priori porque las malas relaciones entre los gobiernos de Ankara y Atenas hacían la frontera casi infranqueable. Bulgaria debía evitarse por los mismos motivos, y Albania porque aceptaba a regañadientes a los intrusos: por lo menos tres griegos escapados a Albania tras el golpe estaban cumpliendo en las cárceles de Tirana una pesada condena por entrada ilegal en el país. «Así que por tierra, yo me decidiría por Yugoslavia. Digo que me decidiría porque no iba a resultarme difícil atravesar la frontera de Ezvonis, y tampoco obtener asilo político. Pero el problema no consiste en atravesar la frontera, sino llegar hasta Ezvonis. Desde Atenas hay al menos seis horas en automóvil o en tren. Tendrían tiempo suficiente para seguirme y echarme el guante, o tal vez meterme una bala en la cabeza. Así, pues, prefiero la ruta marítima». Te inclinaste sobre el mapa. «Hipótesis número uno en materia de rutas marítimas: la bahía de Vouliagmeni. Vouliagmeni tiene dos ventajas: la de encontrarse a media hora de Glyfada y la de ser un pequeño puerto desde el que se gana rápidamente el mar abierto. Pero en este período del año no son muchos los yates que anclan allí, y el tuyo podría despertar curiosidad». «¡¿Mi yate?! ¡¿Qué yate?!». «El que te procurarás. Un yate extranjero con cuatro o cinco personas de aspecto opulento y despreocupado, dispuestas a hacer un crucero por el Egeo». «¿Y dónde encuentro yo un yate con cuatro o cinco personas de aspecto opulento y despreocupado, dispuestas a hacer un crucero por el Egeo?». «En Italia, supongo. ¡Yo qué sé! No me interrumpas. Hipótesis número dos: el Pireo. Está muy vigilado, y cada embarcación sufre un control riguroso por parte de la policía y de la aduana. En compensación, presenta las ventajas de la aglomeración, con lo que se pasa más inadvertido. Sí, pudiendo elegir, elegiría el Pireo. En cualquier caso, tanto si me embarco en el Pireo como en Vouliagmeni, el problema comienza en el momento de zarpar, porque hay que decirle al capitán a dónde nos dirigimos. Diremos que vamos a Creta, y descenderemos hacia el Sur costeando el Peloponeso. A la altura de Kitira, en lugar de poner proa a Creta, viraremos a la derecha». «Alekos…». «Pasaremos ante Kitira, la isla situada en el extremo sur del Peloponeso, e inmediatamente entraremos en las aguas extraterritoriales del mar Jónico. Si tenemos suerte, los guardacostas no tendrán tiempo de impedírnoslo. Luego desembarcaremos en Bríndisi o en Tarento. Naturalmente, la ruta más breve sería por Corinto y Patrás, pero nos arriesgaríamos demasiado: es el trayecto que siguen los barcos de línea». «Alekos…». «Del Pireo a Kitira o de Vouliagmeni a Kitira, suele emplearse un día y una noche. Demasiado. Ni que decir tiene que es necesario limitar al máximo la duración del viaje. Así que tendrás que elegir un yate muy veloz». «Alekos…». «Dentro de una semana quiero zarpar». «¡¿Una semana?!». «Digamos diez días. Estamos casi en octubre, y a principios de octubre un crucero aún es verosímil». «¡Alekos! Sé razonable, Alekos: un yate no es un taxi, al que llamas con un silbido, y encontrar a cuatro o cinco personas dispuestas a improvisar un falso crucero para sacarte de aquí no resulta sencillo». «Al contrario, es muy sencillo. Las encontrarás. Porque si no las encuentras me veré obligado a atravesar la frontera con Yugoslavia, y me meterán esa bala en la cabeza antes de llegar a Ezvonis».
La sospecha de que me pedías una cosa imposible ni siquiera te rozaba. O te rozaba pero no lo tomabas en cuenta. Así, pues, era inútil repetirte que una fuga semejante requería al menos un mes de preparativos: para organizarla en diez días hubiera debido tener la lámpara de Aladino. Como siempre que te entregabas a un sueño, un optimismo a toda prueba te volvía ciego para los obstáculos y sordo a los llamamientos a la razón; cualquier argumento que yo opusiera al proyecto quedaba anulado por tu grito de disgusto: «¡Tú no me amas!». Querías que partiera apenas fijados los detalles, y sólo pensabas en éstos, con el mismo fervor que cuando medías la distancia entre los Propileos y el Erecteion, entre el Erecteion y el Partenón, entre el Partenón y los Propileos, o contabas el número de letras necesario para componer el eslogan. Ahora trabajabas sobre las rutas, los vientos, las tempestades de otoño, las costumbres de los guardacostas, los reglamentos de los puertos, la técnica de la inspección de embarcaciones, y el kilometraje de las aguas territoriales y extraterritoriales. Con la misma asiduidad con que antes me llevabas a la Acrópolis, ahora me conducías al Pireo. «Sí, me he decidido por el Pireo». No pasaba noche sin que fuéramos a cenar a una de las tabernas próximas a la rada donde atracan los yates, y allí, fingiendo admirar los reflejos de la luna en el agua, estudiabas, anotabas, planeabas nuevas soluciones y anunciabas otras diabluras. «Supongamos que el yate sea ése. ¿Quién me ve si subo a bordo a oscuras? Mira el grupo que regresa en taxi: el taxi puede llegar hasta el muellecito. Del taxi a la pasarela habrá tres metros: un salto y, mezclado con los demás, subo a bordo y ocupo el lugar de un marinero. Sí, me afeito el bigote y me visto de marinero. Al amanecer se levan anclas, y fuera». O bien: «Dos días de atraque en Atenas bastarían, pero tú deberías bajar a tierra lo menos posible, pues podrían reconocerte. Llevarás una peluca negra y tendrás un pasaporte falso. Haz que una amiga que se te parezca un poco te preste el pasaporte. Los otros no, mejor que vengan con la documentación en regla. Pero permanece atenta para que se comporten como verdaderos turistas y se muestren desenvueltos. Y nada de llamadas telefónicas, nada de contactos conmigo. Todo lo que tengo que saber es el nombre del yate y la fecha de llegada. En lo demás ya pensaré yo. Para comunicármelo me mandarás una tarjeta postal firmada por Giuseppe. Escribirás los datos debajo del sello». «¡¿Debajo del sello?!». «Pues claro. Es un sistema muy sencillo. Lo he descubierto yo. Se escribe en el cuadradito que corresponde al tamaño del sello, luego se pega éste y se expide la tarjeta postal. El que la recibe no tiene más que meterla en agua, desprender el sello y leer lo que está escrito en el cuadradito». Yo lo escuchaba resignada, deseando desesperadamente que en el ínterin el folio del registro civil resucitase para demostrar que habías nacido, y así quitarte de la cabeza todo el asunto. Con semejante esperanza incluso me sorprendí lanzando miradas hacia el altarcito dentro del armario, uniendo mis súplicas a las de tu madre, que arrastrando las zapatillas y murmurando amenazas, continuaba invocando el milagro. Aunque fuera con una estrategia nueva. En efecto, desde que supo de la expatriación clandestina, no se dirigía ya a todos los santos. Descartado san Jorge, patrono de los militares y, por tanto sospechoso de vinculaciones con la Junta; desechado san Elias, patrono de los montañeros y, por lo mismo, sospechoso de favorecer la expatriación a través de Yugoslavia; eliminado san Nicolás, patrono de los hombres del mar y, en consecuencia, sospechoso de alentar la fuga en yate, sus plegarias y sus cirios se concentraban exclusivamente en san Fanurio. San Fanurio era el patrono de las personas extraviadas y, asimismo, de las cosas perdidas. Y precisamente el viernes, en que se cumplía el ultimátum, san Fanurio concedió la gracia.
Estaba yo preparando las maletas para ir a Roma, cuando un grito de alegría estremeció la casa: «Ghenitika! Ghenitika!». Me precipité, y eras tú quien agitabas una hoja con tu nombre: «¡He nacido! ¡He nacido!». Inmediatamente mis maletas estuvieron deshechas y mi partida, anulada: ahora la solicitud del pasaporte podía seguir su curso, y la esperanza de obtenerlo tenía un sentido. Inútil decir que el folio no fue hallado por azar, sino porque Papadopoulos permitió la entrega de los documentos, pero habría que ver cuánto tiempo tuvo que emplear para imponer a Ioannidis su voluntad. Ioannidis, decías, hizo todo lo posible por impedir que abandonaras el país. Y no te equivocabas: en seguida advertimos que, tras la entrega de aquel trozo de papel, la vigilancia en torno a la casa había aumentado. Otros dos policías en las esquinas de la calle, otros tres en la calle adyacente, y tras las ventanas de un apartamento próximo había siempre alguien espiándote. Supimos incluso que un oficial de la ESA había disuadido a muchos de frecuentar tu trato. Y ni que decir tiene que esto no hubiera sido necesario, pues desde el regreso de Creta en torno a ti se hizo una especie de vacío. Los que acudían a verte se contaban ahora con los dedos de la mano, así como los que te invitaban a cenar o a sus casas. Incluso tus admiradoras más asiduas guardaban las distancias, y asimismo los mitómanos que antes recurrían a mil pretextos para acercársete, y los que se decían amigos tuyos. Quisiera-pero-no-puedo, tengo-familia-¿comprendes?
«Hay que ir a ver si está listo. ¿Has llamado para preguntar si está listo? Vuelve a preguntar si está listo». Como un campesino que invoca la lluvia sobre los campos abrasados por el sol, y a cada racha de viento escruta el cielo en busca de una nube que anuncie el fin de la sequía, así esperabas tú el instante en que dijeran en la oficina de pasaportes: «Aquí lo tiene, buen viaje». Con los mismos sentimientos, pero agravados por el ansia de volver a mi mundo, de regresar a mi vida, a mi trabajo, yo anhelaba el instante en que el avión despegara de la pista de Atenas y me sustrajera así a aquel bombardeo de angustias, emociones violentas, continuos sobresaltos y dramas alternados tan sólo por un ocio sedentario. El ocio de los soldados que, entre batalla y batalla, no saben cómo emplear el tiempo, e incapaces de llenar aquellos intervalos de paz, permanecen bostezando a causa de la nostalgia de los cañonazos. Ahora todo me resultaba odioso: la atmósfera de aquella ciudad levantina que me recordaba Tel Aviv o Beirut, ya no Occidente pero aún no Oriente, con sus edificios escuálidos, estúpidamente modernos, sus colinas sin verdor, con piedras y restos de árboles carbonizados por la incuria y la ignorancia; sus costumbres turcas; el café servido en tacitas de muñeca para hacerte tragar, al final, un sorbo de posos; la siesta que hasta las seis de la tarde paraliza a todo el mundo en una pereza cataléptica; y por último la pasividad, la resignación con que los más sufrían la tiranía. La pasividad de siempre, la resignación de siempre, de acuerdo, la misma que, llegado el caso, se esconde en cada uno de nosotros, quisiera-pero-no-puedo-tengo-familia-¿comprendes?, y que, sin embargo, cuando la tocas con la mano porque la ves en los demás, te hace enloquecer. Luego, la insignificancia de la casa, que de agradable sólo tenía el jardín de naranjos y limoneros, pero al jardín no querías salir a causa del tipo que nos espiaba desde la ventana, así que estábamos siempre en la madriguera de las feas habitaciones donde las puertas de cristal anulaban el concepto mismo de privacy. Cada habitación tenía al menos dos puertas, y algunas, tres: a través de aquellos cristales siempre nos miraban dos ojos bárbaros y rencorosos, maternales. Disminuido el encanto de un amor en sus comienzos, y por tanto concluida la fase de adaptación, te invadieron pequeños hastíos que te diste cuenta de no ser capaz de soportar: el hedor del gallinero situado detrás de la cocina, las gallinas que durante el día nos ensordecían con sus aleteos, y el gallo que al salir el sol nos hería los tímpanos con sus quiquiriquíes. Detestaba a aquel gallo cuyo bisabuelo, disecado, se exhibía triunfalmente en el comedor con las pupilas de vidrio y la cresta de cera. El mirarlo me ayudaba a repetir contigo: «Hay que ir a ver si está listo. ¿Has llamado para preguntar si está listo? Vuelve a preguntar si está listo».
Con la esperanza de acelerar las cosas, y contando con que tu teléfono estuviera intervenido, me dedicaba a poner en práctica truquitos como llamar a Nueva York y fingir que un grupo de universidades americanas te había invitado a dar un ciclo de conferencias. Un amigo con quien me puse de acuerdo representaba el papel de agente literario encargado de contratarte, y cuando no telefoneaba yo, lo hacía él protestando porque se aproximaba la fecha y era preciso imprimir programas, enviar invitaciones, avisar a los periódicos y dar seguridades al claustro y a las autoridades de las ciudades, que iban a dar una comida en tu honor. Cuando no se trataba de un ciclo de conferencias, era un título académico honorario que, en tu infinita modestia, dudabas en aceptar y luego aceptabas, pero ¿cómo resolver el problema del pasaporte? El pasaporte no existía, aún no te lo habían concedido, respondía yo suspirando, y entonces voces airadas llamaban también de Chicago, Boston y Filadelfia, presentándose como rectores, funcionarios municipales, representantes del Partido demócrata o del republicano, y otros amigos hacían tronar su indignación. En una palabra, que las autoridades griegas pusieran en apuros la cultura americana con un aplazamiento de tus conferencias era ya grave, pero que la insultaran con tu ausencia forzada a la ceremonia de la concesión del título académico honorario era vergonzoso; sólo en Rusia sucedían semejantes cosas. Si no te entregaban el pasaporte y a tiempo, los senadores organizarían un escándalo internacional. De qué senadores se trataba, de qué universidades, de qué título académico nunca lo decíamos por temor a que los servicios fueran a comprobarlo, pero el asunto se hacía cada vez más verosímil, y dos años más tarde supimos que aquello influyó en las decisiones de Papadopoulos. «La cuestión de los seis senadores americanos preocupó no poco a sus consejeros», te confió un oficial de los servicios secretos. Y ni que decir tiene que mi truco no te divertía en absoluto, es más, te deprimía y te provocaba crisis de agudo malestar, y cuanto más telefoneaba más te encolerizabas y te maldecías diciendo que renunciar al plan del yate había sido una imbecilidad, que no había por qué esperar pasaporte alguno, que si te lo daban lo rechazarías y escaparías a través de Yugoslavia, y si te metían una bala en la cabeza, tanto mejor. La peor crisis sobrevino la noche en que me anunciaste que al cabo de doce horas tomarías un tren para Ezvonis, y fue entonces cuando tu madre se avino a un armisticio con los santos arrinconados en favor de san Fanurio. Encendió velas a todos, a todos prometió devoción perpetua y juró que si te daban el pasaporte nunca más les haría reproches. Y uno de ellos, conmovido, la complació. Al romper el alba fuimos despertados por un arrastrar de zapatillas en el corredor: era ella, que preparaba tu maleta. Le preguntamos por qué y la respuesta fue categórica: san Cristóbal, patrono de los viajeros, se le había aparecido en sueños. En la cabeza llevaba una corona de estrellas, empuñaba una espada de fuego, y su túnica fulguraba con tal viveza, que sólo de pensarlo le quemaban los ojos. Levantando la espada de fuego, san Cristóbal le sonrió y luego reveló que el pasaporte estaba listo: podías retirarlo en cuanto abrieran la oficina, y abandonar el país antes de que se pusiera el sol. Nos encogimos de hombros. Si san Fanurio había acertado con la partida de nacimiento, ¿por qué san Cristóbal iba aser menos? «Vamos». Fuimos y el pasaporte estaba de verdad. Y mientras lo aferrabas con dedos ávidos, el único comentario fue: «¿Qué hora es?». «Las nueve y media». «¿Cuándo hay un avión a Roma?». «A las dos de la tarde». «¿Vas tú a comprar el billete?». «Sí. ¿Ida sólo?». «No, ida y vuelta».
Me sentía ligera como un pájaro que se va aleteando por el espacio abierto, y todo lo desagradable me parecía olvidado. Y toda náusea y todo afán. El mañana tenía los colores del arco iris. Sonreía corriendo bajo aquel arco iris, y la gente se volvía a mirarme asombrada, pero en cuanto tuve el billete en la mano todo se desvaneció. Era un simple billete, un papelito rectangular con el nombre de la compañía, y sólo tocarlo me producía un misterioso desasosiego: la indefinible angustia del día en que desembarqué en Atenas para conocerte. ¿Por qué? ¿Acaso por el color? Tenía un color verde manzana, el mismo verde manzana de las cajitas de tabaco Golden Virginia. Traté de no pensar en ello, salté a un taxi diciéndome que cuando se vive con supersticiosos termina uno siéndolo, el taxi se dirigió rápidamente hacia la calle de Vouliagmeni, y durante unos minutos volví a sentirme contenta. Luego llegó a la calle de Vouliagmeni y me vi ante el garaje con la inscripción Texaco, con la poterna negra que descendía hacia la oscuridad, y reapareció el misterioso desasosiego. Y la indefinible angustia. ¿Por qué tenía tanto calor? ¿Era posible que hiciera tanto calor en octubre? Tal vez estaba sufriendo un acceso de fiebre; estaba cansada. La crisis de la noche anterior, con la amenaza de dirigirte a Ezvonis, el despertar por la mañana, impuesto por san Cristóbal, la entrega inesperada del pasaporte, la partida imprevista: como de costumbre, demasiadas emociones juntas. Y con este diagnóstico me impuse no responder a los interrogantes, entré en la casa y te tendí el billete: «Aquí está».
«No quieren dejarnos marchar». Tu voz era un silbido henchido de desprecio. «¿Por qué lo dices?». «Porque siento tufo de ajo. Al menos debe de haber veinte policías a nuestro alrededor». Miré en torno y no vi nada que justificara aquella afirmación. La sala de espera del aeropuerto tenía el aspecto de siempre: viajeros soñolientos hundidos en las butacas, niños que corrían de un lado para otro estorbando, grupos de turistas que adquirían recuerdos, y nadie que hiciera pensar en un policía de paisano. Con ajo o sin ajo, los policías de paisano tienen algo que nunca escapa a un ojo experto. Algo que se concentra en el rostro, al mismo tiempo obtuso y astuto, y en las pupilas vacías y, sin embargo, atentas. Quiero decir que sientes encima esas pupilas aunque les des la espalda, como si fueran manos que te oprimen la nuca. Y si te vuelves y las buscas, he aquí que huyen deslizándose, falsamente distraídas, y luego regresan cautelosas, pasándote por encima con indiferencia, como si fueras un objeto desdeñable o un obstáculo en la trayectoria de la mirada, pero hay siempre un momento en que renuncian a la comedia para mirarte con la arrogancia estúpida y maligna de quien tiene el bastón en la mano, de quien se cree poderoso porque sirve al poder. «Yo no los veo, Alekos». «¿Aún no has aprendido a reconocerlos? Aquél es un policía de paisano. Y aquél. Y aquél. Y aquél». «¡¿Cómo lo deduces?!». «Por los zapatos. Todos llevan zapatos con cordones, incluido el joven con vaqueros». Observé a los tipos que indicaste. Tenían el aspecto inocuo y distraído de quien se ocupa de sus propios asuntos, y todos llevaban zapatos con cordones. «Tienes razón, pero no comprendo cómo podrían impedirnos partir. Hemos superado ya el control de pasaportes y tenemos nuestras tarjetas de embarque: si hubieran querido detenernos lo hubieran hecho antes». «Antes estaban los periodistas». También esto era verdad. La noticia de tu partida había llegado inmediatamente a los periódicos y, hasta el control de pasaportes, estuvimos protegidos por los reporteros, que nos fotografiaban, nos hacían preguntas y registraban cada detalle: si nos hubieran detenido antes, en presencia de tales testigos, se hubiera derivado una gran publicidad. «Sí, pero continúo sin comprender cómo podrían impedírnoslo, Alekos». «Lo comprenderás muy pronto». Y mientras decías esto, el altavoz anunció que el vuelo para Roma estaba dispuesto, que se rogaba a los pasajeros se presentaran en la puerta número dos. Nos disponemos. Nos colocamos en fila. Llegamos al umbral de la puerta número dos. Tendemos las tarjetas de embarque. Una azafata aterrorizada nos empuja hacia atrás. «No, ustedes no». «¿Nosotros no? ¿Por qué no?». «Atrás». «¿Atrás? ¿Por qué atrás?». Y le alargaste de nuevo las tarjetas de embarque. Con la rapidez de un rayo, los tipos de los zapatos con cordones se adelantaron y, con las manos en los bolsillos y los labios apretados, formaron un círculo en torno a nosotros, sordos a mis protestas. «¡Ya hemos completado las formalidades! ¡Nuestros documentos están en orden!». Silencio. «¡Tenemos derecho a montar en el avión!». Silencio. «¡Tenemos derecho a conocer los motivos de esta exclusión!». Silencio. «¡Yo soy una ciudadana extranjera: si perdemos el avión informaré a mi embajada y a mi gobierno!». Silencio. Luego, tu voz, aquel silbido henchido de desdén. «No discutas. No se discute nunca con la mierda. Den sizitas. Den sizitas me skatá.». Un policía extrajo la mano del bolsillo e hizo como que iba a arrojarse contra ti. «¡Cuidado, Alekos!». Pero no había necesidad de recomendaciones: un autocontrol extraordinario te mantenía tieso; una frialdad semejante a la que nos salvó en la carretera de Heraclion, cuando éramos golpeados por el automóvil azul. «¿Qué debemos hacer, Alekos?». «No hay nada que hacer, aparte ver quién vence: loannidis o Papadopoulos». La azafata, aterrorizada, continuaba mientras tanto retirando las tarjetas de embarque de los demás pasajeros, que desfilaban por delante de nosotros, desinteresados o neutrales. Quisiera-pero-no-puedo-tengo-familia-¿comprendes? Al cabo de cinco minutos no quedábamos más que nosotros, encerrados en un mudo círculo de zapatos con cordones.
Cinco minutos, diez, quince, veinte. Y cada minuto una punzada en el corazón, el suplicio de Tántalo, que muere de sed y tiende la boca hacia la cascada, pero el agua se desvanece precisamente en el instante en que se dispone a beber un sorbo. El avión estaba allí, a pocos metros, estaba casi ante la puerta número dos, muy visible al otro lado de la cristalera; tenía la escotilla aún abierta y la escalerilla permanecía arrimada: hubiera bastado trasponer aquel umbral, recorrer aquellos pocos metros, para subir a bordo y estar a salvo. Pero no, ustedes no. Pasó un empleado de la compañía aérea. Le cerré el paso y le pregunté si el comandante mantenía la escalerilla arrimada y la escotilla abierta para esperarnos. Respondió en un susurro que sí, pero ¿cuánto tiempo podría continuar? Le pregunté si la prohibición de que embarcáramos era definitiva. Respondió, también con un susurro, que no, que cruzaban llamadas telefónicas y disputaban entre ellos; luego, sorprendido de su propia audacia, se alejó. Veinte minutos, veinticinco, treinta. El empleado reapareció. «Estén preparados. Están hablando con la presidencia de la República. Si desde allí nos autorizan, los embarcamos en seguida y prevenimos las contraórdenes». «¿Contraórdenes?». «Ha habido tres… ¡Un momento!». Su walkie-talkie destellaba. Lo vi llevárselo a la oreja, asentir, dirigirse a los policías, discutir en tono a-mí-qué-me-cuentan, luego volverse hacia nosotros ruborizado, agarrar nuestras tarjetas de embarque y murmurar: «¡Rápido! ¡Vamos!». Y casi sin que nos diéramos cuenta, nos encontrábamos en el avión, mirando al auxiliar de vuelo cerrar la escotilla. «¡Lo hemos logrado, Alekos!». «Tal vez». «¿Por qué tal vez?». «Porque aún no han encendido los motores». Era verdad que no los habían encendido, y seguían sin encenderlos. ¿Por qué? En la espera, en la pregunta, el tiempo volvió a transcurrir. Cinco minutos, diez. Diez minutos, quince. Quince minutos, veinte. Veinte minutos, veinticinco. El aire acondicionado no funcionaba, y la gente alborotaba: «Pero, bueno, ¡basta ya! ¡Qué vergüenza!». Veinticinco minutos, treinta. Treinta minutos, treinta y cinco. Treinta y cinco minutos, cuarenta. ¿Había llegado la contraorden? Seguramente. Por la ventanilla se divisaban dos policías empeñados en disputar con el empleado que nos había hecho embarcar con tanta prisa, el cual abría los brazos desolado. Te estreché una mano. Estaba tan sudada que resbaló en la mía como si estuviera aceitada. Pero todo tu cuerpo goteaba sudor. Gruesas gotas se deslizaban por la frente, las sienes y la barbilla, y empapando la camisa ensanchaban manchas de humedad en la chaqueta. ¿Por el calor o por la tensión que ocultaba tu aparente autocontrol? Ni siquiera acertabas a hablar. «Ya verás como ahora sale, Alekos». «¡Hum!». «No se atreverán a hacernos descender». «¡Hum!». «Sería un verdadero escándalo». «¡Hum!». De pronto, con un glorioso fragor, los motores rugieron, el avión se movió, se deslizó con ligereza hacia adelante y alcanzó la pista, donde se detuvo emitiendo un bramido que fue creciendo. Y creció y creció para convertirse en un trueno. Y tronando se lanzó a la carrera y se remontó para zambullirse en el gran cielo azul. Atenas fue en seguida una geografía de minúsculas casas, árboles pequeños como cabecitas de alfiler, una mancha gris, el recuerdo de una noche de agosto con su perfume de jazmines. Exhalaste un hondo suspiro y dijiste torvamente: «Una vez le di por el culo a un general». «¡¿Cómo?!», balbucí. «Y no me arrepiento. Sólo lamento no habérselo contado nunca a Ioannidis». Después te quedaste postrado y se te cerraron los ojos.
Cuando volviste a abrirlos, volábamos sobre el golfo de Corinto. Levantaste la copa de champaña que había traído la azafata y: «He ganado una vida, / un billete para la muerte, / y sigo viajando. / En algunos momentos / he creído haber llegado / al final del viaje. / Me equivocaba. / Eran sólo imprevistos / del camino». «Parece una poesía», dije. «Lo es. Una vieja poesía escrita en Boiati hace dos años, cuando expiró el plazo para fusilarme. Ese plazo duraba desde hacía tres años». «¡Pero es una poesía triste!». «Todo aplazamiento es triste cuando sabes que es un aplazamiento». Aparecieron dos cazas, negros e inquietantes como dos insectos. Durante casi un minuto permanecieron junto a nuestro avión, manteniéndose a idéntica altura e idéntica velocidad, como si estuvieran allí para escoltarnos, luego viraron a la izquierda, dejando dos cintas de humo blanco, como dos gigantescos interrogantes, y volvieron atrás. Pero la tensión ya se había desvanecido, y embriagado por el champaña, habiendo olvidado la triste poesía, te encontraste a ti mismo. Resistencia armada en las montañas, asaltos a los cuarteles, emisoras de radio para incitar al pueblo a la rebelión: los mil proyectos que en Europa podrías llevar a cabo. No conseguía tranquilizarte. En un momento dado, sin embargo, ya no se oyó más que el sonido de tu hermosa voz, y la palabra aplazamiento-aplazamiento-aplazamiento ocupó el lugar de lo que decías, esclareciendo el misterioso desasosiego, la indefinible angustia que me invadió a la vista del billete color verde manzana. No cambiaría nada en Italia ni en Europa. No ibas a sufrir menos ni arriesgarías menos. Bien lo dijiste aquella tarde tras el viaje a Creta: «Yo resultaré siempre incómodo a todo el mundo, en cualquier país, en cualquier régimen». Dondequiera que fueses, en definitiva, continuarías siendo la planta no catalogable que nace para llevar el desorden al bosque y que, por tanto, debe ser erradicada, extirpada. Aquí o allá acabarían eliminándote. Y no por lo que querías hacer, por la resistencia armada en las montañas, los asaltos a los cuarteles, las emisoras de radio para incitar el pueblo a la rebelión, sino por lo que eras, por tu singularidad de poeta rebelde, libre de cualquier freno, cualquier esquema y cualquier tabú; libre del concepto mismo de lícito e ilícito; por tu irrepetibilidad de héroe solitario, aferrado a las quimeras del ensueño y de la imaginación. El poeta rebelde, el héroe solitario, es un individuo sin seguidores: no arrastra a las masas a la plaza y no provoca las revoluciones. Pero las prepara. Aunque no maquine nada inmediato ni práctico, aunque se exprese a través de bravatas o locuras, aunque se vea rechazado y ofendido, mueve las aguas del estanque que calla, resquebraja los diques del conformismo que frena, y perturba al poder que oprime. De hecho, cualquier cosa que diga o emprenda, incluso una frase interrumpida o una empresa fallida, se convierte en una semilla destinada a florecer, un perfume que permanece en el aire, un ejemplo para las otras plantas del bosque, para nosotros, que no tenemos su valor, su visión y su genio. Y el estanque lo sabe, y el poder sabe también que el verdadero enemigo es él, el verdadero peligro que hay que liquidar. Sabe, sin más, que no puede ser reemplazado o copiado: la historia del mundo nos ha suministrado cumplidamente la prueba de que muerto un líder se inventa otro; muerto un hombre de acción se encuentra otro. Muerto un poeta, en cambio, eliminado un héroe, se forma un vacío imposible de colmar, y es preciso esperar a que los dioses lo hagan resucitar. Quién sabe dónde y quién sabe cuándo.
Así, pues, sacarte de Grecia no servía para nada, y aquella fuga era verdaderamente un aplazamiento. Una tentativa desesperada para mantenerte con vida el mayor tiempo posible.