Capítulo II

No dijiste que iríamos a Egina; dijiste sólo a una isla. Tampoco yo te pregunté a cuál: me dejaba conducir por la felicidad como una hoja batida por el viento. El barco acababa de zarpar, nos hallábamos en el puente y yo miraba encantada la proa que surcaba las aguas levantando abanicos de espuma. Entonces salió a la superficie un delfín. Me agarré a ti gritando: «¡Los delfines! ¿Ves los delfines?». Me repuso una voz neutra: «No veía nada, me alojaron arriba en el puente de mando». «¿En el puente de mando? No comprendo, Alekos. ¿De qué hablas?». «Hablo del día que me llevaron a Egina para fusilarme». Y, pronunciadas estas palabras, te encerraste en un mutismo que excluía cualquier acercamiento o necesidad de compañía. Sólo volviste a abrir la boca al desembarcar, para empujarme a un taxi y dar al conductor una dirección que no comprendí. El taxi se puso en movimiento, abandonamos en silencio el centro habitado, y en silencio llegamos a una carretera que subía, desierta, bordeada de cactos, luego de olivos, a continuación de pistacheros y después nuevamente de cactos. Aquí y allá se divisaba un chalecito, una casa encalada o una capillita con un icono negro. «¿Adónde vamos, Alekos?». «Allá arriba». «Allá arriba, ¿dónde?». «Allá arriba». No había manera de penetrar la misteriosa barrera tras la cual te habías aislado. Con el rostro tenso, la frente fruncida y las pupilas atentas, contemplabas el paisaje como si cada metro, cada curva y cada piedra escondiera una insidia, o como si se escondiera un secreto tras aquellos cactos, aquellos olivos y aquellos pistacheros que ora se perdían en campos cubiertos de verdor, ora se precipitaban en sombrías gargantas o se mezclaban con los espinos de un matorral. ¿Buscabas a alguien, acudías a una cita peligrosa? No, por instinto concluía que no. ¿Querías mostrarme la prisión en la que esperaste tres días y tres noches? Sí, esto sí era posible, pero la prisión estaba bastante próxima al puerto, y el taxi, en cambio, avanzaba en dirección opuesta. «Alekos…». «¡Calla!». «Escúchame…». «¡Calla!». «¿Por qué no…?». «¡Calla!». Viajábamos así desde hacía media hora cuando el conductor tomó un sendero sumergido entre las herbáceas, y tan angosto que apenas permitía el paso. Continuó ascendiendo un par de kilómetros, desembocó traqueteando sobre las piedras y los baches en una extensión esteparia cubierta de matorral y, por último, se detuvo ante una barrera que cortaba el camino con rollos de alambre espinoso. Entonces nos apeamos y con recobrada dulzura me tomaste de la mano: «Hemos llegado, ven».

Te seguí perpleja, mirando en torno sin comprender. Nos hallábamos en una cima de la isla, en la parte que mira a la costa sudeste del Ática, y bajo nosotros la montaña se precipitaba a pico en el golfo. A la derecha, en cambio, se ensanchaba en un promontorio árido, sin una casa, una cabaña o un árbol. En cualquier lugar donde se posaran los ojos sólo se divisaban rocas o mar, y una soledad impresionante, genesíaca, se estancaba en una sensación desolada, en una inmovilidad casi angustiosa. Y, sin embargo, era uno de los lugares más hermosos que yo había visto nunca. Sobre todo producía una especie de arrobamiento el observar el promontorio que descendía para internarse en el agua formando una lengua de tierra armoniosa, con pequeñas bahías embebidas de fosforescencia, y con playitas de arena blanca e incontaminada. Se experimentaba casi una necesidad de arrojarse de rodillas y agradecer a Dios el estar vivos. ¿Para esto me trajiste aquí arriba? ¿Por esto te encerraste en tan extraño silencio? ¿Para darme una sorpresa, para gozar con mi enajenamiento? Me volví para decírtelo, pero no me prestabas atención. Pálido y con el brazo levantado hacia la lengua de tierra que se adentraba en el agua, me indicabas algo que yo no conseguía localizar: «Allí, allí». «¿Allí, dónde, Alekos, y qué?». «El claro». «¿Qué claro?». «Aquel gris, rectangular, ¿no lo ves?». No, no lo veía en absoluto. «Abajo, abajo. El que comienza a pocos pasos de la orilla y termina en un murete». Ah, sí, ahora lo veía, un rectángulo de cemento, limitado por un muro. Pero ¿de qué se trataba, de un campo para jugar a bochas? ¿De un helipuerto? De un helipuerto militar, tal vez. Eso explicaba los carteles que prohibían el acceso. «Ya lo veo —dije—. Es una pista para helicópteros». Y tú: «No, es el polígono de tiro, el que sirve para fusilar a los condenados a muerte. Allí es donde debían fusilarme. Con la espalda contra aquel muro». Pausa. «Hacía cinco años que me preguntaba cómo era, dónde estaba. Sólo sabía que desde aquí arriba podía verse». Pausa. «¿Será triste, me decía, será feo? Nada de triste ni de feo; es perfecto. Un lugar de veras perfecto para morir: con el golfo Sarónico que se extiende por delante, el azul arriba y abajo, Atenas… Mira, en el extremo derecho está el cabo Sunion, con las ruinas del templo. Poco antes está Lagonissi, la villa de Papadopoulos. Más abajo se encuentra el puentecito donde dispuse las minas, luego Vouliagmeni y luego Glyfada. Mi casa de Glyfada. Al fondo, a la izquierda, el Pireo, y sobre el Pireo se ve la Acrópolis. Piensa que si me hubieran fusilado hubiera muerto mirando a la Acrópolis, y a mi casa, y al lugar del atentado. Hubiera sido una hermosa muerte, una hermosísima muerte. Me he perdido una hermosísima muerte».

Parecía que la muerte con la vista de la Acrópolis, de tu casa y del lugar del atentado fuera una mujer espléndida a la que siempre deseaste y que huyó de ti alevosamente un instante antes del abrazo. Desaparecida la palidez, se te habían encendido las mejillas, los labios y las orejas: tus ojos brillaban de ansia. ¿O de añoranza? No conseguía arrancarte de allí. Vamos, repetía, vamos, por favor; y tú quieto contemplando el polígono de la hermosísima muerte perdida. Era casi oscuro cuando el taxi volvió a partir hacia la melancólica sucesión de cactos, olivos y pistacheros; y oscuro cuando llegamos a la cárcel de los tres días y las tres noches, segunda etapa de tu peregrinaje. Pero ya no reconocías el edificio; ni siquiera encontrabas la puerta por la que entraste, y en vano rodeabas el recinto amurallado, te afanabas y hurgabas en la memoria. «Tal vez me hicieron entrar por atrás. Sí, debe de haber un sendero semiescondido que conduce a una cancela de hierro en la parte de atrás, una especie de rastrillo, y al otro lado se abre un recinto que por la izquierda se convierte en un corredor muy estrecho. Tanto, que sólo se puede pasar en fila india. Más allá del corredor hay un patinillo donde está el pabellón de los condenados a muerte. Muy viejo y sucio, de una sola planta. La antecámara del pabellón tiene unos pocos pasos, porque inmediatamente después se entra en el corredor, con las celdas a derecha e izquierda. La mía era la última de la derecha. Tenía cuatro metros de larga y tres de ancha, las paredes estaban pintadas de un azul celeste desteñido, el pavimento era de ladrillos y no había ninguna lámpara, pues la luz procedía de las lámparas del patio». Luego, con las mejillas de nuevo encendidas y los ojos otra vez brillando de ansia: «¡Cuánto me gustaría volver a verla! Entrar en ella de nuevo, al menos unos minutos… Cuánto me gustaría. ¿Me crees?». «Vamonos, Alekos; vámonos, por favor». «Aguarda un poco». «Volvamos a casa, te lo ruego, volvamos a casa». «Aguarda un poco más». «Estoy cansada, es tarde y hace frío». «Aguarda un poco más». Te sentaste en el suelo, con la espalda apoyada en un seto, y no te levantabas. Ni siquiera decías qué te retenía. Pero cuando estuvimos a bordo del último barco me dijiste que te retenía la nostalgia. La nostalgia de la muerte. «Porque un hombre que ha sido condenado a muerte, que ha vivido tres días y tres noches esperando la muerte, nunca volverá a ser el mismo. Llevará siempre la muerte consigo como una segunda piel, como un deseo insatisfecho. Continuará siempre persiguiéndola, soñando con ella, tal vez recurriendo al pretexto de causas nobles, de deberes. No hallará la paz hasta que la alcance».

Me lo demostraste aun antes de que regresáramos a casa. Un taxi nos conducía a Glyfada cuando, en la calle de Tesalónica, el tránsito quedó retenido para dejar paso a un cortejo que iba en dirección contraria a la nuestra. Llegaron zumbando cuatro motoristas y una furgoneta de la policía, luego otros dos motoristas y otra furgoneta, y por último apareció un automóvil negro. La limusina de Papadopoulos. Apenas tuve tiempo de distinguir un rostro redondo y grisáceo, un bigotillo oscuro, y tu boca se distorsionó para emitir un grito feroz, y tus manos se alargaron hacia la portezuela: «¡Payaso, perro maldito!». «¡No, Alekos, no!». «¡Déjame, quiero apearme, déjame!». Había una fuerza terrible en tus brazos; no conseguía retenerte, impedirte que agarraras la manija. Y la limusina se aproximaba cada vez más, el rostro redondo y grisáceo aparecía cada vez más claro, y ya podía yo ver incluso los ojos pequeños y astutos, la sonrisa enigmática que, imperceptiblemente, encrespaba la boquita despreciativa. Un instante más y te hubieras lanzado fuera para arrojarte contra él y dejar que te mataran. «¡Ayúdeme!», grité al conductor. Comprendió, se volvió y te bloqueó, lanzándote hacia atrás: «¿Está usted loco, amigo mío?». Sentí un gran peso encima y supe que te habías desvanecido, que la felicidad había terminado. Y como la pérdida de la felicidad sirve a menudo para aclararnos las ideas, para despertarnos de un sueño que obnubilaba la inteligencia e impedía el juicio, comprendí que en lo sucesivo amarte sería un esfuerzo agónico.

«¿Alguien se ha dado cuenta?», preguntó Andreas. Me encogí de hombros. «Creo que no. Ha sucedido muy rápidamente, y todas las miradas se dirigían al cortejo». «¿Y el taxista?». «El taxista se ha portado bien. Le he dado la dirección y nos ha traído a casa. Sacudía la cabeza y nada más». También él la sacudió: «Y esto no es más que el principio, ¿se da usted cuenta?». «Sí, ya me doy cuenta», asentí. Luego le pregunté a qué había venido: ¿a predecir desgracias? De nuevo sacudió la cabeza: «No, porque me ha llamado. Hay un cantante en Atenas bastante famoso y mal visto por la Junta. Tiene un local en Plaka y les ha invitado varias veces en los últimos días. Esta mañana Alekos me ha llamado para que vaya a decirle que esta noche irán. Pero con una condición: que se toquen canciones prohibidas por la Junta, las canciones de Theodorakis». «¿Y qué pasará?». «Intervendrá la policía, supongo, y él hará todo lo posible para que lo detengan, para demostrar que nada ha cambiado, que la dictadura continúa. Sí, temo que precisamente su programa sea ése. A menos que…». «¿A menos qué?». «No lo sé; a lo mejor está planeando algo más complicado. Sería preciso…». Pero en el mismo momento en que decía esto, caíste sobre nosotros: «¡Conjura, conjura! ¿Qué estáis maquinando vosotros dos? Anda, rápido, prepárate que vamos a divertirnos, a oír música. ¡Quiero que estés elegante esta noche, vestida de rojo!».

Fuimos. Y ahora, aovillada entre tus brazos, escuchaba la respiración de tu sueño pesado, tratando de dar un sentido a lo que acababa de suceder. Pero era como deshacer un nudo para que resultara otro y enredar más que nunca la madeja. Veamos. Al hacer tu entrada, el cantante entonó un himno de Theodorakis, y desde aquel momento la orquesta interpretó música prohibida, pese a que nos hallábamos en una terraza al aire libre: seguramente el ruido se oía en todo el barrio. Pero la policía no intervino. En un momento, llegaste a pretender que todos cantaran contigo la marcha extraída de tu poesía Adelante los muertos, y decenas de voces se elevaron provocadoras, altísimas, para atronar la noche violácea: «Adelante los muertos, / abanderados sin fin de la lucha, / y detrás nosotros, / ansiosos de enarbolar los estandartes; / un pueblo entero, / vivos y muertos juntos…». Pero ni aun entonces la policía reaccionó. Sólo hacia la una de la madrugada dos gendarmes se asomaron para pedir que no se hiciera demasiado ruido, pues en las casas vecinas alguien se quejaba; ustedes perdonen y gracias. Ni detenciones ni invocaciones a la ley. ¿Por qué? Fracasado el desafío, fuiste calle abajo gritando feroces insultos contra Papadopoulos, contra Ioannidis, contra los mismos peatones que trataban de calmarte y, no satisfecho con eso, acompañabas cada injuria con este grito arrogante: «Ime Panagulis! ¡Soy Panagulis!». Pero tampoco así sucedió nada, como si cada policía hubiera recibido la orden de oponer una completa indiferencia a lo que dijeras o hicieras. ¿Por qué? Apenas de regreso en casa te lanzaste al teléfono y llamaste a la central de la ESA: «Ime Panagulis! ¡Soy Panagulis! Thelo Ioannidis! ¡Quiero que se ponga Ioannidis!». Y, hala, más insultos como para poner los pelos de punta, pero el telefonista de guardia ni se inmutó: dijo que el señor general de brigada Ioannidis no estaba en su despacho por las noches; ¿deseaba dejarle algún mensaje? Sí, ladraste, éste es el mensaje, que lo grabaran bien, que no perdieran ni una palabra: «Ioannidis, maricón, dado por el culo, es verdad que Papadopoulos no tuvo cojones para fusilarme, pero tú no los tienes ni siquiera para detenerme. Y te equivocas, Ioannidis, te equivocas, porque yo te haré orinar sangre, Ioannidis». Luego colgaste el auricular y dijiste con calma: «Ya veremos si vienen a detenerme». Y, maravilla de maravillas, nadie acudió. Pronto iban a ser las diez de la mañana y, sin embargo, allí no se presentaba nadie. ¿Por qué? Yo no lo comprendía. Por lo demás, tampoco comprendía por qué en lugar de utilizar la libertad recobrada de manera seria y eficaz, la malgastabas en gestos tan ostentosos, en desafíos tan superficiales y retóricos, de dinosaurio que avanza por los bosques de la prehistoria pisoteando árboles como si fueran briznas de hierba. ¿Qué sentido tenía, para qué servía? ¿De veras que para buscar la muerte que se te negó en Egina? Me deshice de tu abrazo: «Alekos…». Te despertaste con una ancha sonrisa: «No han venido a detenerme, ¿eh?». «No, no han venido». «¡Lo sabía!». «¡¿Lo sabías?!». «Pues claro que lo sabía. Ioannidis no tiene un pelo de tonto. ¿Quién se toma en serio a un loco que se entrega a accesos de ira o telefonea al jefe de la ESA para insultarlo?». «¡No me digas que lo has hecho a propósito!». «Pues sí te lo digo. Y ya verás como hoy vamos a tener un día tranquilo; ya verás como iremos tranquilamente al cabo Sunion». «¿Qué hay en el cabo Sunion?». «Un templo hermosísimo. El templo de Poseidón».

Era una tarde radiante, y las ruinas del templo se erguían blancas en el cielo de un azul como de flor de aliso. El mar tenía un brillo nacarado, y los turistas extranjeros emitían grititos extasiados: «How marvellous! Wunderbar! Superbe!». También yo lo pensaba mientras, estorbada por la bolsa en bandolera, caminaba junto a ti, inclinándome de vez en cuando a recoger una piedra que me hubiera gustado guardar como recuerdo y que tú, escandalizado, me quitabas de la mano: «¡No se puede! ¡Es un robo! ¡Qué vergüenza!». «¡Pero qué robo ni qué vergüenza! ¡No es más que una piedra!». «Si todo el mundo cogiera una piedra, ¿qué quedaría?». «Las columnas, las losas de mármol…». «Y entonces tú robarías las columnas, las losas de mármol, robarías hasta la roca. ¡Qué hermosa roca! Desde ella Egeo se arrojó al mar. La leyenda cuenta que Egeo esperó aquí el retorno de su hijo Teseo, que partiera a la conquista del vellocino de oro. Egeo había recomendado a Teseo que entrara en el puerto con las velas blancas si regresaba vencedor, pero Teseo era un borrachín: exaltado por el triunfo bebió, olvidó izar las velas blancas y…». Algo se deslizó dentro de mi bolsa, que se hizo muy pesada. «Alekos, ¿qué me has metido?». «Quieta, no mires, no toques. Dos fragmentos de la escalinata.» «¿¡¿Dos fragmentos de la escalinata?!? ¡¿No querías que robara una piedra y has cogido dos fragmentos de la escalinata?!». Risita complacida: «¡Ah, qué no haría yo por ti! ¡Ladrón, me vuelves ladrón!». «¿Y cuándo los has cogido?». En ningún momento te separaste de mi lado, ni te inclinaste a recoger nada: ¿cuándo, pues, los tomaste? «Qué pesada eres. Los he cogido. ¿Qué importa cuándo? Y te he dicho que no toques la bolsa. ¿Quieres mandarme otra vez a Boiati por dos pedacitos de mármol? Mejor será que nos alejemos, vamos. Así, con aire distraído. Finjámonos enamorados que admiran el paisaje. Así». Con el brazo izquierdo agarrado a mi brazo derecho y la bolsa entre nosotros, me empujabas hacia el límite del promontorio, lejos de la aglomeración, y vibrabas excitado por el hurto. Luego, en el punto donde la roca desciende en una especie de terraza abierta sobre el golfo, te detuviste. «Sentémonos aquí, de espaldas al templo. No, tú ponte de perfil, para cerciorarnos de que nadie nos ha visto». Me cercioré. Disciplinados y compactos, los turistas admiraban las cualidades del períptero dórico, y nadie se ocupaba de nosotros. Sólo un joven con camisa de cuadros se mantenía aparte como quien lee la losa en que está grabado el nombre de Byron, pero, en realidad, lanzándonos miradas. «Tal vez un joven, allá. Debe de haberse dado cuenta; nos observa. Ahora, sin embargo, se aleja. Se va. ¿Crees que va a denunciarnos?». «Eso lo excluyo». «Bien, veamos lo que has robado». Tiré de la cremallera de la bolsa con ansia gozosa y, de pronto, mi sonrisa se apagó. Dentro no había fragmentos de mármol, sino dos latas de color verde manzana. «Alekos, ¡¿qué es?!». «Tabaco. Está escrito y todo: Golden Virginia, hand rolling tobacco.». «¡¿Tabaco?! ¿Y quién te lo ha dado?». «Un amigo». «¿Un amigo con camisa a cuadros?». «¡Sí!». «Pero ¡¿cuándo?!». «Cuando te contaba la historia de Egeo y Teseo. Rápido, ¿eh?». «¿Y era preciso venir a Sunion para esto?». «Desde luego que sí. Un buen conspirador ama siempre la arqueología». «Alekos, ¿qué hay en estas latas?». «Ya te lo he dicho: tabaco. Golden Virginia, hand rolling tobacco». Las sopesé. En el verde manzana destacaban otras tres palabras: «Fifty grams net. Cincuenta gramos exactos». ¡Cincuenta gramos! Cada caja pesaba al menos doscientos, tal vez trescientos. «Alekos…». Levanté una tapa y el papel de estaño y, de pronto, se desvaneció toda duda: conocía yo bien aquella piedra basta y amarilla. Podía ilustrarte acerca de todas sus características y propiedades. Lo que introdujiste en mi bolsa como un juguete o un regalo era trilita. Dos hermosas pastillas de trilita.

«How marvellous! Wunderbar! Superbe! Is itn’t unbelievable? Vraiment extraordinaire!». Ahora el sol emitía destellos rosados y purpúreos; comenzaba la puesta y los grititos de los extranjeros redoblaban, agudos. Volaban también las gaviotas entre los destellos rosados y purpúreos, y una se zambullía en picado en el agua del golfo, como la gaviota del sueño. Aparté la mirada. «¿Qué quieres hacer con esto, Alekos?». Me respondiste con una pregunta: «Dime, ¿qué es el amor?». «Tal vez llevar en una bolsa dos pastillas de trilita». «Estupenda chica. Llevarlas o confiarlas. Te las he confiado a propósito, para demostrarte que el amor es amistad y complicidad. El amor es una compañera con la que se comparte la cama porque se comparte un sueño, una tarea. Yo no quiero una mujer con la que ser feliz. El mundo está lleno de mujeres con las que se puede ser feliz, si es la felicidad lo que se busca. En realidad, he tenido tantas mujeres que, pensándolo bien, cinco años de cárcel han sido un descanso. Pero nunca he tenido una compañera, y yo quiero una compañera. Una compañera que sea mi compañero, amigo, cómplice y hermano. Soy un hombre que lucha y lo seré siempre. Lo seré en todas partes y en cualquier caso. Incluso en el paraíso. No puedo concebir una manera distinta de vivir y morir. ¿Cuántas personas hay en este planeta? ¿Tres mil quinientos millones? Bueno, pues si tres mil cuatrocientos noventa y nueve millones, novecientas noventa y nueve mil, novecientas noventa y nueve personas optaran por no luchar, lo que constituiría la unanimidad absoluta menos uno, yo lucharía igual. La trilita no tiene nada que ver. La trilita es un momento en la existencia de un hombre en lucha. Por lo demás, no me gusta la trilita. No me gusta la violencia, cualquier forma de violencia: yo nunca seré capaz de hacer saltar por los aires un autobús lleno de niños, como hacen algunos en nombre de la patria o de cualquier otra jodida ideología. No creo en la guerra. No creo en las revoluciones sangrientas. Estoy convencido de que sirven sólo para cambiar de amo. Me asquean los tiroteos y las explosiones: ya te dije que prefiero los Cavour a los Garibaldi. Pero cuando está en juego la libertad, porque lo único que cuenta es la libertad, cuando…». «¿Qué quieres hacer con esto, Alekos?». «¿Qué? Escúchame: quinientos gramos de trilita son una miseria. Basta un detonador, una mecha, un poco de fantasía. Y una compañera que nos ayude. Te necesito. Sírveme». «¿Para salir de jira y recoger latas de Golden Virginia sin que se fije nadie?». «No, para mucho más. Para no estar solo. Si me ayudas, si no me dejas solo, te digo que quiero hacer cosas». Aquella voz. Aquellos ojos. Había un demonio en aquella voz, en aquellos ojos: una pasión lúcida, fría, incontrolable, de obseso que en nombre de su fe puede cometer cualquier acción absurda, arruinar su propia vida y las ajenas, sacrificar sus propios sentimientos y los ajenos, la propia inteligencia y la ajena. Pero tus palabras cerraban la más extraordinaria declaración de amor que un ser humano pueda recibir. Valían por mil abrazos en un lecho, por mil noches encantadoras, por mil jazmines, por mil s’agapo-tora-ke-tha-s’agapò-pántote. Y el dinosaurio al que la noche anterior vi bramar y avanzar por los bosques de la prehistoria aplastando árboles como si fueran briznas de hierba, no era un dinosaurio: era un hombre. Un hombre solo, por añadidura. Tan solo que negársele hubiera sido infame. «Una compañera que sea mi compañero, amigo, cómplice y hermano. ¿Me ayudarás?». «Desde luego», repuse. «Bien. ¿Recuerdas la Acrópolis…?».

La operación Acrópolis era una gloriosa locura, consistía en ocupar el recinto arqueológico a la hora en que se cierra al público, luego izar la bandera roja en el Partenón, no porque a ti te gustara el conformismo de la bandera roja, sino porque el rojo molestaba a la Junta y destacaba bien sobre el blanco de los mármoles, y por último mantener el Partenón como rehén, con la amenaza de hacerlo saltar por los aires. «¡Alekos, dos pastillas de trilita no bastarían ni para hacer saltar una columna!». «Naturalmente, pero ellos no saben que sólo tenemos dos pastillas. Y en cuanto haya hecho estallar una como advertencia…». «No te creerán». «Me creerán porque me creen capaz de todo, incluso de destruir el Partenón». «¿Lo destruirías de verdad?». «Antes morir». Al principio, llegaste a pensar en capturar a cierto número de turistas, a ser posible americanos, pero luego llegaste a la conclusión de que sólo servirían de estorbo, pues intentarían escapar y tendrían necesidad de alimento, agua y acaso de medicinas. En una palabra, habrían echado por tierra el plan. En cambio, el Partenón no bebe, no come, no escapa y no necesita medicinas. Por lo demás, ¿qué rehén podría resultar más precioso que el Partenón? Quienes amaban la belleza y la cultura, decías, no habían cesado aún de maldecir a aquel Koenigsmark que, en 1687, la emprendió a cañonazos con el Partenón a fin de hacer salir de su madriguera a los turcos, y éstos habían instalado allí un polvorín. Así, pues, perder lo que había quedado del Partenón equivaldría a perder el símbolo mismo de la civilización: el mundo entero se alzaría para defender sus cuarenta y seis columnas, todas las embajadas intervendrían ante la Junta para suplicarle que aceptara tus peticiones. «¿Qué peticiones?». «En un régimen dictatorial nunca faltan las peticiones, y yo tengo que formular una que vale por el templete de las Cariátides». Que la empresa pudiera no tener éxito era una eventualidad que descartabas a priori. La Acrópolis, repetías, es inexpugnable: se yergue sobre un promontorio con las paredes a pico, y ofrece una sola vía de acceso, la entrada de los Propileos. Una docena de guerrilleros bien armados serían más que suficientes para tener en jaque al ejército y a la policía. El único problema era encontrarlos. «¿Doce guerrilleros, Alekos? Un par de helicópteros y unos pocos tiradores escogidos bastarían para eliminarlos en cinco minutos. Sin contar con que los gases lacrimógenos…». «No, si al primer disparo o al primer bote de humo hago saltar por los aires un pedacito de Partenón. Es una cuestión de psicología». «Has dicho que antes te dejabas matar que dañar el Partenón». «¿Y quién te ha dicho que vaya a ser de veras un pedacito de Partenón? ¿Qué saben ellos si las piedras que vuelan son del Partenón o no?». «Admitámoslo. ¿Y cuánto piensas poder resistir? ¿Un día? ¿Una noche?». «Con una pequeña provisión de víveres, hasta tres días y tres noches. ¿Imaginas la bandera roja ondeando durante tres días y tres noches sobre el Partenón? En medio de aquella blancura destacará como una amapola, se verá desde cualquier punto de la ciudad. Vendrán de todos los países operadores de televisión, periodistas y fotógrafos. La Junta será ridiculizada hasta el espasmo, y él se verá obligado a capitular». «¿Él? ¿Quién?». «Ioannidis, ¿no? Yo ando detrás de Ioannidis. Papadopoulos cuenta cada vez menos, y tarde o temprano Ioannidis lo eliminará». «¿Para qué le andas detrás?». «Para pactar, ¿no? En la Acrópolis, ¿no? Deberá subir allá arriba y…». «¿Es esta la idea que vale por el templete de las Cariátides?». «Sí.» «Escúchame, Alekos: Ioannidis no acudiría nunca». «Escúchame tú: conozco a Ioannidis y te digo que irá. Porque es valiente. Y porque me odia».

Ni siquiera en este punto mostrabas la menor duda. Tu certidumbre de que el plan resultaría era tan inquebrantable que cualquier tentativa de racionalizar el asunto caía en el vacío. Sí, Ioannidis subiría a la Acrópolis y tú lo recibirías en el interior del Partenón, con una carga de trilita encima. Le dirías: «Felicidades, Ioannidis. No me has defraudado, Ioannidis. Hace cinco años fuiste tú quien declaró que sólo una vez de cada cien mil se encuentra a alguien que no habla. Hoy soy yo quien afirma que sólo una vez entre cien mil se da el caso de encontrar a un general que responda a semejante invitación. Pero aquel día yo llevaba las esposas puestas, Ioannidis, y hoy debes llevarlas tú. Mejor, nos esposaremos juntos». Inmediatamente después, le esposarías la muñeca derecha a tu muñeca izquierda y: «¿Ves la carga que llevo encima, Ioannidis? Está cebada con una mecha de combustión rápida. Si haces un gesto, saltamos juntos por los aires». «No te creo, Alekos. No lo harías». «Lo haré, lo haré. Si me veo en la necesidad lo haré, lo haré. Ya verás». «¿Y qué más?». «Planteo mis peticiones y nos vamos a Argelia.» «¿¡¿A Argelia?!?». «Sí.» «¿¡¿Directamente desde la Acrópolis?!?». «Sí.» «¿¡¿Con Ioannidis?!?». «Evidentemente. Nos lo llevaremos como rehén, siempre esposado a mi muñeca izquierda. Exigiremos todo un avión para nosotros y…». «Y si Ioannidis estuviera dispuesto a morir por impedírtelo». «Él sí; sus fieles, no. Es el hombre fuerte del régimen y le apoya gran parte del ejército. El Ática es suya. Quienes quieren eliminar a Papadopoulos no le permitirán nunca morir, y concederán lo que yo pido. Por lo demás, siempre llevaré conmigo la carga cebada. Si es necesario, moriré con él como aquel general alemán que quería saltar por los aires con Hitler». «Estás loco». «Tal vez. Pero los locos son quienes hacen la historia, no la lógica. Si nos detuviéramos a considerar lo que es de buen sentido y lo que no lo es, lo que es posible y lo que no lo es, la Tierra dejaría de girar, y la vida perdería su finalidad».

No comprendía bien qué papel me reservabas en el curso de semejante locura. Por momentos parecía de simple apoyo moral y por momentos, de gran importancia estratégica. «Si coloco a tres hombres en el lado Norte, tres en el lado Sur, dos en el lado Este, y cuatro entre la verja y los Propileos, me quedo inerme en el Partenón, sin nadie que me cubra la espalda. ¿Sabes utilizar una metralleta?». La duda de que tuviera algo que objetar —por ejemplo sobre el uso de la metralleta— en realidad ni te rozaba. Por lo demás, ni siquiera te interesaba saber si estaba yo de acuerdo con la totalidad del plan: la tarde en el cabo Sunion había sellado un pacto que excluía cualquier deserción por mi parte. Ahora era tu Sancho Panza, y la misión de Sancho Panza ¿no es acaso seguir a don Quijote, secundarlo en sus locuras? El único punto que te preocupaba, confesaste mientras me explicabas el plan, era encontrar doce guerrilleros. Sin un partido detrás, sin una ideología homologada, no te resultaría fácil reunirlos. Deberías buscarlos a tientas en la oscuridad, y consciente de ello te encerraste en casa a confeccionar listas de nombres, estudiarlos y descartarlos: «Este no; no lo conozco bastante. Este no; lo contaría. Este no; tendría miedo». Y nada de hablarte de otro tema, de intentar distraerte. «¡No me concierne, no me interesa!». Sólo cuando llegó la noticia de que en Chile se había producido el golpe de Estado y habían matado a Allende, saliste de tu concha: la Acrópolis pareció borrarse de tus pensamientos. Pero pronto reapareció con la fuerza maligna de un corcho que cuanto más lo hundes en el agua más vuelve a flote, e incluso la muerte de Allende se convirtió en alimento para nutrir tu gloriosa locura. «Junto con la bandera roja izaremos la bandera chilena. La libertad no tiene patria». Confeccionaste una lista de candidatos, y decidiste cribarlos uno a uno sin revelar el motivo del encuentro. Así, pues, los recibías con expresión inocente y, abriendo los brazos, propinándoles golpecitos afectuosos en los hombros, los conducías al salón, donde un magnetófono de cassette emitía a un volumen altísimo himnos de la Resistencia. Era tu método para comprender en seguida con quién estabas tratando. Si el tipo se ponía nervioso o decía que tocar ciertas cosas resultaba peligroso, lo descartabas inmediatamente; si, en cambio, se inflamaba o permanecía tranquilo, lo tomabas en consideración. Carácter, aptitud para el riesgo, grado de inteligencia y voluntad de combatir: con la frialdad de un entomólogo que observa una hormiga o de un sastre que inspecciona un tejido, lo estudiabas, lo examinabas y lo analizabas. Pero casi siempre sin éxito. Y cuando por fin seleccionaste a los cinco que, según tu parecer, constituirían el núcleo del comando, tres confesaron en seguida que les faltaba valor. Con los otros dos fue peor.

El primero pidió algunas horas para meditar, y luego regresó con una hoja llena de cálculos. Te explicó por qué el bluff no resultaría: hacer creer que el templo estaba minado constituía una empresa más que absurda, imposible. El Partenón, dijo, es menos frágil de lo que parece: cualquier ingeniero o arquitecto sabe que sus bloques de mármol no se abaten con facilidad. Para hacerlo saltar por los aires, pues, hay dos sistemas. Y ambos se basan en el derribo de las columnas, una por una. Uno de los dos sistemas consiste en colocar una carga de dinamita en la base de cada columna, alojada en agujeros de unos quince centímetros de profundidad y otro tanto de anchura. Quince centímetros es el máximo permitido y el mínimo necesario porque, minada desde el interior, cada columna requiere diez kilos de dinamita, esto es, veinte cartuchos. Un cartucho pesa medio kilo. Pero un agujero no puede contener más de diez cartuchos, de tal manera que se requieren dos agujeros bien distanciados. Como el Partenón tiene cuarenta y seis columnas, se requieren noventa y dos agujeros. Para abrir un agujero en el mármol se necesita una hora y un taladro eléctrico. Noventa y dos horas de trabajo divididas entre doce guerrilleros que abandonen la metralleta y se transformen en obreros, agujereando tres o cuatro columnas cada uno, equivalen a casi ocho horas de actividad ininterrumpida. Digamos entre las diez de la noche y el amanecer. Aparte el hecho de que para una empresa semejante se necesitaría disponer al menos de doce taladros eléctricos y un generador de gran potencia, el estrépito sería inimaginable: un bombardeo sin parar que despertaría a la ciudad, desde el Pireo hasta Kifissia. Naturalmente, el trabajo se podría reducir a una hora, pero entonces se requerirían noventa y dos hombres; se podría reducir a dos horas, pero entonces se precisarían cuarenta y seis hombres y… Lo interrumpiste, airado: «Yo no te he pedido un ensayo sobre demoliciones, y nunca he pensado reducir el Partenón a un colador o a un queso gruyere. Así que todo eso son chácharas inútiles». Y el otro: «No, son razonamientos. Los mismos que un experto haría a Ioannidis si éste preguntara qué probabilidades existen de que minaras realmente el Partenón. La respuesta sería: ninguna, a menos que disponga de media tonelada de dinamita. Diez kilos de dinamita dentro de cada columna, multiplicados por cuarenta y seis columnas, dan, en efecto, casi media tonelada de dinamita. ¿Te parece demasiado? El otro sistema, que no precisa de taladros eléctricos ni de generadores potentes, pues se basa en cargas colocadas en el exterior de las columnas, requiere diez toneladas de dinamita. O sea doscientos kilos de dinamita por columna. Y doscientos kilos equivalen a cuatrocientos cartuchos. Para simplificar la operación, los cartuchos pueden ponerse en un saco y se ata el saco a la columna con cintas adhesivas resistentes, lo mismo que se ata un paquete. Un saco por columna suma cuarenta y seis sacos, y para concluir, tendrás que convencer a la Junta y al mundo de que has llevado a la Acrópolis diez toneladas de dinamita o, al menos, media». Volviste a interrumpirlo, pero esta vez con imprevista calma: evidentemente, la historia de los sacos te gustó. «No hay ninguna necesidad de esa dinamita; me has dado una idea. Sólo tendremos que llevar cuarenta y seis sacos vacíos, doscientos o trescientos metros de cinta adhesiva bien fuerte, y un rollo de cable eléctrico. La Acrópolis está llena de piedras y nadie sabrá qué hemos metido en los sacos». El joven te miró desconcertado, y luego se levantó y se marchó.

El segundo individuo no discutió la practicabilidad de la empresa empleando sacos vacíos. Sí, admitió conciliador, conocía tu imaginación: competía con tu valor, según dejaste bien demostrado en los cinco años de Boiati. Así, pues, él no estaba en absoluto de acuerdo con quien no valoraba lo suficiente la probabilidad de que tu bluff tuviera éxito: conociéndote, ni la policía ni Ioannidis se preguntarían si los sacos contenían de verdad explosivos. Lo único de que dudaba era que de semejante empresa pudieras salir vivo, y tanto si salías vivo como muerto, ¿cuál era el objeto final? «Ya lo he dicho: centrar la atención del mundo sobre Grecia, movilizar la prensa nacional y extranjera, ridiculizar a la Junta». Asintió, se rascó la garganta y, con aire de buscar mi aprobación, traduciendo ahora las frases más importantes al inglés, para que yo las comprendiera, se lanzó a una especie de sermón. Nadie, dijo, había olvidado que durante la segunda Guerra Mundial un valiente llamado Glezos subió a la Acrópolis y arrancó la bandera alemana del asta situada junto a la entrada. Un gesto espectacular, una bravata que formaba ya parte de la leyenda y que los niños estudiaban en los libros escolares. Pero ¿para qué sirvió aquel gesto aparte de asombrar al mundo y escarnecer al invasor? ¿Acaso levantó al pueblo e incidió sobre el curso de los acontecimientos? Los gestos espectaculares y los heroísmos privados nunca influyen en la realidad: son manifestaciones de orgullo individual y superficial, romanticismos afines a sí mismos precisamente porque quedaban encerrados en los confines de lo excepcional. Por desgracia, los griegos eran maestros en ellos; incluso había un ensayo de Bertrand Russell sobre ese tema, en el que sostenía que los ciudadanos de la polis griega estaban animados por un patriotismo primitivo, o sea imprudente e insensato. La fuerza de sus pasiones les conducía, sí, a éxitos personales, pero tales éxitos no beneficiaban al conjunto de la polis y, en definitiva, eran símbolos de incapacidad política. Por lo demás, no se necesitaba recurrir a Russell para comprender que el gran ejemplo no sirve para movilizar las masas, antes bien, las desmoraliza, pues sintiéndose excluidas e intimidadas por el valor de uno o de unos pocos, quedan bloqueadas por un complejo de inferioridad. Conclusión: el sacrificio del héroe es un acto de egoísmo. «¿Egoísmo?». Tu pregunta sonó seca como una bofetada. «Sí, un acto de egoísmo. ¿O debería decir de narcisismo? Desde luego, un error». «¿Narcisismo? ¿Error?». Y esta vez tu pregunta sonó como un fustazo. «Sí, Alekos, error. Estás volviendo a proponer la misma equivocación de hace cinco años: ya he explicado que las dictaduras no se derrocan haciendo de héroe solitario o eliminando solo a un tirano. Se derrocan educando a las masas en la rebelión colectiva, en la lucha organizada. Si no, muerto un tirano, viene otro y todo vuelve a ser como antes». Vi que tus dientes mordían con fuerza la pipa. «O sea que yo no he servido para nada, no sirvo para nada». «No digo eso, Alekos; yo hago de esto una cuestión ideológica, examino el asunto desde el punto de vista ideológico y del raciocinio. ¡Hay que admitir que hay una buena dosis de vanidad en el héroe!». «¡¿Vanidad?!». Tú diste un salto y él emitió una especie de estertor: lo habías agarrado por la corbata y se la apretabas alrededor del cuello. «¡Escúchame, discurseador! ¡El que no tiene cojones se refugia siempre bajo el paraguas de los motivos ideológicos! ¡El que no tiene fe se esconde siempre tras el biombo del raciocinio! ¿Dónde estabas tú, discurseador, qué hacías tú cuando yo estaba en el catre de las torturas y esperaba ser fusilado? ¿Escribiendo libros para educar al pueblo? ¿Organizando a las masas del año dos mil trescientos treinta y tres? Fuera de aquí. ¡Fueraaa!». Luego prorrumpiste en un llanto inconsolable. Cartuchos, taladros eléctricos, divisiones, multiplicaciones, cuarenta y seis por dos, igual a noventa y dos, noventa y dos dividido por doce, igual a siete y llevo ocho, Bertrand Russell, egoísmo, narcisismo, las masas: ¿no había nadie, pues, en aquella ciudad, nadie dispuesto a echarte una mano y creer en ti?

Esperé que fuera una crisis beneficiosa. Pero no sirvió para nada más que para alimentar en mí la desorientación que comenzara la noche en que intentaste arrojarte bajo el automóvil de Papadopoulos: ¿en qué trampa había yo caído, a qué laberinto había sido arrojada?

Como un viandante perdido en un país extranjero y hostil, del que no comprende las calles, y en cada cruce se detiene confuso, esperando en vano dar con alguien o algo que le indique cómo avanzar o retroceder, así te miraba yo tras el rechazo de que te hicieran objeto los cinco individuos. Los dos últimos, en efecto, me suministraron la prueba de que incluso en tu mundo, entre los que hablaban tu lengua, eras considerado una persona inclasificable; más bien una planta extraña que ha nacido para llevar el desorden al bosque, un bellísimo hongo que nadie recoge por temor a envenenarse. Y esto hacía que mi perplejidad tomara cuerpo, aumentara los miedos que tras el viaje a Egina me atormentaban: ¿Qué tenías tú que ver con Huyn Thi An, Nguyen Van Sam, Chato, Julio, Marighela y el padre Tito de Alencar Lima? ¿Eras en verdad lo que yo creí que eras, e hice bien en volver y en aceptar ser tu compañera, o tuvo razón aquella Casandra llamada Andreas, y me esperaban sólo el sufrimiento y la tragedia? Todo en ti constituía una bofetada a la lógica: el ardor ciego, sordo y exagerado con que te lanzabas a una aventura; el énfasis y la retórica con que aquel ardor se expresaba; la arbitrariedad con que lo dispensabas o lo imponías al prójimo, ignorando sus tesis o ridiculizándolas; la voluptuosidad de consumirte en el peligro continuo, en el esfuerzo incesante, en la lucha perpetua. Pero no en la lucha para alcanzar una meta precisa: la lucha por la lucha, como si la meta no importara o fuera tan sólo un pretexto, un espejismo que ora lleva el nombre de libertad, ora presenta el aspecto de los molinos de viento, y se corre tras él de vacío, únicamente para vivir. Amarte, es decir, aceptarte, equivalía en verdad a ponerse en el lugar de Sancho Panza, que sigue a don Quijote y canta sus poéticas y alocadas mentiras: vivir el sueño imposible, combatir al enemigo invencible, soportar el dolor insoportable, corregir el error incorregible, alcanzar las estrellas inalcanzables. Y todo ello preguntándose si, en el fondo del corazón, también él sabe que no se trata más que de poéticas y alocadas mentiras. Por eso en cada encrucijada se renovaban los impulsos de huir, que siempre amargaron y, al propio tiempo, cimentaron mi relación contigo. Porque las mismas cosas que me alejaban de ti, me daba cuenta ya, me conducían a ti. Como si la diversidad e incluso incompatibilidad de nuestras naturalezas fuese el cemento del que se servían los dioses para mantenernos juntos.

Bloqueada por el dilema de avanzar o retroceder, al tiempo que con la confusa conciencia de no poder sustraerme a la voluntad de los dioses, al destino ya escrito, intentaba, pues, adaptarme y comprenderte a través del calidoscopio de tus mil contradicciones. Por ejemplo, los bruscos cambios de humor, que unas veces te transformaban en un muchacho y otras en un viejo, uno y otro extraños al hombre que conocí y que el mundo creía conocer, y sin embargo fundidos en él como dos ríos en un mar. El viejo caminaba con la cabeza gacha y la espalda encorvada, y no se separaba nunca de la pipa, que fumaba lentamente, con los ojos entrecerrados; era tierno, benigno, toleraba las adversidades con paciencia infinita y hablaba con la espléndida voz que una tarde de agosto me sedujo. Sus discursos eran solemnes. Si le pedías cuenta del muchacho, respondía: «Él soy yo. Él es la verdadera sabiduría. El aspecto de la sabiduría no es oscuro y tétrico, no es preocupado, sino reidor y lleno de alegría. El fin y la realización de la sabiduría radican en la jocosidad feliz». Me llamaba muchachito, alitaki. El muchacho, en cambio, saltaba y brincaba, como en los momentos en que creía haber encontrado a los guerrilleros para ocupar la Acrópolis; se movía con ímpetu, nerviosamente, se mostraba festivo o colérico según su capricho, y en el primer caso agredía con zancadas de cachorro feliz de haber encontrado un hueso, y se movía, con briosos caracoleos infantiles: «¿Jugamos?». Si le pedías cuentas del viejo, respondía con peroratas sin sentido: «Yo soy yo. Yo con él soy yo y él, yo contigo soy yo y tú, de manera que yo sigo siendo siempre yo». También hacía juegos de palabras un poco tontos, orgulloso de dominar mi lengua: «¡No te quiero a ti, quiero el té! ¡No quiero el té, te quiero a ti!»[1]. Además coleccionaba bolitas de cristal, frasquitos, cajitas y cualquier objeto que pudiera convertirse en un pasatiempo. Adoraba los pasatiempos, y se apropió del regalo que compré para Khristos, el niño nacido en la casa de al lado cuando nos amamos por primera vez en un lecho: una campana de plata con un carillón que tocaba una nana muy suave. Inútil añadir que el maridaje era irresistible: avanzando por vías paralelas y opuestas, en ritmos contrastantes y, sin embargo, armoniosos, el muchacho y el viejo convivían en un hombre que, aun sin la sugestión de un pasado glorioso, hubiera seducido. No por casualidad las mujeres se enamoraban perdidamente de él. Y algunas veces también los hombres, aunque él no se diera cuenta. O lo fingiera. Por lo demás, con las mujeres tuviste siempre un éxito fuera de lo común. En raras ocasiones he visto suscitar enamoramientos, pasiones y deseos desenfrenados como los que tú inspiraste hasta el último día de tu vida, pero nunca como en el período inmediatamente posterior a Boiati, cuando jóvenes y viejas, ricas y pobres, estúpidas e inteligentes se te ofrecían en un plebiscito de afán sexual casi siniestro: mediante llamadas telefónicas, cartas, regalos, mensajes confiados a alcahuetes o billetitos que te ponían en la mano o te introducían en el bolsillo ante mis propios ojos, pues ni siquiera el hecho de que viviéramos juntos las desanimaba. Antes bien, las excitaba. Ahora que habías recobrado la seguridad para atravesar las calles, para caminar por las aceras atestadas, y que cada vez cojeabas menos del pie roto, te deseaban, en efecto, hasta las que antes te ignoraban. Y yo asistía fascinada al fenómeno, buscando también en él una llave que abriese las puertas de tu personaje: si hombres y mujeres se enamoraban tan perdidamente de ti, ¿por qué permanecías tan solo y no encontrabas a nadie que te apoyara para combatir la dictadura tal como querías? ¿Y por qué no te adaptabas un poco a la realidad, por qué no actuabas en el seno de un movimiento organizado de una corriente política reconocida, por qué te obstinabas en pretender cambiar las cosas por ti solo, a veces con gestos u ocurrencias que tenían sabor a juego, como en el caso de la operación Acrópolis? Necesité mucho para comprender que precisamente ahí radicaba tu gran intuición de rebelde y de artista, tu gran coherencia.

Aquel plan no se te quitaba de la cabeza. No bastaban para liberarte de él la imposibilidad de reunir un comando dispuesto a ponerlo en práctica, ni los razonamientos de los que llamabas discurseadores, ni el tiempo que transcurría con sus distracciones y sus tentaciones. Y así, una mañana: «Iremos a Creta». «¿A hacer qué?». «A buscar guerrilleros. En Creta los encontraremos».

La espera del viaje a Creta fue el banco de pruebas de tu obstinación, de la monomanía que te aquejaba cada vez que la fe daba a luz una idea y la idea se transformaba en psicosis. La historia de los sacos que debían atarse a las columnas te gustó hasta el punto de inspirarte una travesura suplementaria: además de llenarlos de piedras y otros lastres en lugar de explosivos, los usarías para redactar un eslogan que diera la vuelta al Partenón. «Sobre el mármol no podemos escribir nada: aparte que las estrías lo impedirían, ensuciar el Partenón con pintura sería un auténtico delito. En cambio, en los sacos podemos escribir lo que nos guste. En cada columna un saco, en cada saco una letra: el eslogan se leerá desde lejos. ¿No es un hallazgo?». Lo era. El problema radicaba en escoger palabras cuyas letras correspondieran al número de columnas tanto en la fachada anterior como en la posterior y en los laterales del templo. Las fachadas anterior y posterior contaban ocho columnas, o sea que en ellas la palabra no podía superar las ocho letras; los laterales sumaban diecisiete columnas, de modo que sobre ellas la o las palabras no podían exceder las diecisiete letras. Pero las cuatro columnas de las esquinas no podían exhibir una letra por una parte y otra por el otro lado, pues esto hubiera creado confusión, así que se reducía a seis letras la palabra de la fachada anterior y posterior, o bien a quince letras las palabras de los laterales. Sin contar con el asunto de los espacios en blanco, que llegaba a enloquecerte, pues por causa de ellos todos los vocablos parecían demasiado largos o demasiado cortos. «¡Opresión! Katapiesis!». «Demasiado largo». «¡Pueblo! Laós!». «Demasiado corto». Por último, encontramos una frase que iba casi bien porque se componía de ocho palabras, con un total de cuarenta y cuatro letras y siete espacios en blanco: Agonas dia tin elefthería-Agonas kata tis tyrannías, Lucha por la libertad-Lucha contra la tiranía. El problema radicaba en aquel casi. Los dos agonas, en efecto, se colocaban perfectamente en las fachadas anterior y posterior: incluso dejaban dos espacios en blanco en las columnas de las esquinas. Las palabras dia tin elefthería, por-la-libertad, se colocaban con no menos perfección en un lateral. El kata tis tyrannías, contra-la-tiranía, contenía en cambio una letra de más. Pero aun molestándote, la cosa no te desanimó. La frase tenía un sentido, dijiste, giraba en torno al Partenón de manera armoniosa, y al infierno la estética. Comprimirías el artículo tis en dos columnas, colocando un solo saco grande. Para efectuar esta comprobación subimos a la Acrópolis, y este fue el inicio de muchas excursiones, durante las cuales pretendías que me comportara como una maníaca de la arqueología: admirando, fotografiando y estudiando frisos y capiteles para no despertar sospechas. Tú, mientras tanto, buscabas posibles escondites, medías en pasos la distancia entre los Propileos y el Erecteion, entre el Erecteion y el Partenón, entre el Partenón y los Propileos, examinabas con detenimiento la roca que, en el límite de la pared nordeste se encarama sobre la muralla, la misma en la que Glezos se subió para arrancar del asta la bandera alemana; controlabas la afluencia de turistas, el comportamiento de los guardianes y los lugares adecuados para hacer estallar la pastilla de trilita como advertencia. «Quiero llevarme un plan completo a Creta, perfecto hasta en sus últimos detalles». No me escuchabas cuando aventuraba dudas sobre la utilidad del viaje. «Todo irá bien, ya lo verás».

Estabas convencido de ello porque te constaba no haber cometido errores: nada de citas, nada de reservas de vuelos, y hotel reservado con nombre supuesto. Sólo anunciaste nuestra llegada a unos poquísimos compañeros dignos de confianza. Quedaba, cómo no, el riesgo de que la policía nos siguiera cuando saliéramos de casa para ir al aeropuerto, pero durante el trayecto no advertimos a nadie que fuera tras de nosotros, y tampoco en el momento de embarcar pareció que nadie se fijara en nosotros. «¿Has visto? Apenas se han dado cuenta de que estamos entre los pasajeros». La ilusión se desvaneció cuando subimos a bordo. No nos habían perdido de vista ni un segundo; todo había sido organizado de forma que pudieran controlarnos hasta la respiración. Por ejemplo, los asientos que nos asignaron. Eran los dos últimos de la izquierda, distintos de los demás porque entre ellos y el tabique a nuestra espalda quedaba un espacio de medio metro, aproximadamente, en el que se apresuraron a instalarse dos agentes de paisano. Con las manos agarradas a los bordes del respaldo, se nos echaban encima lanzándonos un fétido aliento de ajo y no ocultaban en absoluto que se encontraban allí por nuestra causa. En efecto, te irritaban, te tocaban el cabello y te provocaban con risitas y frasecitas: «Katálaves italikí? ¿Entiendes italiano?». «Ne. Sí». «¿Cómo se dice en griego buen viaje?». «Kalòn taxidi.». «¡Eh, eh!». Te interrogué con la mirada: si hacían esto y, además, viajaban de pie, en contra del reglamento, quería decir que iban en misión oficial, con cometidos muy precisos. Asentiste con un leve movimiento de cabeza, y luego te mantuviste en una inmovilidad taciturna que duró hasta que desembarcamos y nos recibieron Marion y Febos. Ella era una querida amiga de los días del Politécnico, y él un resistente salido de la cárcel con motivo de la amnistía. El tiempo de abrazarlos, explicarles lo que sucedía, y el tufo de ajo había desaparecido, pues los dos tipos se habían esfumado. Para cambiar ¿por quién? De nuevo parecía que nadie se ocupara de nosotros. Por las calles de Khania ningún automóvil seguía el Renault en el que Marion y Febos nos conducían al hotel. «Tal vez temían simplemente que secuestraras el avión», dijo Marion sonriendo. Y casi en el mismo momento se le escapó una exclamación: «¡Oh, no!». Acabábamos de llegar al hotel, y en la misma acera había un coche blanco de la policía. Subimos a la habitación, una hermosa habitación que daba al mar, te asomaste al balcón y te retiraste en seguida con una orden ronca: «Apaga en seguida la luz». «¿Por qué?». «¡Apaga, te digo!». La apagué y me acerqué a ti: «¿Qué hay, qué sucede?». «¡Mira!». Miré, y durante algunos segundos no vi más que una espléndida noche iluminada por la luna, y el agua tranquila del puertecillo, donde las olas batían en pequeños chapaleos de plata. Pero luego, con el estómago revuelto, divisé también yo lo que me indicabas: una barca anclada a veinte metros de la orilla, y a bordo de ella, tres hombres que nos observaban con un gran anteojo.

Allí permaneció todas las noches, anclada en el mismo punto. A determinada hora de la mañana se alejaba, y regresaba al atardecer, con tres hombres a bordo, los mismos, y el anteojo enfocado hacia nuestro balcón. Era una persecución a la vez sutil y absurda. Sutil porque se proponía exasperarte por un sistema en apariencia inocente, y absurda porque imponía a los tres tipos un esfuerzo nada llevadero: por turno, pero sin pausa, debían escrutar en la oscuridad. Además, venía a empeorar las cosas el hecho de que te negaras a cambiar de habitación o de hotel, e incluso a bajar las persianas: decías que hubiera sido un gesto de debilidad, de rendición; que había que comportarse como si no nos hubiéramos dado cuenta de nada o no nos importase. Y cuando regresábamos, por la noche, te entregabas siempre al desafío de encender todas las lámparas y abrir de par en par el balcón: nos movíamos en medio de aquella orgía de luz, y el sabernos observados nos producía a ambos una dolorosa desazón. Pero más a ti que a mí. Puesto a prueba por el esfuerzo de no reaccionar ante los dos tipos que en el avión te tocaban el cabello, te irritaban y se burlaban de ti, y luego herido por el sobresalto de hallar en la acera el coche de la policía, cedías de hora en hora en la guerra de nervios. Por ejemplo, te metiste en la cabeza que nuestra habitación escondía micrófonos, y continuamente corrías muebles, inspeccionabas cajones, palpabas colchones y te comunicabas conmigo escribiendo papelitos que luego quemabas en el cenicero. En la cama, cuando permanecer en la oscuridad no bastaba para hacerte olvidar la sensación desagradable de ser espiados, aunque estuviéramos intercambiando ternezas, te agitabas repitiendo obsesivamente, como si las paredes fueran de vidrio: «¡Qué difícil es continuar!». Con semejante estribillo, la espera del amanecer no acababa nunca, y la salida del sol traía nuevas persecuciones. No, no me equivoqué al insinuar dudas sobre la utilidad de aquel viaje: intentar acercamientos, aunque fuesen preliminares, con los posibles guerrilleros, constituía un problema casi insoluble. En efecto, apenas salíamos, el coche blanco de la policía se ponía en movimiento y nos seguía. Al paso si íbamos a pie, y a pocos metros de distancia si tomábamos un taxi o el Renault de Febos; si, además, llevábamos detrás a agentes de paisano, no era posible determinarlo. La primera mañana creíste que el taller de arquitecto de Marion, situado en la quinta planta de un edificio lleno de oficinas, era un lugar perfecto para reunirte con quien te interesaba: pero mientras subías en ascensor olfateaste el tufo de ajo que percibimos en el avión, y la cita fue anulada. Para llevar a cabo la investigación, pues recurrías a las cenas en los restaurantes, truco que consistía en reunimos muchos comensales, y entre ellos el candidato que te interesaba, pero esto hacía superficial el examen, lo fragmentaba en chácharas inútiles, y luego aumentaba el desánimo. «¡Tiempo perdido, tiempo perdido!». A veces te deprimías tanto, que ni siquiera me atrevía a preguntarte si hacías algún progreso. Por lo demás, que iba mal lo intuía por las palabras que captaba, pese a la barrera de la lengua: «Den ine praktikós. No es práctico». «Den ine pragmatikós. No es realista».

Y llegó el día, creo que el quinto, en que la tensión y la desilusión estallaron con la fuerza de un gas reprimido durante demasiado tiempo. Habíamos ido a ver la tumba de Venizelos, y, como en Egina, el reclamo de la muerte te había hechizado. Te pusiste a decir que ningún hombre puede hablar vivo tanto como muerto, y la prueba estaba allí, en aquella tumba: si Venizelos viviera y hubiese conversado contigo tomándote del brazo, no hubieras sentido lo que sentías ahora al saberlo bajo tierra. Luego, empezaste a hablar de Jan Palach, que se quemó en Praga ante la estatua de san Wenceslao. «¿Sabes lo que te digo? El Partenón es mejor que la estatua de san Wenceslao. Sólo los checoslovacos sabían quién fue san Wenceslao; en cambio, todo el mundo conoce el Partenón». Reprimí un gesto de horror y, fingiendo no comprender, te repuse con ligereza: «¿Qué tiene que ver el Partenón?». «Tiene que ver. Piensa qué humillación para la Junta si alguien se matara en la Acrópolis, delante del Partenón. Todo el mundo diría que…». «Diría que es un loco». «¿Por qué? ¿Estaba loco Jan Palach? ¿Estaban locos los monjes vietnamitas que se prendían fuego en Saigón? Hay muchas maneras de llevar una lucha, una resistencia. Una es el suicidio. A mí no se me ha ocurrido nunca suicidarme, ni siquiera cuando me torturaban y ya no aguantaba más. Pero entonces me sentía menos solo, sabía que alguien de afuera se preocupaba por mí, me ayudaba creyendo en mí. Cuando nadie te ayuda, en cambio, nadie te escucha, y no puedes intentar nada porque estás solo, matarse tiene un sentido. Sirve». «Basta una lata de gasolina, ¿eh?». «No, bastan quinientos gramos de trilita, una mecha y un fósforo». «¡Alekos!». «No te preocupes. Los tipos como yo mueren solos aunque amen y sean amados. Oh, esta noche quiero emborracharme hasta la náusea». Y mantuviste la promesa. Copa tras copa, botella tras botella, mezclando el vino a la rabia, la rabia al dolor, el dolor a la mortificación, y la mortificación a la impotencia, es decir, a la soledad, una soledad tan profunda que pensar en aliviarla hubiera sido como hacerse la ilusión de vaciar el mar con una cuchara, bebiste lo que nunca hubiera creído que un hombre pudiera beber. Elegimos una taberna al aire libre, casi enfrente del hotel, y estábamos sentados a una mesa al lado mismo de la calle. Un automóvil azul pasaba una y otra vez, lentamente, con dos hombres que te miraban con insistencia. Pero tú no los veías, pues la embriaguez te volvía ciego. Si yo te decía vámonos, hay-un-automóvil-que-me-infunde-sospechas, abrías mucho los ojos empañados y: «No veo automóviles. Bastan quinientos gramos de trilita, una mecha y un fósforo». Cuando finalmente te decidiste a marchar, yo no conseguía mantenerte de pie. Te abatiste sobre mí con el peso de un árbol que cae encima de una planta frágil, y tuve que imponerme un esfuerzo cruel para hacerte atravesar la calle, subir la escalera de acceso, entrar en el hotel, llegar al ascensor, abrirlo, cerrarlo, volverlo a abrir, volverlo a cerrar, llegar a la habitación y arrojarte sobre la cama.

Luego, en los meses y en los años que siguieron, repetí otras veces ese esfuerzo cruel. Pero acabé aprendiendo los movimientos, los truquitos para hacer que adelantaras un pie o una pierna, procurarte un poco de equilibrio, y sobre todo aprendí que beber no era para ti un goce físico, sino una desesperación de la que conocías todas las técnicas y secretos. Aprendí, incluso, a distinguir lo que llamabas primero, segundo y tercer estadio: el primer estadio es el que excita la mente, suelta la lengua y transforma el acto de beber en un rito intelectual y social, según las reglas del banquete socrático; el segundo estadio es el que rompe los cepos de la inhibición, quiebra las barreras del autocontrol y, liberando de los pensamientos, conduce al limbo del olvido; el tercer estadio es el que le arranca a uno y lo introduce en las ilimitadas llanuras del olvido y de lo desconocido. Un misterioso ahogamiento en uno mismo, pues; un indefinible precipitarse en los abismos de la nada, un reposo absoluto, una muerte temporal. A través de tus narraciones, acabé sabiendo que cada estadio era deseado con anterioridad, con frío cálculo, y correspondía a una dosis bien precisa de dolor. Sabiéndolo, me impuse la indulgencia que permite amar a una persona con sus defectos y debilidades; ya me acostumbraría. Pero de momento aún no estaba habituada, y tan sólo experimentaba consternación, incredulidad y un piadoso disgusto: así, pues, ¿puede ser tan frágil un héroe? «Quinientos gramos de trilita, una mecha y un fósforo». «¡Calla, Alekos, calla!». «Qué difícil es continuar». «¡Calla, Alekos, calla!». Luego, de golpe, estando tendido en la cama, tu cuerpo se volvió de mármol y tu cabeza de fuego: subió la fiebre y sobrevino el delirio. Si me inclinaba sobre ti, me rehuías, te cubrías el rostro con el brazo, se te estremecía todo el cuerpo y me contemplabas con los ojos llenos de terror. «Okhi! ¡No! ¡No! ¡No!». O bien: «Ftani! ¡Basta! Ftani!». Intentar calmarte resultaba inútil porque no era a mí a quien veías, sino al espectro de un pasado nunca olvidado e inolvidable, los rostros de Theofiloiannacos, Malios, Babalis y Hazizikis, que, descubrí, se materializaban siempre que la cólera se añadía a un dolor, un dolor a una humillación y una humillación a una impotencia, o sea a tu soledad, y aquel nudo se convertía en conciencia de una derrota. Luego, del delirio te precipitaste en una postración bañada de sudor que te resbalaba como aceite y empapaba la ropa, las sábanas y la almohada. Por último, te dormiste como un tronco, como en estado cataléptico.

Me quedé velando aquel sueño hasta las primeras luces del alba, cuando despertaste, completamente repuesto. «¡Buenos días! ¿Has dormido bien? ¡Qué sol tan hermoso! ¿Sabes a dónde te llevo hoy? ¡A Heraclion! ¡Haz la maleta!». «¿Y qué hay en Heraclion?». «Lo sabes muy bien: ¡el templo de Cnossos!». «¿Y además del templo de Cnossos?». «Alguien a quien quiero ver». Llamaste a Febos, le pediste que te acompañara en su Renault, y nos dispusimos a partir. ¿No era una idea extraordinaria, decías, viajar muy de mañana con aquel hermoso sol? ¿Y no era una gran suerte disponer de un amigo como Febos? Si no hubiera sido por Marion le hubieras pedido en seguida que participara en la acción: él no hubiera puesto inconvenientes. Pero no podías decírselo, no podías separarlo de los niños y de ella. Tener una mujer y una familia constituye un problema; por eso en el sesenta y ocho no quisiste gente que tuviera mujer ni familia. Charlabas, charlabas, sin prestar atención a los micrófonos que, según tú, estaban escondidos en las paredes, en los muebles y quién sabe dónde, habiendo olvidado lo que dijiste ante la tumba de Venizelos sobre los muertos que hablan, sobre Jan Palach, sobre la idea de saltar por los aires con tus pastillas de trilita y sobre lo sucedido aquella noche, sobre la espantosa embriaguez, la fiebre, el delirio; ni una sola palabra de eso.

«¡Ya no está!». «¿Quién? ¿Qué?». «El coche blanco de la policía». «¿Estás seguro?». «¡Segurísimo, mira!». Miré. Era verdad. «Se habrá alejado un momento, no te hagas ilusiones». «No, el portero dice que no está desde ayer por la noche». Hurgué en mi memoria, pero en vano: durante el trayecto entre el restaurante y el hotel me abrumó tanto el esfuerzo por mantenerme en pie, que no presté atención a lo demás. Extraño asunto, en verdad. Febos se encogió de hombros: «A lo mejor han decidido dejarte en paz». «A lo mejor». «Tal vez nos alcancen por la carretera». «Tal vez». Montamos en el Renault. Él al volante, tú junto a él y yo en el asiento posterior. Atravesamos la ciudad sin ser molestados, y pronto nos hallamos en la carretera nacional que conduce a Heraclion. Y seguíamos sin que nadie se ocupara de nosotros. De vez en cuando, algún vehículo —un camión, por ejemplo—, y eso era todo. «No comprendo». «Ni yo». Para comprobar si nos seguían a distancia, nos detuvimos en la fonda de un pueblo, dejamos el Renault bien a la vista y nos sentamos a una mesa. Allí permanecimos unos treinta minutos. Pero al final tuvimos que convencernos de que, efectivamente, la persecución había cesado: por algún motivo que nos escapaba, ignoraban tu viaje a Heraclion. Y, sin embargo, al llamar por teléfono a Febos dijiste Heraclion: ¿es que se habían resignado a considerar aquella estancia en Creta como unas inocentes vacaciones? Era una hipótesis que no debía descartarse. Nos levantamos y volvimos al Renault. «¡Dentro de una hora y media llegamos!».

Se requiere una hora y media para ir de Xania a Heraclion, y el trayecto es bellísimo. Gran parte del recorrido la carretera costea desde lo alto el mar más azul del archipiélago, otras veces discurre entre montañas ásperas y rocosas, de un cálido marrón rojizo, y el cielo tiene el color del mar: en septiembre no lo perturba ni una nube. Ni siquiera hay casas que estropeen el paisaje; allí viven sólo las cabras. Si sabes que no te siguen, sientes una especie de felicidad. Puedes reír, conversar sobre temas agradables y hasta recordar episodios que en el pasado no eran divertidos y hoy sí. «¡Qué estupenda mujer la dueña del hotel! ¡Imagina que ni siquiera quería que pagáramos la cuenta!». «Y nos ha rogado que firmáramos en el libro de honor. Se ha conmovido cuando he escrito Libertad». «A mí me ha dado una bolsa llena de fruta». «¡La fruta! En Chipre hubo un período en que pasé hambre, y robaba fruta en los campos. ¿Has probado alguna vez a robar una sandía sin tener un cuchillo? Te conviertes en Tántalo». «Alekos, cuéntale a Febos cuando robabas cigarrillos en Atenas. Cuéntale cómo se hace». «Se hace así. ¿Sabes los quioscos de periódicos donde venden cigarrillos? Se piden los cigarrillos, y en el momento de pagarlos se finge que el dinero cae al suelo. O, mejor, se tira. Se inclina uno a recogerlo, se da la vuelta al quiosco, siempre agachado, y se escapa». «¡Qué vergüenza!». «¡No tenía un dracma; era un desertor!». «Cuéntale cómo se roban pasteles en una pastelería». «Se hace así. Se para a un niño y se le dice: ¿te gustaría llenarte la barriga de pasteles? El niño asiente. Luego se le dice: ven conmigo, no me gusta comer pasteles yo solo. Se entra en la pastelería y, junto con él, se llena uno la barriga de pasteles. Luego se le dice: espérame aquí que vuelvo en seguida. Si el camarero me busca, responde que papá ha ido a los servicios. En lugar de eso, se sale y no se vuelve más. ¡Cómo van a detener al niño!». «¡Gamberro!». «Lo dices porque tú nunca has pasado hambre. Dime, ¿qué comiste el día de Pascua de 1968?». «Déjame pensar. Por la Pascua de 1968 estaba en el Vietnam en el frente de Danang. Comería el rancho de los soldados americanos, algo en lata. ¿Y tú?». «Una latita de caviar». «¿Y te lamentas?». «Escúchame bien. Tú estabas en el Vietnam y yo estaba en Roma preparando el atentado. Y, como de costumbre, no tenía ni un céntimo, me moría de hambre y en casa sólo había esa latita de caviar. Ni siquiera una rebanada de pan. ¿Te has quitado alguna vez el hambre con una latita de caviar y nada más, sin una rebanada de pan siquiera? Desde aquel día detesto el caviar; no comprendo por qué a tanta gente le gusta el caviar. Febos, ¿te gusta el caviar?». Pero Febos no escuchaba. Increíblemente pálido, lanzaba miradas nerviosas al espejito retrovisor: «¡Malditos! ¡Malditos!». «¡Febos! ¿Qué pasa?». «Que nos habíamos engañado. Los tenemos detrás».

Me volví. No se trataba del coche blanco de la policía, sino del azul que la noche anterior pasaba una y otra vez ante la taberna donde te estabas emborrachando. Iba a unos trescientos metros de nosotros, y era muy visible, pues en el rectilíneo desierto era lo único que se movía: parecía casi imposible que nosotros dos no nos hubiéramos dado cuenta antes. Febos lo vio poco después de la parada en el pueblo. No nos lo dijo creyendo que quería adelantarnos, explicó, y luego porque se retrasó medio kilómetro. Parecía inocuo, y sólo desde hacía poco se había puesto a seguirnos de cerca, como una sombra. Si él aceleraba, ellos aceleraban; si él reducía, ellos reducían. Y ni un perro iba o venía en sentido contrario: «¡Mierda! Skatá!». «Mierda no, destino», comentó tu voz helada. También tú te habías vuelto, y tu rostro no expresaba sorpresa ni cólera; más bien una calma henchida de ironía, como si el asunto fuera por completo normal y confirmara lo que tú esperabas. Pero el ojo izquierdo era un pozo de odio. «Prueba otra vez, Febos». Febos presionó el acelerador y ganó unos cincuenta metros. De inmediato, el coche azul lo imitó, recuperando su posición. «Hum. Ya lo veo. ¿Cuánto falta para Heraclion?». «Depende». «¿Hemos pasado ya Rethymnon?». «Sí.» «¿Y Perama?». «Sí.» Me sonreíste con amargura: «Huelga total de la policía». «¿Huelga?». «En efecto. ¿Creías que era un coche de la policía? No es un coche de la policía ni se trata de agentes de paisano». «Pues ¿quiénes son?». «Fascistas». «¿Cómo lo sabes?». «Lo sé. Pregúntaselo a Febos». Se lo pregunté. No obtuve respuesta. Inclinado sobre el volante, Febos trataba de duplicar la distancia respecto al automóvil azul y corría al menos a ciento treinta kilómetros por hora. Cuando no tomaba bien las curvas, las ruedas chirriaban y, dado que en aquel tramo la carretera discurría encajada entre dos paredes de roca, parecía que íbamos a chocar con ellas. «¡Cuidado, Febos, cuidado!». «Déjalo que corra, no tengas miedo. Ya tendremos bastante miedo cuando nos ataquen». «¿Atacarnos?». «Pues claro. Es una idea que no tiene nada de estúpida. Luego, ¿quién puede determinar si se trató de un delito o de un accidente?». «Si hubieran querido hacerlo, no hubieran esperado tanto, Alekos». Y mientras decía esto, las paredes de roca terminaron, y entonces comprendí por qué habían esperado tanto: desde allí hasta la curva donde se alzaba de nuevo un talud, la carretera no estaba protegida en los lados ni por una valla ni por un parapeto, y la montaña descendía en una sucesión de barrancos. Recorrer aquel tramo con la perspectiva de ser embestidos, equivalía a atravesar un puente tendido sobre el vacío y llevando una venda en los ojos. Lo embocamos y, de pronto, el automóvil azul se proyectó hacia adelante.

Lo hizo con una especie de brinco, apuntando inexorablemente hacia nosotros, y nos alcanzó con la velocidad de un rayo para desacelerar en el último instante, a fin de evitar por un pelo el encontronazo y situarse con el morro cerca de la cola del Renault. Era tan escaso el espacio entre uno y otra, que se podía ver con absoluta nitidez la fisonomía de los dos hombres a bordo, con sus bigotes negros y grasientos, su piel olivácea y el guiño maligno del que conducía. Me oí a mí misma gritar: «¡Tenías razón! ¡Quieren tirarnos abajo!». Te oí murmurar: «Por en medio, Febos, por en medio». Febos asintió, se desplazó hacia la raya central, alejándose del precipicio, pero el automóvil azul captó la maniobra y se pegó a nuestra izquierda. El extremo derecho de su parachoques delantero iba casi tocando el posterior de nuestro Renault. «Acelera, Febos, acelera». Febos obedeció con un gruñido: no era tanto cuestión de acelerar cuanto de esperar que sólo quisiera asustarnos. Y, en el mismo momento, el morro del automóvil azul rozó el lateral derecho del Renault. Un golpe muy leve, como el zarpazo de un gato jugando, pero suficiente para hacernos bandear hacia la derecha, o sea hacia el precipicio. Vi a Febos aferrar con fuerza el volante, virar y enderezar antes de que las ruedas se aproximaran demasiado al arcén, volver al centro de la calzada y continuar recto un minuto. Luego, se produjo el segundo golpe. Esta vez, menos suave. En efecto, el Renault resbaló como por encima de una alfombra de grasa, y por un momento tan largo como la idea de la muerte, se vio arrastrado hasta el borde del abismo. Pocos centímetros más, y el vacío nos hubiera succionado para estrellarnos abajo, en el valle. Pero Febos repitió la maniobra. Ganada de nuevo la raya central, llegó incluso a distanciarse del automóvil azul una decena de metros, que pronto se convirtieron en veinte, cuarenta, ochenta y cien, mientras tú encendías un cigarrillo y decías: «Bravo, Febos». Que en tales circunstancias se pudiera pensar en encender un cigarrillo e incluso que se encendiera era algo incomprensible para mí. Y, sin embargo, lo encendiste, lo estabas fumando y, mientras lo hacías, tu rostro continuaba expresando una calma henchida de ironía; tu voz continuaba siendo helada; nada recordaba a la criatura vulnerable y sacudida por el delirio de la noche anterior. Al contrario, se hubiera dicho que arriesgar la vida y hacerla arriesgar a dos personas que te querían era para ti una bagatela sin importancia, y acaso un secreto y cruel placer. «Vuelven. Están volviendo. Dame una pluma, rápido. Quiero tomar el número de la matrícula».

De verdad estaban volviendo. Con un zumbido que revelaba decisión, el automóvil azul se lanzó de nuevo hacia adelante y se estaba comiendo los cien metros perdidos. Apenas tuve tiempo de percibir su morro maligno, sus órbitas blancas, su silueta casi humanoide, Cuando de inmediato estuvo a nuestro lado; nos adelantó como una exhalación para situarse delante de nosotros y reducir de golpe. «¡Oh, Cristo!», gimió Febos lanzándose a la izquierda y evitando el encontronazo por un pelo. Esto lo irritó y, adelantándonos igual que antes, como una exhalación, el automóvil azul volvió a colocarse delante de nosotros para obligar a Febos a repetir la peligrosa maniobra. Era más de lo que hubiéramos previsto: este intento de agotar a Febos a fin de que perdiera el control y cayese por el precipicio; este juego del gato y el ratón. En efecto, su cilindrada era superior, y también su solidez. No patinaba nunca, nos adelantaba cuando y como quería y nos cortaba la carretera sin preocuparse de ser embestido. Míralo mientras efectúa el tercer adelantamiento, la tercera reducción, la cuarta, la quinta y la sexta, y nosotros, en cambio, damos el tercer bandazo, el cuarto, el quinto y el sexto, a derecha e izquierda, otra vez a la derecha y de nuevo a la izquierda, en un zigzag que implacablemente conduce al borde del vacío, que parece durar desde hace siglos y no desde hace unos pocos minutos, desde hace miles y miles y no de unas pocas decenas de metros. Febos parece cada vez más tenso, más exhausto. Su rostro ha pasado del pálido al verde, todo lo contrario que tú, que fumas impertérrito tu cigarrillo y lo diriges, le aconsejas, lo felicitas: «Muy bien, Febos, kalá. Cuidado, Febos; así. Grígora, Febos, más rápido». «¡Si viniera alguien!», responde Febos, respirando afanosamente. Pero no pasa nadie, ni siquiera en dirección contraria. En la cinta asfaltada no estamos más que nosotros y el automóvil azul con su morro maligno, sus órbitas blancas y su algo de humanoide. Me refiero a él porque es a él a quien te diriges, no a los dos hombres a bordo, y porque desde hoy la Muerte tendrá para mí (¿también para ti?) el aspecto de un automóvil, cualquier automóvil, de cualquier marca o color; hoy es azul y mañana será negro, blanco, verde claro, rojo, tabaco y, por último, verde manzana. Míralo una vez más mientras, interrumpido el zigzag, nos empuja hacia el precipicio y prepara el ataque definitivo, sabiendo que el puente tendido en el vacío no durará mucho, que pronto, tras la curva, se alzará el talud y volverán las paredes de roca, que si llegamos allí podremos librarnos. Pero ¿llegaremos? A cada vuelta de rueda nuestra, él se acerca más. Su lateral está casi pegado al nuestro. Incapaz de controlar mi miedo, hundo mis dedos en tus hombros, me inclino sobre Febos y le suplico corre, Febos, haz un último esfuerzo y en las proximidades del talud reduce: de este modo, si nos golpea, el encontronazo es allí menos violento. No faltan más que doscientos metros. Doscientos, cien, cincuenta, cuarenta, treinta, veinte y he aquí el talud, helo aquí, diez, cinco, tres, dos, uno…

Nos golpeó al comienzo del talud. Nos golpeó de refilón, en la mitad del lateral izquierdo, y nos deslizamos a la derecha pero no demasiado, pues Febos había disminuido la velocidad y agarraba bien el volante. Lo seguía agarrando cuando el Renault giró sobre sí mismo en un remolino que durante unos milenios nos tragó, junto con la certidumbre de que no iba a detenerse nunca más. Sin embargo, se paró para que mirásemos aturdidos e incrédulos, y descubriéramos que estábamos ilesos en una carretera completamente desierta. El automóvil azul había desaparecido y, agitando la hoja en la que habías escrito el número de la matrícula, decías: «Ahora sí que nos divertiremos en Heraclion».

Que no íbamos a divertirnos en Heraclion lo comprendimos en cuanto apareció el coche blanco de la policía, pocos kilómetros antes de entrar en la ciudad. Avanzaba en dirección contraria a la nuestra, con la lentitud vigilante de quien busca algo o a alguien, y con sólo verlo nos indignamos: ¿iba a buscar a tres vivos o a tres muertos en el precipicio? De que nos buscaba a nosotros no cabía ninguna duda: después de haber pasado junto a nosotros, dio un brusco viraje para colocársenos detrás hasta llegar al núcleo habitado. Aquí se le añadió un coche rojo con agentes de paisano: el control había adquirido proporciones alarmantes. Cuando nos detuvimos en una taberna para almorzar, por ejemplo, un agente se situó de plantón en la puerta, otro en la trasera del edificio y otro más en la esquina de la calle. Fue toda una empresa convencerte de que permanecieras tranquilo, y abandonar la taberna sin que les prestaras atención; o sea que adoptaras la actitud del turista en vacaciones sentimentales. En efecto, habiendo perdido tu sangre fría, rojo de cólera, querías enfrentarte a ellos y tal vez pegarles. Luego, mientras Febos telefoneaba anulando los encuentros que hubieras debido mantener por la tarde, tú y yo fuimos al palacio de Cnossos. Pero en la rampa que circunda el recinto arqueológico, he aquí que se percibe aquel tufo de ajo y la voz burlona: «Katálaves italikí? ¿Entiendes el italiano?». De nuevo se te encendió una ira turbia, empeñada en reñir, te lanzaste contra el de aspecto más maligno y le gritaste siervo, dado por el culo y bellaco, y sólo la intervención de los policías de uniforme impidió tu detención. Mejor regresar en seguida a Xania. Pero ¿cómo hacerlo sin exponerse por segunda vez al riesgo ya corrido a la ida? Si habían elegido la carretera principal para eliminarte, seguro que iban a intentarlo de nuevo al atardecer, en la oscuridad. Se suscitó por ello una discusión. Yo decía que hubiera sido prudente dirigirse a los policías de uniforme: en el palacio de Cnossos te ayudaron, y si les informábamos del episodio de la mañana, nos protegerían. Tú no aceptabas ni hablar del asunto y gritabas: «¡¿Hacerme yo proteger por la policía, yo?! Ime Panagulis! ¡Soy Panagulis!». Al final, Febos propuso una estratagema: comportarse de una forma que les indujera a no abandonarnos ni un segundo. Y así lo hizo. Tomando por callejuelas escondidas, lugares donde no se permitía circular, direcciones prohibidas; en suma, fingiendo escurrirse para que perdieran nuestra pista, les despertó sospechas hasta el punto de que el coche blanco de los policías de uniforme nos acompañó de Heraclion a Xania. Allí permanecimos el tiempo suficiente para descubrir que la matrícula del automóvil azul era falsa.

Caminando arriba y abajo por el jardín de naranjos y limoneros reflexionaba yo sobre aquella matrícula falsa, y meditando surgían interrogantes sin respuesta. ¿Quién pagó a los dos tipos del automóvil azul? ¿Quién ordenó un asesinato que pudiera pasar, en caso de tener éxito, por un accidente de automóvil? ¿Papadopoulos? Tal vez, pero a él le convenía mantenerte con vida si quería que la comedia de la tolerancia adquiriese credibilidad. ¿Ioannidis? Acaso, pero a él le hubiera gustado verte fusilado, y no muerto en un Renault a causa de un percance. ¿Theofiloiannacos, Hazizikis y su banda, que por temor a una venganza acogieron con un escalofrío la noticia de tu excarcelación? Pudiera ser, pero me parecía extraño que arriesgaran a ciegas una carta tan insidiosa como un falso accidente automovilístico. ¿Los servicios secretos, entonces, o alguien en la periferia del régimen? A lo mejor. Todos eran sospechosos, eso estaba claro. Pero una cosa era cierta: la orden de eliminarte venía de arriba, de alguien que ocupaba puestos de poder. De otro modo no se explicaba por qué el coche blanco de la policía fue enviado a Heraclion antes de que abandonáramos Xania, y tampoco por qué la barca desde la que apuntaban el anteojo permaneció sin ser molestada todas las noches en el puertecillo. En todo caso, ¿cuál era el motivo por el que te atacaron en Creta y no en Atenas? ¿Un motivo debido a conveniencias geográficas o, más bien, estratégicas, o porque la operación Acrópolis había sido descubierta? Admitiendo esto último, ¿era concebible que una burla tan alocada, destinada, por tanto, a florecer sólo en los jardines de la fantasía, les hubiera espantado hasta el punto de desear tu muerte? ¿No hubiera sido más simple prevenir la operación no perdiéndote de vista y vigilando la fortaleza? Luego, poco a poco, llegó la respuesta que buscaba. No, la operación Acrópolis nada tenía que ver o sólo en parte. Lo que el Poder temía no eran quinientos gramos de trilita y el uso más o menos espectacular que pudieras hacer de ellos: era tu personaje, el trastorno que en todas partes y en cualquier circunstancia originaba. No permaneciste quieto un segundo desde el día en que abandonaste Boiati: declaraciones a la prensa nacional y extranjera, entrevistas, protestas y sutilezas jurídicas. Incluso habías impugnado la amnistía demostrando que el decreto era ilegal por cuanto se extendía a los torturadores: ¿puede amnistiarse a quienes no han sufrido procesos y condenas? El hecho de amnistiarlos ¿no equivalía acaso a admitir que las torturas negadas por el régimen se habían producido efectivamente? Sin contar las escenas en público, las alborotadas llamadas telefónicas a la ESA y la popularidad de que gozabas. Nunca se daba el caso de que caminaras por la calle inadvertido; siempre había alguien que se atrevía a pararte o a abrazarte. Y por si eso no bastara, los periódicos se ocupaban mucho de nosotros. Nuestro imprevisto e imprevisible vínculo encendía un interés casi morboso; componíamos una pareja que era noticia, lo que te hacía incómodo por partida doble. Pero por encima de todo estaba tu carácter irreductible, indomable, imaginativo. Nunca podía adivinarse lo que ibas a maquinar al cabo de un minuto o mañana, y cualquiera que se planteara esta pregunta se convertía en un Zakarakis que en plena noche despierta gritando: «¿Dónde está? ¿Qué hace?». En otros campos o actividades eso puede llegar a divertir, a agradar; en política, y peor aún bajo una dictadura, equivale a una condena a muerte no escrita. Era menester que abandonaras Grecia inmediatamente.

«¿A qué le estás dando vueltas?». Caíste sobre mis hombros y me mirabas como si hubieras oído cada palabra. «No le estaba dando vueltas a nada; pensaba que…». «Lo he comprendido. Pensabas que antes o después alguien me la jugará. Quién-de-ellos,-éste-es-el-problema. Déjalo correr, es un problema que no cuenta. Yo resultaré siempre incómodo a todo el mundo en cualquier momento, en cualquier país, en cualquier régimen. Y el que me la jugará no se encuentra entre quienes tú crees». «Alekos, yo pensaba que…» «¿…que debo quitarme de la cabeza la operación Acrópolis? No, es una idea inmejorable y no renuncio a ella. Todo lo más, si no encuentro a nadie que me ayude, puedo reducirla, limitarla a una acción testimonial. Nada de trilita, nada de armas, nada de rehenes; tan sólo el eslogan Agonas kata tis tyrannías-agonas dia tin elefthería. ¡Hum! Bastarían cuarenta y cuatro piezas de tela y… De noche no nos vería nadie». «Nos verían, Alekos. De noche, el Partenón está iluminado con reflectores». «Hum, ya. Podríamos hacerlo al amanecer». «Lo quitarían todo antes de que la ciudad hubiera despertado». «Entonces, en lugar de tela utilizaremos pintura: al diablo los sagrados mármoles. No tendremos que llevar más que un bote de spray.». «Escúchame, Alekos. Es preciso que te quites esa idea de la cabeza. Debes abandonar Grecia». «¡Ah! ¡Conque era eso lo que tramabas! Antes salto por los aires de verdad, delante del Partenón». «¿Porque-ningún-hombre-habla-estando-vivo-como-estando-muerto?». «Exacto». «Te equivocas, Alekos. Los muertos callan siempre. Cuando parece que hablan es porque los vivos los hacen hablar. Los muertos no sirven para nada porque son olvidados. De momento parece que no sea posible olvidarlos y que duren toda la eternidad; poco después, sin embargo, ni siquiera se recuerda que nacieron». «¡No es verdad!». «Es verdad, Alekos. Por desgracia, es verdad. Los muertos dependen de los vivos en todo». «¡Te equivocas!». «No, Alekos, no. Los muertos son los que siempre se equivocan. Porque están muertos. Debes vivir, Alekos. ¡Vivir! Y para vivir es preciso que abandones Grecia». «¡Vete al infierno!». Volviste a la casa y te encerraste en tu pequeña habitación. Pero cuando saliste estabas sereno. «¿Sabes lo que te digo? Esa historia de la Acrópolis ha acabado por aburrirme. No quiero volver a oír las palabras Acrópolis o Partenón. Inventaré algo distinto». «¿Con las pastillas de trilita?». «¡Oh, las pastillas…! Me deshice de ellas ayer por la noche, en cuanto regresamos de Creta. Se las devolví a quien me las suministró. Le dije toma, diviértete con los fuegos artificiales; yo tengo cosas más importantes que hacer».