Capítulo I

El amargo descubrimiento de que Dios no existe ha matado la palabra destino. Pero negar el destino es arrogancia; afirmar que somos los únicos artífices de nuestra existencia es locura: si niegas el destino, la vida se convierte en una serie de ocasiones perdidas, en una lamentación por lo que no fue y hubiera podido ser, en un remordimiento por lo que no se hizo y hubiéramos podido hacer, y se desaprovecha el presente, convirtiéndolo en otra ocasión perdida. Me preguntabas, lamentándote: «¿Por qué no nos conocimos antes? ¿Dónde estabas cuando conectaba las minas, cuando me torturaban, me procesaban, me condenaban a muerte y me encerraban en aquella tumba?». Con remordimientos, yo te respondía que en Saigón. Hanoi, Pnom Penh, Ciudad de México, Sao Paulo, Río de Janeiro, Hong Kong, La Paz, Cochabamba, Ammán, Dacca, Calcuta, Colombo, Nueva York, otra vez Sao Paulo, otra vez Saigón, otra vez Pnom Penh, otra vez La Paz, y nombrando estas ciudades remotas me parecía enumerar las etapas de una traición. Nunca te respondí que estaba donde el destino exigía que estuviera, porque el destino había determinado que nos conociéramos aquel día y aquella hora, no antes. Hasta aquel día y aquella hora, nuestros caminos estuvieron tan separados y lejanos que ni siquiera la más férrea voluntad hubiera podido hacer que se cruzaran. Sólo un instante estuvimos muy próximos: el día en que fuiste a parar a Italia procedente de Chipre. En efecto, estudiando las fechas, descubrimos que al tiempo que tú llegabas yo partía. Pero el destino tiene una lógica, en él nada ocurre por azar: si nos hubiéramos conocido en esa ocasión o antes, no nos hubiéramos reconocido. Nos reconocimos después porque ya nos habíamos visto cien veces en Saigón, Hanoi, Pnom Penh, Ciudad de México, Sao Paulo, Río de Janeiro, Hong Kong, La Paz, Cochabamba, Ammán, Dacca, Calcuta, Colombo, otra vez Sao Paulo, otra vez Saigón, otras tantas vueltas de rueda para ir hacia ti, otras tantas etapas de un grande y fiel amor.

¡Tuviste tantos rostros y tantos nombres en aquellos años! En Vietnam te llamabas Huyn Thi An, y eras una muchacha vietcong con las mejillas, el mentón y la frente cubiertos de cicatrices. Te había estallado en casa la carga de dinamita con la que querías matar a un tirano llamado Van Thieu, y te cogieron. Te torturaron con agua hirviendo, te asfixiaron con toallas, y los oficiales de uniforme verde botella estaban a punto de condenarte a muerte cuando nos conocimos en una dependencia de la policía especial, y tú me mirabas con odio porque vestía uniforme militar. Yo te decía: «No soy un soldado, Huyn Thi An. Soy una periodista, vengo de un país que no está en guerra con el tuyo, y quiero escribir bien de ti. Háblame, Huyn Thi An». Y tú me respondías: «No quiero que escribas acerca de mí. No me sirve. A mí sólo me sirve salir de aquí y volver a combatir. ¿Puedes hacer que salga de aquí?». «No, Huyn Thi An. No puedo». «Entonces, no me interesas. Vete. Adiós». También te llamabas Nguyen Van Sam, y eras un hombre descalzo, vestido de negro, con unos hombritos frágiles y un par de manitas flacas. Habías hecho una cosa tremenda: que estallaran dos Clymore en el restaurante My Canh, aquel junto al río, y aniquilaste decenas de criaturas para nada. En vísperas de otro atentado te tendieron una trampa y acabaste en el primer Arrondissement, el cuartel general de la ESA en Saigón, donde Malios, Babalis y Theofiloiannacos no consiguieron hacerte hablar. Hazizikis, aquella vez, sí. Se llamaba capitán Pham Quant Tan, tu Hazizikis de Saigón, y te chantajeó así: «Si hablas te fusilaré con honor. Si no hablas te aplastaré bajo un camión y morirás sin gloria». Tú no eras un héroe aquella vez, y no sabías resignarte a la idea de morir bajo un camión y no fusilado, y moviendo con esfuerzo los labios tumefactos por los puñetazos, preguntaste a Pham Quant Tan: «¿De veras harás que me procesen y me fusilarán?». «Sí». «Entonces, lo diré todo». Nos conocimos en la misma dependencia en que encontré a Huyn Thi An, y eras muy gentil; te gustaba estar conmigo porque te dejaban fumar y te desataban las manos. Te entrevisté durante dos noches, y era hermoso escucharte porque también allí, en la cárcel de Saigón, te habías convertido en un poeta. Me hablabas de un dios de barba rubia a quien llaman Jesucristo; tiene alas y vuela por encima de las nubes y muere como un guerrillero vietcong, fusilado. Me hablabas de tu aldea, donde al atardecer el sol se vuelve rojo y se hunde en los arrozales, mientras un viento ligero hace inclinar la cabeza a las plantas de arroz. Me explicabas cuán inútil e idiota es matar; me decías que los hombres son inocentes porque son hombres y hacen cosas inútiles e idiotas como matar a su enemigo, y que por eso hay que tenerles mucha piedad. Nos separamos con pena; tú porque no tendrías ya ocasión de fumar tantos cigarrillos ni de permanecer con las manos desatadas, y yo porque empezaba a amarte. Al despedirme de ti, te deseé una buena muerte. Eso era lo que soñabas: una buena muerte.

En Bolivia te llamabas Chato Peredo, y eras el último de los hermanos Peredo, el primero muerto con Che Guevara y el segundo, en un enfrentamiento con la policía. Para organizar la resistencia armada huiste a los bosques del Illimani, y estaba yo a punto de llegar junto a ti cuando el ejército del general Miranda te rodeó y te capturó. Tus compañeros de La Paz me informaron de ello para que hiciera algo, y yo corrí a ver al presidente Torres, que era un hombre estupendo, tanto que Miranda lo mató. Le dije: presidente, han apresado al Chato y quieren fusilarlo; sálvelo, por caridad. Torres te salvó y tú nunca supiste que fue él quien lo hizo y yo quien se lo supliqué. De hecho, nunca nos conocimos cuando te llamabas Chato, pero sí cuando te llamabas Julio y estabas encerrado en la prisión central de La Paz. Mediante un truco, un documento falso, entré en la prisión y llegué a tu celda para ver cómo estaba situada y contárselo a quien se disponía a liberarte. Llevabas una gran barba negra por aquel tiempo, y no escribías poesías sino libros: con la acostumbrada caligrafía menuda, ordenada y elegante. Permanecimos juntos unos pocos minutos y confiaste en mí; me dijiste lo que debía saber y sirvió: el día en que supe que habían conseguido liberarte, lloré de alegría. Fui en tu busca al Brasil. En el Brasil te llamabas Carlos Marighela y eras un viejo comunista y ex diputado a quien Fleury daba caza como a una liebre de reclamo. El infame Fleury era el jefe de la policía de Sao Paulo, cómplice y protector de los asesinos de uniforme que componían el llamado escuadrón de la muerte. Por aquel tiempo vivías escondido, cambiando continuamente de dirección y de peluca, pero querías conocerme para contarme la verdad acerca de quién se batía contra la dictadura en el Brasil, y por tres veces me fijaste una cita. En dos ocasiones no logré reunirme contigo porque Fleury me había hecho seguir por sus agentes, y dondequiera que fuese me los encontraba detrás, con sus impermeables color tabaco, y la única vez que perdieron mi rastro tú faltaste a la cita porque te seguían a ti. Luego Fleury te mató. En el cruce de las calles Lorena y Casabranca te tendió una trampa con dos frailes de la Resistencia a los que ya había detenido, y valiéndose de muchos policías de paisano, hombres y mujeres. Te acribillaron dos mujeres que, gracias a ello, fueron ascendidas y recibieron aumento de sueldo. Era el 5 de noviembre de 1969, y creo que la conciencia de mi amor por ti estalló después de que Fleury te hubiera matado en el cruce de las calles Lorena y Casabranca por mano de dos mujeres, a las que, en agradecimiento, ascendieron y subieron el sueldo.

Luego te llamaste Tito de Alencar Lima, un fraile dominico del que no conocía el rostro ni la edad. Te convertiste en el padre Tito de Alencar Lima el 17 de febrero de 1970, cuando el capitán Mauricio fue a detenerte con su escuadra y te llevó a la central de la ESA, que en Sao Paulo llevaba el nombre de Operaciones Bandeirantes, y te dijo: «Ahora conocerás la sucursal del infierno». A continuación te desnudó hasta dejarte completamente en cueros y te colgó de una barra de hierro que pendía del techo. El pau de arara. En portugués significa el palo del papagayo pues, en efecto, parecía justamente un palo para los papagayos, si bien en las Operaciones Bandeirantes lo utilizaban para los hombres y las mujeres, no para los papagayos: los enrollaban de tal manera que el palo quedara bloqueado entre la parte posterior de los codos y las corvas, les ataban los tobillos a las muñecas y los dejaban en esa postura grotesca y dolorosísima hasta que la sangre no circulaba, el cuerpo se hinchaba y la respiración cesaba. Te colgó y te mantuvo toda la tarde y toda la noche, desligándote sólo para hacerte el teléfono, una sevicia que consiste en batir los oídos de la víctima con ambas manos, y después te arrojó a una celda semejante a la de Boiati, sin catre, ni colchón ni manta: «Mañana hablarás, fraile, hablarás». Pero al día siguiente no hablaste tampoco, y entonces se presentó el capitán Omero, especialista en falanga y en golpes en los genitales. Tampoco hablaste con el capitán Omero, y por eso acudió el capitán Albernaz, que contaba con la escuadra más enérgica de todas. «Fraile, cuando yo vengo a las Operaciones Bandeirantes dejo el corazón en casa, y con tal de saber lo que quiero escupo en la Virgen. Cada vez que digas no o permanezcas callado, aumentaré la corriente», te advirtió. Y de inmediato te ató a la silla del dragón, que era una especie de silla eléctrica, te aplicó los cables en las sienes, en las manos, en los pies y en los genitales, y descargó sobre ti una corriente de doscientos voltios. «¿Hablas o no hablas?». «No.» «¿Hablas o no hablas?». «No». «A cada no, doscientos voltios. A las diez de la noche se cansó y llegó a la conclusión de que tú requerías un trabajito especial; ya le habías tomado bastante el pelo, y mañana ya veríamos». El trabajito especial consistía en introducir el cable eléctrico por el ano, así es que al día siguiente te introdujo el cable eléctrico por el ano y te regaló con una descarga tan intensa y prolongada, que te pareció estallar en mil pedazos. El esfínter se relajó, salpicando el pavimento de una lluvia de heces. Albernaz salvó las heces de una zancada y: «Por última vez, fraile, ¿hablas o no?». «No». «Entonces, prepárate a morir». A continuación: «Abre la boca, que te doy la hostia consagrada». Abriste la boca, contento de morir, y Albernaz te apoyó el cable eléctrico en la lengua y descargó una corriente de doscientos cincuenta voltios. Cuarenta y ocho horas más tarde intentaste el suicidio, que, para ti, católico y padre dominico, era pecado mortal por partida doble. Acudieron a afeitarte y lo hicieron sólo por un lado, en señal de desprecio. Llamaste a un soldado y le pediste algo para afeitarte el otro lado. Él te dio una cuchilla, y apenas la tuviste en la mano te la hundiste en el brazo izquierdo, cerca del reverso del codo. El corte alcanzó la arteria y la sangre salpicó las paredes. Recobraste el conocimiento en una habitación de la enfermería. Te vigilaban seis centinelas y el capitán Mauricio recomendaba, como Zakarakis: «Doctor, no debe morir, de lo contrario estamos perdidos». No moriste, y algún tiempo después supe de tu calvario. Lo supe a través de una carta que escribiste a tu arzobispo y que yo fui a buscar a Sao Paulo para publicarla, para explicar al mundo quién eras, para hacer algo por ti.

Hemos llegado al punto. En los años en que la rueda del destino giró con tenaz coherencia para conducirme junto a ti, ni una vez te llamé por tu nombre. Ni una vez vi tu rostro. Por el individuo que llevaba tu nombre y tenía tu rostro no firmé un solo documento de protesta, no participé en un solo mitin, no escribí una sola línea. Ni tan siquiera leí las treinta poesías sacadas de Boiati, y que fueron publicadas y traducidas en Italia. Tampoco traté de profundizar en una historia que conocía mal y superficialmente. Del atentado me enteré con mucho retraso, a través de un despacho de agencias mientras estaba en el Vietnam: unas pocas líneas sobre cierto oficial griego que quería matar al tirano. Las leí diciendo: bien, algo se mueve allí, y luego las olvidé. En el Vietnam un pueblo entero moría por liberarse de una opresión para caer en otra opresión, el hedor de los cadáveres apestaba el aire junto con el olor inútil del heroísmo: en medio de tanta tragedia no había lugar para ti. Del proceso y de la condena a muerte, en cambio, supe mientras me hallaba en el hospital, tras la matanza de Ciudad de México. Me hirieron también a mí en ella: una bala en la pierna izquierda y otra en la espalda. La herida de la espalda se había convertido en un tumor y me operaron. «El autor del atentado a Papadopoulos será fusilado», decía el periódico. Y añadía que tú mismo habías pedido ser fusilado. Esto me turbó, claro está, pero la turbación pronto se desvaneció en el recuerdo de los centenares de personas aniquiladas ante mis ojos en la gran plaza de Ciudad de México, aquellos cuerpos que rodaban por la escalinata o que saltaban hacia delante en una cabriola; aquel niño a quien una ráfaga de metralleta saltó la tapa de los sesos; aquel otro que se lanzó sobre él llorando Huberto-qué-te-han-hecho-Huberto, y la segunda ráfaga lo alcanzó a él partiéndolo en dos; aquella mujer encinta a la que abrieron el vientre a bayonetazos; aquella muchacha a la que sólo le quedaba la mitad de la cara, y el médico repetía yo-la-dejo-morir, sí-la-dejo-morir. Y los muertos entre los que me arrojaron durante horas, los muertos que habían expirado en las cárceles e iban a ser incinerados o enterrados a escondidas, a fin de que nadie hablara nunca de ellos, de que nunca exclamara nadie con admiración: él-mismo-ha-pedido-ser-fusilado. Supe con retraso que tu condena no fue ejecutada, y experimenté una alegría breve y abstracta. Supe de pasada que en la cárcel sufrías de manera inhumana, y experimenté una ira igualmente breve y abstracta. En suma, si el destino no existiera, si yo no me hubiera convertido en instrumento de tu destino, habría que preguntarse por qué aquel día de agosto te telegrafié y luego me precipité a Atenas con el ansia de quien obedece a una llamada largamente esperada, y por qué apenas llegada a tu ciudad tuve el presentimiento de que iba a sucederme, a sucedernos, algo irreparable.

Hacía mucho calor en Atenas. El calor que a las dos de la tarde, en verano, abrasa las regiones del Sur. El asfalto cedía blandamente bajo los zapatos, los vestidos se pegaban a la piel a causa del sudor y no corría un hilo de aire. Salí del aeropuerto, monté en un taxi, di tu dirección al conductor y, de pronto, me envolvió una inquietud extraña, la misma de cuando estaba en el Vietnam y seguía a una patrulla por senderos probablemente minados. Atenta a cualquier roce, trataba de poner los pies donde los habían puesto los demás, pero sabiendo que no servía, que mis zapatos hubieran podido oprimir el percutor evitado por los otros por pocos centímetros. Arrepentida de haber dicho yo-también-voy, hubiera querido volverme atrás, escapar gritando no-me-importa-nada-vuestra-guerra-maldita-sea. Me sentía así. Y pronto la inquietud se transformó en angustia, la misma de la mañana en que fui a buscar la carta del padre Tito de Alencar Lima a la periferia de Sao Paulo, y los agentes de Fleury me seguían, con sus impermeables de color tabaco. La misma de la tarde en que fui al encuentro de la matanza de la plaza de Tlatelolco, sabiendo que iba a producirse. Idéntica era la espera de no sabía bien qué desgracia, qué dolor, pero con seguridad una desgracia que te truncará, un dolor que te hará sufrir demasiado; idéntica la contradictoria impaciencia mientras el taxi corre en medio de aquel calor sofocante y el conductor no conoce el barrio, de modo que se mete por varias calles, todas equivocadas, para encontrar siempre en el mismo punto, un garaje con la inscripción Texaco. Al pie del garaje, una rampa estrecha, una poterna negra que cada vez atrae mi mirada y me pone nerviosa como si encerrara una amenaza. La poterna dentro de la que te arrojaron tres años más tarde. Texaco, Texaco, Texaco. El conductor se desespera, se justifica en una lengua misteriosa, remota, con sonidos que recuerdan vocablos de la Ilíada y la Odisea, aprendidos en la escuela. «Den xero, den katalavéno. No sé, no comprendo». Pero de pronto agita la hoja con la dirección y frena junto a una acera bordeada de olivos. Al otro lado de los olivos hay un estrecho jardín de naranjos y limoneros, rosales y plantas crasas, y en medio del jardín un sendero conduce a un chalecito amarillo con persianas verdes y una terraza volada, repleta de personas excitadas. A la izquierda del sendero se alza una gran palmera con un manojo de ajos colgado de un saliente del tronco, cualquiera sabe para qué. «Edó, edó! ¡Aquí, aquí!». ¿Se santigua para agradecer a Dios el haber llegado o para exorcizar a aquella extranjera pequeña y delgada, vestida de hombre, que se alisa los cabellos y no se apea, como si tuviera miedo, y luego se apea con ímpetu, decidida, y acude a su cita con el destino?

No tenía yo la menor idea de cuál fuera tu aspecto; nunca vi ninguna fotografía tuya. Jamás me pregunté tampoco si eras joven o viejo, hermoso o feo, alto o bajo, rubio o moreno. De pronto me pregunté qué clase de tipo serías, y buscando entre la aglomeración, me interné por el sendero, subí a la terraza y me encontré en un pequeño recibidor lleno de otras personas excitadas, y después en un saloncito destartalado donde los hombres se sentaban a un lado y las mujeres a otro, como en Arabia. Todos los varones parecían iguales, así que cualquiera de ellos hubieras podido ser tú. Te busqué segura de no reconocerte. Sin embargo, te reconocí inmediatamente porque inmediatamente nuestras pupilas se encontraron proyectándose desde lejos, y porque aquel hombre grácil, feúcho, de ardientes ojillos negros y gran bigote que destacaba sobre la palidez enfermiza de su rostro, no podía ser más que Huyn Thi An, y Nguyen Van Sam, y Chato, y Julio, y Marighela, y el padre Tito de Alencar Lima. Y era Huyn Thi An quien se ponía en pie de un salto, con los brazos tendidos, era Nguyen Van Sam quien venía a mi encuentro, eran Chato, y Julio, y Marighela quienes me estrechaban en un abrazo atenazante sin que yo tuviera tiempo de presentarme, de decir mi nombre, y era el padre Tito de Alencar Lima quien me acariciaba una mejilla con dedos suaves. Pero era tu voz la que decía: «Hola, has venido». Y era una voz que sólo oyéndola se perdía la paz para siempre.

«Te esperaba. Ven». Me tomaste de la mano y me apartaste de la aglomeración. Me guiaste por el corredor hacia una habitación con el armario transformado en altarcillo. Iconos de Cristos, Vírgenes y santos, uno sobre otro, en un supersticioso refulgir de plata, y velitas encendidas, incensarios y misales. En el rincón opuesto, una cama cubierta de libros en griego. Encima de los libros, un gran ramo de rosas. Lo tomaste, contento, y me lo alargaste: «Para ti». «¡¿Para mí?!». «Sí, para ti». Luego, autoritario: «¡Andreas!». Entró el joven al que habías llamado Andreas, un tipo alto y elegante, con traje azul y camisa blanca, casi se colocó en posición de firmes, y así permaneció escuchando lo que decías en tu lengua, para luego traducirlo al inglés. Conocías el italiano, tradujo; lo aprendiste en la cárcel, pero en aquellos años te limitaste a conversar con la gramática, así que preferías que él actuara de intérprete. Ante todo, deseabas excusarte por recibirme en un dormitorio; era la habitación de tu madre y el único lugar donde podríamos hablar sin ser molestados. Además, deseabas explicar que aquéllos eran mis libros traducidos al griego, que para obtener uno hiciste una huelga de hambre, que en la soledad de tu celda te acompañaron a menudo, y que las rosas significaban eso. Me las mandaste al aeropuerto con dos amigos que no me encontraron, pues el telegrama no indicaba el vuelo que iba a tomar, así que ahora las tenías allí. Yo le escuchaba turbada, incapaz de responder con una frase cualquiera: ¿qué clase de hombre era aquel, que apenas salido de la cárcel se preocupaba de recibirme con semejante atención, de decirme tales cosas, y por qué, en vez de halagarme, todo eso aumentaba la inquietud, la angustia, la inexplicable amenaza que advertí al escuchar su voz? Era preciso librarse cuanto antes de él, devolver al encuentro sus verdaderas proporciones, aclarar que estaba allí para realizar un trabajo, para hacer una entrevista. Y sin preguntarme si te hería —antes bien, evitando la extraña expresión con que reaccionabas, al tiempo mortificada e irónica—, te di las gracias en tono brusco: «Muy amable, very nice». A continuación, puse las rosas en un banquillo, el magnetófono en una mesita, me senté, te pedí por favor que hicieras otro tanto frente a mí, bien, así, en seguida empezamos, y me puse a interrogarte: profesional, fría. Pero, mientras tanto, te examinaba desesperada y frenéticamente, tratando de resolver el enigma, de descifrar la fascinación o, más bien, la magia que emanaba de ti. Había algo en ti, me decía, que al mismo tiempo atraía y repelía, conmovía y aterrorizaba. Como cuando se mira desde el último piso de un rascacielos y nos parece volar, pero, a la vez, nos parece que nos precipitamos al vacío.

¿Qué? Tal vez el rostro. Pero no, el rostro era cualquier cosa menos excepcional. De hermoso no tenía más que la frente: tan alta, tan despejada, de una pureza sublime. Sólo resultaban interesantes los ojos porque no eran iguales, ni en forma ni en tamaño: uno era ancho y otro estrecho, uno estaba abierto y el otro, semicerrado. El ancho y abierto miraba con dureza casi maligna; el estrecho y semicerrado, con ternura casi infantil. Pero en conjunto iluminaban como un bosque en llamas durante la noche. El resto apenas impresionaba. Los párpados eran dos cucharillas informes de carne, la nariz era carnosa y un poco desviada, apenas imperiosa en los orificios, la barbilla era breve y caprichosa, y las mejillas demasiado redondas. Marchitadas por los padecimientos, y sin embargo redondas. Eran precisos el bigote, híspido y poblado, y las cejas pesadas, como dos pinceladas de tinta, para devolver importancia a aquel rostro. En cuanto al cuerpo, estaba bien constituido, con sólidos hombros, costados y piernas, y una vez superada la delgadez hubiera podido llegar a considerarse seductor, pero nunca dejaría de ser el cuerpo de un hombre del pueblo, de mediana estatura, un poco tosco. No, en el físico no veía yo absolutamente nada que pudiera causarme nerviosismo o que me encantara. ¿Entonces? Acaso la voz. Aquella voz que sólo al farfullar hola-has-venido me penetró como una cuchillada: gutural, profunda, empapada de una indefinible sensualidad. ¿O tal vez la autoridad con que te movías y tratabas a la gente? «¡Andreas!». La calma de quien está muy seguro de sí y no admite réplicas a lo que dice porque no tiene dudas acerca de lo que dice. Sacaste una pipa, la cargaste, flemático, la encendiste con no menos flema y te pusiste a fumarla a largas bocanadas, como un viejo, lo que subrayaba el distanciamiento con que respondías a mis preguntas. Pero no había distanciamiento en lo que me decías, ni lo hubo cuando diste aquel brinco para ir a mi encuentro y abrazarme. Así, pues, mejor no pensar en eso. Mejor volver a buscar a Huyn Thi An, Nguyen Van Sam, Chato, Julio, Marighela y al padre Tito de Alencar Lima, devolverte su rostro, mirarte las muñecas deformadas pollos cables con que pendías del techo, el pie roto por la falanga, el corte en el costado, la cicatriz que en el pómulo izquierdo daba lugar a una excrecencia violácea. «Me recuerdas a un fraile brasileño, Alekos». «Al padre Tito de Alencar Lima». «¡¿Cómo lo sabes?!». «Lo sé. Conozco su carta, la que publicaste. Esperaba que hicieras lo mismo por mí». «Nunca he hecho nada por ti». «No importa. Ahora estás aquí». Descansaste la pipa, me agarraste ambas manos y las estrechaste fuertemente, perforando mis ojos con tus ojos. «Estás aquí, nos hemos encontrado».

Y fue tremendo. Porque de pronto todo estuvo claro, y comprenderlo equivalió a racionalizar el presentimiento que me mordió cuando llegué a Atenas; a admitir que en aquella habitación, ante el absurdo altarcillo de Cristos y Vírgenes no sólo se estaba desarrollando una rendición de cuentas con mis ideales escogidos y mis deberes morales, con lo que tú representabas o yo quería que representaras, sino también una partida a dos, el encuentro de un hombre y una mujer impulsados a amarse con el amor más peligroso que existe: el amor que mezcla los ideales escogidos y los deberes morales, con la atracción y los sentimientos. Retiré las manos y las escondí bajo la mesita. Con la vileza de un caracol que con sólo rozarlo se refugia dentro de su caparazón, me empeñé en oponerte una resistencia sorda, feroz, ora evitando tu mirada, ora parapetándome tras el baluarte de las preguntas, ora aferrándome a la presencia de Andreas, dirigiéndome más a él que a ti. Pero las cosas que decías y que contabas, las torturas, el proceso, la condena a muerte y el infierno en que viviste durante años sin perder la fe, sin renunciar a ti mismo, me devolvían a ti como un viento que barre hasta la voluntad. Y además de aquel viento estaba aquella voz, aquellos ojos, aquellos dedos que continuaban buscándome obstinados. Al final, me rendí. Dejé de evitar tu mirada, dejé que mis pupilas se anegaran dentro de ella, volví a poner las manos encima de la mesita para que las encontraras cada vez que desearas estrecharlas, y la entrevista prosiguió así, mientras la presencia de Andreas asumía un algo de inoportuna, de indiscreta, y las horas transcurrían sin que nos diéramos cuenta. El sol estaba alto cuando empezamos, y los iconos de plata brillaban a su luz. Luego la luz se hizo penumbra, la penumbra oscuridad y entró una anciana vestida de negro que encendió las lámparas, pero ni siquiera esto nos distrajo. Era como si mi temor se hubiese desvanecido. Volvió de improviso. Volvió cuando te pregunté qué significaba para ti la política, no la política que se hace en la clandestinidad, sino la política que se hace en libertad, y primero me respondiste que hasta entonces no habías hecho política; que te habías limitado a tener un flirt con la política, a lo Garibaldi y no a lo Cavour. Luego te encerraste en un inesperado silencio, y en ese silencio, muy lentamente, acercaste tus dedos a los míos. Muy lentamente los entrelazaste. Muy lentamente dijiste en mi lengua: «El flirt me gusta, pero prefiero el amor. El amor con amor».

Me levanté como picada por una avispa. Dije que debía despedirme de ti e ir en busca de un hotel. Respondiste, categórico: «Tú no te vas a ningún sitio. Te quedas aquí». Luego, cojeando a causa del pie roto por los bastonazos de Theofiloiannacos, te dirigiste a la anciana vestida de negro, que arrastraba los pies por la cocina. Ya era de noche y los visitantes, decepcionados por tu abandono, se habían marchado.

En la acera estaban de plantón cuatro policías, pero en la terraza hacía fresco, el aire estaba perfumado de jazmines, y una brisa ligera movía el extraño manojo de ajos colgado de un saliente de la palmera. Se lo señalaste a Andreas: «¿Para qué sirve?». Sonrió: «Para alejar el mal de ojo, la policía y las complicaciones. ¿De veras se queda?». «No. Explíqueselo usted». «Tendrá que hacerlo usted sola, y no será fácil. Cuando decide algo, desobedecerle es prácticamente imposible». «Yo no estoy aquí para obedecer». «¡Oh! Eso lo dicen todos, y luego le obedecen. Catorce personas acabaron en la cárcel por haberle obedecido. Pero podría marcharse en seguida; debe de haber un vuelo nocturno para Roma. Si quiere, la acompaño al aeropuerto». «¿Por qué? ¿Está usted preocupado por mí? ¿Teme que esos policías me detengan?». Sonrió de nuevo: «No, los policías no». «No comprendo». «Quiero decir que eso no ha sido una entrevista, sino un coito del alma. Y él debería quedarse quieto, al menos un rato, a fin de descansar. El amor no es descanso, y cuando nace de los coitos del alma puede convertirse en tragedia». «No exagere», dije secamente. Su intromisión me irritaba, así como el hecho de que hubiera visto más de lo que me temía. Pero si por una parte hubiera querido invitarlo a callarse, por otra no sabía evitar el escucharlo, e incluso animarle a que hablase. «No exagere». «No exagero. ¿O tal vez sí? Nosotros, los griegos, estamos obsesionados por la tragedia. Como la inventamos, la vemos por todas partes». «Pero ¡¿de qué tragedia habla?!». «Hay sólo un tipo de tragedia y se basa en tres elementos que no cambian nunca: el amor, el dolor y la muerte». Y precisamente mientras hablaba así, irrumpiste con tu leve cojera: «¡Todo arreglado! Dormirás en el saloncito. No es tan cómodo como una suite en el Grande Bretagne, pero es mejor que un camastro en Boiati. Y dentro de poco cenamos». «Escúchame, Alekos…». «¿Te gusta la melitsanosalata?». «Alekos…». «¿Y la spanakópitta?». «Alekos…». «Ah, ni siquiera sabes lo que es la spanakópitta: ¡empanada de espinacas! La melitsanosalata, en cambio, es una ensalada de berenjenas. Buena, ya lo verás. Mejor que las lentejas de Zakarakis. ¿Te he contado la historia de las lentejas de Zakarakis?». Hablabas, hablabas, interrumpiendo cada una de mis frases, impidiéndome replicar no-me-quedo-gracias, debo-irme-gracias, y cualquier tema servía para el mismo fin: hablar de las lentejas de Zakarakis, de la ensalada de berenjenas y de la empanada de espinacas. Por último, me tomaste posesivamente por los hombros, te apoyaste en la balaustrada de la terraza y olfateaste el aire con nariz ávida: «Esta es la primera vez en cinco años y diez días que huelo a jazmines. Anoche no olían». «Sí que olían», replicó Andreas. «Repito que no». «Pues no», concedió Andreas.

La cena fue irrelevante. También parecía pensarlo así Andreas, que había sido invitado. Estabas alegre, y describías Boiati como un lujosísimo hotel de vacaciones, con piscina de agua caliente y campos de golf, cine privado y restaurantes con caviar fresco del Irán y servicio de primera calidad, y en ningún momento una mirada demasiado intensa, un gesto demasiado confidencial; algo, en suma, que renovara los proféticos temores sobre los que discutimos en la terraza. Hasta el punto de que, en un momento dado, llegué a la conclusión de que el juego de manos y miradas constituyó una simple manifestación de amistad, y el discurso sobre el amor, una respuesta política de gran agudeza: de quererlo, hubiera podido aceptar tu hospitalidad y partir al día siguiente por la tarde: poco a poco, la casa estaba volviendo a atestarse de conocidos, personas que querían saludarte, abrazarte, y despertaba mi curiosidad el espectáculo de tu persona, recibiéndolos con la desenvoltura de un jefe que regresa de un largo viaje. Además, me interesaba ver cómo conversabas con ellos, cómo les dabas instrucciones y los ponías en guardia. Sí, reencontrarse era hermoso, pero no había que embriagarse con ello; aquella amnistía era una estafa, una coartada para reforzar la dictadura con el consenso de la derecha, de los Evanghelis Averoff. Sí, dormir en la cama propia reconfortaba, pero no se sale de presidio para dormir en la cama propia, sino para reanudar la lucha. Pronunciabas el nombre de Averoff con frecuencia casi obsesiva, y por lo que Andreas traducía estaba claro que lo odiabas casi tanto como al tirano. «¿Qué dice?». «Dice que Averoff es un colaboracionista». «¿Qué dice?». «Dice que un día lo demostrará». «¿Qué dice?». «Dice que los Papadopoulos pasan y los Averoff quedan». Sin embargo, con la misma franqueza y con juicios no menos severos pronunciabas el nombre de Andreas Papandreu, el representante oficial de la izquierda en el exilio. «¿Qué dice?». «Dice que es un opositor de opereta». «¿Qué dice?». «Dice que los tipos como él sustituyen las dictaduras por las dictaduras y, en el mejor de los casos, allanan el camino a un autoritarismo». Esto confirma tu perfil libertario, la independencia ideológica en la que yo me reconocí durante las dramáticas horas de la entrevista, y al confirmarlo, replanteaba el misterioso arrobamiento que me turbara, y lo reducía a una fraternidad ideal. Sí, podía quedarme, pensé, recobrada la serenidad. Me levanté para ayudar a la anciana vestida de negro, tu madre, que murmurando oscuras palabras de descontento, arrastrando los pies y ajustándose el moño gris deshecho, recogía los restos de la cena. «La veo tranquila», observó Andreas. «Lo estoy», repuse. «Entonces, ¿se queda de veras?». «Creo que sí». «¡Ah! Buenas noches». «Buenas noches». Me despedí de él y de ti y, vencida por el cansancio, cerré la puerta del saloncito. Era una puerta de cristal opaco, y la luz encendida en el recibidor se filtraba insoportablemente. Pero una vez tendida en el diván, me dormí igual, de golpe.

Dos horas más tarde, me despertó un eco de pasos y, a la vez, la vaga impresión de que me amenazaba un peligro. Me incorporé sobre un codo para escuchar mejor, pero no oí nada. La casa estaba envuelta en un manto de silencio, e incluso del jardín no llegaba ni el rumor de las hojas. Sin embargo, me había despertado, y el eco de los pasos resonó con tal precisión a través del velo del sueño, que recordaba hasta su cadencia: inexorable, lenta, la propia de una persona que se apoya en el talón para resguardar la planta rota del pie. Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos. Observé mejor en dirección a la puerta de cristales: en el recibidor había una lámpara de débil intensidad, y no permitiría entrever a nadie. Extraño. Tal vez la preocupación de que vinieras junto a mí fue tan aguda como para penetrar la barrera de mi subconsciente. Volví a tenderme en el diván cama esperando reanudar el sueño cuanto antes. Cerré los ojos y, casi en el mismo momento, los pasos que me habían despertado retumbaron por segunda vez, y tras la puerta de cristales apareció la silueta de tu cuerpo. Negra, inmóvil. Me puse en pie de un salto, conteniendo la respiración, y me quedé contemplando los contornos de la silueta durante un tiempo que me pareció sin fin. Aquélla fluctuó, se apartó, se alejó y luego se reanudaron los pasos: inexorables, lentos, en la dirección en que viniste. Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos. Por último se detuvieron para retroceder de nuevo con la misma cadencia, y la silueta reapareció: más próxima y clara. Se alzó un brazo, se apoyó en la manija y se retiró con rapidez, como si la manija abrasara. Y empezó una vez más la marcha obsesiva. Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos. Y a cada taconazo, la espera angustiosa de que la puerta se abriera para que nos encontrásemos cara a cara en la oscuridad, para decir y escuchar la palabra, la frase que no quería oír, que no quería escuchar. Y he aquí que los pasos de nuevo se detenían, el brazo se alzaba, los dedos se posaban en la manija y ahora se demoraban en ella. La manija se bajaba, muy despacio, chirriando. Pero de improviso, y con tal velocidad que todo quedó claro sólo cuando hubo terminado, abandonaste la presa, te volviste y te alejaste para regresar a tu habitación dando un portazo. ¡Paf! La casa se estremeció a causa del golpe. Mis pulmones se ensancharon con loco alivio.

Yo conocía aquel loco alivio. Lo experimenté durante la guerra cada vez que un proyectil pasaba junto a mí, silbando, sin alcanzarme.

Lo cruel de la guerra es que, por lo general, le alcanzan a uno en el instante mismo en que se hace ilusiones de haberse librado. Mientras uno se mantiene alerta o se expone al riesgo avanzando a cara descubierta en medio del fuego, no sucede nada; pero apenas se distrae o se siente seguro, el proyectil llega. Acaso una pequeña esquirla que, de momento, parece enviada por el cielo para hacerle a uno el regalo de una buena herida, la herida ligera, que permite el regreso a casa o a la retaguardia, pero que luego resulta ser mortal porque ha seccionado una arteria o se ha alojado en el corazón. Aquel día también sucedió así. El primer proyectil, por lo demás, lo esperaba: el momento en que volviéramos a vernos por la mañana, y lo esquivé con facilidad cuando, al encontrarnos en el corredor, nos pusimos ambos tiesos como dos gatos a punto de pelear: «Kalimera, buenos días». En cuanto a los disparos que se efectuaron después —una presión de tu hombro sobre el mío, un roce de tu brazo sobre el mío, contactos furtivos y, sin embargo, alarmantes—, salí indemne en todos los casos. No radicaba en ellos el riesgo mortal, sino en la palabra, la frase que querías decirme y que no quería yo escuchar. Para impedir que la pronunciaras, me refugiaba en los demás, en la gente que iba llegando: un periodista, por ejemplo, o un fotógrafo. Y si, pese a ello, se daba el caso de que permaneciéramos solos unos minutos, me parapetaba en mi trinchera, distrayéndote con preguntas a bocajarro: has-leído-alguna-vez-a-Proudhon, has-leído-alguna-vez-a-Bakunin, has-sido-alguna-vez-marxista. No vale la pena preguntar por qué, en lugar de recurrir a semejantes trucos, no me marchaba. Mi vuelo despegaba a las siete, y ni siquiera me cabía en la cabeza dejarte un instante antes de lo necesario. La espera de aquella hora me llenaba de tristeza: cada vez que zumbaba un avión, me daba un vuelco el corazón y tenía que hacer un esfuerzo para no ir junto a ti. ¿Es esta la parábola de un gran amor que terminará mal? Hacia la una se presentó Andreas, y luego un par de amigos a quienes invitaste a almorzar, y con los que te lanzaste a una disputa que me excluía porque se desarrollaba en tu lengua, y eso aflojó la tensión. Empecé a decirme que resulta natural que un hombre que ha permanecido años en presidio se sienta atraído por una mujer que lo admira y lo comprende, natural que se sienta tentado de penetrar en su habitación para saciar un hambre que sufre desde hace demasiado tiempo: con todo esto, ¿qué tenían que ver el amor y el dolor, esto es, la amenaza de un vínculo peligroso y profundo? Había interpretado con demasiada sensibilidad episodios en el fondo triviales, y al día siguiente aquellas veinticuatro horas se me presentarían bajo una luz distinta. Además, el buen Andreas no era Casandra. Así, pues, me levanté y bajé al jardín a congratularme por haber recobrado el bienestar. Las tres y media de la tarde. En los olivos de la acera, las cigarras cantaban agudamente, pero una ráfaga de viento aligeraba la respiración. Me apoyé en la palmera y encendí un cigarrillo lanzando una ojeada divertida al manojo de ajos. Luego, levanté la mirada y te vi.

Avanzabas bajo el sol y estabas tan pálido que la cicatriz de la mejilla destacaba más roja que una cereza madura. Avanzabas mirándome con dureza, y tu paso tenía la misma cadencia que el ir y venir nocturno. Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos. Una vez ante mí te detuviste, sin decir nada, me agarraste por la muñeca, sin decir nada, me volviste a llevar a la casa, sin decir nada, y me empujaste a tu habitación. Apenas tuve tiempo de percibir la mirada espantada de Andreas, y la puerta estaba cerrada. «Hablemos. Siéntate». Me señalaste una silla y tú te sentaste en la cama, cruzando los brazos: «Tú no te vas». «¡¿Que no me voy?!». «No. No. No te vas». «¿Y por qué no iba a hacerlo, Alekos?». «Porque yo no quiero. Y si no quiero, no quiero». «Escúchame, Alekos. He terminado lo que vine a hacer. No hay motivo para que me quede». «¿Has terminado qué?». «La entrevista, el trabajo. Estaba aquí para una entrevista, para un trabajo, ¿recuerdas? Y ya lo he hecho». «Tú no estabas aquí para una entrevista, sino por mí. Estás aquí por mí». «Por ti como por los demás sobre quienes he escrito en Bolivia, en el Vietnam, en el Brasil». «Mentirosa». «Escúchame, Alekos…». Era preciso hacer un llamamiento al buen sentido, empuñar el arma del raciocinio, dirigirse al hombre que veinticuatro horas antes me habló con despego acerca de sus sufrimientos, fumando su pipa con largas bocanadas de viejo. «Escúchame. Yo no voy buscando aventuras y…». «Ni yo». «Estar en el mismo lado de la barricada con las ideas y los sentimientos no basta para ser algo más que amigos, compañeros y…». «Lo sé». «Ni siquiera hablo tu lengua y…». «No importa». «Vivo en otro país y…». «No importa». «No podría, no puedo cambiar mi vida por…». «¡No importa!». «Sí importa. Todas estas cosas importan, y creo que te las hubiera dicho esta noche si hubieras entrado». Vibraste con un ímpetu imperceptible, como si te hubieras clavado un alfiler. «Te he visto esta noche, Alekos. Y he esperado que no entraras porque…». «¡Porque no te atreves!». Me puse en pie de un salto, ofendida. Tal vez no me atrevía, repuse, pero tampoco tenía necesidad de ti porque no tenía necesidad del dolor que había en ti. No era supersticiosa, sino una mujer evolucionada; pero por instinto sabía que profundizar en mi encuentro contigo sólo iba a proporcionarme dolor. Sí, tenía miedo de ti. De ti, no de acostarme contigo. Y en este punto jugué mi carta: «¿Quieres acostarte conmigo? Si es esto lo que quieres, vamos en seguida, porque esta noche me marcho». «¿Cómo has dicho?». «He dicho: si quieres acostarte conmigo, vamos en seguida, porque esta noche me marcho». Lentamente, la mueca de incredulidad se transformó en una expresión de ira incontenible. Tu pecho se dilató: «Pero ¡yo te amo!».

Era un grito ronco y rabioso, de fiera herida y humillada. Aquel brinco salvaje, aquellos brazos tensos me aferraban, me sacudían y, finalmente, me encerraban en una tenaza de hierro. Aquel aliento cálido, aquella boca ávida. Y aquellos ojos, aquellos increíbles ojos en los que yo viera la luminosidad de un bosque incendiado. Por un instante brevísimo, estuve a punto de pedirte excusas, de reconocer que también yo, aun no queriendo, te amaba. Pero luego me encontré con aquellos ojos, y el terror me detuvo, porque en ellos estaba la muerte. Por muy irracional y forzado que pueda parecer, te digo que en aquellos ojos estaba la muerte; el anuncio de todo lo que iba a suceder en los años por venir, y que no hubiera podido ocurrir sin mí, esto es, si yo no hubiera sido el instrumento y el vehículo de tu destino ya escrito. Estaba la derrota nacida contigo, la maldición que te perseguiría hasta una noche de primero de mayo para precipitarte en un agujero negro de la calle de Vouliagmeni, en la poterna de un garaje con la inscripción Texaco. Y luego estaban las agonías, las servidumbres que me infligirías reduciéndome a un Sancho Panza montado en su rucio, robándome a mi identidad y a mi vida. Ay de mí si aceptaba tu amor y te amaba: en un relámpago lo supe con certeza. Y de pronto me liberé de tu abrazo, de tu boca, de ti, me precipité a la otra habitación, llené desordenadamente la bolsa de viaje, llamé a Andreas y le pregunté si podía acompañarme al aeropuerto: debía de haber un vuelo hacia las cinco, y con un poco de suerte lograría tomarlo. ¿Bastaban diez minutos? «Bastan», repuso Andreas, dando un salto. En pie contra la pared, las manos en los bolsillos y una sonrisa enigmática bajo el bigote, seguías la escena en silencio y no hacías nada para detenerme o calmarme. Sólo después que me hube despedido de tu madre exclamaste: «Voy yo también». A continuación me condujiste al automóvil, donde te sentaste junto a mí, muy formal: «Vamos». No dijiste nada más en todo el trayecto, ni yo tampoco abrí la boca. Parecía que ya no tuviéramos nada más que decirnos. Una vez en el aeropuerto me apeé, me despedí de Andreas, te estreché la mano, tú hiciste otro tanto y: «Adiós, iassu». Pero había dado unos pocos pasos cuando tu voz se levantó, seca como una orden: «Agápi!». Me volví. Tu mano derecha asomaba por la ventanilla con el índice y el medio levantados formando una V, y en tu rostro temblaba una ironía afectuosa. «¡Volveré! ¡Venceré! ¡Volveré!».

Volví muy pronto. El primer telegrama llegó al día siguiente y decía: «Te espero». El segundo, al cabo de dos días y decía: «¿Qué esperas?». El tercero, a los cuatro días y decía: «Estoy muy triste porque continúas sin atreverte». Una semana más tarde, hallándome en Bonn, me fue reexpedida una carta donde anunciabas tu ingreso en la policlínica de la calle Socratous. A la noticia la acompañaba una breve poesía: «Pensamientos de amor olvidados/ resurgen/ y me devuelven a la vida». También había una nota: «Para ti». Desde Bonn hubiera debido dirigirme a Nueva York. Anulé la salida y busqué un avión directo a Atenas. Sólo había el que despegaba de Frankfurt por la tarde, pero si alquilaba un coche hasta Frankfurt llegaría a tiempo, me dijo el portero del hotel. Así lo hice. Y pocas horas más tarde desembarcaba en tu país, engullida por el inevitable destino al que no lograría sustraerme. Porque superaba incluso el instinto de supervivencia y la equívoca insidia de la felicidad.

La felicidad es una carcajada que estalla a las nueve de la noche, cuando mi taxi se detiene ante el hospital y una sombra surge de la oscuridad, abre la portezuela, se me arroja encima y ordena al conductor: «Grígora! ¡Rápido!». Al llegar te encontré en una habitacioncita de la sección de patología, rodeado de médicos y medicinas, y parecías el enfermo más enfermo del mundo: con un hilo de voz me pediste que volviera a las nueve. «Estoy mal, muy mal…». Y ahora hete aquí, lleno de vida, resucitado, abrazándome en un taxi: «Grígora! ¡Rápido!». «Pero ¿qué haces? ¿Qué te da?». «¡Me he escapado!». «¿Qué significa que te has escapado?». «Significa que me he levantado, me he vestido, le he atizado un puntapié en la cabeza al enfermero y he venido aquí a esperarte». «¡¿Un puntapié en la cabeza al enfermero?!». «Sí, no quería dejarme marchar. Sostenía que no se puede. Lo he metido allí y le he contestado: mira si se puede». «Lo has metido ¿dónde?». «En mi cama. Allí se quedará hasta mañana a las cinco. A las cinco debo volver a desatarlo». «¡¿Desatarlo?!». «Sí, he tenido que atarlo. Y también aplicarle esparadrapo en la boca. Si no, gritaba». «No te creo». «En efecto, no es verdad. No ha sido una acción de fuerza sino de inteligencia. Escucha, le he dicho, ¿a qué hora terminas el turno? A las nueve, contesta. ¿Y a qué hora lo reanudas? A las cinco. ¿Vives lejos? Muy lejos, responde. Bueno, ésta es mi cama y éste mi pijama, y yo me quedo con tus zapatos. Lo he empujado a una silla, le he quitado los zapatos, y andando. Es bobo, y no se moverá de la habitación hasta que yo vuelva». Y yo río, río, liberada de cualquier duda, de cualquier temor, divertida al descubrir en ti un rostro que no conocía y ni siquiera sospechaba: el rostro del histrionismo grueso y de la alegría. Y tú ríes conmigo. Confieso que me engañaste. Aquel día no estabas mal, fingías, te internaron en la policlínica sólo para unos análisis, y al día siguiente iban a darte de alta. Ríe incluso el conductor, sin saber por qué; nos observa por el espejito retrovisor y ríe mientras el taxi atraviesa la ciudad iluminada, entra en la calle de Vouliagmeni, pasa ante el garaje con la inscripción Texaco y nos lleva al restaurante donde tres años después comerás por última vez, poco antes de ir hacia la muerte. Pero si los dioses nos lo anunciaran para ponernos en guardia, si nos dijeran que éste es tu destino, nuestro destino ya escrito, no los creeríamos, y yo replicaría en tono burlón que el destino no existe. «¿A dónde vamos?». «A Tsaropoulos». «¿Y qué es eso?». «Un lugar al aire libre, junto al mar, donde se come pescado. ¿Te gusta el pescado?». «Sí.» «A mí no. La víspera del atentado comí pescado». «¿Por qué vamos, pues?». «Porque esta noche podría desafiar incluso a los peces».

La felicidad es un orgullo que vibra cuando entramos en el restaurante, traspasados por las miradas indagadoras y hostiles de aquellos para quienes no eres un héroe sino un asesino frustrado, un subversor del orden; en el mejor de los casos, un visionario que debería estar donde estaba: en una cárcel, bien vigilado. De sus mesas se elevan golpecitos de tos ofensivos, bisbiseos temerosos: «¡¿No es él…?!». Un petimetre de embajada exclama: «Look who’s there! ¡Mira quién está ahí!». Lo comprendes y, por un instante, eres presa de una especie de extravío, te apoyas en mí como en un bastón, dudando si avanzar o retroceder, y luego te yergues con petulancia y me conduces a una mesa expuesta a su curiosidad. Los bisbiseos crecen y cada uno de ellos te hiere como una puñalada, lo veo. Por momentos, bajas la cabeza como para conjurar el mal, para soportarlo mejor: ¡qué desilusión es la libertad, qué esfuerzo! Pero mis dedos buscan los tuyos, los estrechan fuertemente para repetirte que no estás solo, y tu rostro se ilumina: «Lo sé». Es hermoso vivir juntos el desafío. Es también hermoso darse cuenta de que alguien te sonríe, aunque sea a escondidas, con la cautela de quien teme buscarse problemas. Luego, un camarero valiente avanza con una botella de vino y en voz alta dice: «Ésta la pago yo. Es un honor, Alekos, tenerte aquí». El cielo es un esmalte turquesa repleto de estrellas. Junto a nosotros hay una planta que se abre en anchas corolas anaranjadas. Poco a poco, nos aislamos en un encantamiento que conduce a una especie de olvido. ¿O de inconsciencia? Entra una florista con un cesto de rosas, agarras un puñado y me las arrojas en el regazo. Entra un jorobado con un palo al que se han fijado billetes de lotería, compras una ristra larguísima y me la depositas en el plato. Cada uno de tus gestos es un ingenuo transporte de amor, una elemental plegaria para ser amado, y la petulancia de antes se ha diluido. Se te cae el tenedor, se te cae la cuchara, y de pronto te ruborizas como un niño y me tiendes el regalo que reservabas con motivo de mi retorno: una hoja doblada de cualquier manera, cubierta de una caligrafía menudísima. «¡Alekos! ¿Qué es?». «La poesía que prefiero, Viaje. Te la he dedicado, mira: ahora figura tu nombre como título». Luego me la traduces con aquella voz que destripa el alma. «Viajo por aguas desconocidas en una nave / semejante a millones de otras naves / que vagan por océanos y mares, / siguiendo rutas y ateniéndose a horarios perfectos. / Y muchas más, / también muchas más / amarradas en los puertos. / Durante años he cargado esta nave / con todo lo que me daban / y que yo tomaba con gozo sin límites. / Luego, / lo recuerdo como si fuera hoy, / la pintaba con colores radiantes / y permanecía atento / para que en ningún lugar cayera una mancha. / La quería bella para mi viaje. / Y después de haber esperado tanto, tanto / llegó por fin la hora de zarpar. / Y zarpé…». Aquí te interrumpes, me explicas que el viaje es la vida, que la nave eres tú; una nave que nunca ha arrojado el ancla, que nunca arrojará el ancla de los afectos, de los deseos, ni el ancla de un merecido descanso. Porque no te resignarías nunca, no te cansarías nunca de perseguir el ensueño. Si te preguntara qué ensueño, no sabrías responderme: hoy es un ensueño al que das el nombre de libertad; mañana podría ser un sueño al que llamar verdad. No cuenta el que sean o no objetivos reales; cuenta el perseguir el espejismo, la luz. «El tiempo pasaba, y yo / comenzaba a trazar la ruta, / pero no como me dijeron en el puerto, / pues la nave me parecía distinta entonces. / Así mi viaje / ahora lo veo diferente. / Sin ansia ya de atraques ni de comercios, / la carga me parecía inútil. / Pero continuaba viajando, / conociendo el valor de la nave, / conociendo el valor que transportaba…». No me canso de escucharte.

La felicidad es un abandono que a medianoche conduce a la casa del jardín con naranjos y limoneros, donde entramos de puntillas, sin prestar atención a los policías que vigilan todos tus movimientos: dos en las esquinas de la calle y dos en la acera. Hay un jazmín florecido bajo la ventana a la que nos hemos asomado para que cojas un brote y me lo ofrezcas junto con tu timidez. Hay una habitación cuya insignificancia ya no veo: las butacas grasientas y raídas, los feos complementos decorativos, los absurdos diplomas enmarcados. Porque estás tú. Hay un beso inesperadamente púdico en mi frente, mientras el viento susurra entre las ramas de olivo y nos trae la cantinela del mar. Hay una lágrima que inesperadamente resbala por tu mejilla mientras murmuras: «¡He estado tan solo! Ya no quiero volver a estar solo. Jura que no me dejarás nunca». Tu rostro serio se aproxima a mi rostro serio, tus ojos conmovidos se sumergen en mis ojos conmovidos, tus brazos inseguros buscan mis brazos inseguros, como si fuéramos dos adolescentes en su primer encuentro de amor o supiéramos que nos disponemos a cumplir un rito del que dependerán todos nuestros años por venir. Hay un silencio prolongado, impresionante, mientras nuestros labios se tocan dudando, se unen con decisión y nuestros cuerpos se enlazan sin temor, para alojarse palpitando en la oscuridad, estremecidos por un río de dulzura que fascina, buscando gestos olvidados, anhelados y encontrados para penetrarse con armonía, una vez y otra, y otra y otra, como si debiera durar una eternidad. Ahora el tiempo te pertenece; ningún pelotón de ejecución avanza entre órdenes secas para conducirte al polígono y fusilarte. Luego nos miramos extenuados, con la cabeza apoyada en la misma almohada, y exclamas: «S’agapò tora ke tha s’agapò pántote». «¿Qué significa eso?». «Significa: te amo ahora y te amaré siempre. Repítelo». Lo repito en voz baja: «¿Y si no fuera así?». «Será así». Intento una última y vana defensa: «No hay nada que dure siempre, Alekos. Cuando seas viejo y…». «Yo nunca tendré el bigote blanco. Ni siquiera gris». «¿Te lo teñirás?». «No, moriré mucho antes. Y entonces sí que deberás amarme para siempre». ¿Estás hablando en serio o bromeando? Me impongo el creer que bromeas, pues un destello irónico se desliza en tu iris negro, y una alegría hecha de muchos mañanas se desencadena en tu cuerpo que, de pronto, me recubre insaciable. Tampoco hay que pensar en el diálogo en la terraza: «Nosotros, los griegos, tenemos la manía de la videncia y de la tragedia. Acaso porque la hemos inventado». «Pero ¿de qué tragedia habla?». «Hay sólo un tipo de tragedia y se basa en tres elementos: el amor, el dolor y la muerte».

La felicidad es abrir los ojos bajo tu voz que exclama casi con estupor: «¡Eres hermosa!». Es darse cuenta de que son casi las cinco y debes correr a devolver los zapatos al enfermero secuestrado. Es salir al aire fresco que anuncia la mañana, siempre ignorando a los policías que te siguen hasta la parada de taxis, y tenerte abrazado durante todo el trayecto, despedirme de ti sabiendo que dentro de poco volveremos a vernos. Es volver a la casa del jardín con naranjos y limoneros sin lamentar la responsabilidad que de ahora en adelante pesará sobre mí como una piedra. Es despertarse para acudir a la clínica donde, me cuentas triunfalmente, nadie se ha percatado de la fuga nocturna. El médico dice que puedes ser dado de alta sin problemas, pues de los análisis y las radiografías no se deduce nada irremediable. Naturalmente, las torturas y la cárcel han influido en tu salud, pero el corazón es fuerte y los pulmones se encuentran en inmejorable estado, y poco a poco te restablecerás; todo consiste en readaptarte a la vida. Finalmente, la felicidad es saber que precisamente esta noche, mientras nos amábamos, en la casa de al lado ha nacido un niño al que han puesto el nombre de Khristos: ¿cabe imaginar un presagio más hermoso que un niño nacido en la casa de al lado mientras nos amábamos? Debemos festejar la llegada de Khristos, y el día destila sol y azul. ¡Vamos al mar! Hace cinco años que no ves el mar, que sueñas con volver a ver el mar. Desde el día que dejaste Boiati, desde que has redescubierto el espacio, sólo has salido para ir al hospital y para llevarme a casa de Tsaropoulos: ¡vamos al mar! Y henos aquí en la playa de Glyfada. Avanzas dudando, con la cabeza gacha; diríase que no te atreves a levantar la mirada, y cuando decides hacerlo experimentas un sobresalto, pestañeas aturdido, y en tu rostro aparece una expresión que no comprendo. ¿Alegría o temor? De pronto, te lanzas adelante y corres hacia el agua. Corres a grandes zancadas de potro ágil y despreocupado, la imagen misma de la juventud, y mientras corres gritas: «I zoí! I zoí! I zoí! ¡La vida! ¡La vida! ¡La vida!». En la orilla te encabritas y con un caracoleo brioso me llamas, me tiendes los brazos, corro yo también y rodamos riendo por la arena cálida. «I zoí! I zoí! I zoí! ¡La vida! La vida ¡La vida!». Hoy no te sigue nadie por el arrecife, hoy el mar no está picado como una mañana de agosto que no quieres recordar. ¡Esperadme, que llego, esperadme! Mórbido y liso, apenas se encrespa en la orilla en remolinos de espuma blanca. ¿Quién teme a los peces? «¡Nadie!». ¿Anuncian acaso derrotas, desgracias? «¡Tonterías!». Entonces, sumerjámonos. Nos desnudamos veloces, impacientes. Nos arrojamos juntos, nadamos uno al lado del otro en el agua tibia y quieta, y nos detenemos de vez en cuando para intercambiar un beso fresco de sal. S’agapò tora ke tha s’agapò pántote. Luego resulta exquisito tenderse al sol, la mano en la mano, esposados; estremecerse de placer y de frío, experimentar un deseo que sacude tu cuerpo blanco y celoso de mi bronceado, pensar que en casa lo satisfaremos. ¿Existe de veras un tirano llamado Papadopoulos? ¿Quién conoce a Ioannidis? ¿Y a Theofiloiannacos, Hazizikis y Zakarakis? Ni idea. Durante una semana no pronunciaremos siquiera esos nombres. La felicidad es un olvido que dura una semana.

A esa semana irreal la memoria regresará siempre con estupor incrédulo: aislados de todos, bastándonos a nosotros mismos, vegetábamos en una beatitud obtusa y desprovista de acontecimientos. ¡Había tantas pequeñas cosas que hacer para volver a acostumbrarte a la vida! Por ejemplo, enseñarte de nuevo a atravesar una calle sin el terror de ser arrollado por los automóviles; por ejemplo, caminar por las aceras esquivando a la gente y sin dejarse intimidar por los empujones, por el caos de la ciudad. En el sepulcro de Boiati llegaste a olvidar esto, y tras la jira al mar te habías formulado una especie de replanteamiento: de día ya no querías salir de casa. O bien salías para encerrarte en un automóvil, donde te sentías protegido, y cuando te apeabas todo te asustaba. Para que atravesaras la calle, era menester animarte con mil seguridades: «¡Vamos, que el semáforo está en verde!». Incluso para que caminases por una acera, a menudo había que darte ánimos. En efecto, no avanzabas recto, sino en diagonal hasta que chocabas con el muro. Así, pues, por la mañana te llevaba al centro, a las calles de mayor aglomeración, y allí, atornillado a mi brazo como un ciego a la cadena de su perro lazarillo, ibas reencontrando poco a poco las costumbres perdidas. «¿Has visto? Se me echaba encima, pero yo no me he topado con él». «¿Has visto? No te habías dado cuenta de que el semáforo estaba en rojo y yo sí». La tarde, en cambio, la pasábamos en casa, donde el bochorno y el silencio apenas interrumpido por el canto de las cigarras nos llenaban de languidez, en el silencio de interminables abrazos. Hablábamos poquísimo; no necesitábamos palabras. Pero al caer la tarde te despertabas con el ímpetu de un murciélago que olfatea la oscuridad, te volvías locuaz y, hala, a cenar fuera. A veces nos llegábamos hasta el Pireo y en otras ocasiones nos quedábamos en Glyfada, donde estaban las tabernas de tu adolescencia, y donde un anciano guitarrista, de ojos azules y acuosos, nos cantaba con voz estentórea Una cama para dos. Adorabas aquella canción porque contaba la historia de dos enamorados que duermen en una cama pequeña y estrecha. Nuestra cama era pequeña y estrecha, la misma que tenías de niño, y si no dormíamos abrazados rodábamos al suelo. Todo acabó de improviso, sin un signo premonitorio, el día que fuimos a Egina.