Como el agua de una canilla que gotea monótona, siempre igual a sí misma, martilleando sus repiqueteos obsesivos en el silencio de la noche vacía, de tal manera que a fuerza de oírla te sientes enloquecer e invocas un ruido distinto, acaso un fragor de algo que se rompa, un disparo que mate; cualquier cosa menos aquella atroz uniformidad, aquella oscuridad. Así transcurrieron los años que siguieron a la noche en que Zakarakis te dijo que tu padre había muerto y la guardia te impidió estrangularlo. En aquellos años, en efecto, no saliste nunca de tu sepulcro, iluminado tan sólo por la lámpara azul, ni franqueaste el umbral tras el que estaban el día y la noche, el sol y las estrellas, la lluvia y el viento. Ni siquiera para desentumecer las piernas, para aspirar una bocanada de aire. Ni para ser ingresado en la enfermería cuando entrabas en estado de coma, ni para ver a tu madre cuando le permitían visitarte. Al principio, las conversaciones con ella se desarrollaban en el locutorio de los demás presos, de modo que salías y andabas ciento veintiséis pasos a la ida y ciento veintiséis pasos a la vuelta, y caminando veías el cielo. En cambio, después de aquella noche te entrevistaste siempre con ella en tu celda, con la puertecilla separándoos. Sin embargo, ocurrieron muchas cosas en aquellos años. En primer lugar ocurrió que empezaste a conocerme a través de los libros que había escrito y de los artículos que, de vez en cuando, me publicaban en los periódicos de Atenas. Ocurrió que a raíz de esto aprendiste mi lengua, estudiándola al ritmo de veinte vocablos y dos verbos irregulares por día, a fin de que pudiéramos hablar cuando nos conociéramos. El esfuerzo memorístico te servía, además, para combatir la inercia mental que trae consigo el aislamiento, la terrible niebla que apaga la capacidad de concentrarse y hasta la de perseguir un recuerdo, de abandonarse a una ensoñación. Además, como veremos, sucedió que en aquellos años escribiste tus poesías más hermosas. Pero, sobre todo, sucedió que nunca te resignaste, que nunca abdicaste de tu papel de héroe que no cede. Diecisiete veces fuiste sorprendido limando los barrotes de la puertecilla con las minúsculas sierras que sirven para abrir las ampollas de los medicamentos, cincuenta y dos veces fuiste castigado con el secuestro de la pluma, el papel de escribir, la gramática italiana, el vocabulario de Rapaccini, los periódicos y los libros; veintinueve veces con el secuestro de los zapatos y los cigarrillos. Dieciocho veces te pegaron hasta hacerte desvanecer y otras tantas te pusieron la camisa de fuerza gritando que estabas loco, y en cuanto a las huelgas de hambre, fueron tantas que pronto perdiste la cuenta. Hablando de ello conmigo y enumerando aquella lista minuciosa, sólo recordabas las más largas: siete de quince días, cuatro de veinticinco, dos de treinta, una de treinta y siete, una de cuarenta, una de cuarenta y cuatro, una de cuarenta y siete. Durante estas últimas, te nutrías exclusivamente de agua, café azucarado y una tableta de chocolate escondida en el colchón. Te pusiste tan esquelético, que el médico se vio obligado a alimentarte con una sonda nasal. El peor tormento. No podías soportar aquel tubo que, a través de la cavidad nasal, te descendía por la garganta hasta el estómago, pues te sofocaba como la mano de Theofiloiannacos en los tiempos del interrogatorio, y además te provocaba ganas de vomitar sin conseguirlo. En cuanto te lo introducían por la nariz, pensabas ¡basta de ayuno, basta! Luego lo reanudabas, y está claro que sólo lo reanudabas para hacer ejercicio: había ayunos en que todo esto te parecía como la monótona repetición de un rito, y hubieras querido que Zakarakis inventara una nueva perfidia para ejercitarte un poco, para impedirte que bostezaras. La primera vez que te secuestró los zapatos casi te divertiste, pese a ser invierno, y lo mismo cuando te puso por vez primera la camisa de fuerza. Te pareció una curiosidad. Con el tiempo, en cambio, te acostumbraste, y ahora el único entretenimiento te lo procuraban las sierrecitas con que pretendías limar los barrotes de la puertecilla. Era una delicia encontrarlas en la comida que te llevaba tu madre, meterte en la boca un pedazo de conejo y sentir entre los dientes aquel pequeño roce de acero, porque al oír el ruido de hierro rascado, Zakarakis acudía corriendo: «¡¿Qué haces, gamberro?!». «¿Yo? Yo, nada». «¡¿Dónde la has escondido?!». «Escondido ¿el qué?». «¡La lima, delincuente, la lima!». «¿Qué lima?». «¡Te he oído! ¡Estabas limando los barroteees!». Luego llamaba a la guardia, que te registraba por todas partes, en el forro de los pantalones, en el cuello de la camisa, en el dobladillo de los calzoncillos, en la suela de los zapatos, pero no encontraba nada porque la sierrecilla estaba donde nunca pensaban buscarla: entre los cabellos, entre los dientes, entre las páginas de un libro. «¡Y sin embargo, limabas, maldito!». «No limaba, Zakarakis, tocaba música». Y, riendo, tomabas un vaso, lo mojabas con saliva por el borde y hacías discurrir el índice para arrancarle el sonido del hierro rascado. «Escucha, bobo».
Te distraía también la burla, te ayudaba a combatir el tedio: nunca renunciaste a tomarles el pelo con tus trucos de Cagliostro. Por ejemplo, la historia del revólver de pan y jabón. Pacientemente, con miga de pan y residuos de jabón, fabricaste una imitación de revólver, luego, con cabezas de cerillas quemadas teñiste la culata de negro, y forraste el cañón con papel de estaño. Una noche lo tuviste dispuesto para apuntar con él a la guardia que te llevaba la cena: «¡Manos arriba! ¡Entregadme las llaves!». Esta vez los centinelas sólo eran dos e iban desarmados. En la penumbra, el juguete parecía un revólver de verdad, y el que llevaba la bandeja la dejó caer y el otro te alargó temblando las llaves. Se las devolviste con una carcajada, ya que no hubieras podido servirte de ellas: afuera estaban los dieciséis centinelas. «¡Cretinos!». O la historia del alambre con el que querías que te abrieran la puertecilla. Había un pobre mentecato vigilándote desde la antecámara de la celda, un recluta recién llegado del campo. Zakarakis lo colocó allí para impedirte que limaras los barrotes, y le dijo que eras un preso muy importante; las palabras «muy importante» le impresionaron hasta tal punto que, aun sin quitarte ojo, te obedecía con el celo de un siervo. Incluso te llamaba excelencia. «Recluta, enciéndeme el cigarrillo». «Sí, excelencia». «Abre el candado; he de salir a hacer pipí». «Sí, excelencia, voy en seguida a por las llaves». «¿Y para qué las llaves, imbécil? ¡El candado no se abre con llave! ¿No ves ese alambre? ¿Para qué crees que lo tienen ahí? Para abrir el candado, ¿no?». «Sí, excelencia. Perdóneme, excelencia, pero ¡en mi pueblo los candados se abren con llaves!». «¿Y a mí qué me importa tu jodido pueblo? ¡Abre, rápido! ¡No aguanto más!». «Sí, excelencia. Le obedezco, excelencia. Pero, mientras tanto, ¿no podría usted orinar en su retrete, excelencia?». «¡Imbécil! ¿No ves que está atascado? ¿No has oído al director cuando me rogaba que no hiciera pipí en tanto no lo reparasen? ¡Rápido, recoge el alambre y abre! ¡Así!». Muy emocionado, el pobrecillo trabajaba y trabajaba, pero sin éxito. «Usted perdone, excelencia, no lo consigo; voy a llamar al sargento». «¡Si llamas al sargento te denuncio! ¡Anda, insiste!». No sucedió nada porque, atraídos por la disputa, los demás centinelas intervinieron para detenerlo: «¡¿Imbécil, qué estás haciendo?!». Pero, como en el caso del revólver de pan y jabón, aquello te ayudó a vencer un poco la melancolía, la sensación de vacío que el estudio o la lectura no colman y, si acaso, alimentan. De hecho, decías, precisamente estudiando y leyendo en prisión mides el debilitamiento del intelecto. De momento crees que has aprendido un verbo, y media hora después te das cuenta de que ya lo has olvidado. Entonces lo repasas, reanudas la recitación yo voy-tú vas-él va-nosotros vamos-vosotros vais-ellos van, pero los párpados se vuelven pesados, te tiendes en el camastro para echar una siestecita y duermes toda la tarde. Cuando despiertas, tu mente se halla tan torpe, que más que un hombre te parece ser un vegetal.
No es que hubieras renunciado a la idea de escapar. Hasta que intervino la costumbre, inevitable, inexorable, que te llevó a aceptar aquel sepulcro, y a canalizar tu resistencia en la vena poética exclusivamente, nunca cesaste de cultivar aquel espejismo. Pero cada vez con menor convicción y mayor ligereza, o siguiendo el hilo conductor de un humorismo afín a sí mismo. Lo demuestra la tentativa que concluyó con una renuncia enraizada, evidentemente, en los abismos de tu subconsciente; la tentativa en la que implicaste al centinela que reemplazó al mentecato del alambre: un joven que soñaba con ser actor. Unos pocos tanteos te bastaron para deducir que también su inteligencia era escasa y que podías jugar con él a tu placer, de modo que empezaste en seguida a engatusarlo. «¡Hum! Así, pues, quisieras ser actor. No es mala idea, con esa cara. Ponte un poco de perfil… Ah, sí, estupendo perfil. Te aguarda una gran carrera». «Es que no conozco a nadie, señor Panagulis, a nadie». «Por eso no debes preocuparte. Pero dime: ¿Estás seguro de querer ser actor? Porque se trata de una hermosa carrera, lo admito: mujeres a porrillo, villa con piscina y millones. Claro que al principio requiere muchos sacrificios. Hay quien se ha jugado la piel para ser actor: piensa en Laurence Olivier, en lo que hizo por Churchill». «¿Qué hizo?». «Es una larga historia; ya te la contaré algún día. Mientras tanto, dime: ¿has estudiado declamación?». «Sí, de niño». «Mejor. Declamar es como aprender idiomas. Si los aprendes de niño, ya no los olvidas. ¿Eres fotogénico?». «Oh, sí. Pero ¿por qué me lo pregunta?». «Porque puedo ayudarte». «¿Desde aquí? ¿Estando aquí?». «No exactamente. Mañana hablaremos. Lo importante es que no abras la boca con Zakarakis. Odia a los actores, el teatro, el cine. Es un envidioso». «Quede usted tranquilo, señor Panagulis». «Puedes tutearme». «Queda tranquilo, Alekos». «Bien. Mañana tráeme unas fotografías». Y al día siguiente: «Inmejorables. Sin la menor duda, eres fotogénico. ¡Hum! ¿Has estado alguna vez en Roma?». «Nunca». «Maravillosa ciudad. Mis amigos más queridos están todos en Roma. Sofía me decía siempre…». «¿Sofía? ¿Qué Sofía?». «No me interrumpas. Sofía Loren, ¿no? En Roma vivía yo en un ala de su castillo. Ah, sí. Allí fue donde preparé el atentado, pero no lo digas. Figúrate que hasta su marido me ayudó a fabricar las minas. A cambio, sólo me pidió que le escribiera un guión». «¿Un guión? ¿Has escrito un guión para Sofía?». «¡Para Sofía no, para Carlo! ¡Carlo, su marido, el productor!». «¡Oh!». «Con seudónimo, claro». «¡Oh!». «¿Qué tiene de extraño? ¿Acaso hubiera debido negar un favor a un amigo que se jugaba la cárcel por mí?». «¡No, no!». «Así, pues, como decía, Roma es la ciudad adecuada para meterse en el cine. La única. Hasta Marlon Brando, ahora, si quiere hacer una película, tiene que ir a Roma. Y si de veras pretendes convertirte en un divo, ¡nada de Hollywood! Debes ir a Roma. ¡Hum! Déjame volver a ver las fotografías». «Aquí están». «Inmejorable. La nariz es inmejorable. Y también el perfil derecho. El izquierdo, un poco menos. ¡Qué extraño! Exactamente igual que Laurence Olivier. Recuérdame que te cuente la historia de Churchill y Laurence Olivier. Bueno, sí: creo poder recomendarte a Sofía. O, más bien, a Carlo. Sofía no interviene en estas cosas. Todo lo más, cuando Carlo te haya firmado el contrato, puede reclamarte como pareja, a causa de tus rasgos angulosos y viriles». «¡¿Qué dices, Alekos?! ¿De veras?». «Calma, muchacho. ¿No irás a creer que tengo una varita mágica? Además, Carlo es prudente. Pasará un año antes de que te confíe un papel al lado de Sofía. Te tendrá a prueba, te lanzará a través de la televisión». «Por mí, la televisión también me va bien». «Sí, pero no quiero que te hagas ilusiones. La televisión no ofrece las ganancias del cine. Ya será mucho si consigo que te den cincuenta mil dracmas al mes.» «¿¡¿Cincuenta mil?!?». «Te parece una fortuna, ¿eh? Pues es una miseria. Más adelante, sin embargo, puedes ganar hasta ciento cincuenta mil.».
Así, día a día, mientras él se exaltaba cada vez más, tú esperabas el momento justo para asestarle el golpe final. El momento llegó cuando te pidió que escribieras una carta a Carlo y Sofía. «¿Te has vuelto loco? ¿Quieres que arruine a mis amigos, al hombre que me ha ayudado a preparar la bomba? ¿No sabes que trabaja con los americanos? ¿No sabes que si la carta se extraviara, también él acabaría en presidio? Además, ¿te parece que una petición semejante puede hacerse por carta? Es preciso hablar de ella personalmente, ¿no? ¡Debo ir contigo a Roma! ¡Yo creía que eso se sobreentendía! Si no me echas una mano para que me escape, ¿cómo puedo ayudarte a que te conviertas en actor?». «¡Escapar! ¡Pero eso es difícil, Alekos; es peligroso!». «¡Cómo, difícil y peligroso! Hasta lo consiguió Laurence Olivier con Winston Churchill. ¡Cretino! ¡Ignorante! ¡Estudia historia, estudia! ¡Ni siquiera sabes que Churchill escapó de aquella prisión nazi porque lo ayudó Laurence Olivier! ¡Y Laurence Olivier no hacía guardias; estaba de ranchero! Para él sí que era difícil y peligroso. Pero Churchill no olvidó nunca el favor. ¡Y cuando llegó a primer ministro lo impuso! Dijo: de acuerdo, el perfil de un lado no sirve, pero Larry es amigo mío, ¡y con perfil o sin perfil quiero que se convierta en Laurence Olivier! La realidad es que Laurence Olivier tenía cojones y tú no los tienes. He perdido todo este tiempo ocupándome de ti, y mira qué resultado. ¡Largo! ¡Lárgate! ¡No quiero volver a verte!». «No, Alekos, escucha…». «¡Largo! ¡Fuera!». Durante dos semanas te hiciste el ofendido, e inútilmente él te rogaba que lo perdonases, te explicaba que su duda fue fruto de un instante de debilidad, y que no volvería a repetirse. «¡Me niego a escucharte!». Le hablaste de nuevo solamente cuando se puso de rodillas y te suplicó que le permitieras ayudarte a escapar: eras su única esperanza, pues no contaba con nadie más que le echara una mano para convertirse en actor, para realizar su vocación. Si iba a Roma sin ti, Carlo y Sofía no se dignarían dirigirle ni una mirada. Aceptaste el ofrecimiento con la expresión de hacerle un inmenso regalo. Pero que se metiera en la cabeza que sólo capitulabas por culpa de un vicio maldito llamado generosidad. En efecto, no veías por qué debías dirigirte a él antes que a Laurence Olivier, que era tan valiente que había telefoneado a tu madre ofreciéndote sus servicios. «¡¿Laurence Olivier?! ¡¿De veras?!». Desde luego. No es que Larry hiciera algo por nada; sabías muy bien que te ofrecía sus servicios para llevarte a Londres y conseguir tu guión sobre Edipo rey, pero Londres no te gustaba; demasiada niebla y demasiada monarquía. Así que: «Te complaceré. Organicémonos». Como de costumbre, uniforme y hora nocturna. Luego, ya encontrarías un medio de expatriarte. En cuanto al problema de los dieciséis centinelas en torno al sepulcro, no había por qué preocuparse: hasta en ese punto la operación Sofía estaba bien concebida. En aquel período, el rancho de la noche continuaban llevándotelo tan sólo dos guardias, y no era raro que uno de los dos fuera el aspirante a actor. El otro era un tipo cuyo cerebro aún valía menos: bastaba dejarlo sin sentido, desnudarlo, atarlo al camastro, taparle la boca con un hermoso esparadrapo, y ponerse su uniforme. «Tú no tienes que procurarme más que una cuerda y un esparadrapo, muchacho.».
Al día siguiente, el aspirante a actor se presentó con la cuerda y el esparadrapo: «Esta noche estamos de servicio él y yo». «Bien». Escondiste la cuerda detrás del retrete, el esparadrapo bajo la axila, y esperaste. Pero te faltaba el entusiasmo, según me contaste, y al anochecer te invadió un profundo sueño: te dormiste y soñaste que poseías a una mujer. Sucedía muy raras veces que soñaras con poseer a una mujer; desde la noche de Egina te sucedió unas cuatro veces, y en cada ocasión duró muy poco, pues el temor de no llegar a tiempo, de ser conducido ante el pelotón antes del orgasmo final, quedó grabado en ti como un complejo. Esta vez, en cambio, el sueño fue muy largo. Te parecía tener ante ti la eternidad, y penetrabas a la mujer con calma, con los movimientos tranquilos y suaves de un mar en calma que lame la playa en caricias de espuma, y luego se retira despacio, se demora pacientemente antes de regresar, para lamer otra vez con renovada lentitud; era dulce diferir el estallido, el instante en el que el mar se engrosaría para romperse en una descarga de agua rugiente; era algo exquisito prolongar la espera de un final que no podía negarse, que ahora se aproximaba, cada vez más, un poco más aún, y la última oleada se quebraría haciendo lloviznar sus gloriosas salpicaduras. Subía, llegaba, estaba a punto de arrollarte y… «¡Despierta, Alekos, despierta! ¡Estoy aquí, estamos aquí!». El aspirante a actor te sacudía con ambas manos, y su mirada amenazaba, suplicaba, señalaba al compañero al que debías agredir. Lo miraste furibundo: «¡Desgraciado, no me has dejado terminar!». Luego, sin dejar de gritar no-me-has-dejado-terminar, no-me-has-dejado-terminar, lo echaste, arrojándole detrás la bandeja con la cena. Se marchó entre sollozos. Loco, repetía, estabas loco, tenían razón cuando te ponían la camisa de fuerza. Luego pidió a Zakarakis que se le relevara del servicio en tu celda y no lo viste nunca más. Tampoco te contrarió. No era tan incómodo tu camastro, ni tu celda era tan pequeña: ya te habías acostumbrado al sepulcro.
La costumbre es la más infame de las enfermedades porque te hace aceptar cualquier desgracia, cualquier dolor, cualquier muerte. Por costumbre se vive junto a personas odiosas, se aprende a llevar cadenas, a padecer injusticias y a sufrir, se resigna uno al dolor, a la soledad, a todo. La costumbre es el más despiadado de los venenos porque penetra en nosotros lenta y silenciosamente, y crece poco a poco nutriéndose de nuestra inconsciencia. Cuando descubrimos que la tenemos encima, cada una de nuestras fibras está adaptada, cada gesto se ha condicionado, y ya no existe medicina que pueda curarnos. La noche en que renunciaste a intentar de nuevo la fuga sucedió precisamente eso. Sucedió lo que nunca hubieras creído posible: ya no echabas de menos los espacios abiertos, el verde, el azul y la gente. En verano, cuando el sol se filtraba por el techo de la antecámara y formaba en el pavimento de aquélla un halo compacto de luz, el reflejo te molestaba tanto que, pestañeando, te refugiabas en el rinconcito más oscuro de tu celda, y allí te quedabas hasta el atardecer, como un topo que nunca sale de su madriguera. Si Zakarakis te hubiera construido una ventana para permitirte ver el cielo de día y las estrellas de noche, la hubieras tapado con un periódico. Y, sin embargo, existía algo que el hábito de la oscuridad, de la falta de espacio y de la monotonía no había apagado: tu capacidad para soñar, fantasear y traducir en versos el dolor, la rabia y los pensamientos. Cuanto más se adaptaba tu cuerpo, atrofiándose en la pereza, más tu mente resistía y tu imaginación se desencadenaba para dar a luz poesías. Siempre escribiste poesías, desde muchacho, pero en aquel período fue cuando tu vena creadora estalló incontenible. Decenas y decenas de poesías. Casi todos los días una poesía, aunque fuera breve. «No llores por mí. / Sabrás que muero. / No puedes ayudarme, / pero mira aquella flor, / te digo aquella que se marchita; / riégala». O esta otra: «Amé tanto la luz / que conseguí encender una vela, / pero desaproveché aquella opaca y exigua luminaria, / pues antes que disfrutarla / desesperé / por proyectar en otro lugar una oscuridad pesada, / porque la misma luz que mantenía / con la sombra de mi cuerpo / colmaba de negrura mis caminos». O bien: «No te comprendo, Dios. / Dime otra vez: / ¿Me pides que te dé las gracias / o que te perdone?». Las escribías aunque Zakarakis te secuestrara el papel y la pluma, pues entonces tomabas una cuchilla que guardabas para este fin, te cortabas la muñeca izquierda, sumergías en la herida una cerilla o un mondadientes y escribías con sangre todo lo que había a mano: el envoltorio de una gasa, un trozo de tela, un paquete vacío de cigarrillos. Luego esperabas que Zakarakis te devolviera el papel y la pluma, y copiabas con caligrafía pequeñísima, atento a no desperdiciar un milímetro de espacio, doblabas la hoja, obtenías tiras finísimas, y las mandabas a que contaran al mundo la leyenda de un hombre que no cede ni ante la costumbre. Las estratagemas eran varias: arrojar las tiritas de papel a la basura para que un centinela amigo las recogiera, introducirlas en las costuras de los pantalones que mandabas a casa para lavar, deslizárselas a tu madre cuando iba a verte. Antes, sin embargo, te aprendías los versos de memoria, a fin de prevenir su extravío o destrucción, ¡y qué de disputas cuando Zakarakis pretendía leerlos para censurarlos o aprobarlos! «¿Dónde los has metido? ¡Dámelos! ¿No sabes que en la cárcel el director debe censurar cualquier escrito?». «Lo sé, pero no puedo dártelos, Zakarakis. Los he guardado en mi almacén». «¡¿Qué almacén?! ¡Quiero ver ese almacén!». «Aquí está, Zakarakis». Y te señalabas la cabeza. «¡No te creo, jodido embustero, no te creo!». Pero hubiera debido creerte, pues en ese almacén encontramos, años después, todas las poesías perdidas o destruidas para publicarlas en un libro que muchos pensaban sería el inicio de una carrera literaria.
Ni que decir tiene que las disputas no se suscitaban sólo por las poesías. A veces, en las hojas que Zakarakis pretendía censurar, junto a las palabras destacan números extraños y cálculos misteriosos: agarrado como un náufrago a la balsa de tu mente, reanudaste incluso el estudio de las matemáticas. «Dime qué es esto». «Un teorema, Zakarakis». «¿Qué teorema?». «Si te lo dijera no entenderías nada». «Porque soy un cretino, ¿eh?». «Sí, lo eres. Así que cierra el pico y déjame en paz». Por lo general, derrotado por su ignorancia, se batía en retirada. Pero otras veces, insistía y se suscitaban riñas grotescas, tensiones que os devolvían a los tiempos de la guerra abierta. En efecto, de las matemáticas nació el choque que envenenó tus últimos meses en Boiati. Era la primavera de 1973, y aquel día Zakarakis volvió a buscar el almacén donde escondías las poesías. «¿Dónde está? Dime dónde está». «Te lo he dicho, Zakarakis: en mi cabeza». «No es verdad, no es posible, ¡no puedes recordarlas todas!». De pronto, su mirada recayó en un papelito en el que habías escrito: «X + Y = Z». Se apoderó de él de un salto: «Y esto ¿qué es? Aquí no veo números. ¡Ah, esto es un mensaje cifrado, gamberro!». «No, no es un mensaje cifrado, Zakarakis». «¿No lo es? ¿Quieres que llame al señor general de brigada? ¿Quieres que te obligue él a decir quiénes son X, Y y Z? ¿Y las enes? ¿Quiénes son las enes?». Le señalaste el camastro y le invitaste a sentarse. «Ven aquí, Zakarakis». «No, que me bajarás los pantalones e intentarás violentarme, como aquel día». «No te violentaré, Zakarakis. Te lo prometo». «¿Y me dirás quiénes son X, Y y Z y quiénes son las enes?». «Te lo diré, Zakarakis. Las enes son números. X, Y y Z son incógnitas». «¡Gamberro, embustero! Crees que vas a tomarme el pelo, ¿eh? ¡Ya descubriré yo quiénes son esas incógnitas!». «Pues en verdad serías un genio, Zakarakis, porque en trescientos años nadie lo ha conseguido». «¿Trescientos años? ¿Lo ves como me tomas el pelo, lo ves? ¡Centinelas, atadlo!». Te ataron al camastro y te mostraste extrañamente dócil. Zakarakis, en cambio, cada vez estaba más rabioso. «Ahora hablarás, ¿eh? Hablarás». «Hablaré, Zakarakis, y si no lo entiendes, en cuanto me desates te bajo los pantalones». «¡Habla!». «Bien. Sígueme. Si ene es un entero positivo superior a dos, la ecuación no pueden conformarla valores enteros y distintos de cero de las incógnitas X, Y y Z. Así, pues…». «¡Sinvergüenza! ¡Delincuente! ¡Eso es lo que eres, un sinvergüenza! ¡Un delincuente!». «Y tú un imbécil, Zakarakis. ¿Es culpa mía si la ecuación se enuncia así?». «¿Qué ecuación, desgraciado?». «La que tienes en la mano: X más Y igual a Z. Es una ecuación, Zakarakis, una ecuación matemática. Ya sabes que estudiaba matemáticas en el Politécnico. Y si partes del presupuesto del cálculo diferencial…». «¡Basta!». Salió casi llorando. En la mano sostenía el papelito que iba a permitirle descubrir la conjura. Porque sólo de eso podía tratarse, vive Dios, de una conjura para volver a escapar. Y era preciso abortarla, demostrarte que el imbécil eras tú.
Durante noches Zakarakis estudió el papelito, decidido a ganarse el aplauso de Ioannidis. Naturalmente, hubiera podido dirigirse al servicio de espionaje, al KYP, pero ello hubiera significado regalar a los demás un mérito que deseaba todo para sí. Y sin preguntar a nadie, llegó a las siguientes conclusiones. Las tres enes eran tres soldados que formaban parte de la conjura para hacerte huir; y el señor X, el señor Y y el señor Z eran tres civiles que operaban desde el exterior. X por Xristos o Xarakalopoulos. A menos que, en lugar de indicar personas, X, Y y Z designaran nombres de países o ciudades. En tal caso, X podría referirse a Xania, capital de Creta, Y al Yemen y Z a Zurich. ¿O bien significaba Xristoughenneia, o sea Navidad? Seguro: Navidad; eso era lo que significaba: con la complicidad de tres soldados, el día de Navidad escaparías a Zurich pasando por el Yemen. Volvió a verte: «Me creías estúpido, ¿eh? Lo he descubierto todo, lo he resuelto todo». «¡¿Todo?! ¡Santo Dios, Zakarakis! No, no es posible. Te juro que no es posible». «Sí que lo es. Sé quien es X, quién es Y y quién es Z. Quieres escapar a Zurich, ¿eh, gamberro?». «¿Cómo has dicho, Zakarakis?». «Me consta que Z significa Zurich». «¿Y si, en cambio, significara Zakarakis?». Siguió un silencio trágico, durante el cual Zakarakis te miró como un retrasado mental. ¡Cielos, en eso no había pensado! Si Z indicaba su nombre, eso sólo significaba una cosa: que con la complicidad de los tres soldados y de un señor llamado Y querías matarlo por Navidad. «Quieres mandarme matar, ¿eh? ¡Hubiera debido imaginarlo!». «No, Zakarakis. Eres tan bobo que matarte constituiría un error. Me aburriría mortalmente sin ti. Te juro que no se trata de ti. Se trata de Fermat». «¿Quién es? ¡No lo conozco!». «No puedes, Zakarakis. Vivió hace trescientos años. Era un matemático que también se dedicaba a la política y a la literatura, y estaba particularmente versado en el cálculo diferencial y en el cálculo de probabilidades. Esta ecuación…». De nuevo escapó y no te dio tiempo de explicarle que la ecuación existía, que era el famoso problema de Fermat. Él lo resolvió, pero el texto se perdió, y por esta razón desde hacía tres siglos se trataba de demostrar por qué X elevado a ene, más Y elevado a ene es igual a Z elevado a ene, pero nadie lo conseguía, y la Academia inglesa de Ciencias había convocado un premio que tú tratabas ahora de ganar, no tanto por el dinero, cuanto por el placer de infligir una bofetada moral a quien te mantenía dentro de aquel sepulcro. Pero sucedió algo peor; sucedió que Zakarakis ordenó secuestrarte el papel y la pluma, y dispuso que buscaran bien para que no te quedara ni siquiera un trocito de lápiz, un cartoncito o una gasa. Buscaron bien. Incluso encontraron la cuchilla oxidada. Y ahora, sin el papel ni la pluma, e incluso sin la cuchilla para cortarte las muñecas y destilar sangre que usar como tinta, resolver el problema se convertía en una empresa imposible. Probaste. Era como atrapar una anguila con las manos. Apenas fijabas en la memoria un pasaje de la ecuación, se te escapaba; una cosa es imprimir en la mente versos, y otra grabar en ella cálculos matemáticos. En cualquier caso, una tarde te pareció haber hallado la solución, de modo que, muy excitado, te agarraste a los barrotes y: «¡Papeeel! ¡Plumaaa! ¡Prontooo! ¡Por favor, os lo ruego!». Pero nadie respondió, y cuando Zakarakis te devolvió papel y lápiz, era demasiado tarde. Lo habías olvidado todo.
Años más tarde, hablabas aún de ello con amargura. O, mejor dicho, comenzabas a contar la historia riendo y, hacia el final, tu voz y tu rostro se empañaban de amargura. Afirmabas que aquel episodio te hirió más que muchas palizas, y que a raíz de él maduraste un extraño sentimiento hacia Zakarakis, como una indulgencia que erosionaba tu culto por la responsabilidad del ser singular, del individuo. Porque la conclusión del caso fue penosa para ambos. Incapaz de determinar si X, Y y Z significaban Xristos, Xristopoulos, Xarakalopoulos, Xania o Xristoughenneia, la Y era la inicial de Yemen, y la Z de Zurich o de sí mismo, Zakarakis acabó dirigiéndose al KYP. Y el KYP, con despreciativa hilaridad, le repuso que tú tenías razón, que no se trataba de una conjura sino del famoso problema de Fermat, matemático francés del siglo XVII: que el señor director evitara las observaciones ridículas. Lo viste llegar muy consternado, llevando en la mano un cuaderno y dos bolígrafos, uno rojo y otro azul, y: «Yo…, bueno…, yo he venido a decirte que lo siento, porque me he enterado de que el tal Fermi está de veras muerto». «Fermi no, Zakarakis, Fermat». «Fermi o Fermat, para mí da lo mismo. Aquí tienes dos bolígrafos y un cuaderno». «Ya no sirven, Zakarakis. Ya no recuerdo mi hallazgo». «A lo mejor vuelve a ocurrírsete». «No lo creo. ¡Vete, Zakarakis, vete!». Pero cuando ya estaba en el umbral lo detuviste: «¡Eh, Zakarakis!». «Sí…». «Escucha, Zakarakis. En cuanto nos conocimos te lo dije y te lo repito ahora: eres un gilipollas increíble, pero no tienes la culpa. Y cuando te sientes en el banquillo de los acusados yo prestaré declaración contra ti; diré precisamente eso: era un gilipollas increíble, pero no tenía la culpa. Y pediré que te condenen a permanecer tan sólo una semana aquí dentro». «¡Yo, yo soy el jefe! ¡Soy el director!». «Tú no eres nada, pobre Zakarakis. Nada aparte un símbolo del rebaño que sufre y obedece siempre a quien manda. No cuentas para nada, no contarás nunca para nada, siempre te joderán todos, pobre Zakarakis, quieras o no. Esta es la cuestión: quieras o no». Luego te tendiste en el camastro, ocioso, y saboreaste la tristeza de una verdad insospechada: ya te costaba odiarlo.
Y llegó el domingo 19 de agosto de 1973. Por la noche el bochorno te impidió dormir. La celda abrasaba como un horno: te levantaste en busca de un hilo de aire, y de inmediato volviste a tumbarte en el camastro, exhausto. Sobre el pavimento, una caravana de hormigas avanzaba en una formación extraordinariamente lineal. Procedían de la antecámara, pasaban por debajo de la puertecilla, atravesaban la celda en diagonal, y acababan detrás del retrete, en una cinta compacta. Las descubriste una semana antes, y de momento querías matarlas, pero recordaste el escarabajo muerto bajo la bota del centinela, y te contuviste. Incluso decidiste prestar atención para no pisarlas, y cada vez que ibas al retrete o caminabas arriba y abajo, las evitabas con cuidado dando una zancada. Por lo demás, se lo merecían: se trataba de hormigas muy educadas, que jamás trepaban al camastro, y observarlas resultaba agradable. Las contaste: eran ciento treinta y seis, y la última transportaba una brizna de ciprés. ¡El ciprés! Quién sabe si había crecido en aquellos años. No volviste a verlo desde el día en que regresaste de la enfermería de Gudi, tras el incendio, ¿y no es absurdo tener al lado un árbol que no se ve? Un árbol es mejor que una caravana de hormigas e incluso que un escarabajo. ¿Cuándo murió el escarabajo? El 23 de noviembre de 1968. ¡Dios mío, hacía casi cinco años! Quién sabe si envejeciste mucho en esos cinco años. No podías saberlo porque Zakarakis no te concedía un espejo; temía que lo usaras como arma, y afirmaba que ya era mucho permitirte el vaso con el que tocabas tu musiquilla. Para mirarte a la cara debías esperar a que el peluquero acudiera a cortarte el pelo o afeitarte. Pero el espejo lo llevaba raramente. Por Pascua lo llevó, te dirigiste una ojeada y quedaste impresionado. No te reconocías en aquella caruca miserable, en aquellas arrugas que te surcaban las mejillas para hundirse en el bigote, en aquella piel verdosa: aparentabas cincuenta años. Y tenías treinta y cuatro recién cumplidos. «¿Estoy siempre así?», preguntaste. Y el peluquero: «No, no». Bostezaste. Tomaste la gramática italiana para dedicarte un poco al subjuntivo: se io fossi amato, se tu fossi amato, se egli fosse amato, se noi fossimo amati, se voi foste amati, se essi fossero amati… Se io fossi capito, se tu fossi capito, se egli fosse capito, se noi fossimo capiti, se voi foste capiti, se essi fossero capiti… Después del asunto Fermat ya no sentías deseos de consumirte en las matemáticas. En cuanto a las poesías comenzaban a hartarte. El año fecundo fue 1971, en que escribiste la que más orgullo te inspiraba, Viaje, y aquellas otras dedicadas a Giorgos, Morakis y Gheorgazis, así como los sextetos más conseguidos. En 1972 compusiste Cuartetos de otoño y otras cosas buenas pero breves: fue un año pobre. Pero este año de 1973 no escribiste más que una treintena de versos. Muy poco. Lo cierto es que pasabas semanas de completo sopor, días en que el cuerpo no participaba de la actividad del cerebro y hasta una pluma en la mano te pesaba.
Dejaste de lado la gramática italiana y echaste mano de un viejo periódico. Ya lo conocías de memoria, y sin embargo no te cansabas de releerlo. Recogía el fallido levantamiento de la Marina y la breve detención del ex ministro Evanghelis Averoff. No te gustaba el tal Averoff. Antes del golpe no te gustaba porque era monárquico y reaccionario, y ahora no te gustaba porque había sido excarcelado con demasiada prontitud. Vamos, que uno admite haber participado en una conjura para derribar el régimen, y luego vuelve a casa sin que le toquen ni un pelo. «Por favor, señor Averoff, siéntese, por allí está la salida, mis respetos, que usted lo pase bien». A menos que… ¿No fue él quien ideó la llamada política-del-puente? «Tender un puente entre la Junta y la oposición». ¡Oposición! ¿Qué oposición? ¡¿La suya?! Sí, su excarcelación escondía una trampa: incluso dentro de aquel sepulcro olfateabas olor a trampa. No te hubiera maravillado que con la contribución directa o indirecta de Averoff, Papadopoulos hubiera puesto una zancadilla, por ejemplo recurriendo a una falsa democracia para legalizar la Junta, para constitucionalizarla. Te jugabas la cabeza a que de todo aquello no existían pruebas. ¡Ah, poder disponer de pruebas, de documentos! Poder proclamar un día la verdad, demostrar que los verdaderos culpables son los que se esconden tras el biombo de la respetabilidad, los dignísimos señores que utilizan a cualquiera y siempre salen con bien, con independencia del régimen que venga y del régimen que caiga. Los Averoff. El Poder que no muere nunca, que se viste de todos los colores, con todas las mentiras. Te invadió una gran cólera. Volvió a ti la energía. Te pusiste de pie sobre el camastro, y con el bolígrafo rojo de Zakarakis escribiste en la pared: «Tha martyrizó. Demostraré». En el mismo momento, el silencio dominical fue quebrado por gritos de alegría: «Zito, zito! ¡Viva, viva!». Saltaste del camastro y te agarraste a los barrotes para oír mejor. ¿Quiénes gritaban así, los presos o los soldados? «Zito, zito! ¡Viva, viva!». Eran los presos los que gritaban. Y en un relámpago comprendiste. ¿Qué es lo único que induce a gritar viva en una cárcel? La amnistía. Así, pues, lo que temías acababa de suceder: la política del puente ya había dado sus frutos. El Poder se había percatado de que era preciso aflojar las cuerdas, y convenció a Papadopoulos para que concediera una amnistía, a fin de parlotear mejor sobre la normalización y la democratización. A menos que hubiera caído la dictadura y los vivas se refirieran al milagro. Esperaste a la guardia con el rancho. «¿Qué pasa? ¿Quiénes aplauden?». «Están contentos; mañana vuelven a casa». Inclinaste la cabeza, abrumado por la confirmación. ¿Y si te excarcelaran también a ti? ¡Maldita sea, eso hubiera constituido un inconveniente! Después, ¿quién hubiera podido hablar de verdadera tiranía? Vamos, hubieran dicho, no es tan malo ese Papadopoulos, y en cualquier caso es inteligente: no quiso fusilar a quien atentó contra él, pese a que se negó a solicitar gracia, y ahora, sin más, ¡lo pone en libertad! Y quedarían neutralizados tu lucha de cinco años, tu sacrificio y tu dolor. No, no querías que te excarcelaran. No querías convertirte en su instrumento, ¡en su cómplice! ¡Una cosa es ganarse la libertad con la fuga, y otra obtenerla como regalo del propio enemigo! Y diciéndote esto, caminabas arriba y abajo y pisoteabas las hormigas, pues habías olvidado su existencia.
Pensaste en ello toda la noche, unas veces creyéndolo y otras no, y cuando no lo creías te sentías tranquilo, pero cuando lo creías tu conciencia se desdoblaba en dos. Un hombre es un hombre, y un hombre está hecho de generosidades y egoísmos, de coraje y de debilidades, de coherencias e incoherencias: si una mitad de ti esperaba que no sucediera, la otra mitad lo deseaba hasta el espasmo. ¡Eras joven, por Dios que estabas vivo, y no aguantabas más en aquella tumba! ¡No ver nunca el sol, no ver nunca el cielo, no tocar nunca a una mujer, no poderla acariciar, no poder decirle te amo, estar siempre solo, solo, solo, moverse en un cuchitril de un metro ochenta por noventa, estar sepultado sin haber muerto! Y fuera, la vida. El espacio, la vida. La luz, la vida. La gente, la vida. El amor, la vida. El mañana, la vida. Qué difícil resulta ser un héroe. Qué cruel, inhumano y, en el fondo, estúpido e inútil. ¿Acaso alguien iba a agradecerte que te comportaras como un héroe? ¿Iban a erigirte monumentos, a dedicarte calles y plazas? Y aunque así fuera, ¿qué te importaba? ¿Es que un monumento, una calle o una plaza devuelven la juventud perdida, la vida no vivida? Basta; estabas blasfemando. Uno no cumple con su deber para que alguien le dé las gracias; lo cumple por principio, por sí mismo, por su propia dignidad. ¿Sabes cuántas criaturas estaban en una cárcel en aquel momento, a derecha e izquierda, en Oriente y Occidente, en una celda de castigo, sepultadas en vida por su propia dignidad y sin esperar las gracias? Criaturas de las que ni siquiera se sabía el nombre, ni se sabría nunca. Héroes anónimos, desconocidos, también ellos sedientos de sol, de cielo, de amor, de compañía; también ellos oprimidos por la falta de espacio y de luz, también ellos martirizados por un Zakarakis, que para castigarlos les quitaba los zapatos, los cigarrillos, los libros, los periódicos, la pluma y el papel; les secuestraba las poesías y les colocaba la camisa de fuerza: «¡Está loco, está loco!». El mundo estaba lleno de esos locos. Los mejores, los locos, terminan casi siempre en la cárcel. Los que nunca terminan en ella son los que se adaptan, los que se avienen a compromisos, los que callan, los que obedecen, sufren, traicionan y aceptan ser esclavos. Vamos, ¿acaso estabas cediendo? ¿Bastaba el deseo de correr por un prado o a lo largo de una playa, de tener una mujer y yacer junto a ella en un lecho, para hacerte olvidar quién eras, quién querías ser? Aguantaste las torturas, el proceso, la espera del pelotón de ejecución y la soledad atroz de una oscuridad donde, por espacio de cinco años, sólo conociste a un escarabajo y a ciento treinta y seis hormigas: pues vive Dios que también aguantarías la amnistía. Y si aquella puerta se abría, si Zakarakis entraba diciendo estás-libre-Alekos, le responderías… Oh, Dios, ¿qué le responderías? Cerraste los ojos, exhausto. Te adormeciste. Estaba bien entrado el día cuando la voz de Zakarakis te despertó. «Levántate, Alekos. Has conseguido el indulto».
Largo es el silencio que hiela el sonido de una frase muy temida o muy anhelada, para bien o para mal, mientras el cerebro calla y el cuerpo se paraliza: no se mueven los pies, los brazos, la cabeza y ni tan siquiera la lengua; sólo palpita el corazón. Luego, desde los abismos de una voluntad recuperada, parte un impulso que nunca sabrás cuál fue, y se mueve un pie. Se mueve un brazo, una pierna, y la cabeza, y la lengua: el cerebro vuelve a pensar. Te levantaste. «¿Qué indulto? Yo no he pedido el indulto a nadie, Zakarakis». «Tú no lo has pedido, pero el presidente te lo ha otorgado». «Me cago en el presidente». «Desgraciado, te estoy diciendo que mañana te vas, desgraciado, ¡¿no lo entiendes?! ¡Te vas, te las piras!». «¿Y si yo no quisiera, Zakarakis?». «¡Te echaremos a la fuerza! ¡A la fuerzaaa!». Te apoyaste en la pared que separaba el retrete, te metiste las manos en los bolsillos del pantalón y cruzaste las piernas, provocador. «Entonces me tendréis que echar a la fuerza, porque yo de aquí no me muevo, Zakarakis». «Te moverás, Alekos, te moverás. Hablas por hablar, no sabes lo que dices. En cuanto estés fuera cambiarás de idea. Te darás cuenta de que fuera la vida es dulce y…». «Y vosotros os daréis cuenta que dejarme dentro es más fácil que sacarme fuera». Esta vez Zakarakis no respondió y, encogiéndose de hombros, se alejó, dejando la puertecilla abierta. ¿Por casualidad o a propósito? Lo llamaste: «La puertecilla, Zakarakis. Has olvidado cerrar la puertecilla». De nuevo Zakarakis se abstuvo de responder y continuó hacia la puerta. Pero una vez allí tuvo un destello de genio porque, tras un instante de duda, salió dejando de par en par también la puerta. Volviste a llamarlo: «La puerta, Zakarakis. Has olvidado cerrar la puerta». Y no te moviste. Ni siquiera hiciste el gesto de pasar a la antecámara, trasponer el umbral y asomarte al patio. Lo deseabas locamente, según me confiaste un día. Lo deseabas más que cualquier otra cosa en el mundo. Sin embargo, permaneciste inmóvil. Una hora más tarde, cuando Zakararakis volvió, seguías allí, con la espalda contra la pared, las manos en los bolsillos del pantalón y las piernas cruzadas. Por lo cual su destello de genio se desvaneció. Se puso a gritar ingrato, loco, malvado, cerró todas las mirillas y pasaste como siempre tu última noche en Boiati.
El procedimiento que acompaña la excarcelación por indulto o amnistía supone una auténtica ceremonia en la que están presentes el fiscal general, que lee el decreto, las autoridades penitenciarias, que se mantienen en posición de firmes, un soldado que enarbola la bandera y un pelotón que presenta armas. Tú lo sabías, y nada de lo que sucedió el martes 21 de agosto se debió al azar. Excluida la escena de la silla, cada uno de tus gestos y palabras fueron el resultado de un guión que estudiaste en sus mínimos detalles. Para empezar, el estar en calzoncillos cuando Zakarakis acudió a buscarte. «Pero ¡¿cómo?! ¡¿Ni siquiera te has vestido?!». «No, ¿para qué?». «¡Para la ceremonia!». «¿Qué ceremonia?». «¡La ceremonia de la excarcelación!». «Yo no te he excarcelado, Zakarakis. Sigues siendo mi prisionero». «¡Mi excarcelación no, la tuya! ¿Quieres vestirte, sí o no?». «No, prefiero ir en calzoncillos». «Escúchame, Alekos. Ya te has vengado bastante. Ahora sé bueno: no me pongas en ridículo ante el fiscal general. No puedes ir en calzoncillos». «Vaya que sí». «Te lo ruego de rodillas, Alekos». «¿De verdad de rodillas?». «Sí, si te vistes me pongo de rodillas». «No digas gilipolleces, Zakarakis. No me gusta ver a la gente de rodillas, aunque se llame Zakarakis». Y muy lentamente te pusiste los pantalones, los zapatos y un jersecito azul. Luego: «¡Oh! La barba. ¿Y la barba, Zakarakis?». «¡Afeitadlooo! ¡Prontooo!». «¿Por qué pronto? Yo no tengo prisa». «¡Pero yo sí! ¡El fiscal está esperando! ¡Y también el comandante! Están las autoridades!». «¿Y a mí qué me importan las autoridades? Me agrada perder tiempo con el barbero». Acudió el barbero y te afeitó. No te bastó y quisiste que también te cortara el pelo. No te bastó y quisiste que también te recortara el bigote. Zakarakis bramaba: «¿Estás listo ahora?». «No, falta el agua de colonia». «¿Qué tiene que ver el agua de colonia?». «Tiene que ver. Yo no soy un tipo que apeste, como tú. Yo me perfumo». «¡Panagulis, no me provoques!». «Y si te provoco, ¿qué harás, Zakarakis? ¿Me pondrás la camisa de fuerza? ¿Me pegarás? ¿Me llevarás a tu ceremonia con la camisa de fuerza o en camilla, cubierto de sangre?». «¡Traedle el agua de coloniaaa!». La llevaron. No te gustaba. «Esta no es francesa. Yo uso exclusivamente perfumes franceses». «¡Buscádsela francesaaa!». Nadie tenía agua de colonia francesa, pero un oficial del campamento tenía una loción inglesa. Tras pronunciar una larga perorata acerca de la diferencia entre la colonia francesa y la loción inglesa, te rociaste de loción inglesa. Finalmente, hacia mediodía, estuviste listo y saliste. Pero hacía tres años y cinco meses que no trasponías aquel umbral, y al segundo paso te dio vueltas la cabeza y te sentiste tan mal, que se vieron obligados a devolverte a la celda y a tenderte unos minutos en el camastro. Después, para efectuar el trayecto hasta el cuartel del comandante, necesitaste veinte minutos. Y te sujetaba un cabo, porque, además, mantenías los ojos semicerrados. La luz del sol te quemaba las pupilas.
En el cuartel del comandante, una pequeña multitud de uniformes te esperaba con impaciencia. A tu entrada se pusieron firmes, tiesos, y fue entonces cuando descubriste la silla y te sentaste en ella, haciendo oídos sordos a las protestas de Zakarakis. «¡Esa es la silla del señor fiscal!». «¿Por qué, la ha comprado?». «¡Devuélvasela!». «No.» Intervino el fiscal general: «Panagulis, ¡en pie!». «¿Por qué? No te pienso dar la silla». «Porque debo leer el decreto presidencial». «Será un decreto presidencial para ti, lacayo de la Junta. Para mí no es más que una hoja firmada por un bufón. Con la hoja de tu Papadopoulos me limpio yo el trasero». «¡Panagulis, te estás excediendo!». «Pues detenme. Mejor, devuélveme a mi celda». «No se puede, ¡has sido indultado!». «Eso lo dirás tú. Yo no acepto ningún indulto». «Anda, levántate». «No, así me maten». Siguió un silencio desorientado: ¿qué hacer? ¿Arriesgarse a un alboroto obligándote a permanecer en pie, o fingir indiferencia, dejándote sentado? Mejor dejarte sentado; era más prudente. «Empecemos», dijo el comandante. El pelotón presentó armas, el soldado abanderado enarboló la enseña y el fiscal leyó las primeras líneas del decreto. Mientras tanto, sentado de cualquier manera en la silla, bostezabas, silbabas y no dejabas de rascarte. Sobre todo los tobillos. El fiscal interrumpió la lectura: «¿Qué estás haciendo?». «Me rasco». «Pero ¿qué te rascas?». «Me rasco los cojones. Los tengo tan largos que me llegan a los tobillos». El fiscal enrojeció, a Zakarakis le rechinaron los dientes, el comandante hizo un gesto de cólera, y la lectura fue reanudada. Cuando todo hubo concluido, con inmenso alivio para todos excepto para ti, te invitaron de nuevo a levantarte. «¡Vamos, Panagulis!». «¿A dónde? Yo aquí estoy la mar de bien. Me gusta. Además, estoy cansado». «Debes regresar a tu celda hasta que vaya el teniente coronel». «¡Llevadme!». «¿Cómo?». «Como hacen con el papa cuando lo llevan de paseo en su sillón para que bendiga a la gente». Ahora el comandante reía y Zakarakis lloraba. «¿Lo ve usted, mi comandante? ¿Lo ve? ¡Casi cuatro años así! ¡Un delincuente, le digo, un delincuente!». Y tú: «Llora, Zakarakis, llora. Yo de aquí no me muevo». Y agarrabas la silla con ambas manos y la atenazabas con las piernas. Tuvieron que sacarte en la silla, ellos cada vez más apurados, y tú, de pronto, serio y compungido, exactamente igual que un papa en la silla gestatoria. Pero en el momento de abandonar la celda volviste a empezar desde el principio. Esta vez, con un teniente coronel. «Toma tus cosas, Panagulis, estás libre». «Yo no tomo nada. Tómalas tú». «¿No quieres salir?». «No. Ya os he dicho de mil maneras que estoy bien aquí y que prefiero quedarme». «Fuera cambiarás de idea y…». «Y descubriré que la vida es dulce: lo dice hasta Zakarakis. Mientras tanto, tú lleva mi ropa». Entre divertido y resignado, el teniente coronel tomó tu equipaje: una bolsa de viaje llena de vocabularios y de limas. Estas últimas estaban escondidas en el asa; las pusiste allí para burlarte, y en todo caso se trataba ya de una reliquia. «Vamos, Panagulis». «Bueno, vamos». Dirigiste una última ojeada a la celda, una extrañísima ojeada hecha de tristeza y de añoranza, contemplaste con intensidad dolorosa la inscripción «Demostraré», y luego saliste y te hallaste en el patio, en el caminito a la izquierda, en el caminito a la derecha, y en el sendero donde, en la terrible noche de la segunda fuga, Zakarakis se burló de ti. Caminabas con la cabeza gacha y los ojos semicerrados, como cuando fuiste a la ceremonia, evitando obstinadamente mirar el cielo. Los centinelas te sostenían casi con esfuerzo, de tal manera te apoyabas en ellos. Te sentías muy cansado, pues toda aquella comedia de provocaciones e insolencias te había agotado, y a cada paso te preguntabas qué harías una vez en la cancela, donde los guardias te abandonarían, y en tu rostro no se reflejaba la mínima alegría. Finalmente, llegaste a la cancela, te separaste de la guardia y franqueaste el umbral. Y balbuciste, extraviado: «Oh, Theós! Theós mou! ¡Oh, Dios! ¡Dios mío!».
Ante ti se abría un abismo: tan ancho, tan hondo y tan vacío que sólo percibirlo te provocaba la náusea, las ganas de vomitar. Y ese abismo era el espacio, el espacio abierto. Dentro del sepulcro habías olvidado qué era el espacio, el espacio abierto. Algo terrible, porque era una cosa que no era: ¡sin una pared que lo limitara, sin un techo que lo cubriera, sin una puerta que lo cerrara, sin una mirilla, sin barrotes! Se abría de par en par ante ti y en torno a ti como un océano misterioso, insidioso, y la única referencia era la tierra que se extendía hacia abajo por el valle y hacia arriba por las colinas, apenas interrumpidas por matas de hierba o por árboles: alucinante. Pero lo peor era el cielo. Dentro del sepulcro llegaste a olvidar qué era el cielo. Era un vacío sobre el vacío, un vértigo sobre el vértigo: tan azul; no, tan amarillo; no, tan blanco. Tan desagradable. Abrasaba las pupilas más que un ácido, más que un fuego. Cerraste los ojos para no cegarte y alargaste los brazos para no caer. Y, de pronto, el pensamiento de tu celda se apoderó de ti junto con una nostalgia irresistible, un deseo irrefrenable de volver, de refugiarte en su oscuridad, en su vientre angosto y seguro. Mi celda, devolvedme mi celda. El oficial que llevaba la bolsa con los vocabularios y las limas comprendió, se acercó a ti y te tocó un hombro: «Ánimo». Volviste a abrir los ojos, pestañeando, diste un paso, luego otro y después un tercero. Te detuviste de nuevo. No era cuestión de ánimo, sino de equilibrio. Caminar en medio de todo aquel espacio y de aquella luz, y solo, no era como andar por los caminitos de la prisión, pegado a dos centinelas que te aguantan por los codos: era como ir a tientas por el borde de un precipicio. Incluso caminar recto era dificilísimo, porque a falta de paredes, de obstáculos, no captabas qué era lo recto y qué lo oblicuo, lo de delante y lo de atrás; comprendías solamente que había arriba y abajo, cielo y tierra y el sol deslumbrador. Pero, poco a poco, a medida que crecían las náuseas, la incertidumbre y el miedo, mientras todo se ensanchaba y giraba y se trastrocaba para inducirte a repetir mi-celda-devolvedme-mi-celda, te encontraste a ti mismo. Y advertiste algo. ¿Qué? Allá había sombras, manchas en movimiento. Iban hacia ti fluctuando, agitando extraños apéndices que, por momentos, parecían alas o brazos! ¿Aves o personas? Personas, porque producían sonidos indefinibles que debían ser voces: «¡Aleekos! ¡Aleekos!». ¡Qué esfuerzo atroz dirigirse hacia aquella parte! «¡Aleekos! ¡Aleekos!». De pronto, entre las manchas se destacó una: una figura negra y tosca. Y se convirtió en una mujer con vestido negro, medias negras, zapatos negros, sombrerito negro y gafas negras. Corrió a tu encuentro con las manos tendidas, con los dedos tendidos. Tu madre. Caíste encima de ella. Y entonces todos te cayeron a ti encima, amigos, parientes y periodistas, para tocarte, abrazarte y llamarte, a fin de que no lloraras más por tu celda. Y, en efecto, de golpe, no la añoraste más, y te sentías inexplicablemente feliz, aun sintiendo una gran necesidad de llorar. No hubieras querido llorar; hubieras querido decir algo importante, histórico. Pero cuanto más te preguntabas qué podía ser ese algo, más crecía la necesidad de llorar, se hinchaba, se convertía en un hormigueo en la garganta, en una cortina de agua en los ojos. Porque el extravío que experimentaste al ver aquel abismo se traducía ahora en una intuición concreta; antes bien, en la conciencia de que la libertad iba a ser para ti otro sufrimiento, otro dolor.
Este era el hombre al que, finalmente, conocí al día siguiente, para chocar contra él con violencia, como un tren que discurre en dirección contraria por la misma vía.