Capítulo IV

¿Cómo es posible que un hombre condenado a muerte y capturado tras una evasión milagrosa sea capaz de superar el desánimo y en seguida planee otra fuga? Eso es algo que sólo se comprendería conociéndote. En cualquier caso, eso es lo que sucedió cuando, un mes y medio después, te devolvieron a Boiati desde Gudi. Patsourakos ya no era director por entonces, pues aquel fracaso le había costado el puesto, y quien te esperaba ante la puerta de tu celda era un hombrón de unos cincuenta años, con una cabezota calva y una gran nariz aguileña. «Buenos días, Alekos, bien venido otra vez». ¡Bien venido otra vez! Lo miraste torvamente. Ojos porcinos, obtusos y, al mismo tiempo, malignos. Boca gruesa, débil y a la vez desagradable. Manos pesadas y trémulas, manos que podían implorar o pegar con idéntica facilidad. «¿Quién eres?». «Soy Nicolaos Zakarakis, Alekos, el nuevo director». «¿Qué quieres?». «Hablarte, Alekos, explicarte cómo pienso». «¿Y cómo piensas, Zakarakis? Dímelo». «Pues pienso, pienso que tú eres un valiente, que tienes cojones. Y porque pienso que eres un valiente y que tienes cojones, en seguida me he entendido con el señor general de brigada Ioannidis. Le he dicho: mi general, lo pasado, pasado; echemos tierra al asunto y no hablemos más: olvidemos los errores cometidos por ese muchacho, demostrémosle que somos humanos, no le demos pretextos para comportarse como un bribón; de este modo al final se arrepentirá, se enmendará. Y el señor general de brigada: ¿qué sugiere usted, señor Zakarakis? Sugiero que nos mostremos indulgentes, le he respondido, que conversemos con él, que le retiremos las esposas. Sí, retirémosle esas esposas; las lleva desde hace casi un año. ¡Permitámonos un gesto de buena voluntad! Naturalmente, al señor general de brigada no le entusiasmaba la idea, pero ha capitulado. Señor Zakarakis, ha dicho, el director es usted, quien cuenta es usted. Tiene usted carta blanca, elija el sistema que quiera». ¡Dios mío! Cretino y sin embargo astuto, amenazador pero conciliador: conocías el tipo. El tipo que se inclina ante cualquier poder, cualquier autoridad, cualquier prepotencia. Viva Papadopoulos, viva Stalin, viva Hitler, viva Mao Tse-tung, viva Nixon, viva el papa, viva quien sea, con tal de no tener complicaciones. El tipo, además, que la toma con quien es más desgraciado que él porque así puede elevarse de su mediocridad y vengarse de los abusos que a su vez ha sufrido. Nacen de él las dictaduras, y se refuerzan con él los totalitarismos. No por casualidad suele ser un óptimo ejemplar de carcelero. Era preciso poner cuanto antes las cartas sobre la mesa, recordarle quién eras, rechazarlo y provocarlo para preparar la nueva batalla: «¿Has terminado, Zakarakis?». «No. Alekos, iba a añadir que…». «No es necesario, Zakarakis. Ya sé qué has venido a hacer. Has venido a decirme que soy guapo y te gusto y que quieres que te dé por el culo. Una vieja historia. Todos saben que los siervos de la Junta son unos maricones. Pero a mí no me apetece darte por el culo, Zakarakis. Ni hoy ni nunca. Ese favor no puedo hacértelo; eres demasiado feo, estás demasiado gordo. Eres repugnante». «¿Eh? ¿Qué? ¡¿Cómo?!». «He dicho que no te doy por el culo, Zakarakis, porque eres feo, gordo y repugnante. ¡Ni siquiera podría bajarte los pantalones para echarle una ojeada a tu culazo!». «¡Delincuente! ¡Vendido a los comunistas! ¡Mercenario!». Y se fue, gesticulando.

Unas horas más tarde reapareció, obstinado. «¡Eh! Lamento la escena. Ha sido culpa mía, Alekos, no he comprendido que bromeabas. Y eso que me habían dicho que te gusta bromear, que eres un tipo divertido. No hubiera debido olvidarlo. Mira, para hacerme perdonar te he traído esto. Toma». Tus ojos se iluminaron: te estaba tendiendo un koboloi. Al menos hacía un año que soñabas con un koboloi; jugar con aquella especie de rosario era una manía tuya, y en el ocio del aislamiento se convertía en una necesidad, pero ¡ay de ti si lo aceptabas! Hubiera equivalido a absolverlo, a decirle te-comprendo-Zakarakis-también-tú-tienes-familia, también-tú-eres-un-hijo-del-pueblo-hagamos-las-paces. Y te hubiera metido sin esperanzas en su juego. Era preciso mantenerse firme, demostrarle que no podías ser doblegado ni por las buenas ni por las malas, que erais enemigos y que como tales debíais seguir. Sofocaste, pues, el impulso de alargar los dedos hacia aquel preciosísimo don y, fingiendo desinterés: «No lo quiero». «Anda, tómalo, te lo doy gustosamente». «He dicho que no lo quiero. De ti sólo quiero una cosa, Zakarakis: un retrete con cisterna». «¡¿Un retrete con cisterna?! ¿Para qué?». «Porque no estoy a gusto con el orinal. Apesta. Es antihigiénico». «¡Pero aquí todas las celdas tienen orinal! ¡Ninguna tiene retrete con cisterna!». «La mía lo tendrá». «Vamos, sé razonable y acepta mi regalo». «Yo no acepto regalos de los fascistas. De los fascistas yo sólo acepto el retrete con cisterna porque me corresponde». Zakarakis vibró. Sabía que antes o después pronunciarías la palabra fascismo y había preparado una respuesta a ella. «¡Bah! Tú eres joven, amigo Alekos. No comprendes las cosas. ¡También yo a tu edad hablaba de fascismo!». «No me digas que hablabas mal de él, Zakarakis». «Pues sí. No tenía cerebro. Además, Mussolini nos había agredido, y no me inspiraba sentimientos cordiales. Recuerdo una noche en Rímini. ¿Sabes? En el cuarenta yo era prisionero de guerra en Rímini, y a veces discutía con los italianos. Aquella noche decía que Mussolini era un delincuente, un desecho de la humanidad…». «¡Bravo, Zakarakis! ¡Bravo!». «Y ellos me respondían que Mussolini había creado una nación e impuesto orden y calma en todo el país…». «Y tú lo creías, ¿verdad?». «Pues no. Ya te he dicho que era un ingenuo, como hoy lo eres tú. No lo creía en absoluto, y protestaba. Gritaba: ¿es que no veis cuántas desdichas estáis soportando por su culpa? Y ellos: no, de nuestras desdichas tienen la culpa los ingleses, los judíos y los comunistas. Pero fíjate lo que les contestaba yo, porque sé valerme, no veas qué diplomático hubiera sido; hubiera podido ser embajador. Les contestaba: tampoco a mí me gustan los judíos, pero ¿qué se os ha perdido en Grecia? ¿Habéis ido a buscar judíos?». «Corta, Zakarakis, corta». «¡No, ten la amabilidad de esperar! Porque ellos, ¿sabes qué me respondían? Me respondían: hemos ido a ayudar a Albania, porque si no vosotros, los griegos, os la hubierais anexionado y le hubierais dado el nombre de Epiro septentrional». «Eso era verdad, Zakarakis». «Ah, pero entonces no quise ni escucharles. Porque en este punto les dije: sí, Albania es nuestra, pero el fascismo es criminal. ¿Y sabes a qué conclusión llegaron? Llegaron a la conclusión de que lo criminal era combatir el fascismo, porque combatiéndolo ¡se echa una mano al comunismo! Tenían razón, muchacho. Más razón que un santo, ahora lo sé. Y añado: de buena fe, tú cometes el mismo crimen». «¿De veras lo crees, Zakarakis?». «¿Que si lo creo? Estoy seguro, matemáticamente seguro, muchacho. Todo antifascista trabaja en pro del comunismo y de la Unión Soviética». «¡Hum!». Te fingiste perplejo y luego le dedicaste una de aquellas sonrisas que nadie sabía resistir: «Interesante. Vive Dios que es interesante. ¿Puedo hacerte una pregunta, Zakarakis?». «Aquí me tienes, muchacho. A tu disposición». «¿Tú hablas italiano, Zakarakis?». «Yo no. Griego y nada más. Figúrate que nunca he querido aprender el inglés, ni el francés, ni el alemán. Yo soy un nacionalista». «Comprendo. Y en Rímini, ¿los italianos hablan griego?». «Ni una sola palabra». «Entonces, ¿cómo te las arreglabas para charlar tanto, idiota, tú que no sabes ni siquiera griego y te expresas peor que un analfabeto?». Olvidó las promesas que se hiciera a sí mismo y a Ioannidis. Te dio de bastonazos hasta que caíste desvanecido. Pero tú no te irritaste: era eso lo que querías. Porque así tenías un pretexto legítimo para imponerle una de tus huelgas de hambre y obtener el retrete con cisterna, instrumento indispensable para la próxima fuga.

No habiendo visto nunca una huelga de hambre, Zakarakis ignoraba el asunto de los tres primeros días, el detalle de que sólo durante su transcurso se siente una necesidad desesperada de alimento, y que, una vez pasados, llega un dulce sopor en el que está excluido cualquier estímulo de hambre. Cometió, pues, el error de ir a verte cuando hacía ya no menos de tres semanas que ayunabas. Para sobrevivir no aceptabas más que un poco de agua. Ya no tenías mejillas, tus piernas se habían quedado reducidas al espesor de una muñeca, y de la boca te salía un hedor tan insoportable que era preciso esforzarse para permanecer a tu lado. Con sólo verte, pues, se asustó y decidió informar al ministerio de Justicia: «¡Se muere, se muere!». «Si se muere, usted acabará detenido; no podemos permitirnos un escándalo internacional», respondieron en el ministerio de Justicia. ¿Detenido? ¡Por todos los diablos, era preciso inducirte a que te llevaras algo a la boca! Zakarakis fue a la cocina, examinó la cena que le habían preparado, descubrió con pena que se trataba de su plato favorito, lentejas, y te lo llevó. «Kalimera, qué tal, ¡mira qué te traigo!». Un hilo de voz: «¿Qué quieres, Zakarakis? ¿Qué es eso?». «Cosa mía, ¡cocinada para mí! Y yo te la doy. Lentejas». ¿Lentejas? «Vete, Zakarakis». «Anda, pruébalas, por lo menos pruébalas, son buenas, ¿sabes?, ¡van bien!». «¡Te he dicho que te vayas!». «¿Acaso no te gustan? ¿Prefieres un bistequito? ¿Una sopita, un caldito?». Un caldito sí, te hubiera gustado, ¡qué no hubieras dado por un caldito! «No, Zakarakis. Nada de caldito, ni de sopita, ni de bistequito. Sólo quiero un retrete con cisterna». «¡Pero ya te he explicado que nadie tiene retrete con cisterna aquí dentro!». «Tú sí lo tienes». «¡Yo soy el director!». «Y yo soy yo. Quiero el retrete con cisterna». «¡No puedo concedértelo!». «Sí que puedes. No tienes más que comprarlo y mandarlo instalar». «No. ¡No y no!». «Entonces me muero. Así terminarás tú mismo en esta celda, por homicidio, y hasta puede que por asesinato, ya verás. Vendrán periodistas de todo el mundo, te acusarán de haberme matado manteniéndome sin comer y propinándome bastonazos, y todos los países declararán sanciones contra Grecia, que por tu culpa no podrá entrar en el Mercado Común». «¿Qué dices?». «Lo dicho. Y Papadopoulos no te perdonará, ni tampoco Ioannidis. Ahora déjame; quiero morir en paz. En el cielo encontraré un retrete con cisterna». Zakarakis se marchó casi llorando. Por la noche no durmió, y en los días siguientes no dejaba de acudir a tomarte el pulso o a tocarte la frente, emitiendo suspiros de angustia. Empeorabas a ojos vista y no hacías nada para ocultarlo. Apenas él se aproximaba, movías los labios y: «Me muero… me muero». Acabó capitulando: «Alekos, ¿me oyes?». «Sí…». «Si por casualidad yo te concediera el retrete con cisterna, ¿aceptarías un caldito?». «No comprendo… Repite…». «Si yo te concedo el retrete con cisterna, ¿te me bebes un caldito?». «No. Primero el retrete con cisterna, y luego el caldito». «¡Bueeeno! ¡Tendrás el retrete con cisteeerna!». «En seguida». «¡En seguiiida!». Media hora más tarde, la celda fue invadida por los operarios, provistos de palas y piquetas. Y tú aceptabas el caldito y volvías a comer.

La idea del retrete con cisterna o, mejor, la idea de la fuga basada en el retrete con cisterna, se remontaba a muchos meses antes, pero tomó cuerpo en Gudi, cuando comprendiste que antes o después regresarías a tu celda de Boiati. En efecto, para evadirse era una celda con muchas ventajas. No sólo se hallaba a piso llano y limitaba con un sendero poco frecuentado, sino que sus paredes estaban tan empapadas de humedad que parecían hechas para ser agujereadas. Bastaba disponer de un instrumento apto para la excavación, de un objeto para esconder el orificio mientras se ensanchaba, y de un sistema para liberarse poco a poco de los desechos. Pues bien; este último no podía ser más que un retrete con cisterna, y ahora que se disponían a instalarlo te sentías como si la empresa estuviera ya a medio realizar. Hasta podías bromear con Zakarakis: «Eh, papadopoulaki, ¿dónde está aquel plato de lentejas?». «Hoy no tengo. Puedo ofrecerte un pedacito de pollo». «¡Bien venido sea el pollo!». Mientras tanto, reflexionabas sobre el modo de resolver los otros dos problemas. En primer lugar, ¿con qué equipo llevarías a cabo la excavación? Ni siquiera tenías un tenedor; para comer te daban una cuchara y… ¡Cielos, la cuchara! ¿Qué otra cosa pretendías: un pico, una perforadora? Escondiste la cuchara bajo el camastro, y cuando el centinela la buscó, te encogiste de hombros: «¿Qué sé yo de tu jodida cuchara? Se la habrán llevado». Luego arañaste la pared para hacer la prueba. Sí, funcionaba; el revoque blando se quitaba fácilmente, y los ladrillos se disgregaban más de lo que hubieras creído. Lo recompusiste todo con una gruesa miga de pan, y afrontaste el problema de cubrir el agujero. Se precisaba una cortina. Pero ¿cómo justificar la petición de una cortina, a qué estratagema recurrir para obtenerla? Desde luego que no a otra huelga de hambre, pues ésta era un arma que no podía desperdiciarse echando mano de ella con excesiva frecuencia. Tal vez a un chantaje. Eso mismo. Esperaste a que Zakarakis acudiera a que le dieses las gracias, y le harías objeto de chantaje. Acudió. «¿Estás contento? ¿Te gusta tu retrete con cisterna?». «Sí, pero falta la cortina». «¿Qué cortina?». «La cortina del pudor. Ahora que tengo el retrete con cisterna, no me da la gana de continuar haciendo mis necesidades delante de quien me observa por la mirilla». «¿Y quién te observa por la mirilla cuando haces tus necesidades?». «Todos. Incluso tú.» «¿¡¿Yo?!?». «Sí, Zakarakis, no te hagas el listo, que te vi». «¡Desgraciado! ¡Carroña!». «Si me insultas, lo cuento todo». «¡¿Qué es lo que cuentas, chantajista?!». «Yo no soy un chantajista; soy pudoroso. ¿Es culpa mía si soy pudoroso, si me ruborizo por cualquier cosa? Además, una cortina daría alegría, pues ni siquiera tengo una mesa, una silla…». «Comprendo. Quieres arreglar un poco tu habitación. Y yo quiero demostrarte mi magnanimidad: te pondré una mesa y una silla». «Y una cortina». «¡Pero qué cortina ni qué cortinaaa! ¡¿Dónde encuentro yo una cortina?!».

No, el chantaje no funcionaba. Tampoco funcionaban los ruegos. «Zakarakis, por favor: la cortina». «No tengo cortinas». «Basta cualquier trapo y dos clavos para sostenerlo». «No.» «¿Por qué no?». «Porque quien decide soy yo, ¿entiendes? El director soy yo, ¿entiendes? ¡Si te hiciera siempre caso, acabarías dirigiendo tú esta prisión! ¡Ya tengo bastante con tus pretensiones! ¡Te he dado una mesa y te he dado una silla, pero la cortina no te la doy! ¡No te la doy!». «Si me la das, te devuelvo la mesa y la silla». «No; es una cuestión de principio. Además, estás loco». ¿Loco? Esa era la solución. Le harías creer que estabas loco, y al final te complacería. Por la noche esperaste que se fuera a dormir, colocaste la mesa bajo la ventana, pusiste encima la silla, te encaramaste junto a la reja y: «¡Zakarakis! ¿Duermes, Zakarakis? ¡No deberías dormir, Zakarakis! ¡Debías estar cosiendo mi cortina! ¡La quiero azul! ¡Con flecos!». O bien: «¡Zakarakis! ¿Has cosido mi cortinaaa? ¿Le has puesto los flecooos?». Y así tres, cuatro, cinco noches, mientras los demás presos protestaban: «¡Director, dele la cortina! ¡Aquí no hay quien duerma!». La sexta noche Zakarakis irrumpió con sus centinelas y te dio bastonazos. Pero, después de haberte golpeado, te puso la cortina. Azul, con flecos. Y pudiste empezar las excavaciones. Trabajabas día y noche, incansable, utilizando las manos donde la cuchara se doblaba: tus dedos estaban arañados, cortados. Ni siquiera sentías el dolor, pues mirar aquel agujero que se ensanchaba hasta alcanzar el diámetro de cuarenta y cinco centímetros, procuraba una alegría que anestesiaba. Y cantabas, silbabas, reías. Sobre todo cuando arrojabas los desechos al retrete y hacías funcionar la cisterna, sin preocuparte de levantar sospechas. Por lo demás, ni siquiera te alarmaste cuando Zakarakis fue a verte con la frente fruncida: «Dime, ¿estás enfermo? ¿Tienes disentería?». «No, ¿por qué?». «Te pasas la vida tirando de la cadena». «Tiro porque me divierte. ¿Está prohibido?». «No, no está prohibido». Pero en sus ojillos porcinos brilló un destello de inteligencia.

Y llegó el día en que el espesor de la pared que quedaba fue de dos o tres centímetros: unos pocos golpes secos la abatirían. No había más que esperar a la noche, así que con un gran suspiro te tendiste en el camastro a fantasear: una vez en el sendero, ¿sería mejor dirigirse a derecha o a izquierda? Por la izquierda estaban los aposentos de Zakarakis y por la derecha, la cocina. Mejor a la derecha. Sí, pero ¿cómo te las arreglarías con los centinelas? Bueno, el problema de los centinelas era superable, ya lo viste en la fuga con Morakis. Y asimismo el obstáculo del recinto amurallado, que esta vez deberías saltarlo solo. Nunca te abandonaba la suerte; en el fondo, el propio Zakarakis había sido una suerte. Pobre Zakarakis. Te ofreció el koboloi y las lentejas, te concedió el retrete con cisterna y la cortina con flecos, y tú lo provocaste hasta sacarlo de quicio; te aprovechaste en definitiva, de su estupidez. Pero ¿en verdad tenías razón al decir que los tipos como él son los que provocan y sostienen las tiranías? Pensándolo mejor, son los primeros en padecerlas: en el fondo, también él era un preso. Siempre encerrado en aquella cárcel, objeto de maldiciones y ofensas, siempre a merced de los Ioannidis y de los ministros de Justicia, siempre víctima del miedo, miedo de quien manda, miedo de quién mandará. Te hubiera gustado decirle que, en el fondo, no tenías nada contra él; que, en el fondo, lo considerabas un preso también a él. Te hubiera gustado incluso recuperarlo, explicarle que dándote bastonazos a ti y dándoselos a la gente como tú, se golpeaba a sí mismo, a lo que hubiera podido ser: un hombre libre, desobediente, en lugar de un siervo. Lástima que faltara tiempo para ello. Pensabas en estas cosas cuando Zakarakis entró en la celda. Parecía muy cansado y hablaba con cortesía. «Alekos, debo pedirte un favor». «Dime, Zakarakis…». «No me siento bien esta noche, necesito descanso. No cantes esta noche, no te diviertas tirando de la cadena». «De acuerdo, Zakarakis». «¿De veras? ¿Me lo juras?». «Te lo juro, Zakarakis». «Porque tú la tienes tomada conmigo, eso se comprende, soy tu carcelero y…». «Yo no la tengo tomada contigo, Zakarakis, sino con la gente a la que sirves. Tú también eres un preso, Zakarakis, como lo era Patsourakos, como lo son todos los carceleros de las prisiones con o sin dictadura. Cuando este país recupere la libertad, comprenderás lo que pretendo y por qué ahora me comporto así. Vosotros sois víctimas de la ignorancia y de la vileza; no sois culpables. La culpa es de quien manda, la crueldad está en quien manda. Tú no eres cruel, Zakarakis. Sólo eres un bobo». Zakarakis sonrió de la misma forma extraña que por la mañana, cuando te preguntó si tenías disentería. Esta vez te diste cuenta y, con una punzada dolorosa, te alarmaste. Pero era demasiado tarde para las cautelas o los replanteamientos; la noche avanzaba y, desechando la inquietud, esperaste a que tocaran retreta y se hiciera el silencio.

Las once. Dos puñetazos enérgicos, un codazo y la delgada pared cayó. Te asomaste por el agujero: el sendero aparecía desierto. Aguzaste los oídos para captar algún eventual ruido: no escuchaste ninguno. ¡Vía libre, pues! Y, conteniendo la respiración, introdujiste la cabeza en el boquete, y luego un brazo y un hombro. Te empujaste hacia adelante. En el momento de hacer pasar el otro hombro, te quedaste encajado. ¿Habías calculado mal la anchura? No, era a causa de la ropa: la chaqueta de piel, la camisa de lana, el jersey. Desnudo pasarías bien. Te desvestiste completamente, hiciste un lío con la ropa y la arrojaste al otro lado. Aterrizó con un ligerísimo golpe sordo; había un salto de apenas medio metro. ¡Perfecto!. Introdujiste de nuevo la cabeza, con el brazo y el hombro, sacaste también al exterior el otro brazo y el otro hombro y te deslizaste hasta la cintura. Ahora bastaba comprimir el abdomen: así. Sostenerse: así. Volver a arrastrarse: así. Y… Una carcajada te hirió los tímpanos, seguida de una voz burlona: «Hace frío, Alekos. ¿Qué haces ahí medio desnudo? ¿Has perdido tu pudor?». Era Zakarakis, con una veintena de soldados formados a lo largo del sendero. Zakarakis reía, reía. Los soldados reían. Reían tanto, que los cañones de sus fusiles se agitaban como las ramas de un árbol sacudido por el viento.

«¿Y tú creías que yo era bobo, eh? Sólo-eres-bobo-Zakarakis. Bobo, ciego y sordo, ¿eh? Creías que no comprendí qué era todo aquello de arañar, de tirar de la cadena, de esconderte tras la cortina, ¿eh? ¡Presuntuoso! ¡Iluso! ¿Sabes por qué te dejaba hacer? Para que no me jorobaras más, ¡delincuente! ¡Porque quería pillarte con las manos en la masa, divertirme! ¡Sí, divertirme!». Y venga puntapiés: en el rostro, en el pecho, en los genitales. «Así que yo no cuento para nada, ¿eh? ¡Soy un pobre idiota, un preso como tú! ¡Imbécil, yo soy el director! ¡Soy el jefe! ¡El jefe! Y un jefe inteligente: ¡incluso calculé cuánto ibas a invertir, carroña! ¡Sabía muy bien que lo intentarías esta noche! ¡Lo sabían todos, todos! ¡Todos habían visto la grieta en la pared! No imaginabas que en el exterior se había formado una grieta, ¿eh?». Y venga puntapiés: en el rostro, en el pecho, en los genitales. Pero lo que dolía no eran los puntapiés, sino la humillación, el sonido de aquellas palabras, el recuerdo de la carcajada que te hirió los tímpanos cuando, con la mitad del cuerpo fuera y la mitad dentro, levantaste los ojos hacia los soldados formados a lo largo del sendero, y en ellos se repetía burlonamente hace-frío-Alekos-qué-haces-ahí-medio-desnudo. Sentiste que se te inflamaban al rojo las mejillas de vergüenza; hubieras querido morir. ¡Oh, Theós! Theós mou! ¡Oh, Dios, Dios mío! Que le peguen a uno sí, que le torturen y que lo despedacen, pero no verse reducido al ridículo. No es justo, no es humano. «Te hacías ilusiones de que me hubiera ido de veras a dormir, ¿eh? Que me quedara calentito en la cama, meditando sobre tus chácharas, ¿eh? ¡¿Sabes cuántas horas llevo aquí, esperándote con mi guardia?! ¡Tres horas, tres!». Los párpados hinchados se alzaron sobre una mirada despreciativa, y los labios tumefactos se movieron con dificultad: «Me la pagarás, Zakarakis. No sé cómo, pero te la haré pagar, Zakarakis. Te provocaré el agotamiento nervioso, te mandaré al manicomio». Zakarakis respondió con un último puntapié y luego, cansado de golpearte, sudado, te entregó a los de la ESA, que te envolvieron en una manta y te llevaron al campamento militar de Gudi. Y aquí reanudaron los interrogatorios de costumbre, las sevicias de costumbre. También se reanudó el peregrinar de los personajes de costumbre: Malios, Babalis, Theofiloiannacos, Ioannidis.

También esta vez el más enfurecido era Theofiloiannacos. «Dime con qué excavaste. ¿Con qué?». «Con una cuchara, Theofiloiannacos». «No es verdad, no es posible, no te creo. ¡Dime quién te ha ayudado! ¿¡¿Quiénes son tus cómplices, quiénes?!?». «Nadie, Theofiloiannacos». «¡Falso, embustero, hipócrita! ¡Pronto lo confesarás!». «¿Con una de tus declaraciones falsas, Theofiloiannacos? ¿Aún no has aprendido a conocerme, Theofiloiannacos? Límpiate el culo con tus confesiones, analfabeto. ¡Límpiatelo, que lo necesitas!». «¡Yo te matooo!». El menos sorprendido era Ioannidis. Te miraba sin decir nada, con su rostro helado como distendido en una mueca de indulgencia, y sólo al cabo de mucho rato dijo, sacudiendo la cabeza: «¡Panagulis, Panagulis! ¡Ya decía yo que había que fusilarte, Panagulis! ¡La culpa es de Papadopoulos, que no ha tenido cojones para mandarte bajo tierra!».

Y luego apareció Fedón Ghizikis, el gobernador militar de la plaza de Atenas, el hombre que firmó la orden de fusilarte. Severo, triste. En la manga izquierda de su chaqueta destacaba un brazalete de luto: unos días antes se le había muerto la mujer. Se inclinó sobre ti, que yacías esposado por el suelo, junto a una bandeja de comida intacta, y: «¡Señor Panagulis! Se lo ruego, señor Panagulis, coma algo». El primero, en catorce meses, que te trataba de usted. Le devolviste el tratamiento: «¿Sin cubierto, mi general? Perdone, pero no soy un perro, mi general». «Lo sé, señor Panagulis, lo sé. Pero debe comprender su resentimiento. ¡Si en cuanto le dan una cuchara la utiliza para excavar en la pared!». Un relámpago. Ésta era la persona adecuada, ésta era la ocasión adecuada para vengarse de Zakarakis y de quienes te humillaron y se rieron de ti. Si lograbas convencer a aquel hombre cortés y autoritario, la trampa funcionaría sin dificultad. Le buscaste las pupilas, un poco ingenuas, contrajiste todos los músculos del rostro y dijiste, con exagerado estupor: «¡Mi general! ¡¿No irá a creerse la historia de la cuchara?!. ¡Una pared no está hecha de flan!». «¡Qué dice, señor Panagulis! ¡¿Qué dice?!». «Digo que los centinelas me ayudaron, mi general: los mismos que después me arrestaron. Digo que ha sido Zakarakis, mi general. ¡La idea fue en todo momento de Zakarakis! Él me la sugirió. ¡Sabía que iba a lograr un traslado después de mi intento de fuga, que iba a irse, como Patsourakos! ¿Acaso podía yo imaginar que jugaba con dos barajas, mi general? ¡Le creí y, permítame decírselo, también usted hubiera hecho lo mismo! ¡Cuando el director de una cárcel entra en la celda de un detenido y le dice: pongámonos de acuerdo, a ti te interesa escapar y yo tengo interés en ser trasladado, ayudémonos mutuamente, etcétera! Cuando le pone a su disposición a su guardia y le permite entrever el espejismo de la libertad… Mi general, yo me pregunto, incluso, si jugar con dos barajas entraba en sus planes: ¡parecía tan sincero conmigo! Tal vez cambió de actitud al final, por temor de que uno de los centinelas hablase. ¡Le importaba demasiado ser trasladado de Boiati, como Patsourakos!». «Señor Panagulis, no doy crédito a mis oídos. ¡Es inaudito! ¡Absolutamente inaudito!». «Eso creo yo también, mi general. Y le confieso de buen grado este asunto porque es usted un caballero, una persona civilizada, correcta, un verdadero militar. Nunca me ha maltratado, nunca. Y sabe usted bien que con los demás no abriré la boca: yo bajo las torturas no hablo». «Lo sé, señor Panagulis, lo sé. Y debo admitirlo: es usted un hombre de honor. Pero lo que me confía ¡es tan escandaloso e increíble!». «Convengo con ello, mi general, pero es la verdad. Por desgracia, es la pura verdad. Piense usted que cuando el agujero no prosperaba, Zakarakis acudía junto a mí a repetirme: ¡inténtalo de nuevo, inténtalo! ¡Te daré una piqueta! Y porque un día estaba cansado y no trabajaba, se puso furioso. Dijo: ¡¿no pretenderás que sea yo quien te haga el agujero en la pared?! Sin embargo, más tarde, mandó a algunos centinelas para que me ayudaran. Así-me-largo-como-Patsourakos. ¡Hum! ¡Y lo que decía de ustedes, los oficiales, y de usted en particular, mi general! ¡No me refiero a los militares que yo mismo desprecio, a los siervos de la Junta; hablo de los militares como usted, mi general!». «Gracias, señor Panagulis. Es usted un enemigo muy correcto, señor Panagulis. Pero sin duda se da usted cuenta de que no puedo retener para mí estas informaciones, que deberé dar cuenta de ellas». «Me doy cuenta, mi general. Yo pagaré, pero no importa. Informe, mi general, informe». «Entonces, hasta la vista, señor Panagulis». «Hasta la vista, mi general». «Mandaré que le traigan una cuchara, señor Panagulis». «Gracias, mi general». «Y coma algo, ¿eh? Se lo ruego». «Sí, mi general».

Te saludó llevándose la mano a la gorra, como si fueras un superior, y se alejó invadido por un desprecio que le quemaba. Pocos minutos más tarde, se lo contaba todo a Ioannidis, y éste, con idéntico desprecio, convocaba a Theofiloiannacos. «¡Conque el agujero fue excavado con una cuchara!». «Sí, mi general. Ese gamberro lo ha admitido». «Una cuchara sopera normal». «Sí, mi general, ahora es seguro». «Y nadie le ayudó, nadie le dio una piqueta, por ejemplo». «No, mi general. Ya se sabe que ese sujeto es una bestia». «¡Y usted un idiota! ¡Un incapaz, un simple!». «¡Mi general!». «¡Un mentecato! ¡Un inquisidor de pacotilla, una ameba!». «¡Mi general!». «¡Apártese de mi vista o lo corro a puntapiés!». Mientras tanto, los centinelas que se rieron de ti en el sendero, fueron trasladados a Gudi, y desde las dependencias donde les estaban sacudiendo, sus gritos te llegaban más suaves que una música de arpa. «¡No, socorro, no! ¡Yo no tengo nada que ver! ¡Soy inocente, lo juro, inocente! ¡No, yo no le he ayudado, no! ¡Basta, madre mía, basta!». Con algunos incluso fuiste careado, y los habían dejado en tan lamentable estado que, por un instante, tuviste la tentación de exculparlos. Pero el recuerdo de la vergüenza que te encendió las mejillas estaba demasiado fresco, de modo que confirmaste cuanto le dijiste a Ghizikis y aumentaste la dosis: «Sí, son ellos. Zakarakis les dio un pico y me ayudaban con él. Luego sacaban fuera los desechos para que el retrete no se atascara». «¡No es verdad, no es verdad!». «Por desgracia, es verdad. Y fíjense lo gandules que eran, que ni siquiera Zakarakis lograba que sacaran con rapidez los desechos, y en un momento dado arrojé tantos en el retrete que se atascó verdaderamente. Y ellos no querían arreglarlo por despecho». A Zakarakis, en cambio, no lo viste. Ioannidis lo quería todo para sí. A decir verdad, Ioannidis tenía algunas dudas. Te había comprendido mejor que ningún otro y te sabía capaz de todo: incluso a renunciar al honor de aquella fuga mintiendo para causar problemas a Zakarakis. Pero la duda nutría un razonamiento y, desde cualquier punto de vista que se examinara el asunto, ese razonamiento le parecía perfecto. Alejar a Zakarakis ¿por qué? Si tú mentiste, en lo sucesivo ningún carcelero sería más seguro e inflexible que Zakarakis. Si, por el contrario, dijiste la verdad, Zakarakis era castigado, pero no como esperaba. Inútil, pues, entregarse a investigaciones y reproches: bastaría un poco de desprecio. Lo convocó y: «Así, pues, Zakarakis, quería usted que lo jubilaran». «No comprendo, mi general». «Sí que comprende, Zakarakis, sí que comprende. El hombre que no habla, esta vez ha hablado. Lo sé todo; puede ahorrarse las comedias». «Mi general, insisto en que no comprendo. Estoy cansado, eso sí; usted no imagina lo que han sido estos cinco meses con ese desgraciado. Me gustaría que me trasladaran, claro, y no verlo más, no oírlo más, olvidarme de que existe. Pero ¡jubilarme! ¡No, no!». «¿Trasladarle, Zakarakis? ¿He oído bien? ¿Ha dicho usted trasladarle?».

«Sí, mi general, si fuera posible. ¡No aguanto más, mi general! ¡Ese tipo es un demonio, se lo aseguro, un demonio!». La voz de Ioannidis se volvió más helada que nunca: «Lo conozco mejor que usted, Zakarakis. Es un demonio, sí, pero es honrado. Precisamente todo lo contrario que usted, que es un imbécil y no es honrado. Debería arrestarlo, Zakarakis, hacerle comparecer ante un consejo de guerra por traición. Pero sería muy poco para usted, sería un regalo y…». «¿Consejo de guerra, mi general? ¿¡Proceso por traición!? Mi general, soy yo quien ha vuelto a echar el guante a ese delincuente, soy yo quien…». «No me interrumpa, Zakarakis. He dejado bien sentado que no acepto comedias. Y repito que el consejo de guerra sería muy poco para usted, un regalo. Ya conozco yo el castigo que merece. ¿Sabe cuál es? Continuará en su puesto, Zakarakis. ¡Continuará en Boiati! ¡Lo tendrá que aguantar para el resto, se lo juro!». «¡No, mi general, no! ¡Eso no!». «Ya lo creo que sí. Y a partir de este momento, le confío una nueva misión, Zakarakis: construirle una celda especial, una celda de la que no pueda escapar aunque usted le abra la puerta. Ahora, fuera de aquí. Y atención: si fracasa, Zakarakis, le prometo algo peor. ¡Le meto entre rejas con él!».

Durante dos semanas, Zakarakis permaneció en cama, como un espectro. El choque con Ioannidis le trastornó de tal manera que, en un momento de debilidad, te confesó que ni siquiera era capaz de cumplir con sus deberes conyugales, y que en vano su mujer lo mortificaba con frases sarcásticas: «¡Parece que le hayan encargado el Partenón!». Sólo se liberaba de la desesperada abulia que lo debilitaba, de la conciencia impotente de su incapacidad, cuando soñaba con volver a tenerte dentro de una celda de la que no te escaparas. Pero ¡¿qué tipo de celda?! Esta era la pregunta que le quitaba el sueño, el apetito y el vigor sexual. Finalmente, Ioannidis le impuso la responsabilidad de la elección: «Eso es asunto suyo, Zakarakis. Le doy tres meses de tiempo. Debe estar lista después de Navidad». ¡Después de Navidad! ¡Sólo tres meses! Con la esperanza de resolver el problema, Zakarakis hojeaba catálogos y libros de arquitectura, aprendía expresiones difíciles: energía potencial, resistencia a la fricción, teorema de Maxwell, de Betti, de Clayperon. Pero en vano. De acuerdo, debía ser una celda de cemento armado y con cimientos tan sólidos y paredes tan macizas, que ni siquiera pudieran ser perforadas con martillo neumático. De acuerdo, debía tener dobles puertas de acero, ventanas casi invisibles y el techo reforzado por un circuito eléctrico que fulminara sólo con mirarlo. Pero ni siquiera esto sería suficiente, lo intuía: era menester algo mejor, algo superior. O sea algo que no sólo aprisionara tu cuerpo, sino también tu fantasía: algo que impidiera al cerebro pensar. En su tosquedad mental, había intuido, en efecto, que esta era la cuestión: impedir a tu cerebro pensar, porque la próxima vez no recurrirías a un agujero en la pared, sino a una diablura completamente nueva. Y ay de él si te salía bien: Ioannidis no tendría piedad. «¡Atención, Zakarakis! Si fracasa le prometo algo peor que el consejo de guerra. ¡Le meto entre rejas con él!». Un buen día, a fines de noviembre, mientras paseaba por un cementerio, vio una sepultura en forma de capilla y se le ocurrió la idea: ¡una tumba! ¡Eso era lo que se requería para aquel demonio: una tumba! Una celda que tuviera la forma y las dimensiones de una tumba. Te construiría una tumba. Tal vez con su cipresito al lado. ¿No había ya un cipresito en el gran patio central? Y como un artista que teme perder el impulso creador si no obedece de inmediato al reclamo que lo inspira, Zakarakis regresó en seguida a Boiati, dibujó un paralelepípedo y calculó las medidas. Dos meses más tarde, la celda estaba dispuesta. La terrible celda donde permaneciste cuatro años a partir de una mañana de febrero.

Aquella tremenda mañana de febrero. Estabas en Gudi aquella tremenda mañana de febrero, y en verdad que no imaginabas que Zakarakis hubiera construido su Partenón. Incluso te hacías ilusiones de haber escapado a su autoridad. No estabas demasiado mal en Gudi, pues el director no te colocaba nunca las esposas, los centinelas a menudo se entretenían a charlar contigo y, sobre todo, allí conociste a otro Morakis: un soldado dispuesto a ayudarte a huir. «Mírame, Alekos, ¿no te acuerdas de mí?». «No.» «Sin embargo, me conoces, Alekos, me has visto». «¿Dónde? ¿Cuándo?». «En el cuartel general de la ESA, inmediatamente después de tu detención, durante una paliza». «¿Una paliza?». «Sí, me mandaron que te diera de bastonazos y yo obedecí. Pero luego experimenté una gran vergüenza». «No te creo». «Es la verdad, Alekos, la verdad. Experimenté una vergüenza tal, que juré ayudarte a la primera ocasión y…». «No te creo». «Juré ayudarte y me dije: si no lo matan, un día haré algo por él». «Piensa que a Morakis le han caído dieciséis años». «Lo sé». «Y que la próxima vez no van a perder el tiempo deteniéndome; dispararán contra mí y contra quien esté conmigo». «Lo sé». «¡Qué sabes tú, payaso!». Según tu sistema, lo escarneciste, amenazaste y humillaste, pero al fin te convenciste de que no mentía, y juntos trazasteis un plan. Esta vez nada de ligerezas ni de bravatas. Además del uniforme te suministraría la documentación militar para salir de Gudi, un pasaporte falso, un par de gafas para alterar la fisonomía, un automóvil que te esperaría en la salida y un yate que te recogería en la bahía de Vouliagmeni, pronto a zarpar y ganar las aguas extraterritoriales. Única dificultad, los dos candados que cerraban la puerta de tu celda: las llaves las tenía un capitán. «No puedo robárselas, Alekos». «No hace falta. Ve a un cerrajero y compra todas las llaves que te parezcan apropiadas». Fue y regresó con una cincuentena de llaves, y una abrió el primer candado. El segundo, no. «¿Cómo nos las arreglamos, Alekos?». «Muy sencillo, compra más llaves. Compra todas las que haya en el mercado. Probando una y otra vez encontraremos la adecuada». Fue de nuevo y regresó con un centenar de llaves. Desde las ocho de la mañana hasta las once, que era la duración de su guardia diurna, y luego desde las diez hasta media noche, su guardia nocturna, estuvo trabajando en el segundo candado, temblando ante la idea de ser sorprendido. «Probemos ésta». «No sirve». «Esta». «No sirve». «Esta». «No sirve». Y al llegar a la trigésimo octava llave: «¡Sirve!». Se había abierto. «Bien. ¿Quedamos para mañana?». «Sí, todo está dispuesto». «¿También el automóvil y el yate?». «Sí, hace ya días que esperan». «Entonces, a medianoche. Hasta mañana». Medianoche era una hora perfecta. A medianoche el campamento dormía.

Aquella mañana cantabas como en los tiempos del retrete con cisterna. «¡Han partido las blancas palomaaas! ¡El cielo se ha llenado de cuervooos!». Pero no cantaste mucho rato porque, hacia las nueve, un pelotón penetró en la celda: «Despeja, Panagulis. Nos vamos». «¿Nos vamos…? ¿A dónde…?». «A Boiati, Panagulis. Vuelves a Boiati». Una camioneta, un viaje que no acababa nunca, un deseo de llorar que te cortaba la respiración, y he aquí la silueta gris de Boiati, con su recinto amurallado y sus torretas. Zakarakis te esperaba en la entrada, puesto en jarras, y su carota olivácea apenas disimulaba una expresión de triunfo. «¡Mira quién está aquí, mira quién se deja ver otra vez! Ven, querido, ven. No imaginas qué te he preparado mientras estabas de vacaciones en Gudi». Te tomó por un brazo, te empujó por el caminito que conducía al patio donde se hallaba la celda de la que te evadiste, y pasó ante ella sin detenerse. Giró a la derecha, luego a la izquierda y después de nuevo a la derecha, y el corazón te palpitaba tumultuosamente: sentías que algo malo iba a suceder cuando Zakarakis dijo aquí-es-querido-hemos-llegado. Algo tremendo, algo que te afligió más que todas las aflicciones sufridas hasta entonces. «¡Aquí es, querido! ¡Hemos llegado! ¿Te gusta? Es para ti, toda para ti, ¡sólo para ti!». Y en medio del patio se te apareció, como una bofetada en los ojos, la tumba con el cipresito. «El ciprés es pequeño, querido. Pero ya crecerá».

Decías que no era posible hacerse una idea de aquella celda si no se la veía. Por ello, una vez caída la Junta, solicitaste del ministro de Defensa, Evanghelis Tossitsas Averoff, permiso para fotografiarla. Pero él no lo concedió. Se lo solicitaste de nuevo cuando eras diputado en el Parlamento, explicando que no te guiaba un capricho, sino la necesidad de mostrar al mundo cómo se trata a los presos bajo las tiranías, pero de nuevo te lo negó. Se lo estuviste solicitando durante tres años, testarudamente, subrayando cada vez la sospecha de que quisiera esconder al mundo la infamia, y que incluso se propusiera borrar su recuerdo destruyendo la celda, pero continuó negándote el permiso. Ni siquiera te dejó trasponer el umbral de Boiati para echar un vistazo, para decirte a ti mismo aquí fue, aquí dentro estuve emparedado y he sobrevivido, he vencido. Nunca volviste a ver la celda ni la fotografiaste jamás. Pero después de tu muerte, durante los días en que yo iba como un peregrino en busca de las huellas de un pasado sumergido —calles o edificios que a menudo ya no existían, pilastras fragmentadas, cables batidos por el viento—, fotografié la celda por ti. Los bulldozers de Evanghelis Tossitsas Averoff la estaban demoliendo. Abatidas las torretas, buena parte del recinto amurallado y los barracones centrales, todo se disolvía en la nada, de modo que me costó reconocer el patio donde te hicieron jugar a la pelota aquel día humillante, la oficina de Zakarakis, la celda de la que te evadiste con Morakis, y a la que regresaste para librar la batalla por el retrete con cisterna. Aquélla la reconocí por el boquete en la pared: desde el sendero se distinguía aún el pegote. Pero luego llegué al gran patio que Zakarakis eligió para erigir su Partenón, y la reconocí en un destello, pues apenas la había divisado me dio un vuelco el corazón. De veras era una tumba, no exagerabas. Tenía el color, las proporciones y el aspecto de una tumba: sólo un ventanuco de treinta por treinta centímetros interrumpía la plana uniformidad del cemento, así como el vano de la minúscula puerta que conducía a la antecámara de la celda. Dentro era peor. Porque una vez dentro te dabas cuenta de que todo era mucho más pequeño de lo que parecía desde el exterior: dos tercios del espacio los robaba la antecámara. La celda propiamente dicha se hallaba al fondo, al otro lado de una puertecilla que hasta la altura del mentón consistía en una plancha de acero, y a partir de ahí, en barrotes. La superficie de la celda no llegaba a los dos por tres metros: la anchura, digamos, de una cama de matrimonio. Poco más. Sin embargo, esta comparación es inexacta porque induce a creer que el espacio para moverse era el de una cama de matrimonio. No lo era. Para moverse había sólo una franja de un metro ochenta de longitud por noventa centímetros de anchura; el resto estaba ocupado por un camastro y un cuchitril con un lavabo rudimentario y un retrete. El camastro, fijado a cincuenta centímetros del suelo, quedaba encajado entre un rincón y la pared del cuchitril. Permanecer tendido era, pues, como yacer dentro de un ataúd, sensación a la que contribuían el techo bajo y la oscuridad. Esta última era casi total. Aparte una débil lámpara azul, sólo llegaba un poco de luz de la antecámara, donde hacía las veces de techo una reja horizontal. Pero no se trataba exactamente de luz porque después de la reja había una rejilla, y después otro enrejado de hierro, y por éste el sol se filtraba como por una espumadera, destilando apenas una tenue claridad, debilísimos alfileres amarillos. En contrapartida, la lluvia pasaba con facilidad, así como el frío del invierno y el calor del verano: en suma, era una tumba expuesta a cualquier intemperie. Me encerré dentro. Traté de caminar por la franja de un metro ochenta por noventa centímetros, recordando la poesía: «Tres pasos adelante / y otros tres atrás, / mil veces el mismo recorrido; / el paseo de hoy me ha fatigado…». ¡¿Tres pasos?! Como mucho se daban dos, y en seguida la cabeza daba vueltas. Traté de tenderme en el camastro. La techumbre encima mismo y las paredes que lo limitaban me impedían respirar. Me agarré a los barrotes para recobrar el resuello y me impuse vencer la tentación de abrir la puertecilla. Cuando me pareció que había pasado allí dentro horas y horas miré el reloj: apenas habían transcurrido diez minutos. Entonces lo intenté de nuevo, con mi mejor voluntad, pero el tiempo goteaba con tanta lentitud que se perdía la noción de su transcurso, la mente se cristalizaba en un silencio de muerte, y en ese silencio una única idea se abría camino: ¡salir, salir, salir!

Sin embargo, ni por un instante demostraste a Zakarakis sentirte perdido, y con una gran sonrisa le respondiste: «¡Brazo, Zakarakis! ¿La has hecho tú?». «Sí, yo mismo». «No lo creo, Zakarakis. No tienes inteligencia suficiente». «¡Ya lo creo que sí! ¡La he hecho yo, te lo juro, la he diseñado yo!». «Felicidades». Luego señalaste la antecámara. «¿También es para mí?». «No, es para los centinelas cuando vengan a traerte el rancho. Pero si te portas bien, te la cedo para que pasees treinta minutos diarios». «Bien, Zakarakis, bien». «¿No sabes decirme nada más?». «Sí, Zakarakis. Me escaparé, Zakarakis». «No, de aquí no escaparás». «¿Apostamos a que me escaparé?». «¿Qué apostamos?». «Un uniforme de coronel». «De acuerdo». Desatrancó la puertecilla y la puerta de entrada y te dejó solo para que pensaras. Era preciso hacer trabajar el cerebro, pensar sin dejarse trastornar por la rabia, sin abandonarse a lamentaciones por la mala suerte de no haber encontrado la llave del segundo candado veinticuatro horas antes, sin permitir que esa lágrima se deslice por la mejilla, esa lágrima que empapa las pestañas. De todos modos, debía haber una solución para salir de allí; unos cuantos días bastarían para descubrirla, y en tales reflexiones transcurrió el primer día, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto. Mientras tanto, reunías informaciones e impresiones y las elaborabas: en torno a la tumba había dieciséis centinelas, tres a cada lado y uno en cada ángulo, el rancho lo llevaban entre cuatro… Rostros nuevos, obtusos. Tal vez la solución estaba en aquellos rostros nuevos, obtusos; tal vez no te resultaría difícil burlar la guardia, hallar el modo de salir de la celda. El obstáculo no era esta última, sino el recinto amurallado con el alambre de espino: ¿se trataba de un alambre de espino normal, como cuando la fuga con Morakis, o bien de un cable con corriente eléctrica? Ni tan siquiera podías preguntarlo, pues hubieras levantado sospechas. Así, pues, esta vez no te quedaba más remedio que jugar a ciegas, rouge ou noir et rien ne va plus: si quedabas fulminado era un cable con corriente; si permanecías indemne, era un cable normal. Valía la pena, pues el truco al que recurrirías para salir de la celda era precioso. El más precioso y divertido que tu fantasía hubiera nunca imaginado. Y al sexto día te decidiste. Anochecía y entraron los cuatro centinelas con el rancho: dos se detuvieron en la antecámara, uno abrió la puertecilla, otro traspuso el umbral con la bandeja, y de pronto esta última cayó al suelo. ¡Dios mío!, la celda estaba vacía y sobre el camastro había una nota: «Querido Zakarakis, volveré a por el uniforme de coronel. Si ves a Theofiloiannacos y a Hazizikis, diles que les haré orinar sangre. Si ves a Ioannidis, dile que te jubile. Tuyo afectísimo, Alekos».

Acudieron corriendo los dos centinelas de la antecámara: «¿¡¿Dónde está?!?». «¡No está!». «Imposible». «¡¿Imposible?! ¡Mira!». «¿Quién le ha traído la comida esta mañana?». «Tú, se la has traído tú». «¡Embustero!». «¿Embustero yo?». «Sí, tú». «Calma, muchachos. Razonemos. ¿Has cerrado bien al salir?». «¡Seguro!». «Y después, ¿a quién le has dado las llaves?». «¡A ti, te las he dado a ti!». «¡¿A mí?! ¡Embustero!». «¡Muchachos, no riñamos entre nosotros! ¡En lugar de eso, busquémoslo!». Y sus ojos recorrían el techo, las paredes, como si hubieras sido una mosca. Agazapado bajo el camastro, mientras tanto, contenías la respiración y las ganas de reír. Estaba sucediendo precisamente lo que habías previsto: no miraban en el único sitio donde hubieras podido esconderte, o sea bajo el camastro. ¿Serían lo bastante bobos como para cometer también el segundo error, o sea irse sin cerrar la puertecilla y la puerta? He aquí que se sentaban en el camastro, se lamentaban pero-cómo-se-las-ha-arreglado-por-Dios-cómo-se-las-ha-arreglado, decían hay-que-dar-la-alarma y salían sin volver a cerrar ni la puertecilla ni la puerta. «¡Alarma! ¡Alarma!». Ahora el campamento era un solo grito: «¡Alarma, alarma!». Esperaste algunos segundos y luego, hala, a gritar con los otros alarma-alarma. Llegaste hasta un árbol y de allí al barracón de la cocina. Una sombra te rozó, un soldado, que preguntó: «¿Lo has visto?». «¡Sí, allí!», respondiste, indicando a alguien que corría en la dirección opuesta. Él te dio las gracias y prosiguió gritando allí-allí. Nadie se ocupaba de ti, nadie se preocupaba de encender los focos, así que podías intentar llegar hasta el recinto amurallado. Lo alcanzaste, comenzaste a escalarlo, llegaste arriba, rouge ou noir et rien ne va plus, y tocaste el alambre de espino. No, no lo recorría la corriente eléctrica, pero destrozaba más las carnes que la noche en que huiste con Morakis. ¿Cuánto tiempo haría falta, esta vez, para soltarse? La oscuridad ayudaba, pero era necesario que cesara la alarma. Hiciste bocina con las manos: «¡Alarma terminada! ¡Alarma terminada!». Una voz repitió: «¡Alarma terminada! ¡Alarma anulada!». Todos se unieron: «¡Alarma terminada! ¡Alarma anulada!». Luego, el grito airado de un sargento: «¿Quién ha dicho alarma terminada?». «¡Ese!». «¿Quién es ése?». «¡Ese tipo de paisano!». «¡¿Ese tipo de paisano?! ¡Cretinos! ¡Buscadlo!». Te desprendiste el alambre de una pierna y te pillaste un brazo. La manga se llenó de sangre. ¿Te habías herido una vena? El dolor te paralizó un segundo de más. «¡Lo he visto!». «¿Dónde?». «¡En lo alto de la muralla! ¡Cogedlo!». Se encendió un foco, que te inundó de luz. Estabas a punto de saltar cuando sentiste que te agarraban: «¡Sargento, lo he cogido!».

A esto siguió un ayuno bastante breve. En el exterior continuaban ocupándose de ti, y Zakarakis cada vez tenía más miedo de que murieras. «¡Come!». «No.» «¡Come, por favor!». «No.» «Es comida traída por tu madre». «Que se la coma ella». «Vamos, dime qué quieres». «Ya te lo he dicho: quiero un uniforme de coronel. Me corresponde. Me he escapado de la celda y te he demostrado que eres un idiota». «¡Idiota lo serás tú!». «No, yo soy inteligente. Y quiero un uniforme de coronel.» «¿¡¿Y qué ibas a hacer con un uniforme de coronel?!?». «Ponérmelo. Estamos en carnaval, y en carnaval uno se disfraza, y el disfraz más risible que existe es el uniforme de coronel porque lo vestía tu amo, Papadopoulos». «¡Desgraciado!». «¡Payaso!». Al día siguiente, el mismo diálogo. Y al final el grito exasperado de Zakarakis: «¡Traedle un uniforme de coronel!». «No hay ninguno, señor director; aquí no hay coroneles». «¡Encontradlo!». Lo encontraron, te lo pusiste y comiste. Zakarakis regresó. «Ahora devuélvemelo». «Ni en sueños». «Sólo te lo he dado para que comieras. Has comido, así que devuélvelo». «No.» «¡Quitadle el uniformeee!». Se te echaron encima cinco a la vez. Obstaculizados por el minúsculo espacio, chocando entre sí, dándose codazos en las paredes, te lo quitaron. También te quitaron los zapatos por unos días, y hacía frío. Reanudaste el ayuno. «Come». «No.» «¿Qué quieres?». «Mis zapatos». «Aquí están tus zapatos. ¿Comes ahora?».

«No». «¡¿Qué otra cosa quieres?!». «Quiero bañarme porque huelo mal y tengo piojos. Como tú, Zakarakis». «¡Yo no huelo mal! ¡Yo no tengo piojos!». «Sí que los tienes. Tienes uno que pesa noventa kilos. Eres tú». «¡Yo te mato!». «Y acabarás ante un consejo de guerra por asesinato. Ya te lo ha dicho Ioannidis». «¡Está bien, bañadlo!». «Caliente, lo quiero caliente. Si no, cojo una pulmonía, me muero y tú acabas igualmente ante un consejo de guerra, por homicidio». «¡Caliente! ¡Dádselo caliente!». «También quiero que venga el peluquero». «¡Llamad al peluquero!». Llegó la tina de agua caliente y llegó el peluquero. Te lavaron, te afeitaron y te cortaron el pelo. Pero te dejaron el cabello de medio centímetro, por orden de Zakarakis, y de nuevo se desencadenó el combate. «Maldito cerdo, has hecho que me depilen». «No te he mandado depilar, sino rapar: ¿no has dicho que tenías piojos?». «Los piojos no sólo están en la cabeza, sino por todo donde hay pelo. Así que debes depilarme del todo, incluso bajo las axilas y alrededor de los cojones». «¡Estás locooo! ¡Han puesto bajo mi custodia a un locooo!». «No estoy loco, Zakarakis. Sabes muy bien que me comporto así para hacerte enloquecer a ti. Y lo conseguiré, tan seguro como que estoy en esta tumba». «¡Depiladlooo!». «No, ellos no; tú. Porque ya sé que te gusta tocarme, que además de ser un cerdo y un piojo eres un maricón». Te mandó atar al camastro y te pegó él personalmente. Te pegó tanto que luego tuvo que llamar al médico, el cual, al verte, quedó horrorizado: el cuerpo era un morado de pies a cabeza. «¿Quién ha sido?». «Ha sido Zakarakis. Quería depilarme.» «¿¡¿Depilarte?!?». «Sí, y luego violentarme. Dice que en los burdeles de Estambul lo hacen así. Me he defendido y me ha pegado.» «¿¡¿Violentarte?!?». «Pues claro. Lo prueba con todos, todos lo saben. Es un maricón». Esta vez Zakarakis sufrió un ataque de hígado que lo retuvo en cama una semana.

Ahora cada uno de los dos era, al mismo tiempo, víctima y verdugo del otro: la relación se basaba en un continuo intercambio de papeles o en una simultánea interpretación de ellos, y hubiera resultado difícil determinar cuál de los dos era más cruel con el otro. Tal vez tú, porque comprendías bien a Zakarakis, mientras que éste no te comprendía a ti. ¿Cómo hubiera podido? Lo que expresabas y representabas distaba de su pobre mundo más que Alfa Centauri dista de la Tierra. Se hubiera echado a reír si le hubiesen explicado que el verdadero héroe no se rinde nunca, y que de los demás no le distingue el gran gesto inicial o la fiereza con que afronta las torturas y la muerte, sino la constancia con que se repite, la paciencia con que sufre y reacciona, el orgullo con que esconde sus padecimientos y los escupe a la cara de quien se los impone. Su secreto es no resignarse, no considerarse víctima, no mostrar a los demás tristeza o desesperación. Y, si se da el caso, recurrir al arma de la ironía y del sarcasmo, claros aliados de un hombre encadenado. Así, cuando se desencadenó tu nueva ofensiva, otra vez fue cogido por sorpresa.

La nueva ofensiva se desencadenó, con el fragor de un cañonazo, apenas se mitigaron los dolores de la última paliza. Una noche te agarraste a las rejas de la puertecilla y, dirigiendo la voz hacia el techo enrejado de la antecámara, gritaste a guardia y prisioneros. «¡Atención, atención! ¡Boletín de noticias de radio Boiati! ¡Edición especial!. Nicolaos Zakarakis, director de esta letrina, está enfermo del hígado. Se había corrido el rumor de que tal enfermedad era consecuencia de la rabia que se apoderó de él por no haber conseguido violentar a un preso al que no le gustan los maricones, pero se trataba de un rumor sin fundamento. Nos hallamos en condiciones de revelar que los cólicos hepáticos de Zakarakis se deben a la desilusión por no haber sido satisfechas sus ansias anales por dicho preso. A quien desee ofrecerse voluntario para tan macabra operación, se le ruega se dirija a la oficina correspondiente, donde consignará sus datos personales. Zakarakis paga en lentejas». La noche siguiente: «¡Atención, atención! Boletín de noticias de radio Boiati. Edición especial. Zakarakis miente. No está enfermo del hígado, sino que padece hemorroides. Este preso lo sabe porque aquel cerdo se las ha enseñado. También le ha explicado que se las provocaron los turcos cuando trabajaba como bardaje en un burdel de Constantinopla. Zakarakis ha experimentado una recaída tras su entrevista con el ministro de Justicia, que la emprendió con él a puntapiés en el culo». Y todas las noches igual, con fría puntualidad. En los barracones al otro lado del recinto amurallado la juerga era tal, que menguaron las peticiones para salir de paseo. «¿Qué haces esta noche? ¿Vas al cine?». «No. Me quedo a escuchar el boletín especial de Panagulis». O bien: «¿Fuiste anoche a la ciudad?». «No. Me quedé a escuchar el boletín especial de Panagulis». A menudo, con fingida indiferencia, al auditorio se unían también oficiales, ansiosos de saber qué ibas a inventar para la emisión siguiente. Gradualmente, en efecto, la transmisión se convirtió en una narración en capítulos sobre las experiencias eróticas de Zakarakis en el fantasmal burdel de Constantinopla, y tu habilidad consistía en interrumpirte siempre en una escena clave. «Mañana, queridos oyentes, sabrán el resto». No recuerdo bien la trama, pero, si no me equivoco, en un momento dado Zakarakis dejaba de oficiar de puto y era castrado para convertirse en eunuco del gran visir. De ahí nacía una serie de increíbles guarradas en las que intervenían otros personajes: el mismo gran visir, que se llamaba Papadopoulos, un califa que se llamaba Ioannidis, un verdugo que se llamaba Theofiloiannacos, y un torvo consejero que se llamaba Hazizikis. El gran visir y el califa se odiaban a muerte, y el verdugo y el torvo consejero se hacían objeto de mutuos desprecios, pero todos se unían en férreas alianzas cuando se trataba de humillar al eunuco, quien, para defenderse, se sometía a pruebas de abyecta sumisión.

Finalmente, Zakarakis fue a verte. Se presentó, se apoyó con gesto cansado en la puertecilla y te miró con ojos apagados: «Alekos, tengo que hablarte». «Siéntate, Zakarakis; ¡hay tanto sitio aquí dentro! Es una sala vastísima. ¿Prefieres el diván o una de estas butacas? Pero no me metas mano, ¿eh? No me toques. Hoy me siento más casto que nunca». «Escúchame, Alekos. Ya sé que estás bromeando. Me consta que sabes que soy un hombre pulcro y normal. Tengo mujer y dos hijos». «Zakarakis, la mujer es una excusa. ¡Son tantos los maricas que tienen mujer! Y los hijos cualquiera sabe de quién son». «¡Gamberro!». «Ni me insultes ni me toques, Zakarakis, si no digo en el boletín de noticias que también eres cabrón. Mira, no había pensado en ello: esta noche te relevo del oficio de eunuco y te caso con la favorita del gran visir, así te ponen los cuernos en seguida, y a tu mujer se la tira el califa». «Escúchame, Alekos. Yo te comprendo. He leído un libro de psicología y entiendo ciertas cosas. Eres joven, tienes tus necesidades sexuales. Éstas son las que te agitan. También yo, cuando estaba en Rímini, prisionero de los italianos, me sentía siempre inquieto porque me faltaba una mujer. Así, pues, si quieres, te traigo una mujer. Una vez al mes. Más aún: una vez por semana. Te gustaría, ¿eh? ¿Te gustaría?». «He comprendido, Zakarakis. Es la historia de siempre: quieres que te dé por el culo. ¡Pobre Zakarakis, te has enamorado de mí! ¡Y vaya perra que has cogido, maldita sea! Has perdido la cabeza hasta tal punto que me conmueves, y si pudiera te complacería. Sí, un polvito te lo merecerías, pero te lo he dicho mil veces: ¡no puedo, no me gustas!». «¡Delincuenteee!». «No te pongas histérico, Zakarakis. No seas injusto. ¿Es culpa mía si delante de ti no me pongo en forma? ¡Hasta eres calvo! Escucha, Zakarakis: ¿por qué no me traes a tu mujer? Así todo quedará en familia». «¡Te mandaré ahorcar! ¡Ahorcar!». «Bueno. Me pliego a este sacrificio. Te doy por el culo». De un brinco fulminante cerraste la puertecilla, con la mano izquierda le inmovilizaste los brazos, con la derecha le bajaste los pantalones, y con las rodillas lo empujaste contra la pared: los centinelas apenas tuvieron tiempo de arrebatártelo, reclamados por sus chillidos de terror. Unos días más tarde, el 9 de abril, se prendía fuego en tu colchón lleno de paja.

Zakarakis siempre sostuvo, jurándolo por su mujer y sus hijos, que fuiste tú quien prendió el fuego. Y, conociendo tus dotes histriónicas, me sentiría inclinada a aceptar su tesis. En efecto, como estratagema no hubiera sido precisamente una tontería: los centinelas echan a correr dejando la puerta abierta, y en medio del humo y la confusión escapas y saltas el recinto amurallado. Pero está el hecho de que, precisamente dos días antes, retiraron el colchón de paja y lo devolvieron con extrañas cautelas. También es un hecho que un centinela amigo te susurró: «Alekos, ¿habías escondido algo en el colchón? He visto que el cabo Karakaxas manipulaba dentro». Es un hecho asimismo que tras la agresión, Zakarakis te castigó quitándote las cerillas y los cigarrillos. Es un hecho que cuando te restableciste acudió a verte cierto comandante Kutras, de la ESA, y te dijo: «Si no le cuentas a nadie lo que ha sucedido, tienes mi palabra de honor de que te dejaremos libre para que huyas al extranjero». Es un hecho que, hasta el final, continuaste repitiéndome con apasionada sinceridad: «Te lo juro, no fui yo quien lo incendió. Fueron ellos. Acerca de otras cosas he mentido por conveniencia o necesidad, pero sobre esto no. Ni siquiera disponía de una cerilla; aun queriendo no hubiera podido. ¿Por qué no me crees? Hacia las siete de la tarde oí un silbido, luego un pequeño estallido, y se prendió fuego en el colchón de paja. Estoy seguro que pusieron dentro algo, plástico o azufre». Sea como fuere, de cualquier forma que hubieran sucedido las cosas, Zakarakis hizo todo lo posible por dejarte morir. Agarrado a los barrotes suplicabas abrid, me quemo, me asfixio, me muero. Y nadie se movía. Junto con los gritos, el humo iba saliendo cada vez más denso por el enrejado de la antecámara, pero ninguno de los dieciséis centinelas dispuestos alrededor de la celda insinuaba el gesto de echar a correr en tu ayuda, como si Zakarakis les hubiera impuesto esa prohibición. El centinela que te advirtiera sobre Karakaxas estaba junto a aquél y repetía: «¡Hay que intervenir, señor director! ¡Se asará!». Y Zakarakis: «Calma, no te preocupes, calma. Es uno de sus acostumbrados trucos». Se necesitó un buen rato para que se decidiera, y para entonces la celda era un horno: del colchón de paja se elevaban llamas, y tú yacías en el suelo, desvanecido. Cuando llegó el médico, dijo alarmado que era preciso ingresarte en el hospital o de lo contrario morirías, pero Zakarakis ni siquiera permitió que te sacaran al aire libre: «Basta con tenerlo en la antecámara». Allí te tuvieron dos días, tendido sobre una manta. Al segundo día llovió, el agua te empapó como a un árbol, y el médico logró tan sólo que le dieran un paraguas para resguardarte la cara. Fue necesario telefonear al ministerio de Defensa y luego solicitar la intervención de Papadopoulos, para que Zakarakis capitulara. Pero para entonces te hallabas en condiciones lamentables, con el bigote, las pestañas y las cejas quemados, y la piel del rostro y de las manos cubierta de ampollas: ya no veías ni hablabas. En la enfermería de Gudi, donde te internaron, se comprobó que en tu sangre había un noventa y dos por ciento de anhídrido carbónico. Permaneciste en coma setenta y dos horas. De regreso en Boiati, hallaste a un Zakarakis que te recibía con estas palabras: «Eh, hay una buena noticia para ti. Tu amigo la ha diñado». Luego, te tendió un periódico con un titular que decía: «Ayer murió en Chipre el ex ministro del Interior y de Defensa Policarpos Gheorgazis».

Lo encontraron dentro de su automóvil, muerto por disparos de metralleta, explicaba el periódico. Los asesinos se esfumaron y no había esperanzas de descubrir su identidad. En cuanto a las pistas, eran vagas. La noche anterior, Gheorgazis acudió a una cita con unos misteriosos individuos en una aldea apartada. Al salir abrazó a su mujer con especial efusión, y le dijo: «Si tardo, haz que me busquen». Prorrumpiste en un llanto convulso, y no sólo de dolor. Sí, durante el interrogatorio y el proceso negaste resueltamente cualquier participación suya, intentar-implicar-a-Policarpos-Gheorgazis-es-ridículo, no-conozco-a-este-señor, ¿creéis-que-un-soldado-puede-dar-órdenes-a-un-ministro-de-Defensa? Pero Hazizikis igualmente descubrió el papel que Gheorgazis desempeñó en el atentado, y las pruebas que aportó fueron tan concluyentes, que, en base a ellas, las relaciones entre los gobiernos griego y chipriota se habían deteriorado definitivamente. Ioannidis redobló el número de sus agentes en la isla, y en el transcurso de unas pocas semanas Gheorgazis perdió el poder, la amistad de Makarios, la estima de los demás políticos, que ahora lo consideraban un aventurero capaz de cualquier ligereza, y finalmente se había ganado el odio de Papadopoulos, quien hasta en público juró que se las pagaría. ¿Quién había organizado la trampa de la cita en la aldea aislada, sus verdugos personales o sus compadres de la CIA? Tal vez unos y otros, en una operación coordinada. En cualquier caso, tu gran amigo ya no existía: el hombre que creyó en ti, que te ayudó, que te enseñó, y al que admirabas con el entusiasmo de un niño prendado de su maestro. También él estaba muerto, como Giorgos. Por tu causa, como Giorgos. En un momento dado, los sollozos se hicieron tan convulsos que te pusiste a vomitar y caíste enfermo. Estuviste enfermo un mes. Apenas te hallabas restablecido cuando Zakarakis te llevó la nueva noticia dolorosa: «Anda, prepárate. Rápido. El señor presidente te permite salir unas horas». «¿Por qué?». «Porque tu padre se está muriendo y el señor presidente te permite que vayas a despedirte de él. Qué gesto magnánimo, ¿eh? Si de mí dependiera, no te lo dejaba ver ni en fotografía.».

Amabas tiernamente a tu padre. Años después me confesaste que nunca sentiste esa ternura por tu madre, tan dura, viril y autosuficiente; en cambio, experimentabas una ternura por tu padre que te hacía derretirte. Acaso porque él era mucho mayor que ella: se casó siendo viejo, tuvo a sus hijos de viejo y los crio de viejo, o sea con la indulgencia de un viejo. Cuando eras niño y te escondías bajo la cama para escapar a los puntapiés maternos, y te quedabas allí días enteros, venciendo el hambre y el deseo de hacer pipí, ella gritaba: «Sal, que aún tengo que atizarte». Él, en cambio, murmuraba: «Sal, que no te pasará nada. Estoy yo aquí». Cuando eras colegial y no soportabas las tardes de estudio en casa, ella te encerraba en tu habitación con dos vueltas de llave, y él te guiñaba el ojo: «¡Escápate! Luego ya pensaré yo qué hacemos». Sin embargo, tu padre nunca fue un rebelde. Militar de carrera, creció en la escuela de la obediencia, y el valor siempre lo gastó en las guerras, con los cañones y los fusiles. El ejército era su mundo, la bandera patria su dios, ¡y qué desagrado experimentó cuando escogiste el estudio de las matemáticas en lugar del uniforme de oficial, como Giorgos! ¡Qué dolor cuando desertaste, qué extravío cuando acabaste en prisión, qué tormento cuando también a él lo tuvieron detenido ciento tres días! Luego supiste lo que le sucedió durante esos ciento tres días. Bofetadas, insultos y malos tratos de todas clases, pese a sus setenta y seis años, sus medallas y su grado de coronel. «¡Si no fueras culpable de otras cosas, lo serías de haber traído al mundo a un delincuente!». O bien: «¿Por qué quieres irte a casa? Tu mujer te ha abandonado, se ha dado a la vida alegre, ya estaba harta de una ruina como tú». Una bofetada más fuerte lo dejó casi ciego de un ojo, y una humillación más profunda le produjo una parálisis física y mental: desde hacía ocho meses flotaba en un limbo desprovisto de tristeza y de alegría, y no recordaba nada de lo sucedido. Ni siquiera imaginaba que tú fueras un presidiario sobre quien pendía aún una condena a muerte, y desde su butaca o desde la cama preguntaba siempre las mismas cosas: «¿Dónde está Alekos?». «En el extranjero». «¿Y qué hace allí?». «Estudia». «¿Por qué no viene a verme?». «Ya vendrá». «Quiero verlo, quiero abrazarlo antes de morir». También tú hubieras querido abrazarlo. Había momentos en que lo deseabas de una manera tan punzante, que te parecía haberte vuelto niño… Zakarakis se agitó, impaciente. «Entonces, ¿te preparas o no para ir a ver a tu padre antes de que muera?». «No.» «¡¿No?! ¡¿Has dicho que no?!». «He dicho que no, Zakarakis. Tu Papadopoulos no se servirá de mí para representar la comedia de la magnanimidad. No llamará a la prensa y a la televisión para que recojan el viaje del hijo pródigo a la cabecera de su padre moribundo. Vete, Zakarakis». «¡Bestia sin corazón!».

«Vete, Zakarakis». «¡Ya cambiarás de idea, ya cambiarás!». «Vete o te estrangulo, Zakarakis». Zakarakis se fue y volvió a la noche siguiente: «¡Ya se ha muerto, carroña! ¡Se ha muerto sin volverte a abrazar!».

De momento no reaccionaste, como si fueras sordo o mudo o no te importara. Pero luego Zakarakis escupió al suelo, acaso indignado por lo que le parecía indiferencia, y tu cuerpo brincó y de tu boca brotó un rugido que no tenía nada de humano: «¡Zakarakiiiiiis!». Lo agarraste por el cuello y se lo apretaste hasta que su rostro se volvió cianótico y su lengua se alargó de una manera horrenda. Cuando los centinelas consiguieron aflojarte los dedos, casi lo habías estrangulado.