La leyenda del héroe no se agota con el gran gesto que lo revela al mundo. Tanto en las leyendas como en la vida, el gran gesto no constituye más que el inicio de la aventura, el comienzo de la misión. A éste le sigue el período de las grandes pruebas luego el regreso a la aldea o a la normalidad, y después el desafío final tras el que se esconde la insidia de la muerte siempre evitada. El período de las grandes pruebas es el más largo, tal vez el más difícil. Y lo es porque, durante su transcurso, el héroe se halla completamente abandonado a sí mismo, irresistiblemente expuesto a la tentación de rendirse, y todo se conjura contra él: el olvido de los demás, la soledad exasperada, la renovación monótona de los sufrimientos. Pero ay de él si no supera ese segundo examen, ay de él si no resiste, si cede: el gran gesto que lo reveló se torna inútil y la misión fracasa. Pues bien; tu período de las grandes pruebas se llama Boiati. Fue aquel infierno, donde desperdiciaste los mejores años de la existencia, el lugar en que tu heroísmo se confirmó y tu leyenda se consolidó. Tú lo sabías. Por esto, como un enfermo que cuenta siempre su enfermedad o un veterano de guerra que cuenta siempre su guerra, y se remiten a una u otra cualquiera que sea el tema de que se habla, nunca te cansabas de volver con la memoria a Boiati. Incluso al final, cuando el recuerdo de la bomba, del proceso y de Egina se había empañado, enriquecida tu leyenda con empresas mucho más audaces, y desde luego más importantes, el capítulo de Boiati permanecía en ti con la angustia de una enfermedad incurable, con el orgullo de una victoria imposible, como si el tiempo pasado allí te hubiera pesado más que las sevicias y las horas transcurridas esperando el fusilamiento. De Boiati hablabas obsesivamente con todos, y con tal de hacerlo no te preocupabas siquiera de repetir las mismas cosas a quien ya las había oído o a quien no podía apreciarlas: a todo el mundo le regalabas la historia de tu viaje al infierno. ¡Y cuánto te gustaba sorprender, horrorizar, divertir donde tu sentido del humor encontraba la comicidad en la tragedia! Lo único que no contabas era la resignación que te empujó antes de llegar, aquella esperanza de que te fusilaran pronto, de que te fusilaran inmediatamente: un hombre no puede repetir lo que hiciste cuando pediste al centinela que telefoneara a Hazizikis para que ofreciera un gallo a Esculapio.
Boiati dista de Atenas una treintena de kilómetros, y la carretera se distingue porque está señalizada con muchos carteles. Pero tú no veías los carteles; contemplabas indiferente el asfalto. De pronto, la avenida se abrió a un paisaje de colinas grises, y en la colina de enfrente se elevaba un edificio semejante a la cárcel de Egina, amurallado, con torretas y ametralladoras en las torretas, y esta inscripción en la cancela: Prisión Militar de Boiati. El automóvil entró, y llegó a una plazoleta en la que se alineaban seis puertecillas pintadas de verde. Te hicieron descender y te empujaron hacia la última puertecilla a la izquierda, murmurando algo a lo que no diste importancia. Luego te arrojaron dentro con tal violencia, que te deslizaste sobre el pavimento golpeándote en la nuca. El impacto te aturdió, y pasaron algunos minutos antes de que pudieras mirar en torno y poner en orden las ideas. ¿Dónde estabas? En una celda, obviamente. En general, tan vacía como una cáscara vacía: ni catre, ni colchón, ni siquiera una manta. Único objeto en aquel vacío, el orinal. Sin embargo, no era demasiado pequeña: digamos nueve pasos por siete. ¿Y los centinelas? No los había. Extraño, pues el reglamento establece que un condenado a muerte no permanezca solo. Pero ¿qué había dicho mientras caías el tipo de las gafas negras y mal aliento? «Ya estás en casa», dijo. ¿Y después? «Si te encuentras bien, te quedas aquí hasta que revientes». ¿Qué pretendía insinuar? ¿Que tampoco esta vez iban a ajusticiarte? Imposible, a menos que la ejecución hubiera sido aplazada. ¿Aplazada por un día, una semana, un mes? Era una hipótesis que no procuraba alegría; ¡es tan difícil volver a hacerse a la idea de vivir cuando ya se ha resignado uno a morir! Te arrastraste hasta el muro para apoyar en él la espalda. Te acomodaste así, con la espalda contra la pared y las piernas extendidas sobre el pavimento, y volviste a esperar. Cerca de la puerta había un escarabajo que avanzaba lentamente hacia ti. Continuó avanzando hasta llegar a medio metro de tus zapatos, y entonces se detuvo: gordo y negro, desagradable. Agitaste los pies: «¡Lárgate!». Luego, volviste a llamarlo, arrepentido: «¡Ven, ven!». El escarabajo pareció oír. Dio media vuelta y volvió a avanzar, para detenerse junto a tu tacón derecho. «¡Ánimo, adelante!», lo incitaste. El escarabajo se movió un centímetro o dos, evitó el tacón, prosiguió su marcha junto a los pantalones, y a la altura de las rodillas se detuvo de nuevo, desorientado. Te inclinaste a observarlo. Tenía largas patas peludas y dos antenas tiesas como dos bigotes, pero lo más sorprendente eran las alas. El caparazón brillante y duro escondía unas alas hermosísimas. ¡Así que incluso un escarabajo podía volar! Le tendiste los brazos: «¡Vuela!». No, no volaba. «¡Salta, al menos! ¡Salta!». Con muchas dudas, se encaramó por la cadena de las esposas, y luego por estas últimas y por el dorso de la mano, llegó a la base de tus dedos, donde pareció vacilar: ¿qué sendero tomar, qué dedo? Por último, se decidió por el pulgar, donde, inesperadamente, perdió el equilibrio y se precipitó de cabeza al suelo. Se te escapó una carcajada. El escucharla te procuró una especie de felicidad: ¿quién hubiera dicho que aún fueras capaz de reír? ¡Y tan sólo por un escarabajo caído del pulgar! Le acariciaste la espalda con delicadeza. Te preguntaste cuánto vive un escarabajo, cuánto duraría su compañía si no te fusilaban pronto. También te preguntaste si un escarabajo se puede amaestrar. De niño intentaste amaestrar un escarabajo pelotero y casi lo conseguiste. Aumentó la felicidad. ¡Qué suerte, tener al lado a alguien con quien jugar y hablar sin ser juzgado ni ser objeto de reproches, qué providencial! A un escarabajo se le puede decir cualquier cosa que se le ocurra a uno, incluso que el coraje está hecho de miedo, que en estos meses a menudo tuviste miedo, y que sobre todo lo tuviste cuando llegó el pelotón de ejecución. Ellos no se dieron cuenta, pero obligarte a aquella calma y a aquella excesiva seguridad en ti mismo, había supuesto un esfuerzo terrible: a bordo de la motora ya no podías más. Incluso una hora antes ya no podías más. Y media hora antes y un minuto antes. Como si vivir ya no te gustara. En cambio, de pronto, gracias a una pequeña y horrenda criatura por la cual en otros momentos sólo hubieras experimentado repugnancia, te percataste de que te agradaría vivir, de que en el fondo también se puede vivir en una celda de nueve pasos por siete. Basta con tener un camastro, una mesita, una silla, un retrete con cisterna y un escarabajo. Y tal vez unos pocos libros, un poco de papel y algún lápiz. ¡Si no te fusilaran! Podrías estudiar, leer, escribir poesías: no eras la única persona en el mundo obligada a permanecer en prisión, y en ciertos casos permanecer en prisión es una forma de lucha. Las tiranías se miden por el número de presos políticos, ¿no estás de acuerdo, Dalí? Lo llamaste Salvador Dalí por las antenas que parecían bigotes, y empleando este nombre te dirigiste a él hasta que la llave giró en la cerradura y seis centinelas entraron con el rancho. Dalí estaba muy quieto, con las antenas bajas. A lo mejor se había aburrido con tus discursos y dormía. «¡Cuidado con Dalí, papadopoulaki!». «¿Cuidado con quién?», preguntó el soldado que sostenía la bandeja. «Con Dalí, mi amigo». «¿Qué amigo?». «Él.» Y señalaste el escarabajo. «¡Ah!», exclamó el soldado frunciendo la boca con una mueca de repugnancia. Y con un golpe seco de su bota lo aplastó. En el pavimento quedó un amasijo blancuzco.
Decías que más que el amasijo blancuzco, te trastornó el crujido del caparazón bajo la bota. Y junto al crujido, el sonido rechinante que te pareció oír: como si al morir, el escarabajo hubiera lanzado un grito de dolor. Decías que te sentiste como si hubieran hecho papilla a una criatura con dos brazos y dos piernas, y no a un escarabajo, y que la idea de haberlo perdido te hizo subir la sangre a la cabeza porque, de golpe, te devolvió la conciencia de tu soledad, la imagen de la celda vacía, sin más mobiliario que el orinal. Decías que todas estas cosas juntas te provocaron una ira bestial y te devolvieron la energía. «¡Asesinooo!». Y con aquel grito absurdo, te arrojaste sobre el soldado golpeándole el rostro con las esposas. La bandeja con el rancho se estrelló contra la pared y el soldado cayó tras ella. Entonces te lanzaste contra los otros cinco, propinándole a uno puntapiés en el vientre, a otro codazos en el estómago, a otro más puñetazos en las narices. Fue peor que arrojar una cerilla encendida en un bosque en verano: en un lapso de pocos segundos los tenías a todos encima, y te viste reducido a una máscara roja de sangre. Acudió incluso el director de la cárcel, y el enojo no le permitía articular las palabras. Pero ¿a quién le habían mandado esta vez, a quién? Cosa de locos, repetía incansable, cosa de locos; él, en tantos años de profesión, había visto de todo, pero jamás a un energúmeno que la emprendiera con un pobre centinela enviado a llevarle el rancho. ¿Y cuál había sido la culpa del centinela? Aplastar un escarabajo, o sea, haberle hecho un favor. Así, pues, tenían razón los de la ESA cuando decían que eras una fiera, que debías ser tratado con extrema dureza, con el sistema que utilizan los domadores para con los animales feroces en el zoo. Él era contrario a semejantes procedimientos, pero comprendía que no tenía elección, así que iba a infligirte todo tipo de castigos. Para empezar, no te daría el camastro que, pese a las disposiciones, se proponía asignarte, ni te entregaría el correo, ni te permitiría tener periódicos, libros, papel ni pluma, exactamente como le habían dicho: rigor absoluto; nada de paseo diario al aire libre, ni de visitas de familiares. Y esposas las veinticuatro horas del día, pues si conseguías herir a la gente con las manos atadas, ¿qué no harías con las manos libres? Lo escuchaste fingiendo indiferencia, pero, en realidad, midiendo cada frase con extremada atención: maldita sea, si anunciaba medidas disciplinarias, significaba que no iban a fusilarte. Y esto era lo único que por el momento contaba; mañana algún santo te ayudaría. Mañana será otro día.
Mañana no será otro día cuando la existencia no tiene nada de humano. Hacía un mes que estabas allí dentro, y había momentos en que no veías la diferencia entre estar vivo y estar muerto; sabías que estabas vivo sólo porque respirabas. En primer lugar, aquella celda. Era húmeda y fría, porque no te concedían ni siquiera una estufa, y apestaba a causa de un hedor insoportable porque el orinal sólo se vaciaba una vez cada dos días. Al entrar los centinelas contenían la respiración, o bien se apretaban el pañuelo contra la nariz y la boca, enrojeciendo, y dando media vuelta corrían fuera a vomitar. Tú estabas habituado a aquel hedor, pero apenas la puerta se abría y dejaba entrar un soplo de aire puro, advertías el contraste y a veces se apoderaba de ti la náusea y no podías tragar ni un bocado. La ausencia de catre aumentaba el tormento. Si bien en la ESA y en Egina sucedió lo mismo, no te resignabas a la idea de dormir en el suelo como un perro sarnoso; además, el pavimento estaba helado, con las baldosas cubiertas de moho, lo que, ciertamente, no te ayudaba a curar tu eterno resfriado ni la tos. Te faltaba asimismo una almohada. Dadme al menos una almohada, chillaste. Pero Patsourakos, que éste era el nombre del director, se hacía el sordo, temiendo que sus superiores le acusaran de debilidad. Como almohada usabas la chaqueta enrollada, y sin chaqueta te helabas. Para no helarte, interrumpías el sueño, te levantabas y te dedicabas a caminar arriba y abajo, con el resultado de que, poco después, las piernas se te ponían rígidas y debías tenderte de nuevo en el suelo o sentarte con la espalda contra la pared, castañeteándote los dientes y esperando el sol. No es que tú vieras el sol, pues en la ventana, quién sabe por qué, pusieron un cartón. Sin embargo, sentías la tibieza, y la espera de esa tibieza te causaba más impaciencia que la espera del alimento. Este último no te importaba mucho, porque aquella bandeja sobre el pavimento te daba asco, y porque con las esposas no lograbas comer. ¡Las esposas! El mayor tormento eran las esposas: aún las llevabas. El primer día creíste que renunciarían a ellas. Dios mío, no van a tenerme en la cárcel con las esposas; a ningún detenido se le dejan puestas; se tratará de un olvido, sí, se han olvidado de quitarme las esposas, y cuando volvió el centinela para vaciar el orinal alargaste los brazos. «Papadopoulaki, las esposas. Os habéis olvidado de las esposas». Pero el centinela no respondió y, transcurrida una semana, Patsourakos te explicó que la orden más tajante se refería precisamente a las esposas. «¡Desde el 13 de agosto llevo las esposas!». «Yo no me meto, Panagulis. Me han dicho que lo haga así y debo hacerlo así». Te las quitaban sólo veinte minutos cada veinticuatro horas para que hicieras tus necesidades, y los veinte minutos no correspondían nunca al estímulo. Después, bajarte los pantalones se convertía en una gimnasia complicadísima, pues la cadena que unía los dos anillos medía treinta centímetros. En cuanto a las anillas, eran tan estrechas que te llagaron las muñecas, y de las heridas manaba siempre sangre mezclada con pus.
Sin embargo, no eran estas cosas las que te exasperaban, sino la soledad, el aislamiento. No tenías la menor idea de lo que sucedía más allá del recinto amurallado, y en cuanto a la misma prisión, ni siquiera sabías cuántos detenidos albergaba y quiénes ocupaban las celdas adyacentes. Las únicas personas en las que posabas los ojos eran los centinelas que acudían con la comida o a vaciar el orinal, y tanto si los saludabas como si los insultabas, no abrían la boca para hablar contigo. Les había sido prohibido, y para oír el sonido de una voz que no fuera la tuya, debías perseguir el eco de un altercado o de una canción. Aquel silencio obstinado te destrozaba los nervios y, a veces, te hacía añorar el interrogatorio y Egina. La muerte se afronta, te decías, las torturas se sufren; el silencio no. De momento, parece que no sea un mal, que incluso sirva para pensar mejor y más, pero pronto te das cuenta de que con él piensas menos y peor porque el cerebro, trabajando exclusivamente con la memoria, se empobrece. Un hombre que no habla con nadie y a quien nadie habla es como un pozo al que no alimenta ningún manantial: poco a poco el agua que se estanca en él se pudre y se evapora. De vez en cuando hablabas a una mancha de la pared. Puede ser una gran compañía una mancha en la pared, porque se mueve, sus contornos no son nunca los mismos, de continuo se apartan y ora te regalan un objeto, ora un perfil, ora un rostro, ora un cuerpo, tal vez el rostro de un amigo o el cuerpo de una mujer deseada. Y hablas con esa mancha como con un escarabajo. Pero hay una gran diferencia, admitámoslo, entre una mancha en la pared y un escarabajo; cuando establecías la comparación sufrías. ¡Echabas tanto de menos a Dalí, el escarabajo! Lo echabas de menos hasta el punto de inducirte a dudar de tu salud psíquica: un hombre puede llorar la muerte de un perro, de un gato, pero no la muerte de un escarabajo. ¡Y cuánto anhelaste ver aparecer otro! Durante días, incluso, lo buscaste, diciéndote que donde hay un escarabajo hay dos, que ningún animal vive solo, pero no encontraste nada aparte ciertas bolitas ovoides que parecían excrementos de ratón. Inútil añadir que esto te excitó muchísimo, que te hubiera gustado muchísimo tener un ratón: lo hubieras preferido a un escarabajo. Los ratones son inteligentes, graciosos y fáciles de amaestrar. Pero también esta esperanza quedó pronto desvanecida: no se trataba de los excrementos de un ratón, sino de una araña. Sin la araña. No, no había nada vivo en aquella celda. Estaba el silencio y nada más. Naturalmente, si te hubieran dado un libro o un periódico, el hecho de leer te hubiera ayudado a ejercitar el cerebro, a dialogar al menos con las palabras escritas, pero la prohibición continuaba y nutría el silencio, la monotonía, el tedio. ¡El tedio! Cuando está uno encerrado entre cuatro paredes sin más compañía que un orinal hediondo, incluso el no hacer nada es un suplicio; un minuto se convierte en cien años, y se pierde la noción del tiempo.
Ya no sabías calcular el tiempo. No tenías reloj, pues no te lo devolvieron tras la detención, y había momentos en que ni siquiera comprendías si era mañana o tarde. Siempre te preguntabas: ¿qué hora será? En la ESA no te lo preguntabas nunca; no te importaba nada oír que eran las nueve de la mañana o las cinco de la tarde, y tampoco durante el proceso te lo preguntaste nunca. Ni en Egina, a menos que fuera de noche… En Boiati, en cambio, la curiosidad de conocer la hora te consumía de modo casi espasmódico, y aquellos puercos no te la decían. «¿Qué hora es?». Silencio. «¡Contestadme! ¿¡Qué hora es!?». Silencio. Ni que les hubieran cortado la lengua. De todos modos, lo peor era otra cosa: haber perdido también la cuenta de los días, de las semanas, de los meses. La primera semana, al ceder la oscuridad, grabaste una señal en la puerta, pero a la octava señal te pusiste enfermo y ya no grabaste nada más, y: «¿Qué día es? ¿En qué mes estamos?». Silencio. En vano te dejabas llevar por la rabia y gritabas. «Dímelo, por Dios, ¿¡qué te cuesta!?». Silencio. Cuando se te metió en la cabeza que habían transcurrido al menos tres meses, por pura casualidad descubriste que sólo había pasado uno. Fue el día en que te hicieron salir por vez primera. «Sal, Panagulis. ¡Fuera!». «¿Qué? ¿Qué sucede?». «Una visita». «¿De quién?». «Ya lo verás». Medio cegado por la luz del sol y dando traspiés a causa de la debilidad, llegaste al locutorio. ¿Y si fuera tu madre? No la veías desde hacía casi dos años, desde el día en que desertaste. Y en verdad era tu madre: allí estaba, con su abrigo de los domingos, su sombrerito en forma de turbante y su aspecto de campesina vestida para un día de fiesta. Pero ¿por qué no te saludaba? ¿Por qué miraba a otra parte? Te aproximaste a la reja para llamarla, pero la emoción te obstruía la garganta y los labios no se movían. Tosiste. Ella se volvió, te observó un instante con descuido y volvió a mirar al otro lado. Tras algunos segundos se volvió a los centinelas, airada: «Pero, bueno, ¿viene o no viene?». «Ya ha venido, ¿no lo ve usted?». Sus pupilas te rozaron de nuevo y se apartaron de ti, en busca de alguien que debía estar allí y no estaba: aquel esqueleto blanco de ojeras lívidas y con esposas en las muñecas delgadísimas no se te parecía ni en los rasgos. «No, ¿dónde está?». Exhalaste un hilo de voz: «Estoy aquí». Y de pronto un grito sacudió la estancia: «¡Asesinos! ¡Qué habéis hecho, asesinos!». No hubieras creído que tu madre fuera capaz de llorar: nunca descubriste una lágrima en sus pestañas. Pero ahora lloraba, y fue preciso un buen rato para que se calmara y hablara y te recordara qué bello es escuchar la voz de otra persona. Sí, cierto, tenía muchas cosas que decirte: también ella había sido detenida, junto a tu padre, ¿lo sabías? Los dejaron en libertad el 24 de noviembre y él no estaba bien; aquellos ciento tres días de vejaciones lo habían como extraviado, pero no debías preocuparte, pues ahora estaba mejor. Por lo demás, ignoraba que estuvieras en prisión. Ignoraba incluso que hubieras sido procesado; ella se lo ocultó. En cuanto a la pena de muerte, había sido suspendida. Sí, continuaba siendo válida por tres años, pero era opinión generalizada que, a pesar de loannidis, Papadopoulos no te fusilaría: en Europa se hablaba demasiado de ti; te habías convertido en un símbolo, y tu nombre estaba en boca de todos. Precisamente por esto le habían permitido al fin ir a visitarte, y aquella mañana Patsourakos incluso le permitió llevarte comida. Claro que pasado mañana… La interrumpiste: «¿Qué día es?». «¡¿No sabes qué día es?! ¡El 23 de diciembre! ¡Pasado mañana es Navidad!». «¡¿Navidad?! ¿Quieres decir que sólo hace un mes que estoy aquí?». «Desde luego, sí, sí».
Después de aquel descubrimiento, de aquel trauma, te rebelaste: no, no podía continuar así. Un hombre no puede vivir sin tan siquiera la noción del tiempo. Era necesario algo más que bolitas de ratón o de araña: escapar. Y, mientras tanto, exigir un trato humano. Querías un camastro, por Dios, y un reloj, y un retrete decente, y los periódicos cada mañana. Y también querías que te hablaran. ¿Qué sentencia establecía que debías permanecer siempre solo, sin un reloj para medir el tiempo, sin un calendario para saber qué día era, sin nadie que respondiera a tus preguntas o te dirigiera media palabra? ¿Con qué derecho loannidis se vengaba de ti porque no estabas muerto y enterrado? Harías una huelga de hambre y la proseguirías hasta llegar al estado de coma, y si Patsourakos no cedía, el asunto terminaría en Papadopoulos quien, a fin de no escandalizar a la opinión pública europea, accedería a tus peticiones. Desde luego que declarar una huelga de hambre teniendo delante toda aquella comida era casi una locura. Admiraste lo que tu madre te había llevado. Ah, el conejo debía de ser una verdadera delicia; ¿existía un plato que te gustara más que el conejo? Tal vez los higaditos. ¡Caramba, pero si también había higaditos! ¡Con hojas de laurel! ¿Qué más? ¡Estofado! Si hubieras tenido que escoger entre el conejo, los higaditos y el estofado, te hubieras sentido más apurado que Paris, quien debía entregar la manzana a la diosa más atractiva: ¿cuántos milenios hacía que no comías así? Y había para varios días. ¿Bastarían tres para tragar una parte? Hoy los higaditos, que se estropean fácilmente, mañana el estofado, porque si no luego sabe a rancio, ¡y por Navidad el conejo! Sí, la manzana de Paris es para el conejo: doradito en su punto y perfumado con salvia. Después, ¡adelante con el ayuno! Durante dos días te atracaste de tal manera, que por Navidad no pudiste tragar ni siquiera un café. Era duro no celebrar la Navidad comiendo el conejo, pero al día siguiente sería tuyo, y así se lo dijiste: «¡Paciencia, guapo, paciencia! Aplazaremos la huelga de hambre veinticuatro horas; ¡hoy no puedo más, perdona!». Luego, contento, ensayaste unos pasos de baile, moviéndote entre la puerta y la pared frontera, y entre la pared y la puerta. Pero a la cuarta vuelta te detuviste, frunciendo el ceño. Qué extraño. Había algo distinto en la puerta: contrariamente a lo habitual, no pasaba luz por el agujero de la mirilla. ¿Por qué? Te aproximaste, apoyaste la frente y, de pronto, diste un salto atrás: al otro lado de la mirilla, un ojo te miraba. ¡Maldición! ¡Así, pues, te vio discutir con el conejo asado, bailar y comportarte como un tonto! ¡Qué apuro, qué vergüenza! ¿Quién era? ¡Qué importaba quién fuera! Fuese quien fuese, iba a ser castigado. Levantaste los brazos esposados, introdujiste el índice por el orificio y te respondió un grito de dolor y, luego, un coro de voces agitadas. «¡Pronto, a la enfermería! ¡Le ha hecho daño, casi lo ha dejado ciego! ¡Cómo casi; lo ha dejado ciego, sin más! ¡Qué bestia, qué fiera! ¡Demos una lección a esa fiera!». Y otra voz: «¡No, no, veo! ¡No me ha dejado ciego, veo, lo juro! ¡Ha sido un accidente! ¡No lo ha hecho a propósito, les digo, déjenlo, es Navidad!». Pero inútilmente. La puerta de la celda se abrió de par en par y, furibundos, decididos a vengar la afrenta, irrumpieron siete hombres. «¡Bestia, bestiaza, fiera, ya te daremos nosotros Navidad!». Parecía que hubieran recuperado de pronto las cuerdas vocales, que el silencio de un mes se hubiera quebrado de improviso para ensordecerte. Y pronto dejaron de gritar: te pegaron. Todos a la vez, los siete. Estorbado por las esposas, ni siquiera podías intentar defenderte, y pronto fuiste un montoncito de arañazos y morados tirado en el suelo, entre el conejo pisoteado y los excrementos del orinal volcado. Feliz Navidad, feliz Navidad.
Sin embargo, paradójicamente, aquella paliza navideña facilitó las cosas. Hizo casi tolerable tu primera huelga de hambre en Boiati. En efecto, en la huelga de hambre lo difícil es el comienzo, los tres primeros días. Transcurridos éstos, se siente una gran debilidad y el deseo de alimento desaparece. De este modo, si empiezas el ayuno tras una buena paliza que te atonte, ni siquiera te das cuenta de que tienes el estómago vacío, deseas cualquier cosa antes que comer, y eso es lo que hiciste desde el momento en que los siete te dejaron solo: durante setenta y dos horas rechazaste incluso el agua. Pasadas aquéllas aceptaste una tacita de café, y luego volviste a empezar hasta que caíste en una languidez tan profunda que llegaste a perder el conocimiento. En semejante estado te encontró el médico de la ESA, el mismo que el día de la detención intentó ayudarte. Estabas medio muerto, pues hacía casi dos semanas que no probabas alimento. De pronto sentiste que una aguja te perforaba el brazo, y una oleada de calor encendió tu sangre, al tiempo que te invadía una sensación de bienestar. Levantaste los párpados, y por encima de ti estaba él, con su rostro agudo y sus ojillos brillantes de complicidad e ironía: «Iassu, Alekos. Adiós». «¿Quién eres?». «Ya me conoces. Un doctor. Me llamo Danarukas». «¿Qué quieres?». «Ayudarte». «¿Como tu colega que asiste a las torturas?». «Yo no asisto a las torturas». «Embustero». Te repuso introduciéndote en la boca una tableta de chocolate: «Dime por qué no comes». «Porque quiero un calendario. Un reloj y un calendario. ¡Y porque quiero que me hablen!». «Muy poco. ¿Y qué más?». «Quiero que me quiten las esposas». «Sigue siendo poco. ¿Qué más?». «Quiero que me den un catre». «También es poco. ¿Qué más?». «Un retrete decente». «¿Qué más?». «Los periódicos. Y algunos libros. Y pluma. Y papel». «Eso está mejor. Si pides una sola cosa no te la darán nunca. Si pides muchas te darán una. O dos. Ya lo comunicaré. Mientras tanto, esconde este chocolate. Te servirá la próxima vez». Se marchó con la lista de las peticiones, y a la mañana siguiente llegó un soldado de rostro bondadoso y simpático: «Buenos días, Alekos».
El día de Navidad le destinaron a montar guardia en el exterior de tu celda sin decirle quién eras. Sólo le explicaron que eras un criminal muy, muy peligroso y que ni siquiera debía dirigirte la palabra. Esto despertó en él una inmensa curiosidad: se puso a observarte por el agujero de la puerta para ver cómo es un criminal muy muy peligroso, y de repente le metieron un dedo en el ojo. Lo examinaste con hostilidad. «¿Quién eres?». «Aquel a quien metiste el dedo en el ojo». «Así aprenderás a no espiar». «Yo no soy un espía». «Todos los espías dicen yo-no-soy-un-espía». El soldado sonrió y, sin responder, se dirigió al orinal para librarte de él. ¿Y si era sincero? Para cerciorarse, había que provocarlo. Así, pues, a provocarlo: «Veo que te gusta recoger la mierda, papadopoulaki». «No, pero la tuya la recojo gustoso, Alekos, porque te admiro». ¡Vaya! Parecía sincero. Esperaste a que volviera con el orinal limpio, y de nuevo empezaste a atormentarlo. «Desabróchame los pantalones, papadopoulaki. Quiero orinar». Sonrió de nuevo con dulzura. Colocó el orinal limpio y luego, con toda seriedad, te desabrochó los pantalones. «Ahora, ayúdame a orinar». «No, Alekos, eso no. No está bien. Te quitaré las esposas y lo harás solo». «¡Ah! ¿Te han dado permiso para quitarme las esposas, papadopoulaki?». «No, no me lo han dado, pero hace tiempo que quería hacerlo». «No te creo». «Pues no me creas». Adoptaste un tono un poco más suave «¿Por qué no me hablaste antes?». «Porque no te conocía». «O porque no te atrevías, porque te dijeron que estaba prohibido hablarme». «Ya sabía que estaba prohibido; sin embargo, en los últimos días, cuando delirabas, te hablaba siempre. Entonces, ¿quieres que te quite las esposas o no?». «Si me las quitas me escapo». «Si te escapas te volverán a coger, y en mi lugar pondrán a uno que no sea amigo tuyo». Le tendiste las muñecas y te retiró las esposas. «¿Y si ahora te robase las llaves y el revólver?». «No lo harás». «¿Por qué?». «Porque sería una estupidez. ¿Quieres orinar, sí o no?». Desconcertado, orinaste y, mientras, lo estudiabas con el rabillo del ojo: no, no mentía. Notabas con todo tu instinto que no mentía, y tras una leve vacilación, le tendiste de nuevo las muñecas para que volviera a colocarte las esposas. En la muñeca derecha, la más infectada, la herida había consumido la carne hasta el hueso. «¿Qué es esto? Debes medicarte, Alekos, ¡vendarte!». «Pon las esposas, papadopoulaki, y termina la comedia». «Eres injusto. Yo no colocaré las esposas sobre una herida semejante. En seguida voy a buscar una medicina y una venda». «No.» «Pues voy lo mismo». Se fue y regresó al cabo de una hora, con una pomada y una venda. «Has invertido mucho tiempo, papadopoulaki. ¿Has estado haciendo un informe sobre tus progresos?». «No. Me he entretenido para dejarte las manos libres un poco más de tiempo». Luego te curó, te vendó y volvió a colocarte las esposas con una expresión que te convenció más que cualquier palabra. «Gracias, papadopoulaki». «No me llamo papadopoulaki. Me llamo Morakis. Cabo Morakis».
Tardaste casi un mes en convencerte de que no mentía, y durante ese mes fuiste a menudo cruel, como sabías serlo cada vez que querías cerciorarte de una verdad. Cuanto más te gustaba una persona, en efecto, más miedo tenías de verte engañado o de dejarte ir, y la hacías sufrir. Finalmente, sin embargo, su bondad te convenció. Te era muy fiel. Había momentos en que te preguntabas cómo te las arreglarías sin él, pues él era quien, además de vaciarte el orinal tres veces al día, te llevaba los periódicos, los lápices y el papel de escribir que Patsourakos dudaba darte. No es que Patsourakos se ensañara; incluso por algún tiempo te permitió ver a tu madre en la capilla y no en el locutorio, a través de la reja. Sin embargo, un día, los centinelas te sorprendieron pasándole un billetito, y para no ser considerado cómplice a los ojos de Ioannidis te privó de los periódicos, los lápices, el papel y, en suma, todo cuanto conquistaras con la huelga de hambre interrumpida por Danarukas. Sólo te dejó el camastro. Además, Morakis te quitaba las esposas, arriesgándose cada vez a ser sorprendido, y precisamente esto te convenció de que podías fiarte de él y confesarle que querías escapar. No pareció sorprendido: «Lo sé, pero es muy difícil». «No, basta con un uniforme. ¿Lo tienes?». «Tengo el de paseo». Te mediste y lo mediste a él: era más bajo que tú, y también más estrecho de hombros, pero, sumado todo, teníais la misma corpulencia. «De acuerdo. Me darás tu uniforme de paseo y te quedarás con el que llevas puesto». «¿¡Yo!?». «Vendrás conmigo, naturalmente…». «Pero yo…». «No pongas esa cara. Tienes por delante mucho tiempo para hacerte a la idea. En primer lugar, debo recuperar fuerzas. Aún estoy tan débil que no podría llegar ni a la cancela». «¿Y cuándo piensas…?». «No lo sé. No hay prisa. Ahora tráeme una cena abundante». Te la llevó y comiste con apetito. Comiste así todos los días: te volviste tan pacífico que Patsourakos te concedió la mesa, la silla y el paseo al aire libre. Lo único que no hizo fue librarte de las esposas: en la ESA le negaron la autorización: «¿Se pone usted en plan de buen samaritano, señor director?». En cualquier caso, con esposas o sin ellas, mejorabas con rapidez: en la primavera las heridas de las muñecas estaban casi cicatrizadas, habías recuperado parte de tu peso, y hasta se daba el caso de oírte cantar en tono festivo la lúgubre poesía que escribiste la semana en que se aplazó la vista de la causa: «¡Han partido las blancas palomaaas! ¡El cielo se ha llenado de cuervoooos! ¡Aves negraaas!». Te gustaba cantarla porque, desentonando, sabías irritar por partida doble a los centinelas. «¡Cierra el pico, Panagulis!». Cuando llegó mayo con su calidez, acaeció aquel drama.
Una mañana te quitaron las esposas, te llevaron un caldero de agua caliente, te bañaron, te cortaron el pelo, te afeitaron, te ofrecieron una camisa limpia y un par de pantalones planchados, y te dijeron que podías salir al patio a estirar las piernas cuando quisieras. La cosa te sorprendió pero no entraste en sospechas: evidentemente habían decidido rendirse, ¿y por qué rechazar un suspiro de alivio? Saliste de la celda. En el patio no había nadie. Te apoyaste en el muro, ofreciste el rostro al sol, y un balón rebotó entre tus pies. Aguzaste la vista para ver quién lo había lanzado, pero el sol cegaba, y de nuevo no distinguiste a nadie. ¿Fue Morakis? Devolviste perezosamente el balón, y éste regresó. Sí, debía de ser Morakis, escondido quién sabe dónde, con ganas de bromear. Diste otro puntapié con mayor entusiasmo. El balón fue a rebotar en el muro fronterizo, que lo rechazó, y por tercera vez te lo encontraste entre los pies. ¡Ah, Morakis! Quería desafiarte, ¿eh? Bueno, pues le complacerías. Hacía siglos que no jugabas a la pelota, pero le demostrarías que, aun sin resuello, podías enfrentarte a él. «¡Hop! ¡Hop! ¡Hop!». Volviste a chutar, una, dos, tres, hasta que te atacó el asma, y te detuviste, resoplando: «¡Estoy cansado, Morakis!». Pero no te respondió nadie. «¡Morakis!». De nuevo el silencio. ¿Era posible que no fuese Morakis? Y mientras te formulabas esta pregunta, tuviste la sensación desagradable de ser observado. Sin embargo, el patio estaba vacío. ¿Vacío? No; ahora que te ibas acostumbrando al sol, distinguiste a un sargento allá, al fondo. Gesticulaba: «¡Chuta, Alekos, chuta!». No lo conocías. ¿Quién era? «¡Chuta, Alekos, chuta, juega!». Enrojecido, le volviste la espalda y entraste de nuevo en la celda. Luego, te pusiste a esperar a Morakis, y cuando llegó, al día siguiente, te bastó mirar cómo te alargaba los periódicos para comprender. Todos publicaban tu fotografía tomada mientras jugabas a la pelota; todos decían cuán infames eran las calumnias de las radios extranjeras, según las cuales te mantenían esposado desde hacía nueve meses, y dormías en el suelo como un perro y no veías nunca el sol, de tal manera que estabas como enterrado en vida; cronistas griegos y corresponsales de todos los países habían podido comprobar que, por el contrario, gozabas de buena salud, estabas bien aseado, ibas bien vestido, no llevabas esposas, salías de la celda cuando querías, y sentías tan poca ansia de luz, que volviste a penetrar antes de que te lo mandaran. Morakis destilaba tristeza: «Era mi mañana de paseo… Si hubiera estado yo, no habría sucedido… Te hubiera advertido… No lo supe hasta ayer noche y…». «Dime dónde estaban». «En el locutorio. Los escondieron en el locutorio. Te miraban por las ventanas». Permaneciste callado algunos minutos, luego rompiste a llorar y dijiste a Morakis que se preparase: querías huir a la semana siguiente.
Era la noche del viernes 5 de junio de 1969 y la prisión dormía. Acudió Morakis con el uniforme dentro de la bolsa, y te apresuraste a vestirlo. Luego, metiste en la bolsa tu ropa, dispusiste las cobijas para simular una silueta humana, a fin de engañar a quien observara por la mirilla, y ordenaste: «¡Vámonos!». Diríase que fueras a salir de jira. En cambio, Morakis parecía nervioso: la conciencia de transformarse en un desertor y en el responsable de la fuga más temida por el régimen, le hacía temblar las manos. «Ciérrala tú, yo no lo consigo», dijo, indicando la puerta de tu celda y entregándote el manojo de llaves. La cerraste con dedos firmes y te sumergiste en la oscuridad sin saber cómo ibas a resolver la primera dificultad: atravesar la cancela de la prisión. ¿Y si el centinela te reconocía? ¿Y si te pedía la documentación? El centinela estaba medio dormido. «Habla tú», dijo Morakis. Avanzaste y: «¡Despierta, recluta!». Luego le arrojaste el manojo de llaves: «¡Abre la cancela, recluta!». «La verdad, mi cabo…». «¡Ponte firme cuando hables con un superior!». «A sus órdenes, mi cabo». «¿Qué significa esta guerrera desabrochada? ¿Una manera nueva de llevar el uniforme?». «No, mi cabo. Perdone, mi cabo». «Déjame comprobar que todo está en orden aquí». «A sus órdenes, mi cabo. Compruebe usted, mi cabo». Detrás de ti, Morakis se lamentaba a flor de labios: «¡Oh, no! ¿Qué necesidad hay? ¡Oh, no!». Pero tú ni siquiera le escuchabas y, absorto en la comedia, continuabas manteniéndola descaradamente. «Pero ¡mira esto! ¿Es ésta la forma de custodiar las llaves? ¡Avergüénzate! Con semejante incuria, cualquiera podría escapar, ¡maldita sea! ¡Cualquiera! Bueno, por hoy te perdono, pero mañana te me presentas, ¿entendido?». «A sus órdenes, mi cabo». «Abre la cancela». «En seguida, mi cabo». «Y si volvemos no grites quién vive u otras tonterías, ¿entendido?». «A sus órdenes, mi cabo». Abrió la cancela y os encontrasteis en el campamento militar del que la prisión formaba parte, y ahora era preciso afrontar la segunda dificultad: salir del campamento. Pero ¿cómo? Presentarse al otro centinela y repetir la misma comedia era impensable, y encaramarse al recinto amurallado y saltarlo revestía el mayor riesgo, pues los focos de las torretas lo iluminaban cada cincuenta segundos. Sin embargo, no había elección. Os agazapasteis en el punto más alejado de los barracones en espera del momento adecuado, y apenas se presentó éste: «¡Vamos!». Morakis saltó rápidamente sobre tus hombros, se agarró al muro, llegó a lo alto, te tendió los brazos y tiró de ti: «¡Cuidado con el alambre de espino!». ¿Con el alambre de espino o con el haz de luz que avanzaba inexorablemente y que al cabo de un instante os iluminaría? «¡Tirémonos!». Se oyó que algo se rasgaba, por partida doble: los pantalones y la guerrera de ambos se habían desgarrado. Pero el salto salió bien, sin torceduras ni magulladuras, así que podíais lanzaros colina abajo y llegar a la carretera. El único obstáculo era un pastor con su rebaño y su perro, precisamente a mitad de trayecto. «¿Nos verá el perro?». «Esperemos que no». «¡Ánimo!». Morakis fue el primero. Doblado en dos corría como una liebre; tú, en cambio, tenías que pararte cada poco trecho para recuperar el resuello, y el perro te vio. Ladraba, ladraba. Continuó ladrando hasta que, sucio de tierra y resoplando, ganaste la carretera. Y ahora había que llegar a Atenas.
Por regla general, quien se evade de una cárcel lo hace con la complicidad de alguien del exterior; por ejemplo, de una persona que lo espera en automóvil y le permite proseguir la fuga. Pero tu desconfianza, unida a la afición por el juego imposible, descartó esta solución y prohibió a Morakis que buscara ayuda. Nadie debía saber que ibas a escapar con él; todo debía confiarse a la suerte y a tu iniciativa, pese a que por la carretera no pasaba un alma. «¿Y ahora?», preguntó Morakis. «Ahora tomamos el autobús.» «¿¡¿El autobús?!?». «Sí, el autobús, como corresponde a dos cabos que salen de paseo».
El autobús llegaba, y te montaste junto con Morakis, pero no hizo falta mucho tiempo para comprender que fue un error: con el uniforme desgarrado y estropeado, parecíais cualquier cosa menos dos cabos que salían de paseo. El cobrador os miraba perplejo: «¿Una pelea?». «Huy sí. Un gamberro se permitió insultar al ejército». «¿Van a la ciudad?». «No, nos apeamos en la próxima parada». Os apeasteis. Morakis estaba cada vez más inquieto. «¿Y ahora?». «Ahora tomamos un taxi». También pasó el taxi. Os transportó algunos kilómetros, pues servía solamente la zona de Boiati. Luego, otra vez a pie, protegidos tan sólo por la oscuridad. «¿Y ahora?». «Ahora me quito el uniforme». Te escondiste tras un árbol, tomaste la ropa que metiste en la bolsa de Morakis, y te cambiaste con un suspiro de alivio: así se perdería el rastro de dos cabos de uniforme. «¿Y ahora?». «Ahora buscamos un segundo taxi, y después un tercero, hasta Atenas». El tercer taxi os llevó a la ciudad a media noche, y en este punto salió a flote la fragilidad desconcertante de un plan confiado a la suerte: ¿dónde esconderse? Durante los preparativos, Morakis te preguntó muchas veces: «¿Después, dónde irás? Yo puedo refugiarme en casa de una chica, una pariente, pero ¿y tú? Tu familia está vigilada, y tus compañeros se hallan en prisión. ¿Cómo te las arreglarás?». Y tú le respondiste: «No te preocupes, un millar de casas está dispuesto a albergarme». Casas ¿de quién? ¿De quienes se despiertan siempre cuando el riesgo ha pasado y la libertad se ha recuperado; en definitiva, de los parlanchines, de los tipos viles que apenas puestos a prueba se derriten como velas al fuego? Algunos ni te abrieron la puerta. «¿Quién es?». «Soy yo, Alekos; me he escapado, déjame entrar». «¡Largo, estás bromeando, largo!». Otros retiraron la cadena y con sólo percibirte fueron presas del pánico: «¡No puedo; es demasiado peligroso, no puedo!». Incluso una muchacha que decía amarte te echó como a un mendigo cubierto de lepra: «¡Vete, rápido! ¿Acaso pretendes que termine en la ESA por ti?». A las tres de la madrugada aún ibas vagando de un barrio a otro, y Morakis se desesperaba: «¿Qué hacemos? ¿Dónde te dejo?». Estabas exhausto; de tanto caminar tenías las piernas deshechas, y te arrastrabas murmurando: «Ya no estoy acostumbrado; debo descansar, debo descansar». Finalmente, divisaste un edificio en derribo: «¿Y si descansáramos aquí?». «De acuerdo», repuso Morakis. En seguida os dormisteis, tendidos el uno junto al otro, como niños, y al amanecer fuisteis despertados por un grito: «¡Maricones! No se viene a las obras a hacer porquerías, ¿entendido, sucios maricones? ¡Policía, policía!». Apenas hubo tiempo de levantarse y echarse a correr, perseguidos por un grupo de obreros amenazantes. Al volver la esquina, te detuviste: «Es preciso separarse, ¡rápido!». «No puedo dejarte solo, Alekos, ¡no puedo!». «¡Sí que puedes! ¡Te he dicho que te vayas, vete!». «Pero ¿dónde irás tú, dónde?». «No lo sé, no pienses en eso, ¡escapa!». Los obreros se estaban aproximando: «¡Policía, deténgalos, policía!».
Morakis torció la esquina. No hubo tiempo ni de saludarlo, darle las gracias, decirle adiós.
Y hete aquí solo en la ciudad que se despierta. Hete aquí expuesto a la luz del sol, con aquel rostro que seis meses antes fue fotografiado por todos los periódicos, con aquel bigote que te hace reconocible incluso en un país de hombres bigotudos: ¡si al menos se te hubiera ocurrido la idea de afeitártelo! «Viste pantalones oscuros, jersey celeste y lleva bigote», dirían los mensajes radiados. Sin duda, a esta hora, las siete de la mañana, habían descubierto ya la fuga, y los mensajes radiados habían sido transmitidos, así que de tomar un taxi ni hablar. Tomar un autobús, peor. Continuar por las calles, frecuentadas o desiertas, lo mismo. El asunto debía resolverse en seguida, en aquel barrio. ¿Qué barrio era? Ah, sí: Kipseli. ¿Quién vivía en Kipseli? ¡Patitsas! ¡Dimitrios Patitsas! ¿Era posible que no se te hubiera ocurrido ayer por la noche? Dimitrios era un pariente lejano, un primo segundo, y había mantenido relaciones con la Resistencia: Theofiloiannacos te pidió confirmación de ello durante el interrogatorio, a golpes de falanga. «¿Quién es el tal Dimitrios, que suministraba los pasaportes falsos, quién es?». Tampoco en este caso salió una palabra de tu boca. Aunque sólo fuera por gratitud, Dimitrios te hospedaría por una noche, pero ¿cuál era su dirección? Ah, sí: calle de Patmos, 51. Así, pues, veamos: ¿por dónde se toma para ir a la calle de Patmos? Por aquí: se vuelve a la derecha, luego a la izquierda y, luego, otra vez a la derecha… ¡Calle de Patmos! Pero qué larga es, no acaba nunca: ese es el número ciento cuarenta y nueve, y hay que llegar al cincuenta y uno. Ciento cuarenta y nueve, ciento cuarenta y siete, ciento cuarenta y cinco… Noventa y nueve, noventa y siete, noventa y cinco… Siempre con la cabeza gacha, con el miedo de que uno se vuelva y diga: «Pero ¿ése no es Panagulis?». Cincuenta y siete, cincuenta y cinco, cincuenta y tres… ¡Cincuenta y uno! Finalmente llegaste al cincuenta y uno y oprimiste el pulsador. El penúltimo arriba, a la izquierda. Por el portero electrónico repuso una voz soñolienta: «¿Quién es?». «Soy yo». «¿Yo? ¿Quién?». «¡Abre, Dimitrios! ¡No pierdas el tiempo, por caridad!». Un ruido seco y el portal se abrió. No estaba el portero. Una duda breve: el ascensor o la escalera, y luego escaleras arriba, resoplando. ¡Dios mío, cuántas escaleras para un hombre que no sube un peldaño desde hace once meses y que tiene las piernas destrozadas! Ocho tramos antes de llegar al cuarto piso, donde una caruca aterrorizada te contempla, incapaz de echarte. Pero esta vez no perdiste tiempo en pedir ayuda. De un salto te introdujiste en la casa y cerraste la puerta a tus espaldas: «Me he evadido, Dimitrios. Debes esconderme al menos una noche». «¡¿Evadido?! Explícate…». «Después. Ahora dame una navaja; debo afeitarme el bigote».
Sin bigote eras casi irreconocible. Te observaste complacido en el espejo, y luego te dedicaste a inspeccionar la casa. Una ojeada bastaba para comprender que el azar te había conducido a un refugio excelente: la calle de Patmos se encontraba en una especie de alcazaba, y el apartamento de Patitsas, en un edificio idéntico a los demás. Por añadidura, disponía de una doble terraza desde la cual, en caso de necesidad, se podía saltar sobre el tejado adyacente y desaparecer. Pero tal necesidad no iba a presentarse: ¿quién hubiera podido descubrir nunca que estabas escondido allí? Nadie te vio entrar, nadie te vio subir, y desde las ventanas de enfrente no se podía seguir lo que sucedía allí dentro porque eran mucho más bajas. Contaste las habitaciones: salón, baño, cocina y un cuarto con la puerta cerrada. «¿Quién está ahí?». «Un amigo». «¡¿No vives solo?!». «No, pero no te alarmes. Es un amigo de verdad, un compañero». «¿Cómo se llama, a qué se dedica?». «Se llama Perdicaris y es estudiante». «Quiero hablar con él». Patitsas abrió la puerta. Un joven dormía bajo los retratos de los hermanos Kennedy y un gran cartel que reproducía la plaza Roja, con las agujas de las catedrales y el Kremlin. Contuviste una sonrisa y entraste. Lo despertaste y te enfrentaste con él, decidido. «Soy Panagulis y me he escapado de Boiati. Nada de pasos en falso, ¿entendido?». Superado un instante de estupor, saltó de la cama y te respondió con besos, abrazos y juramentos de fidelidad. Alekos-tú-no-sabes-cuánto-te-admiro. Alekos, daría-la-vida-por-ti. Y Patitsas, señalando las fotografías de los hermanos Kennedy y de la plaza Roja, con las agujas de las catedrales y el Kremlin: «¿No te lo decía yo? ¡Tranquilo! Estás entre compañeros, maldita sea, no podía ocurrirte nada mejor. ¿Por qué no viniste en seguida aquí? Ahora descansa, come, y ¡cuéntanos cómo lo has hecho, demonio!». Así continuó, entre seguridades y lisonjas, hasta el momento en que la radio transmitió la noticia. La fuga había sido descubierta a las ocho de la mañana, según la radio, cuando los centinelas tuvieron que forzar la puerta de la celda porque no se encontraban las llaves confiadas al cabo Morakis. Este último había desaparecido junto con Panagulis, y ahora se le buscaba como cómplice y desertor. De inmediato se suscitó una discusión: era obvio que debías abandonar el país, pero ¿cómo? ¿Sería mejor partir por tierra o por mar? Patitsas decía que por mar, en un mercante extranjero o en un yate; Perdicaris manifestaba que por tierra, a través de la frontera con Albania o Yugoslavia; tú te mostrabas partidario del avión, pues sin bigote y con gafas nadie te reconocería. Sólo precisabas un pasaporte. Pero en eso ya había pensado Dimitrios. «¿De veras, Dimitrios?». «Desde luego. Mañana». Pero al día siguiente el asunto se aplazó. Es domingo, ¿sabes?, y el domingo todos se van a la playa; en domingo no se puede hacer nada. Además, ellos tenían una cita con dos muchachas, y si no acudían levantarían sospechas. Adiós, nos veremos a la hora de la cena.
A la hora de la cena no volvieron. Ni tampoco a medianoche, ni de madrugada, ni el lunes por la mañana, ni el lunes por la tarde: ¿por qué? Presa de la angustia, contabas los minutos y cada minuto era una negra hipótesis. ¿Los habrían detenido? Desde luego que no, pues en tal caso la policía ya se habría presentado a buscarte. ¿Habrían sufrido un accidente de automóvil? No; en tal caso alguien habría dado señales de vida. ¿Y si estaban en…? Por Dios que en eso ni querías pensar: estaba claro que se habían quedado a dormir con las dos chicas y que… ¡Un cuerno, estaba claro! ¿Acaso no sabían que estabas solo, preocupado, nervioso y con el problema de no perder tiempo, de abandonar el país? No tenías comida. En el frigorífico dejaron dos huevos, un tomate y el queso empezado el sábado por la noche. Los huevos y el queso los comiste inmediatamente, y el tomate, después, de manera que no te quedaba más que una corteza de pan. ¿Y no tenían en cuenta ni eso? A menos que… No, Dimitrios era una persona de fiar, y Perdicaris un buen chico; seguro que estaban buscando un pasaporte y por eso no daban señales de vida. Eso es lo que te decías. Pero quedaba la duda que te intoxicaba como un veneno, y presa de ella te agitabas, te arrojabas sobre la cama, te levantabas, conectabas la radio, la apagabas, sofocado de rabia, de impotencia y de incertidumbre. ¿Había que irse o no? De acuerdo, irse hubiera sido un gesto en los límites de la locura, pero tampoco era el caso de permanecer allí. Supongamos que, pese a la acogida, hubieran sido invadidos por el miedo. Por miedo se cometen todas las infamias, y te parecía verlos con sus carucas granujientas, sus cabellos grasientos y sus vulgares vaqueros; te parecía escucharlos: «Precisamente a nosotros tenía que sucedemos. ¡Yo no voy a presidio por él!». «¡Ni yo!». «¿Y si fuéramos a la policía?». «Es más sencillo no volver a casa, rendirlo por hambre: antes o después se largará». Sí, fue un error refugiarse en la calle de Patmos; ahora te dabas cuenta. Un error y una pérdida de tiempo precioso. Cuando oscureciera te irías. Esperaste la oscuridad y, en el preciso instante en que te disponías a marcharte, se abrió la puerta: «¡Aquí estamos! ¡Ah, las mujeres! ¡Qué putas, las mujeres! Por más vueltas que le des, siempre tienen la culpa las mujeres. Nos secuestraron. Decíamos: ¡si al menos pudiéramos telefonearle! Pero nos hemos ocupado de ti todo el tiempo. Hemos estado en el puerto y te hemos encontrado barco. Se trata de un mercante que zarpa del Pireo el miércoles, directo a Italia».
En los años que vivimos juntos y que te revelaron a mis ojos, advertí que era éste un tema del que hablabas poco y a disgusto: los días que pasaste en casa de Patitsas y Perdicaris. En cuanto yo trataba de hacer más averiguaciones, palidecías y replicabas: «Déjalo correr». Una vez, sin embargo, renunciaste a tus reticencias y, al narrarme lo que llevo contado, me dijiste que al oír sus voces, aquí-estamos-qué-putas-son-las-mujeres, se te revolvió el estómago. Al mirarlos a la cara, te invadió una inquietud extraña. Algo en ellos no te convencía: estaban demasiado alegres, demasiado cordiales, charlaban en exceso y se contradecían. Por ejemplo, ¿estuvieron con las chicas o anduvieron ocupándose de ti? Ambas cosas no ligaban bien. Y el mercante, ¿qué mercante era? ¿Cómo lo encontraron, con quién trataron, qué pretextos emplearon? Te pusiste duro: «Chismorread menos y explicaros mejor». «De veras, Alekos, de veras. Pero ¿por qué te pones nervioso? Ten paciencia, ten calma; tenemos toda la noche por delante y debemos comer, al menos debemos comer. ¿No tienes hambre? Mira qué cosas tan buenas hemos traído: berenjenas, cabrito, rollos de carne». «Primero las noticias y luego los rollos de carne». «¡Ah, entonces no te fías de nosotros! Te hemos dejado solo demasiado tiempo, ¿eh? Te has puesto nervioso, y quién sabe qué se te ha metido en la cabeza. Es verdad; debimos regresar ayer por la noche, pero aquellas dos putas… Esta mañana quise venir a verte en un salto, pero era tan tarde que hubiera llegado tarde a la oficina». Te volviste hacia Perdicaris: «¿También tú hubieras llegado tarde a la oficina? ¿También tú vas a la oficina?». «No, tenía clase en la universidad». «¿También a mediodía tenías clase en la universidad? ¿Y por la tarde?». «Vamos, Alekos, eres injusto. Por la tarde he ido al puerto y he buscado al comandante…». «¿Cómo se llama ese comandante?». «La verdad es que no me acuerdo, Alekos. Tiene un nombre extranjero, difícil. ¿Era japonés o sueco, Dimitrios?». «Me parece que sueco». «¿Y el barco?». «Sueco, ¿no?». Lo agarraste por el cuello: «No me busques las cosquillas, muchacho». Si no hubiera corrido Patitsas, lo habrías destrozado: «Calma —intervenía Patitsas—, calma, tienes los nervios deshechos, lo comprendo. Pero ¡mira que tomarla con él, pobrecillo! ¿Por qué no la tomas conmigo? He sido yo quien lo ha mandado al puerto. ¿No te fías de mí? Soy tu pariente, tu amigo. De niños jugábamos juntos, ¿lo has olvidado?». Lo empujaste a un lado: «Yo me voy». «¿Estás loco? ¿Quieres que te maten?». Y el otro: «No, Alekos, no. ¡Nos has interpretado mal!». Mientras tanto, te buscaban las manos, te acariciaban, lloriqueaban. Al fin capitulaste: «Bueno, comamos esos rollos de carne y esas berenjenas». Comisteis y bebisteis. Había vino en abundancia, blanco, como te gustaba, resinado; hacía casi un año que no probabas el vino. La rabia del principio se trocó pronto en alegría, y la alegría en aturdimiento. «Ahora, muchachos, hablemos de ese barco que zarpa el miércoles». «Después, Alekos, después. Hemos bebido demasiado; echemos un sueñecito». «¡Sí, sí, otro vaso y luego un sueñecito, Alekos!». Bostezando, acabaste en la habitación de Perdicaris y, bajo el retrato de los hermanos Kennedy y el gran cartel de la plaza Roja, con las agujas de las catedrales y el Kremlin, compañeros-somos-compañeros, te dormiste y tuviste un sueño angustioso. Los peces. Estabas con Morakis en la carretera de la costa donde se produjo el atentado, pero él se hallaba en la mitad de la escarpadura y tú en una roca junto al agua. Morakis gritaba: «Cuatro ojos ven más que dos; ¿por qué nos hemos separado?». Luego, una ola arrojaba sobre la roca dos peces. Querías agarrarlos pero estaban vivos y eran tan escurridizos que sólo rozándolos se escapaban velocísimos: si tomabas uno huía el otro, y si agarrabas éste perdías al primero. Sufrías, pues te constaba que no servía coger uno solo; era preciso agarrar a ambos. ¡Morakis —llamabas—, Morakis, ven a ayudarme! Pero Morakis no te oía. Caíste de la roca, y en el momento de ahogarte te diste cuenta de que Morakis había caído antes que tú. Patitsas te sacudió: «¿Qué te ocurre? ¿No te encuentras bien?». «¿Por qué?». «Te agitabas, te lamentabas». «He tenido un mal sueño. Algo sucederá». «No sucederá nada, Alekos. Duerme tranquilo».
A la mañana siguiente era martes y Patitsas salió muy aprisa, cuando aún estabas soñoliento. «¡Ah, anoche no hablamos del barco! ¡Todo aquel vino! Hablaremos a mediodía. Estaré de vuelta a mediodía. Adiós; perdona, me voy pitando». Ni siquiera tuviste tiempo de responderle no-hablemos-ahora-mismo-por-Dios. Aquello renovó el malestar que el vino había disuelto, pero te impusiste el superarlo, y un par de horas después, te levantaste y casi te sentías confiado. Silbando, hiciste café, lo bebiste, conectaste la radio y, de pronto, el malestar volvió. El locutor estaba diciendo que no se habían encontrado pistas de ti ni de Morakis, y que el gobierno ofrecía medio millón de dracmas a quien suministrara indicios útiles para la captura. Maldita sea, medio millón de dracmas era una bonita cifra, más que suficiente para que a alguien se le hiciera la boca agua. Debías permanecer atento, evitar ruidos cuando Patitsas y Perdicaris no estaban en casa, mantener la luz apagada y la radio baja, o los vecinos podrían entrar en sospechas. Medio millón de dracmas. Hum, medio millón de dracmas. ¿Sabían aquellos dos que valías medio millón de dracmas? Despertaste a Perdicaris, que en la estancia contigua dormía la mona: «Eh, ¿sabes que valgo medio millón de dracmas?». «De eso se habla por lo menos desde ayer», masculló Perdicaris, que acto seguido se volvió del otro lado y reanudó sus ronquidos. ¡¿Desde ayer?! ¿Cómo que desde ayer? ¿Y por qué no me lo dijeron? Y a ellos ¿quién se lo dijo? La radio no, desde luego. No te habías perdido un solo boletín de noticias, y ésta era la primera vez que se aludía a una recompensa. ¿Acaso los periódicos? No, los periódicos no salen el lunes. Si de verdad lo hubieran publicado los periódicos, la noticia se remontaría al domingo y… Volviste junto a Perdicaris: «¡Eh, tú! ¿Quién habló de la recompensa?». «Oh, no lo sé, no lo recuerdo, he bebido demasiado, déjame dormir; ¿qué importancia tiene?». Parecía sincero y le creíste. Oh, Dios, basta de desconfianza, de sospechas: ¿habías perdido tu optimismo? ¿Ya no sabías lo que era tener paciencia? Te acostaste en la cama y aguardaste a Dimitrios. Estaré-de-vuelta-a-mediodía, dijo. A las doce en punto la llave giró en la cerradura. Te incorporaste sobre un codo: «¿Dimitrios?». Te respondió una agitación, el ruido de una silla volcada, y la casa fue invadida por una veintena de policías de paisano que apuntaban con sus revólveres: «¡Manos arriba o disparamos!».
Aquí están las fotografías que te tomaron mientras te exhibían ante los periodistas, por la tarde, antes de conducirte al campamento militar de Gudi. Tus ojos miran al suelo, tu boca está sellada en una mueca de una amargura que mueve a compasión, y tus manos penden inertes a causa de los hierros que te aprietan las muñecas: pareces el símbolo mismo de la derrota y la humillación. Una humillación que no nacía tanto del hecho de haber sido capturado de nuevo, cuanto de lo que el ministro de Orden público declarara a la prensa. «Lo han traicionado miembros de su propia organización para cobrar la recompensa. Son dos y se llaman Patitsas y Perdicaris». Sin embargo, a ti el comisario te dijo mucho más. «¿Creías tener esclavos obedientes y devotos, eh? ¡Desde el domingo sabíamos que estabas en la calle de Patmos, 51! No entramos porque esperábamos que salieras: habíamos prometido a tu primito que no te prenderíamos en su casa. Vino aquí y dijo: "Está tan nervioso que saldrá. ¡No le he dejado ni siquiera un poco de comida!" Hemos esperado dos días, vigilando todos tus movimientos. Luego nos cansamos y les largamos a tu primito y a su amigo: ¿a qué estamos jugando? ¡Ése es capaz de quedarse ahí meses, acostumbrado como está al presidio! Y él: "Ya me las arreglaré para que salga; lo conduciré al puerto". Perdimos la paciencia. Le exigimos las llaves de la casa. Pero medio millón de dracmas no le bastan, y ha pedido también un empleo en Olympic Airways. Se lo hemos procurado. Nosotros somos unos caballeros, personas que mantienen su palabra, y no embrollones como tus amigos». Más tarde te dijo que también Morakis había sido capturado. Lo estaban interrogando ya con mucha, mucha energía. Y confesaba, confesaba.