La sala era pequeña y hedía porque en el corredor adyacente se alineaban los retretes con las tuberías atascadas. En la pared central había un icono que representaba la Virgen y el Niño bendiciendo a las víctimas de aquel mal olor. Bajo el icono se hallaba el largo banco ocupado por el consejo de guerra, cuyos miembros fueron elegidos entre los oficiales adictos al régimen, todos embutidos en el uniforme verde botella, con los botones dorados y los distintivos de las solapas rojos. A la izquierda del tribunal estaba un magistrado calvo, de rostro grueso y grasiento, que hubiera podido impugnar el consejo porque no era militar: el representante del ministerio público, Liappis. A la derecha estaba el banquillo de los acusados: catorce además de ti. Perpendicularmente al banquillo y frente al tribunal se hallaba la mesa de los defensores nombrados en el último momento, y sin conocer las conclusiones del sumario. Llenos de frío y de miedo, aovillados bajo sus togas negras, parecían pajarillos en equilibrio sobre un cable eléctrico. Uno piaba: «¡Sería necesario un aplazamiento, sería necesario un aplazamiento!». Detrás de él estaba la mesa de los periodistas, admitidos con parsimonia y con mil limitaciones: nada de grabadoras para los representantes de la radio, nada de filmadoras para los de la televisión, nada de cámaras fotográficas a menos que el presidente concediera una autorización especial. Por último, estaba el recinto del público, para acceder al cual era preciso sufrir una especie de examen: los familiares y los amigos de los acusados no podían asistir a la vista. Entraste cuando todos estaban sentados en sus puestos, callados como muertos. Caminabas con la cabeza alta, esposado y estrujado entre dos policías que te agarraban por los codos. Con ellos llegaste hasta la primera fila, precisamente junto a la valla que rodeaba el banquillo, y sólo en aquel punto te quitaron las esposas. Pero sin aflojar la presa sobre los codos. Vestías uniforme de soldado, demasiado ancho para ti y elegido a propósito para que parecieras grotesco. Dos horas antes la emprendieron a bofetadas contigo porque no querías vestirlo y reclamabas el traje de paisano como los otros catorce. Te lo pusieron riéndose de ti y diciendo que estaba muy bien, sobre todo de cuello y de hombros. El cuello te bailaba dentro y los hombros te apretaban. Habías adelgazado mucho en tres meses, habías perdido veinte kilos con relación a tu peso normal, y así se comprendía por el rostro consumido y por los pómulos a flor de piel. Una pariente que logró colarse, te buscaba en vano en el banquillo y murmuraba: «No lo veo, no está, ¿cuándo va a venir?». Pero tus ojos eran dos balsas de vida, y sonreías con tanto orgullo y con tan feliz insolencia, que a la gente le costaba esfuerzo dedicarte un poco de piedad. Por lo demás, la gente no te conocía, y las voces de tu calvario nunca sobrepasaron los confines de la ESA. Todo lo que la gente sabía de ti no iba más allá del retrato de un mercenario atemorizado y oscuro, de un delincuente común que ha actuado para embolsarse un dinero. Las informaciones, en suma, suministradas por la prensa del régimen, por los viles plumíferos que en un régimen democrático se presentan como maestros de valentía y libertad, pero apenas se instaura una dictadura se meten en la cama como putas, y para servir a aquélla calumnian a los mismos a los que antes exaltaban, exaltan a los que antes calumniaban, así que venga a describir con complacencia las concentraciones oceánicas de plaza Venecia, las virtudes deportivas del dictador que a los setenta y cuatro años aún nada en el río Yang Tze, y cuando el miedo ha pasado y la democracia retorna, vuelven a empezar desde el principio, impunes, sin que nunca les suceda nada, en vista de que hay tanta necesidad de ellos como de los zapateros y de los enterradores. ¿Qué harían sin ellos los nuevos amos? ¿Cómo se las arreglarían sin ellos los santones del poder que manda, promete y asusta? Ocho años después, muerto ya, te hubieran exaltado. Y hubieran escrito en sus periódicos athánatos, inmortal, athánatos. Ahora, en cambio, te insultaban. Tanto más cuanto que no había un partido, una ideología organizada o una religión reconocida que te protegiera.
Leyeron el acta de acusación: intento de subversión del Estado, intento de asesinato del jefe del Estado, tenencia de explosivos y armas, deserción. Escuchaste sin pestañear, sin renunciar a la sonrisa. Todo era verdad y no podías negarlo. Pero luego dijeron que te habías reconocido culpable en un documento firmado en el que denunciabas a tus cómplices, y hasta los más ciegos vieron quién eras. Porque te vieron liberarte de la tenaza de los dos policías, ponerte en pie de un brinco, levantar el índice hacia los jueces y clamar: «¡Embusteros! ¡Mi firma no figura en el sumario y vosotros lo sabéis! Cualquier documento que lleve mi firma es una falsificación de Hazizikis y de Theofiloiannacos, y vosotros lo sabéis, siervos de la tiranía». «¡Guarde silencio el acusado!». «Silencio ¿quién? Acusado ¿por quién? ¿Por vosotros? ¿Vosotros os atrevéis a acusarme?, soy yo quien os acuso, soy yo quien os denuncio, yo quien os condeno por vuestras mentiras y por vuestras sevicias!». Y trataste de abrirte la camisa para mostrar al menos las cicatrices del pecho, las puñaladas de Theofiloiannacos en el costado. «¡Acusado, no está permitido desnudarse en la sala!». «¡Está permitido desnudarse, si es necesario, para aportar pruebas!». «¡¿Qué pruebas!?». «¡Las pruebas de las sevicias que he sufrido durante el interrogatorio! ¡Puñaladas, porrazos y garrotazos, golpes con la fusta de acero!». «¡Silencio!». «¡Quemaduras de cigarrillos en los genitales! ¡Falanga en las plantas de los pies!». «¡Silencio!». «¡Agujas en la uretra, torturas sexuales!». «¡Silencio! ¡Acusado, silencio!». «¡Ahogamiento, puntapiés, bofetadas! ¡Todavía antes de entrar en esta sala me han pegado! ¡Y desde hace noventa días, noventa, no me quitan las esposas! ¡Ni siquiera para dormir, ni siquiera para orinar! ¡Yo solicito, exijo, que un médico examine en esta sala mi cuerpo y confirme la veracidad de mis afirmaciones! Solicito que se instruya expediente por falsificación a los comandantes Hazizikis y Theofiloiannacos. Solicito que sean juzgados por torturas los subcomisarios Babalis y Malios, el hermano de vuestro presidente, Costas Papadopoulos y los oficiales de la ESA cuyos nombres me reservo. Solicito…». «¡Acusado, esas cosas no conciernen a este consejo!». «Si no conciernen al consejo, señores del tribunal, tengo razón por partida doble cuando os llamo siervos del régimen». Te condenaron sumarísimamente a dos años de prisión por ofensas al tribunal y a las autoridades.
La vista duró quince días, y desde una perspectiva legal fue una auténtica farsa. Los testigos eran los mismos que habían llevado a cabo las investigaciones o que te habían torturado: se sucedían a toda prisa, confirmando el sumario, y los abogados no se atrevían ni siquiera a impugnarlos. En tu defensa sólo citaron a dos o tres personas que antes de declarar fueron amenazadas, de tal manera que en el estrado dijeron todo lo que quería Liappis. Por temor a desagradar al tirano, Liappis exageraba su papel; cada una de sus intervenciones tendía a desacreditarte, a sostener que eras un mercenario al servicio de los extranjeros, en particular de Policarpos Gheorgazis, y además un bandido, un aventurero, un pendenciero detestado por todos. Para probarlo, recurría a la confesión cuya autenticidad negaste, lo que en vano rogaba tu defensor constara en acta. Tu defensor no podía comunicarse contigo, y sólo le permitían acercársete durante algunos minutos en el transcurso de la vista, mientras los dos policías que llevabas a los lados escuchaban, comentaban, estorbaban. A esos dos pronto se les añadió un tercero que se situaba a tu espalda y no te dejaba hablar. Sin embargo, nunca renunciaste a la actitud que te habías impuesto, y siempre había un momento en que lograbas ponerte de pie para protestar, desenmascarar y desmentir, suscitando un estupor admirativo en el tribunal: ¿se había visto nunca un hombre que arriesga la pena de muerte, transformarse de acusado en acusador con tanta firmeza, con tanta lucidez? Pero ¿estaba loco o era un suicida? ¿No comprendía que estaba reclamando su propia condena? Lo comprendías, claro está, sabías que con aquel comportamiento te jugabas la vida, la arrojabas sobre la mesa del tribunal como una ficha en la mesa de la ruleta: rouge ou noir, et rien ne va plus. Pero no jugabas a ciegas, jugabas científicamente, calculando con sutileza y distanciamiento las consecuencias de cada gesto, de cada frase, dosificando cada bravata con igual dosis de raciocinio y valor, empuje y astucia: de gran jugador que no se acerca a la mesa de la ruleta para ganar sumas miserables. Años después me lo explicaste. Me explicaste que, de acuerdo, sólo tenías una remotísima probabilidad de sobrevivir. Digamos el uno por ciento. En un noventa y nueve por ciento te iban a fusilar. Pero precisamente por eso debías jugar fuerte, siguiendo un sistema que aturdiera y turbase, que sembrara en tus acusadores la duda: está-tan-seguro-de-sí, que-a-lo-mejor-tiene-razón. Así, cada día te volvías más decidido, más agresivo, te erguías más orgulloso sobre los demás acusados que, en cambio, se humillaban negando, justificando, tal vez acusándose entre sí o arrojando las culpas sobre ti. Y la esperanza de ganar aquel uno por ciento crecía, crecía.
Pero llegó el día fijado para tu defensa y para la acusación de Liappis, y sucedió algo que no habías previsto: te enamoraste de la idea de morir. ¿Para qué continuar el juego? ¿Para que te infligieran lo que podías exigir orgullosamente, para mantener el papel de víctima? El papel de víctima hay que rechazarlo siempre; nunca se obtiene nada con el papel de víctima, y he aquí la gran ocasión anhelada: demostrar al mundo quién eras y en qué creías. La prensa del régimen no iba a tomarlo en cuenta, desde luego, pero los periodistas extranjeros, sí. Ellos no arriesgaban nada desobedeciendo, de manera que contarían la verdad sobre este hombre que vivía y moría como un hombre, sin doblegarse, sin asustarse, sin resignarse, predicando el único bien posible, el único bien que cuenta: la libertad. Y tal vez lo contaría algún otro en tu país. Algún juez, algún abogado, algún policía arrepentido. Y muchos sabrían. Una vez muerto, te amarían, tal vez te imitarían, y ya no volverías a estar solo. «¡Levántese el acusado!», te instó el presidente. Según la costumbre, el acusado debía hablar antes que el ministerio público. Los tres policías aflojaron la tenaza. Te levantaste. Miraste a la cara a los miembros del tribunal, uno a uno. Y tu voz se elevó firme, sonora. Bellísima.
«Señores miembros del consejo de guerra, seré breve. No les aburriré. Ni siquiera insistiré acerca del interrogatorio infame que he sufrido: lo que ya he dicho sobre él me basta. Antes de examinar las acusaciones que se me formulan, prefiero insistir sobre otro aspecto del vergonzoso sumario que me afecta: vuestra tentativa de sostener la acusación con falsas pruebas, elementos no veraces, testimonios amañados o impuestos a los testigos de ambas partes. En efecto, esta mi defensa no pretende ser una justificación y no lo será. Quiere ser, más bien, una requisitoria y lo será: partiendo precisamente del falso documento que se me atribuye y que ha sido el hilo conductor de la totalidad del proceso. Documento importante, en mi opinión, porque es típico de todos los procesos que se desarrollan en los países donde la ley se suprime a la vez que la libertad. No sois los únicos que caéis en esta ignominia, no. Seguramente, mientras os hablo, patriotas de otros países sin ley y sin libertad son juzgados por un consejo de guerra sometido a un régimen tiránico, y condenados basándose en pruebas falsas, en elementos no veraces, en testimonios amañados o impuestos a los testigos, en confesiones semejantes a la confesión que yo nunca hice y nunca firmé, como lo demuestra el hecho de que no lleva mi firma sino la de dos esbirros que se llaman Hazizikis y Theofiloiannacos. Esbirros desprovistos de respeto a la gramática, por añadidura. Esta noche he podido leer por fin esos folios, y resultaría difícil precisar si me he estremecido más por las mentiras o por los groseros errores gramaticales que contienen. Si los hubiera visto antes, os lo aseguro, aun en estado de coma hubiera sugerido algunas correcciones. ¡Ay, de qué analfabetos dispone este régimen! Se diría que la ignorancia corre parejas con la crueldad. Y bien, señores del consejo de guerra, vosotros sabéis muy bien que servirse de un documento falso es inaceptable tanto desde un punto de vista, moral como legal. Y puesto que este proceso se ha construido sobre dicho documento, yo tendría derecho a impugnarlo. No lo he impugnado porque no quería induciros a creer que tenía miedo de enfrentarme con la acusación. Está claro que acepto la acusación. Yo nunca, la rechacé. Ni durante el interrogatorio ni ante vosotros. Y ahora repito con orgullo: sí, yo monté los explosivos, yo hice saltar las dos minas. Y ello con la finalidad de matar al que llamáis presidente. Sólo lamento no haber conseguido darle muerte. Desde hace tres meses es mi pena más grande, desde hace tres meses me pregunto con dolor en qué fallé, y daría el alma por volver atrás y triunfar. Así, pues, no es la acusación en sí lo que provoca mi indignación; es el hecho de que a través de aquellos folios se intente deshonrarme declarando que fui yo quien implicó a los demás acusados, quien dio los nombres que han sido pronunciados en esta sala. Por ejemplo, el nombre del ministro chipriota Policarpos Gheorgazis. Aquí radica la infamia, y también lo que en ella hay de típico. Para reforzarla, mis acusadores han llegado a decir que mis antecedentes penales eran turbios, que fui un teddy boy de muchacho y un indeseable de adulto, un ladrón y un mercenario. Mis antecedentes penales están ante vosotros, señores del consejo de guerra, y en ellos podréis comprobar que nunca fui un teddy boy, ni un indeseable, ni un ladrón ni un mercenario. Fui siempre y sigo siendo un combatiente que lucha por una Grecia mejor, un mañana mejor; en suma, por una sociedad que crea en el hombre. Si yo me encuentro aquí es porque creo en el hombre, y creer en el hombre significa creer en su libertad. Libertad de pensamiento, de palabra, de crítica, de oposición: todo lo que el golpe fascista de Papadopoulos eliminó hace un año. Y henos aquí en la primera acusación que se me formula».
«La primera acusación, incluso en orden de importancia, es tentativa de subversión del Estado: artículo 509 del Código penal. ¿Y no es paradójico que me la formulen precisamente quienes el 21 de abril de 1967 infringieron el artículo 509? ¿Quién tendría, pues, que sentarse en este banquillo? ¿Yo o ellos? Cualquier ciudadano con un poco de cerebro y un poco de cojones os respondería: ellos. Y añadiría lo que ahora añado yo: al convertirme en un fuera de la ley, al negarme a reconocer la autoridad del tirano, yo he respetado y no infringido el artículo 509. Pero no me hago ilusiones de que me comprendáis en este punto porque, si el golpe hubiera fallado, también vosotros os sentaríais en este banquillo, señores del consejo, y no sólo los jefes de la Junta. Por eso no me extiendo sobre este particular y paso a la segunda acusación: deserción. Es verdad: he desertado. Unos días después del golpe abandoné mi unidad y me fui al extranjero provisto de un pasaporte falso. Debí hacerlo el mismo día del golpe, no después. Pero en este sentido debo ser absuelto: el día del golpe la situación era muy tensa con Turquía, y si hubiera estallado la guerra mi deber hubiera sido combatir, no desertar. Precisamente porque la guerra no estalló me apresuré a cumplir con el otro deber: desertar. Señores del consejo, servir en el ejército de una dictadura sí hubiera sido una traición. Elegí, pues, ser un desertor y me siento orgulloso de mi elección, y dicho esto, he aquí la acusación que a vosotros os urge más: intento de homicidio del jefe del Estado. Comenzaré afirmando que, contrariamente a los chismes contados por mis esbirros, yo no amo la violencia. La odio. Ni siquiera me gusta el asesinato político. Cuando eso sucede en un país donde existe un Parlamento libre y a los ciudadanos se les reconoce la libertad de expresarse, de oponerse, de pensar de forma distinta, yo lo condeno con disgusto y con ira. Pero cuando un gobierno se impone con la violencia, y con la violencia impide a los ciudadanos expresarse, oponerse e incluso pensar, entonces recurrir a la violencia es una necesidad. Más aún, un imperativo. Jesucristo y Gandhi lo explicaron mejor que yo. No hay otro camino, y el que yo no haya triunfado no cuenta. Otros seguirán y triunfarán. Preparaos y temblad. No, señor presidente, no me interrumpa, se lo ruego. Estoy llegando a la tercera acusación y pronto podrá gritar a los cuatro vientos que su uniforme no tiembla. Tercera acusación: tenencia de explosivos. ¿Qué más puedo añadir a lo que ya he dicho? He explicado que sólo dos de mis compañeros acusados sabían que me disponía a realizar un atentado, pero no sabían qué atentado. También me he atribuido la responsabilidad de las dos bombas que estallaron la misma mañana en el parque y en el estadio. He aclarado que ésas tenían sólo una finalidad demostrativa, de advertencia, y que por eso fueron explosionadas de forma que no provocaran víctimas entre la población. Si mis compañeros acusados han dicho cosas distintas en los documentos que han firmado, eso no cuenta. Se trata de documentos arrancados con torturas; si yo torturase a Hazizikis y a Theofiloiannacos acabaría por obligarles a decir que su mamá es una prostituta y su padre un maricón. Y supongo que a sistemas semejantes se debe la calumnia que afecta a Policarpos Gheorgazis. Ya sé que Papadopoulos daría lo que fuera porque la calumnia resultara verdad. Y Ioannidis lo mismo. Así tendrían pretexto para invadir Chipre y truncar su independencia como aquí han truncado la democracia. Pero ambos deben resignarse: ningún político extranjero está implicado en la lucha que represento. Ésta se desarrolla aquí, en la patria, señores, no en el exterior: por algo mi grupo se llama Resistencia griega. Y si Policarpos Gheorgazis trabajara para Resistencia griega, para mí, sería la primera vez que un simple soldado convoca a las armas a un ministro de la Defensa. Pero entonces, objetaréis, ¿de dónde procedía este explosivo? Señores del consejo de guerra, no os lo diré. No lo he confesado bajo las sevicias más atroces, ¿y esperáis acaso que lo confiese en una defensa? Este secreto morirá conmigo. Y con esto he terminado. Sólo me queda añadir una cosa personal. Si queréis, un pequeño acto de orgullo personal. Vuestros testigos han dicho que yo soy un hombre egoísta. Pues bien; si lo hubiese sido, me hubiera quedado tranquilamente en el extranjero. En cambio, he vuelto del extranjero a arriesgarme y a luchar. Conocía los peligros que me aguardaban, lo mismo que ahora conozco la pena que me infligiréis. Sé, en efecto, que me condenaréis a muerte, pero no me echo atrás, señores del consejo de guerra, y aún acepto desde ahora esta condena. Porque el canto del cisne de un verdadero combatiente es el estertor que emite tiroteado por el pelotón de ejecución de una tiranía».
Sobre la sala cayó un silencio de mármol. Petrificados, los miembros del tribunal te miraban sin reaccionar, y se requirieron algunos minutos para que el presidente recuperase la voz e invitase a Liappis a pronunciar su acusación. Liappis habló largamente y sin tener en cuenta lo que dijiste, solicitando la condena a muerte para ti y para otro acusado, Eleftherios Verivakis, trabajos forzados a perpetuidad para Nicos y penas pesadísimas para casi todos; luego, la vista quedó suspendida durante una semana con el pretexto de que un miembro del tribunal tenía fiebre. Ya no sabían qué hacer. Se decía que tras tu defensa, los miembros del consejo de guerra se mostraban en desacuerdo entre sí, que el mismo Papadopoulos dudaba en fusilarte porque comprendía la impopularidad que se derivaría, y que a raíz de ello se desarrollaron reuniones angustiosas para convencer a loannidis, notoriamente decidido a no perdonarte la vida. Así llegó el domingo 17 de noviembre de 1968, la sesión final. Estabas muy tranquilo; durante aquellos siete días y siete noches no te replanteaste nada, y si acaso te reprochaste por no haber dicho más. Escribiste una poesía que celebraba la muerte: «Han partido las blancas palomas, / el cielo se ha llenado de cuervos, / aves negras. / Salvajes batidos de alas de terror / han escondido el azul / en los últimos instantes. / Arrojad tierra a la fosa / a fin de que las blancas palomas retornen. / Tierra, pronto, tierra. / Mas no sólo tierra quieren las fosas, / quieren cenizas y sangre, / quieren los muertos; / arrojadles muertos. / Llenad la tierra de sangre. / Para que las blancas palomas retornen / se precisa mucha sangre». Así, entraste en la sala con la sonrisa de siempre, con la seguridad de siempre, y tu voz no se quebró ni siquiera un poco, después de que el presidente te preguntara si tenías algo que añadir, y te levantaste para pronunciar las palabras que hubieran liquidado cualquier probabilidad de salvación. «Señores del consejo de guerra, en su acusación el fiscal Liappis ha citado a la diosa Temis: la diosa de la justicia. Pero si vamos a recurrir a la mitología, deberíamos hacerlo sin los errores en que él cae en cuanto abre la boca. Su fiscal general es un patán ignorante, señores; ni siquiera sabe que existen dos Temis: la que, teniendo en la mano derecha la balanza y en la izquierda la espada, mira la balanza con ojos serenos; y la que, sosteniendo en la mano izquierda la balanza y en la derecha la espada, se vuelve hacia esta última con los ojos vendados. Esto es un proceso político: todos los delitos que se me han imputado, de la subversión a la deserción, de la tenencia de explosivos al atentado, forman parte de la misma acusación, que es política. Además, señores del consejo de guerra, no podéis permitiros debilidades. Cada uno de vosotros se ha jugado la cabeza el 21 de abril de 1967: no condenarme significaría condenaros a vosotros mismos, reconocer vuestras culpas. Lo comprendo tan bien que no insinúo ni un atenuante capaz de induciros a un veredicto más leve; antes bien, repito: soy yo quien invoco la pena de muerte solicitada por el fiscal general. Que se me fusile: ello servirá para clarificar aunque sea moralmente mi lucha, la lucha de quienquiera que se oponga al inmundo régimen que hoy aplasta a Grecia».
El veredicto fue pena de muerte por intento de subversión del Estado, pena de muerte por deserción, quince años de prisión por intento de homicidio en la persona del jefe del Estado, tres años de prisión por tenencia de explosivos y armas, además de los dos años ya impuestos por ofensas al Tribunal y a las autoridades. Total, dos penas de muerte y veinte años de prisión. Verivakis, en cambio, fue condenado a trabajos forzados a perpetuidad. Para los demás, condenas entre los veinticuatro y los cuatro años de cárcel. El general Fedón Ghizikis, comandante de la plaza de Atenas, firmó en seguida los documentos necesarios para que se procediera a ejecutar la sentencia.
No se movió ni un músculo de tu cara. Ni siquiera cambiaste de color. Y después, frunciendo los labios en una mueca irónica, preguntaste a tu abogado: «¿Cómo pueden fusilarle a uno dos veces?». Luego, sin esperar respuesta, alargaste los brazos hacia los policías para que te colocaran de nuevo las esposas. Te sentías extrañamente animado, me dijiste años después, casi contento, y no porque estuvieras cansado de vivir, sino porque estabas cansado de sufrir. Por lo general se es amable con quien va a morir: se le da un colchón decente, se le ofrece buena comida y tal vez un coñaquito, se le manda al cura para charlar un poco, y se le permite escribir a los familiares y a los amigos. Y, sobre todo, no se le pega más. Se acabaron las sevicias y los tormentos. Pero que no iba a ser así lo comprendiste en cuanto te devolvieron a la ESA y te arrojaron a aquella celda desprovista de ventanas y de catre, porque te estaban esperando dentro tres oficiales con la fusta, y en seguida llegó Theofiloiannacos con Malios y Babalis. «Conque no tenemos respeto por la gramática, ¿eh? Escribimos con faltas, ¿eh? Somos analfabetos y cretinos, ¿eh? Ahora verás si somos analfabetos y cretinos, ¡porque te interrogaremos como nunca te hemos interrogado! Y nadie sabrá si has muerto aquí dentro o ante el pelotón de ejecución». Luego, la fusta se abatió sobre tu espalda, tus costados y tus piernas: querían saber si un tal Anghelis había participado en la conjura para matar a Papadopoulos. Casi en seguida te desmayaste, y cuando volviste en ti, te pareció soñar: ante ti estaba Hazizikis con su traje azul, su corbata bien anudada y su rostro bien afeitado. «Buenos días, Sócrates. ¿O debo llamarte Demóstenes? No, la comparación con Sócrates me parece más justa. También él era un hombre sabio, que pronunció una defensa impresionante. Felicidades; tu arte oratoria casi me ha conmovido. ¿Quién iba a decir que fueras capaz? Bueno, en el fondo es útil que los grandes como vosotros sean sometidos a juicio y condenados a beber la cicuta: de otro modo la historia no se enteraría de que existís. ¿Pasaré yo también a la posteridad cual nuevo Meleto?». Sentiste ganas de llorar. «Vete, Hazizikis». «Y para empezar, ciudadanos atenienses, discutiré las acusaciones mentirosas que me han sido imputadas, las calumnias con que Meleto me ha hecho comparecer ante este tribunal… Como ves, soy un iletrado pero tengo memoria. Incluso podría citarte el discurso sobre la inmortalidad del alma». Las ganas de llorar se acrecentaron. «Vete, Hazizikis». «Si la muerte fuera el final de todo, oh, Simias, para los malvados morir, liberarse del cuerpo, sería una suerte inesperada, ya que junto con aquél se liberaría el alma que cometió las maldades». «Vete, Hazizikis». «No sin antes haberte formulado algunas preguntitas, oh Sócrates. A estas alturas deberías conocerme: no creerás que me he molestado en venir a hablarte de filosofía para divertirme. Pero ¿qué haces? ¿Lloras? ¡Quién lo hubiera dicho! ¡Sabes llorar! Si lloras, no puedes responderme. Y debes responderme, querido porque quiero saber…». Entonces te volviste para mostrarle un rostro bañado en lágrimas. «¡Hazizikis! ¡Yo no moriré, Hazizikis! ¡Y un día te haré llorar, Hazizikis! ¡Porque un día acabarás en la cárcel, Hazizikis! ¡Y mientras estás en la cárcel me tiraré a tu mujer, Hazizikis! ¡Me la tiraré una y otra vez hasta hacerle crinar sangre, hasta que se le salgan los intestinos, Hazizikis! Y tú no podrás hacer nada más que llorar, te lo juro». «Imposible, querido. No estoy casado, ya lo sabes. Dime más bien si…». «¡Hazizikis! ¡Yo te mato, Hazizikis!». «Bueno, pues me iré. Delegaré mi pregunta en quien no se ande con sutilezas. Total, vas a morir». Y te dejó en manos de los tres oficiales, que esta vez te golpearon con la fusta hasta hacerte sangre, a fin de descubrir si en la conjura participaba un tal Constantopoulos.
Durante las veinticuatro horas siguientes, en cambio, no sucedió nada. A la mañana siguiente, 20 de noviembre, te embarcaron en una motora y te llevaron a Egina, donde esperaste tres días y tres noches para ser fusilado.
En Egina habían tomado muchas precauciones. Eligieron un calabozo desocupado en el ala vieja de la cárcel, sin que nadie se enterara. Te hicieron entrar por una puerta secundaria en el más absoluto silencio, y en el minúsculo patio dispusieron veinte centinelas con metralleta, junto a la entrada del calabozo otros cinco, en el corredor nueve más, y en tu celda otros tres. Treinta y siete hombres armados para un hombre solo y esposado. Sonreíste y llamaste a un sargento para que te las quitara, al menos por un momento. Repuso que era imposible: la orden más categórica se refería precisamente a las esposas. «En cuanto tiene las muñecas libres, salta como una fiera. Es un criminal muy, muy peligroso». La única concesión se reducía a la puerta de la celda: podía permanecer abierta. Pero, en realidad, no se trataba de una concesión; antes bien, de una medida de seguridad: si agredías a uno de los tres centinelas, la puerta abierta permitiría a los del corredor llegar a toda prisa. Pero ¿cómo agredir, con qué? La celda estaba más vacía que una cáscara hueca; ni siquiera te dieron un catre o un colchón; para reposar debías aovillarte sobre el pavimento. Entró un oficial con una hoja de papel en la mano. Dijo que no había tiempo que perder, pues en base a la ley marcial y a menos que interviniera el jefe del Estado, la sentencia debía ser ejecutada dentro de las setenta y dos horas a partir del momento en que fuera dictada. Habían transcurrido ya cuarenta y ocho horas, y allí estaba la solicitud de gracia: no tenías más que firmarla. Tomaste la hoja, la leíste y se la devolviste con calma: «No». El oficial abrió de par en par los ojos: «¿No… no firmas la solicitud de gracia? ¿He comprendido bien?». «Has comprendido muy bien, papadopoulaki, pequeño Papadopoulos. No la firmo». El oficial insistió: «Escúchame, Panagulis. Tal vez creas que es inútil, pero te equivocas. Estoy autorizado a comunicarte que el presidente está dispuesto a conmutar la pena capital por trabajos forzados a perpetuidad». «Lo creo. Le gustaría contar al mundo que precisamente a él le he pedido la vida como regalo. Le resultaría cómodo no fusilarme». «Más cómodo te resultaría a ti, Panagulis. Firma». «No.» «Si no firmas no hay esperanzas». «Lo sé». El oficial volvió a guardarse la hoja de papel en el bolsillo. Parecía sinceramente dolido. Incluso no parecía decidido a marcharse, como si buscara las palabras para convencerte y no las hallara. «¿Quieres… quieres pensarlo unos minutos?». «No.» «Entonces será mañana a las cinco y media de la mañana», dijo encolerizado. Y se fue sacudiendo la cabeza. En un rincón, uno de los tres centinelas gemía: «¡Oh, no! ¡Oh, no!».
Era un muchacho de rostro casi imberbe, con el uniforme recién salido del almacén. Siguió la escena con la boca abierta y ahora te miraba como si estuviera a punto de llorar. Te acercaste a él: «Papadopoulaki, ¿qué te pasa?». «Yo…». «¿También tú querías que firmara?». «¡Sí! ¡Yo sí!». «¿No has oído lo que le he contestado al oficial?». «Sí, pero…». «Nada de peros, papadopoulaki. Cuando es necesario morir, se muere». «Sí, pero a mí me disgusta lo mismo». «También a mí», dijo el segundo centinela. «Y a mí», confesó el tercero. Esto te produjo gran turbación: hacía siglos que un ser humano no se mostraba malo contigo. Durante esos siglos la única excepción fue la anciana del hospital militar adonde te llevaban cuando entrabas en coma a causa de las torturas y los ayunos; ella limpiaba los retretes, y un día, viéndote atado de manos y pies, se te acercó con el cubo y te acarició con dulzura la frente: «¡Pobre Alekos! ¡Pobre criaturita! ¡Mira cómo te han puesto! Y estás siempre solo, nunca hablas con nadie. Esta noche vendré, me sentaré a tu lado y me contarás cosas, ¿eh?». Pero un policía la agarró y se la llevó de allí con su cubo, y no la volviste a ver. Carraspeaste para disimular la emoción: «Venid aquí todos, papadopoulaki. Discutamos un poco este asunto». Y cuando estuvieron en torno a ti, comenzaste a explicarles por qué no debían estar tristes ni quedarse inactivos, por qué debían pelear a fin de que tu muerte sirviera para algo. Incluso les recitaste algunas poesías sobre la libertad, y ellos escuchaban respetuosos y compungidos: si una poesía les gustaba, escribían los versos en el paquete de cigarrillos. «Así no te olvidaremos». Los tres eran muy jóvenes, soldaditos de reemplazo procedentes de aldeas lejanas que de ti sólo sabían que intentaste matar al tirano, y su ignorancia era tan inocente que tenías dificultades para expresarte, para hallar las palabras justas que les permitieran comprenderte. «En el fondo no importa que me haya salido mal, ¿me explico, papadopoulaki? Importa que uno lo haya intentado y que, luego, otro vuelva a intentarlo y lo consiga. Porque cuando caminas por la calle y no te metes con nadie y pasa un fulano y la emprende a bofetadas contigo, ¿qué haces?». «¡Le devuelvo las bofetadas!». «Bravo. Y si se lía a puntapiés contigo, también sin razón, ¿qué haces?». «También yo me lío a puntapiés». «Bravo. ¿Y si te prohíbe que expreses lo que piensas, y te mete en la cárcel poique piensas de otro modo, y la ley no te defiende porque ya no es ley, pues suprimir la libertad significa suprimir también la ley, qué haces?». «Yo, bueno, yo…». «Tú te lo cargas. No hay elección. Es una cosa terrible matar, ya lo sé, pero en las tiranías se convierte en un derecho». Por fin, en el corredor, un suboficial se cansó y te mandó que te callaras: «¡Cállate, Panagulis! ¿Buscas discípulos cuando estás a punto de morir?». Pero otro tomó partido por ti, cállate-tú-bruto-cerdo-o-te-hincho-los-morros, y fue a ofrecerte un cigarrillo. La turbación volvió a invadirte. ¿Era posible que, de improviso, se mostraran tan amables contigo? Los seres humanos son muy extraños: cuando esperas algo de ellos no te dan nada, y cuando ya no esperas nada te lo dan todo. ¿Todo? Bueno, a veces todo se reduce a una injuria y a un cigarrillo.
Hacia las cinco de la tarde se produjo el relevo de los tres soldaditos, y cuando se fueron sentiste un gran vacío: cualquiera sabía qué carroñas te habrían puesto ahora. Pero los tres nuevos eran iguales: la misma juventud, idéntica inocencia, igual tristeza. La turbación del principio se convirtió en una emoción que desembocó en desafío: «Adelante, papadopoulaki, ¡ganaos el pan! ¿Quién sabe cantar?». Te indicaron un muchachote gordo, desgarbado, con manos de campesino. «¡Él, él! ¡Él forma parte del coro de la iglesia de su pueblo!». «¿De veras? Entonces, cántame el réquiem del oficio de difuntos». «¡No! ¡Eso no!». «¡Te he dicho que lo cantes!». Te obedeció, y hubieras preferido que no lo hiciera, porque escucharlo producía un calambre en el estómago. «¡Que descansen en paz, oh Señor! ¡Que su sepultura sea digna, oh Señor! ¡Tierra que vuelve a la tierra! ¡Acoge a tu siervo, oh Señor!». Lo interrumpiste: «No me gusta tu réquiem, papadopoulaki. No me gustan las palabras siervo-del-Señor. Debes prometerme que cuando lo cantes por mí no me llamarás Siervo-del-Señor. Nadie es siervo de nadie. Ni siquiera del Señor, ¿entiendes?». El muchacho asintió, confuso. Pero el calambre no se pasó. «¡Ánimo, papadopoulaki, cantemos algo mejor! ¿Quién conoce El muchacho que sonríe?». «¡Yo!». «¡Yo!». «¡Yo!». «Bueno, entonces, ¡todos a la vez! ¿Qué podrá curar / mi corazón destrozadoo? / He perdido a mi muchacho de la dulce sonrisa, / no lo veré nunca más. / Maldita la hora, maldito el momento / en que nuestros enemigos mataron / a mi muchacho de la dulce sonrisas…». Cantaste con ellos. Pero tampoco esta vez se pasó el calambre. Cantaste toda la noche, bromeaste y peroraste tratando de no pensar en aquel réquiem, de no pensar en aquel calambre, pero el calambre no se pasaba. Incluso había momentos en que aumentaba. Y en otros te formulabas las preguntas más absurdas o te refugiabas en las esperanzas más insensatas: dónde iba a ser, cómo iba a ser. Te había parecido oír que sería en el otro lado de la isla, en el polígono de tiro de la Marina, pero ignorabas si este polígono se hallaba en un patio o en campo abierto, y esperabas que estuviese en campo abierto y que no lloviera, porque una vez viste una película donde fusilaban a un guerrillero bajo la lluvia. Te causó impresión porque el guerrillero caía en el fango. También esperabas que no te disparasen a la cara, y te preguntabas cómo decirles a los soldados que dispararan al corazón y no a la cara. Por último, te preguntabas si sentirías dolor. Eso era estúpido, lo comprendías; no hay parangón entre un dolor que se siente al ser torturado y el que puede experimentarse al ser fusilado. Se precisan al menos cincuenta segundos para notar la quemadura de una bala dentro de la carne, y una vez transcurridos estás muerto: lo leíste en alguna parte o tal vez te lo contó alguien que estuvo en la guerra. Pero la curiosidad seguía, y debiste hacer un esfuerzo para superarla, para meditar sobre cosas más serias: por ejemplo, lo que ibas a decir antes de que el pelotón abriera fuego. No bastaba decir viva-la-libertad; era preciso añadir algo, o bien pronunciar una frase que lo contuviera en sí todo, libertad incluida. Algo así como el grito del oficial italiano que en el 44 los alemanes fusilaron en Cefalonia: «¡Soy un hombre!». Se te pasaba el calambre en el estómago ante la idea de gritarles «¡Soy un hombre!», pero inmediatamente después volvía, porque la causa de aquel calambre no era la frase que ibas a gritar o no, el dolor que ibas a sentir o no, la lluvia que iba a bañarte o no: era el hecho de tener que morir tal día a tal hora. Una cosa es morir bajo las torturas, en la guerra o por efecto de una mina que estalla, o sea con un margen imprevisto, y otra cosa es morir sabiendo que se va a morir tal día a tal hora, de una manera programada, como la salida de un tren. Una noche más y dejarías de existir. Bueno, pues pese a tu fuerza, tu fe y tu orgullo no sabías resignarte a la idea de dejar de existir. Ni siquiera lograste imaginar qué significaba; formularse semejante interrogación era peor que tratar de determinar si el universo era finito o infinito, si el tiempo era tiempo y el espacio, espacio, si Dios existía o no, y si Dios y el tiempo y el espacio tuvieron principio o no, si antes del principio hubo algo más o nada, y qué sea la nada. ¿Qué es la nada? Tal vez es lo que se es o ya no se es cuando dejamos de existir, fusilados tal día a tal hora, tras un día y una noche pasados representando el papel del valiente, aun teniendo un calambre en el estómago.
Al oscurecer comenzaste a estar cansado. El esfuerzo de dividirte en dos, por un lado la pena de aquellas reflexiones secretas y por otro la comedia de la indiferencia orgullosa, te habían agotado. Te pesaban las piernas, las esposas y los párpados. Tenías mucho sueño. Y cuanto más tenías, menos querías dormir. Los centinelas decían: «Descansa, Alekos. ¿Por qué no descansas?». Pero cada vez que lo decían respondías con rudeza. ¿No era increíble que a un hombre a punto de reposar para siempre se le dijera descansa-por-qué-no-descansas? ¿No era una locura dormirse cuando se disponía de tan poco para vivir? A fin de no ceder al sueño caminabas arriba y abajo, arriba y abajo, evitando permanecer sentado. Luego, hacia las tres de la madrugada, el cansancio te venció junto con la necesidad de cerrar los ojos. Te tendiste en el pavimento y encargaste a los centinelas que te despertaran al cabo de diez minutos, no más de diez minutos, y te dormiste de golpe. Tuviste aquel sueño. Te parecía ser una semilla, y poco a poco la semilla se duplicaba, triplicaba y decuplicaba, tornándose tan henchida y gruesa que su cáscara no resistía más y, con un fragor de aguas desbordadas, estallaba e inundaba la tierra con mil semillas, y cada una de éstas se transformaba rápidamente en una flor, después en un fruto y luego, otra vez, en una semilla que asimismo se duplicaba, triplicaba, decuplicaba, para terminar estallando e inundando la tierra con una miríada de semillas. Y en aquel punto sucedía algo extrañísimo. Sucedía que de una flor surgía una mujer, y de otra flor otra, y de una tercera otra más, y tú querías poseerlas a todas pero pensabas oh, Dios, cómo me las arreglo, no tengo tiempo, dentro de poco llegará el pelotón de ejecución y se me llevará; tengo que darme prisa, así que agarrabas a la más próxima, sin mirarla a la cara, sin preguntarte si te gustaba, sin preguntarle si te aceptaba, y la penetrabas famélicamente, con prisa y mal, y luego la apartabas y tomabas una segunda de la misma manera, la penetrabas de igual modo y la apartabas lo mismo, para echar mano de una tercera, una cuarta, una quinta y una sexta, hasta perder la cuenta. Cada movimiento de cintura una mujer, y el ansia de tener que interrumpirte porque alguien te despertaba, te sacudía los hombros y te despertaba. ¿Quién? Miraste entre las pestañas. Era el soldadito desgarbado que cantaba en el coro de la iglesia: «Son las cinco, Alekos. Has dormido dos horas».
Te pusiste en pie de un brinco. Miraste a los centinelas uno a uno, con cólera sorda. ¡Dos horas! Les rogaste que te despertaran al cabo de diez minutos y te habían dejado dormir ¡dos horas! Una parte de ti hubiera querido pegarles, sollozar y pegarles gritando desgraciados, inconscientes, ladrones; otra parte, en cambio, comprendía que te desobedecieron por afecto y bondad, déjalo-dormir-pobrecillo, pero-ha-dicho-diez-minutos, déjalo-dormir-igual, y con esfuerzo te dominaste y con tristeza murmuraste: «Idiotas. Me habéis robado dos horas de vida». Luego dijiste que deseabas lavarte la cara y hacer tus necesidades, por lo que te acompañaron al corredor, donde había un grifo y un rudimentario retrete. Delante de todos, estorbado por las esposas, hiciste tus necesidades y te lavaste y fueron las cinco y veinte. Luego, volviste a la celda, pediste un café, lo tomaste y fueron las cinco y veinticinco. Así, pues, otros cinco minutos de vida. ¿En qué piensa, en los últimos cinco minutos, un hombre que va a ser fusilado? Muchos años después, cuando te formulé esta pregunta, respondiste que expresarlo era dificilísimo; de hecho, te esforzaste mucho por verter aquellas sensaciones en una poesía, pero había tres escritores que te devolvieron la idea con conceptos en los que te reconociste: Dostoievski en El idiota, Camus en El extranjero y Kazantzakis en La vida de Cristo. De los dos últimos me hiciste un resumen; del primero no, porque nos habíamos extraviado en una discusión. Yo sostenía que en El idiota no hay nada sobre el tema, y tú replicabas que me equivocaba, que de joven Dostoievski fue condenado a muerte por un delito político e indultado veinte minutos antes de ser atado al poste, y que quien contaba la historia en el libro era el príncipe Mishkin, pero en realidad no recordabas el capítulo que incluía el episodio. Para demostrármelo te pusiste a buscarlo; estuviste hojeando los dos volúmenes de El idiota durante horas, pero en vano, y al final dijiste: «Tal vez me equivoco». No te equivocabas: lo supe después de tu muerte. Después de tu muerte, en efecto, encontré el fragmento inútilmente buscado aquel día. Sabe Dios cuándo pusiste entre las páginas un pedacito de papel, de tal modo que el libro se abrió por aquellas páginas apenas lo tomé en la mano, y he aquí las palabras que habías subrayado, los últimos cinco minutos, en los que te reconociste: «Le quedaban, pues, cinco minutos de vida, no más. Decía que aquellos cinco minutos le parecieron interminables, una inmensa riqueza. Le parecía que en aquellos cinco minutos hubiera podido vivir muchas vidas, pero por ahora no debía pensar en el último instante, de modo que tomó varias resoluciones. Calculó el tiempo necesario para dar el adiós a los compañeros, y para esto fijó un par de minutos, otros dos minutos para volver a pensar en sí mismo, y el resto para mirar en derredor por última vez…». Y más adelante: «Decía que para él nada fue tan penoso como el pensamiento incesante: ¡si pudiera no morir! ¡Si pudiera retroceder en la vida! Todo sería mío, transformaría cada minuto en un siglo entero, no perdería nada, tomaría en cuenta cada instante y no desperdiciaría ninguno más. Decía que este pensamiento había terminado por convertirse en una rabia tal, que acabó por desear que lo fusilaran lo antes posible». También señalaste la pregunta de Alexandra Yepanchina: «¿Qué hizo luego con aquella riqueza? ¿Vivió tomando en cuenta cada minuto?». Y la respuesta del príncipe Mishkin: «Oh, no. Él mismo me lo decía si le preguntaba al respecto. No vivió en absoluto de aquella manera, y perdió muchos minutos». Sin embargo, junto a las palabras del príncipe Mishkin, pusiste un gran signo de interrogación.
Tus últimos cinco minutos duraron tres horas, y luego treinta horas más. A las cinco y media estabas dispuesto, pero el pelotón no acudió. Preguntaste por qué a un sargento, y éste respondió que sin falta se presentaría a las seis. Te regalaste aquella media hora y a las seis estabas de nuevo dispuesto. Pero tampoco el pelotón acudió a las seis. Otra vez preguntaste al sargento el porqué, y repuso: vendrá a las seis y media. Te regalaste otra media hora, y a las seis y media estabas de nuevo dispuesto. Pero una vez más el pelotón no acudió. Y lo mismo a las siete, a las siete y media, a las ocho. De media en media hora te preparabas para morir, pero no morías. Una, dos, tres, cuatro, seis veces, cada vez un alivio y un tormento, una esperanza y una desilusión, mientras el ansia crecía y se transformaba en frenesí, en impaciencia, en prisa suicida. A las ocho y media gritaste: «¿Qué estamos esperando, pues?». Y cuando en el patio se oyó el eco de unos pasos inhabituales y en el umbral apareció el capitán, exhalaste un suspiro de satisfacción: «Aquí me tiene». Necesitaste tiempo para comprender lo que balbucía entre sorprendido e irritado: hoy era la fiesta de María Virgen y Madre, y en Grecia no se fusila a nadie en la fiesta de María Virgen y Madre; la ejecución se aplazaba hasta el día siguiente, 22 de noviembre, ¿no te lo habían dicho? «No». Maldita sea, ¿qué odioso equívoco, qué cruel error, qué maligno sujeto, acaso, se había burlado de ti? Le volviste la espalda en silencio, y en silencio te quedaste toda la mañana. Nunca lograste explicarme qué experimenta un hombre que descubre que tiene por delante otras veinticuatro horas de vida. No media hora, sino veinticuatro horas, mil cuatrocientos cuarenta minutos, un día y una noche para pensar, respirar, existir. Si te lo preguntaba permanecías perplejo persiguiendo un recuerdo que tal vez huía de ti y que acaso no existía, como si la segunda agonía lo hubiera barrido con desdén, y siempre terminabas repitiendo la frase que pronunciaste la noche de nuestro encuentro: «Se reanudó la espera del amanecer y todo fue como el día anterior, como la noche anterior». Volvió la monotonía torturante: las cinco, las cinco y media; las seis, las seis y media; las siete, las siete y media; las ocho, las ocho y media; las nueve. A las nueve volvió el oficial que te había llevado el folio con la solicitud de indulto y que te anunció la ejecución para la mañana siguiente. Con idénticos gestos agitaba el mismo folio, y con la misma voz animaba: «Firma, firma». Le arrancaste la hoja de la mano, hiciste con ella una pelotita, se la arrojaste a la cara y te lanzaste sobre él agarrándolo por las solapas del uniforme: «Bellaco, malvado bellaco, ¡sabías que ayer no iban a fusilarme! ¡Yo te hago pedazos, bellaco!». Te separaron de él a la fuerza, y él escapó gritando ingrato, lo hice para que firmaras, ingrato. «No te mereces nada, ingrato, no me verás más». Inmediatamente después resonó una orden seca, un centinela palideció, y tú pensaste ya estamos, esta vez estamos de veras. Pero no sucedió nada una vez más, y de nuevo te pusiste a esperar. Las nueve y media, las diez; las diez y media, las once. A las once estabas muy inquieto, y el deseo de que no tardaran más se había convertido en una necesidad, en una fiebre. Maldecías entre dientes, pedías un reloj, buscabas explicaciones. ¿Faltaba Liappis? Correspondía a Liappis asistir a la ejecución en nombre de la ley. ¿Estaba agitado el mar? Con el mar agitado, los barcos no viajan, y acaso ni siquiera las motoras de la Marina. Preguntaste a un centinela: «¿Cómo está el mar?». El centinela se asomó al corredor y repitió la pregunta al sargento: «¿Cómo está el mar?». «Bueno; esta mañana estaba bueno. ¿Por qué?». «Por nada». ¿Y si Liappis acudía en helicóptero y éste no podía aterrizar a causa del viento? Volviste a preguntar al centinela: «¿Cómo está el viento?». «¿Qué viento? No hace viento. ¿Por qué?». «Por nada». Te mordiste los labios: «No entiendo. No entiendo nada». La sospecha de que Papadopoulos hubiera decidido dejarte con vida no te rozó ni por un momento. Nunca imaginaste que mientras te consumías en aquella espera inhumana, en todo el mundo estuvieran peleando por ti: desfiles por las calles, mítines, manifestaciones ante las sedes de las embajadas, enfrentamientos con la policía, llamadas telefónicas convulsas de jefes de Estado, telegramas por millares, diplomáticos que hacían de lanzadera entre Roma y Atenas, París y Atenas, Londres y Atenas, Bonn y Atenas, Estocolmo y Atenas, Belgrado y Atenas, Washington y Atenas; e incluso mensajes del papa, de Lyndon Johnson, de U Thant, con el ruego de que se te conservara la vida. Pero ¿cómo hubieras podido imaginarlo? Ni siquiera te permitieron saludar a tu padre ni a tu madre, ni intercambiar una palabra con tu abogado. Después de la sentencia, las únicas personas que se te acercaron fueron Theofiloiannacos, Hazizikis, Malios, Babalis y aquellos soldaditos que no sabían nada de ti: para ti el mundo empezaba y terminaba dentro de aquella celda donde te creías ignorado como la última alga del mar.
El pelotón llegó por la tarde. «Muévete, Panagulis». Abrazaste a los centinelas uno a uno, les pediste perdón por haberte puesto nervioso, y les diste las gracias por haberte hecho compañía. Los centinelas lloraban. También estaban el muchacho del rostro imberbe y el soldadito gordo que cantaba en el coro de la iglesia; ambos sollozaban sin contenerse, y al primero le diste un papirotazo en la nariz, y al segundo lo agarraste por la barbilla: «Ánimo, papadopoulaki». Se sorbió las narices: «¿Puedo preguntarte una cosa, Alekos?». «Desde luego, papadopoulaki». «¿Por qué nos llamabas siempre papadopoulaki? ¿Qué significa?». Una sonrisa: «A veces quiere decir papadopoulakito y a veces siervo de Papadopoulos. Depende de cómo lo digo». «¡Pero yo no soy un papadopoulakito, un siervo de Papadopoulos!». «¡Bravo! Entonces grita conmigo: ¡Abajo Papadopoulos! ¡Abajo el fascismo! ¡Viva la libertad!». «¡Abajo Papadopoulos! ¡Abajo el fascismo! ¡Viva la libertad!». «Todos juntos, gritad todos juntos: ¡Viva la libertad!». «¡Viva la libertad!». «¡Estupendos chicos! Ahora, ¿quién quiere hacerme un favor?». «Yo…». «Yo…». «Yo…». «Bien. En la ESA hay un tal comandante Hazizikis. Telefoneadle para decirle que no olvide sacrificar un gallo por mí a Esculapio». «¿Cómo?». «Él ya lo entenderá». Y seguiste al pelotón. Fuera había dos automóviles, un camión y un jeep. Montaste en este último después de haber dirigido una larguísima mirada al cielo: era un día azul, con el cielo terso como vidrio pulido. La caravana partió. Pero de pronto te diste cuenta de que no se dirigía al polígono de tiro, pues conocías Egina y sabías que la carretera hacia el polígono de tiro iba en dirección opuesta, ascendiendo por la montaña, y el cortejo embocaba la breve avenida que desciende al puerto. «¿A dónde me lleváis?». «A Atenas. Te fusilaremos en Atenas». Te embarcaron en la misma lancha en que fuiste. Te encerraron en una cabina, y fijaron las cadenas de las esposas a una anilla. En el Pireo se apresuraron a introducirte en un automóvil. «¿A dónde me lleváis?». «A Gudi. Te fusilaremos en el campamento militar de Gudi». Pero no te llevaron a Gudi, sino a la ESA. Allí había un comandante a quien no conocías. Usaba gafas negras y su aliento olía mal. Lanzándote éste al rostro, te dijo: «Los periódicos escriben que ya has sido fusilado, Panagulis. Ahora sí que podemos divertirnos cuanto queramos». Pasaste toda la noche convencido de que ibas a verlos llegar para atarte al camastro de las torturas. Pero no llegaron, y al amanecer, cuando te empujaron hacia el automóvil del día anterior, estabas tan exhausto que no te mantenías en pie. Caminabas con los ojos semicerrados, y ya no te interesaba nada; sólo esperabas que se dieran prisa y te fusilaran en un lugar próximo, no en Gudi. Te invadió un gran contento cuando te diste cuenta de que la avenida arbolada no era la de Gudi: menos mal, escogieron un cuartel en la ciudad. Pero ¿cuál? «¿A dónde me lleváis?», preguntaste de nuevo. «Te llevamos al lugar de la ejecución, idiota. ¿A dónde quieres que te llevemos? Las bromas han terminado». Pero te llevaron a Boiati.