Capítulo I

Por la noche tuviste aquel sueño. Una gaviota volaba al alba y era una gaviota hermosísima, con las plumas de plata. Volaba sola y decidida sobre la ciudad que dormía, y diríase que el cielo le pertenecía como la idea de la vida. De pronto, cambió de dirección y empezó a descender, para zambullirse en picado en el mar; perforó el mar levantando una fuente de luz, y la ciudad despertó llena de gozo porque desde hacía mucho tiempo no se veía una luz. En el mismo momento, las colinas se iluminaron con hogueras, desde las ventanas abiertas de par en par la gente gritó la buena noticia, y por millares bajaron a las plazas a festejar el acontecimiento, a ensalzar la libertad reencontrada: «¡La gaviota! ¡Ha venido la gaviota!». Pero tú sabías que todos se equivocaban, que la gaviota había perdido. Después de sumergirse, miríadas de peces la agredieron para morderle los ojos, despedazarle las alas; había estallado una lucha tremenda que excluía todo camino de salvación. En vano se defendía con habilidad y coraje, picoteando alocadamente, arrojándose en saltos que desplegaban inmensos abanicos de espuma y lanzaban oleadas hasta los escollos: los peces eran demasiados, y ella estaba demasiado sola. Con las alas heridas, el cuerpo lleno de cortes y la cabeza atormentada, perdía cada vez más sangre, luchaba cada vez más débilmente, y al fin, con un grito de dolor, se hundió junto con la luz. En las colinas las hogueras se apagaron y la ciudad volvió a dormir en la oscuridad, como si nada hubiera sucedido.

Sudabas al pensar en ello: soñar con peces siempre fue para ti un presagio de mal augurio; también la noche del golpe soñaste con peces. Los tiburones. Sudabas y comprendías que la derrota de la gaviota era una advertencia; tal vez hubieras debido aplazarlo una semana, un día, y comprobar de nuevo las minas bajo el puentecito, cerciorarte de que no cometiste errores. Pero la noche anterior había comenzado la cuenta atrás, y a las ocho de la mañana estallarían también las dos bombas en el parque y en el estadio, en los bosques las colinas arderían como en el sueño, y a los compañeros encargados de la misión ya no se les podía localizar. En caso contrario, por lo demás, ¿qué les hubieras dicho? ¿Que soñaste con una gaviota devorada por los peces y que éstos eran para ti un presagio de mal augurio? Se hubieran reído o hubieran creído que el pánico había hecho presa en ti. No quedaba, pues, más que vestirse. Te pusiste el calzón de baño, la camisa y los pantalones. Era agosto y en cuanto llegaras allí te quitarías la camisa y los pantalones para quedarte en bañador: quien te viera creería que eras un tipo extravagante al que gustaba nadar al amanecer. ¿Quién va a dar muerte a un tirano vistiendo tan sólo un bañador? Te pusiste calzado con suela de cáñamo. Lo conservarías porque las rocas eran cortantes. ¿O acaso no? No, ni siquiera el calzado iba a resultar indispensable en el tramo de arrecife comprendido entre la carretera y la orilla, porque, inmediatamente después, te arrojarías al agua para alcanzar la motora. Tomaste la cartera con el dinero y los documentos falsos, la metiste en el bolsillo y luego cambiaste de idea y la sacaste. Nada de documentos, ni verdaderos ni falsos. Si los peces agarraban a la gaviota no deberían atribuirle ninguna identidad. ¿Y si la mataban? Si la mataban, los periódicos hablarían simplemente de un cadáver aparecido frente al litoral de Sunion. Edad, unos treinta años. Estatura, un metro setenta y cuatro. Peso, setenta kilos escasos. Constitución robusta. Cabello negro. Piel muy blanca. Señas particulares, ninguna excepto el bigote. Pero muchos hombres en Grecia llevan bigote.

Miraste el reloj: casi las seis. Dentro de poco Nicos te llamaría pulsando una vez el claxon, y mientras esperabas esa llamada, el recuerdo de los últimos meses te agredió atormentándote como un prurito. El día en que desertaste para no servir al tirano, fuiste de casa en casa buscando a alguien que te albergara, pero nadie te albergaba, nadie te ayudaba, de hora en hora el cerco de policías que te daban caza se estrechaba hasta dejarte sentir su respiración en el cuello, y con la voluntad vacilante te preguntabas: ¿sufrir, luchar? ¿Por quién y por qué? El día en que comprendiste que el miedo ajeno, la obediencia ajena y la sumisión ajena te habían perdido y que, por lo tanto, era preciso abandonar el país, huir en busca de nuevas casas donde solicitar hospitalidad, embarcaste con un pasaporte falso en el aeropuerto de Atenas y llegaste a Chipre, donde también te persiguieron los policías, donde sentiste asimismo su respiración en el cuello; también allí vacilaste y te preguntaste: ¿sufrir, luchar? ¿Por quién y por qué? El día en que comprendiste que tampoco allí lograrías obtener nada, el ministro del Interior, Gheorgazis, andaba tras de tu pista para entregarte a la Junta, de modo que era menester escapar una vez más. Tenías hambre y frío; de noche dormías en una cabaña abandonada, y por el día te alimentabas robando fruta en los campos, mientras te repetías: ¿sufrir, luchar? ¿Por quién y por qué? El día en que el destino te condujo al único que podía salvarte, el presidente Makarios, y éste te entregó un salvoconducto para llegar a Italia, mientras te decía vaya-de-mi-parte-al-ministro-Gheorgazis-que-él-se-lo-firmará, fuiste con el corazón desbocado, y entraste en su despacho con la duda de que te hubieran tendido una trampa, dispuesto a gritarle muy bien, pues deténgame; para qué sirve sufrir y luchar, si los hombres no saben qué hacer con la libertad. Y él, alzando un rostro sombrío, enmarcado por una barba negra como ala de cuervo, semejante a una caperuza que lo ocultaba todo a excepción de los ojos penetrantes, sonrió: «Hum, tú. Precisamente tú, a quien trato de echar el guante desde hace meses. ¿Te das cuenta de los riesgos que correría si te ayudara?». «Pues entonces no me ayude, ¡entrégueme a los esbirros! Total, ¿para qué sirve…?». «¿Sufrir, luchar? Para vivir, muchacho. Quien se resigna no vive, sobrevive». Y más adelante: «¿Qué tienes en la cabeza, muchacho?». «Una cosa y nada más: un poco de libertad». «¿Sabes disparar, apuntar?». «No». «¿Sabes fabricar una bomba?». «No». «¿Estás dispuesto a morir?». «Sí». «¡Hum! Morir es más fácil que vivir, pero te ayudaré». Te ayudó de verdad. Te enseñó todo cuanto sabías. Sin él nunca hubieras fabricado las dos minas que ahora estaban bajo el puentecito, después de la curva. Cinco kilos de trilita, un kilo y medio de plástico y dos kilos de azúcar. «¿Azúcar?». «Si, provoca una combustión más rápida». Te divertiste como en un juego siguiendo sus instrucciones: «¿Estará bastante dulce? Echemos otra cucharadita». Pero ahora vuelves a sentir escalofríos al pensar que no se trataba de un juego, sino de matar a un hombre. Nunca hubieras creído poder matar a un hombre; no sabías matar ni a un animal. Esta hormiga, por ejemplo. Una hormiga estaba trepando por tu brazo. La tomaste sin apretar los dedos y la colocaste sobre la mesita. Sonó el claxon.

Comprobaste la hora, las seis, y con paso decidido bajaste las escaleras, te reuniste con Nicos, que aguardaba al volante del taxi, y te acomodaste en el asiento posterior, para aparentar que eras un pasajero normal. Nicos era tu primo y trabajaba de taxista. Lo elegiste porque era tu primo y, por lo tanto, podías fiarte de él, y porque trabajaba de taxista. Un taxi pasa más inadvertido: ¿qué policía imagina que dos hombres van a realizar un atentado en taxi? Además, comprar o alquilar un automóvil cuesta, y tú no tenías el dinero para eso; para tenerlo hubieras debido militar en un partido, plegarte a sus ideologías, a sus leyes, a sus oportunismos: si no perteneces a ningún partido, si no ofreces la garantía de un distintivo, ¿quién te mira, quién te financia? En Roma, donde te refugiaste al dejar Chipre, los aprovechados de la política te dieron charlas y nada más. Limosnas y nada más. Compañero por aquí, compañero por allá, viva el internacionalismo y la libertad, si acaso una habitación para dormir y una tasca para quitarte el hambre de vez en cuando, pero nada más. En un momento dado, te recibió un funcionario socialista, uno de esos a los que se les lee en la cara el arte de hacer carrera, de joder al prójimo, uno de esos que te dejarías cortar las orejas si tarde o temprano no se convierte en un dirigente. Mirándote tras sus gafas de miope, gordo como un tocino, te prometió el oro y el moro: compañero por aquí, compañero por allá, viva el internacionalismo y la libertad. Pero de Italia te marchaste con los bolsillos vacíos, y después tampoco te llegó ni una dracma. En cuanto a los compatriotas de los que hubiera cabido esperar ayuda, por ejemplo, el que se consideraba el gran jefe de la izquierda en el exilio, los conocías bien. ¿Comprometerse con un loco que junto con un puñado de locos quiere matar al tirano? ¡Jamás! Naturalmente, si el atentado hubiera tenido éxito, hubieran caído encima de ti como saltamontes sobre un trigal, hubieran recitado el papel de cómplices y protectores; ahora, en cambio, sólo te ofrecían un coñaquito: bebe, muchacho, y buena suerte. «¿Cenaste anoche?», preguntó Nicos. «Sí, anoche, sí». «¿Dónde?». «En un restaurante». «¡¿Te dejaste ver en un restaurante?!». Te encogiste de hombros y, en silencio, calculaste si quedaba tiempo para pasar por Glyfada y volver a ver la casa con el jardín de naranjos y limoneros. Allí transcurrió tu adolescencia y tu juventud, allí vivían tus padres: al regresar a Atenas hiciste un esfuerzo terrible para no acercarte. Guárdate de caer en semejantes romanticismos, decía Gheorgazis. ¿Romanticismos? Tal vez, pero un hombre es un hombre precisamente porque cede a los romanticismos. «Pasa por Glyfada», ordenaste a Nicos. «¿Por Glyfada? ¡Pero es tarde!». «Haz lo que te he dicho». Nicos pasó por delante a gran velocidad, apenas tuviste tiempo para divisar la ventana de la habitación donde dormía tu padre y el jardín donde una anciana vestida de negro regaba las rosas. El hecho de que tu madre no hubiera perdido la costumbre de despertarse al alba para regar las rosas te enterneció, y el pensamiento de tu padre durmiendo te encogió el corazón. De un brinco te volviste para seguir mirando, pero Nicos embocaba ya la calle adyacente y pronto el taxi estuvo en la carretera de la costa. Era la carretera que utilizaba todas las mañanas el tirano en su Lincoln blindado, para dirigirse desde su residencia de Lagonissi a Atenas. En las últimas semanas la recorriste decenas de veces, a la busca del punto más apropiado para colocar las minas, y la primera elección recayó en un arco de roca: te hubiera gustado bombardearlo desde arriba, como un rayo de Zeus, como un castigo divino. Lo cierto es que no hubiera funcionado, pues el explosivo actúa de abajo arriba, por lo que te viste obligado a optar por el puentecito que se hallaba tras una curva. Más que un puentecito era una madriguera de cemento, cuadrada, profunda, sobre la cual el asfalto de la carretera no tenía más que cincuenta centímetros de espesor. La distancia desde la base de la madriguera al asfalto era de ochenta centímetros: ni construida a propósito. Emplazadas allí las minas, abrirían embudos de tres o cuatro metros de anchura, y la fuerza rompedora sería inmensa. Único problema: escapar a la luz del sol. No por casualidad Gheorgazis decía que los atentados se cometen en la oscuridad, pues nada como ella protege la fuga. ¿Y si te vieran escapar? Paciencia. Por lo demás, a ti no te gustaba la oscuridad. En la oscuridad se mueven los murciélagos, los topos, los espías, no los hombres que luchan por la libertad.

Llegaste al puentecito a las siete y cuarto. Nicos abrió ágilmente el maletero para darte el cable que debía conectarse a las minas, y de pronto se te escapó una blasfemia. La bobina estaba toda enredada, hecha un lío de nudos. «¡¿Qué has hecho, inconsciente, qué has hecho?!». «Yo nada, yo…». Pero ya no había tiempo para discutir, y menos para poner remedio, así que te desnudaste, entregaste a Nicos la camisa, los pantalones y los zapatos, y descalzo, sólo con el bañador, corriste hacia la madriguera apretando contra el pecho aquella maraña de nudos.

El puentecito ya no existe. Lo han rellenado de tierra porque han ensanchado la carretera y corregido la curva: al regresar allí no reconociste ni siquiera el punto donde se encontraba. Pero yo lo recuerdo bien, lo vi cuando me llevaste antes de que desapareciera, y recuerdo igualmente bien lo que me contaste acerca de aquella mañana: principio de tu leyenda, de tu tragedia, de todo. Aquella mañana el mar estaba embravecido, violentas olas se rompían a lo largo de la costa y hacía frío. ¿O acaso tú tenías frío a causa del cable enmarañado? No podías tranquilizarte, no comprendías cómo pudo suceder. Tal vez Nicos lo había arrojado al maletero con un gesto demasiado brusco, tal vez había olvidado atarlo y las sacudidas del taxi consumaron el desastre. Comoquiera que hubiera sucedido, los doscientos metros de cable liso quedaban reducidos a un ovillo: apenas deshacías un nudo, se formaba otro; apenas deshacías el otro, se formaba un tercero… Exasperado, lo rompiste. Recuperaste la parte intacta, luego la mediste y se te escapó una segunda blasfemia: sólo cuarenta metros, ¡una quinta parte de la longitud necesaria! Se hallaba a doscientos metros la roca elegida para hacer contacto y huir: ¿cómo cambiar ahora el programa, cómo? Te decidiste por aquella roca tras infinitas pruebas y porque desde allí tenías una panorámica perfecta. Había un momento, cuando el Lincoln negro recorría el tramo entre la curva y el puentecito, en que el capó quedaba semioculto por un cartel y, según los cálculos, precisamente en aquel instante debías establecer contacto. Sin contar con que se trataba de una roca junto al agua, y que desde allí hubieras podido zambullirte en seguida. Actuar desde cuarenta metros significaba, en cambio, que faltaban ciento sesenta para alcanzar el agua. Significaba también volver a efectuar los cálculos: ¿cuál sería la visual desde cuarenta metros? Conectaste un extremo del cable a las minas y luego, manteniendo en la mano extremo opuesto, fuiste a comprobar a dónde llegaba. ¡Maldición!. Llegaba a un punto desde el cual no se distinguía la carretera a causa del escarpe que la resguardaba, y por si esto no bastase, en aquel lugar quedabas completamente expuesto. Volviste sobre tus pasos: con un cable tan corto no había más remedio que colocarte bajo la carretera, a unos diez metros del puentecito, con el riesgo de saltar por los aires. Un suicidio. Sin embargo, no había otra solución, y ésta ofrecía la ventaja de que permitía ver a tiempo el Lincoln negro. ¿Ventaja? ¿Qué ventaja? Para verlo bien debías asomarte al borde del asfalto y, por si no bastara, allí los cálculos realizados perdían validez. Era preciso contar de nuevo, con criterios nuevos, escoger un instante distinto para establecer el contacto, y cuidado con equivocarse en un segundo, una fracción de segundo: por una fracción de segundo se falla el objetivo. Así, pues, manos a la obra. Y a prisa, muy a prisa. Por regla general, el Lincoln negro pasaba por el puentecito a las ocho y eran casi las siete cuarenta y cinco.

Tu cerebro se puso a funcionar con la rapidez de un ordenador. Veamos: él iba siempre a cien kilómetros por hora, cien kilómetros son cien mil metros, una hora son tres mil seiscientos segundos, cien mil dividido por tres mil seiscientos da alrededor de veintisiete, o sea que cada segundo el Lincoln avanzaba veintisiete metros. Cada décima de segundo, dos metros setenta. Pero ¿cómo calcular aquella décima de segundo? Oralmente, decía Gheorgazis: khilía éna, khilía dio, khilía tría: mil uno, mil dos, mil tres. Bien, así lo harías. Probaste un par de veces para determinar las pausas entre el mil uno y el mil dos, el mil dos y el mil tres, echaste una última ojeada a las minas, conectaste el cable y estuviste dispuesto. Las siete cincuenta y cinco. Cinco minutos para relajarse, para preguntarse… Se llamaba Giorgos Papadopoulos el hombre que cinco minutos más tarde ibas a matar, y con el cual, acaso, saltarías por los aires. Quién sabe qué tipo era visto de cerca, en carne y hueso. Nunca lo viste de cerca, en carne y hueso: sólo en fotografía. En las fotografías parecía una arañita y resultaba cómico, con aquel bigotillo insolente y aquellos ojillos de poseso. Pero los dictadores son siempre cómicos y tienen siempre ojillos de poseso. Los abren de par en par como si quisieran dar miedo a los niños: ¡si-desobedeces-te-castigo! Una vez, observando su fotografía, te dijiste: me gustaría mirarlo a la cara. Pero primero preparaste el atentado, y luego ya no te lo dijiste más. En las dos semanas últimas, por ejemplo, cuando te apostabas en aquella carretera para comprobar los tiempos y el trayecto, para controlar la hora en que salía de su villa de Lagonissi y la velocidad a que avanzaba su automóvil, el número de coches que componían el cortejo, hubieras podido satisfacer aquel deseo de mirarlo a la cara. En cambio, apenas el Lincoln negro se aproximaba, le volvías la espalda. En parte porque no te reconocieran, es verdad, pero más que nada porque te turbaba la idea de mirarlo a la cara. Si miras a un enemigo a la cara y te das cuenta de que, pese a todo, es un hombre como tú, olvidas quién es y qué representa, y matarlo se vuelve difícil. Más vale hacerse a la idea de que matas un automóvil. Incluso cuando fabricabas las minas, cuando estudiabas los tiempos y las distancias, cuando dividías cien mil por tres mil seiscientos, pensabas en un automóvil y no en un hombre dentro de un automóvil. O, mejor, en dos hombres, porque al volante iba el conductor. ¡Por Dios, el conductor! Y ése, ¿qué tipo era? ¿Una carroña o una criatura inocente, un desgraciado que debe ganarse el sueldo? Seguro que era una carroña: las personas como Dios manda no trabajan como chóferes de un tirano. ¿O tal vez sí? No debías pensar en eso: en la guerra no se plantean ciertas preguntas. En la guerra se dispara, y a quien le toca, le toca. En la guerra, el enemigo no es un hombre, sino un objetivo hacia el que apuntar y basta; si junto a él hay un desgraciado o un niño, paciencia. ¿Paciencia? Un cuerno, paciencia: ¿es justo combatir las injusticias con las injusticias, la sangre con la sangre? No, no lo es. Y pensándolo mejor, no era justo ni siquiera recurrir al ejemplo de la guerra: nada es más estúpido, más reaccionario que el concepto de guerra; y a ti, ¿cuándo te había gustado la guerra? Ni siquiera querías hacer el servicio militar, y de prórroga en prórroga vestiste el uniforme de soldado a los veintiocho años, pues hasta agarrar un fusil te producía náuseas. De todos modos, si pensabas en el conductor sentías como un malestar, una vergüenza; era menester que hicieras un esfuerzo para repetirte a ti mismo las cosas que les decías a los compañeros: la violencia llama a la violencia, la ira del oprimido contra el opresor es legítima, pero si uno la emprende a bofetadas contigo no le presentes la otra mejilla; devuélvele la bofetada. Este hombre ha asesinado la libertad, y en la antigua Grecia al tiranicida se le honraba con monumentos y coronas de laurel. Y asimismo la frase que te habías aprendido de memoria: yo no soy capaz de matar a un hombre, pero un tirano no es un hombre; es un tirano. De improviso te sonaba falsa, como una mentira. ¿Por eso tenías tanto frío? Tonterías: tenías frío porque estabas desnudo y porque hacía frío.

Te agazapaste entre las piedras, con los brazos en torno a las piernas para calentarte un poco. La motora estaba llegando, puntual, y se dirigía hacia la ensenada convenida. Pero ¡qué lejos estaba! ¿Conseguirías alcanzarla? Aquella mañana el agua debía estar helada: resultaría duro zambullirse en el agua helada, nadar en el agua helada. Claro que si saltabas por los aires con el automóvil o si no tenías tiempo de alcanzar la orilla, ese problema no existiría. La vida. Qué absurdo, la vida. Pulsas un interruptor, estableces un contacto entre el polo negativo y el polo positivo y… El rumor del cortejo que se acercaba te llegó a los oídos. Te pusiste en pie de un salto y murmuraste con tristeza: «Ánimo, adelante».

Era un auténtico cortejo. Lo abría la escolta motorizada, tres policías a la derecha y tres a la izquierda, a los que seguía la escolta en automóvil, dos jeeps en fila, luego la ambulancia de primeros auxilios, a continuación el coche equipado con radio, otros cuatro motoristas y, por último, él: el Lincoln negro. Y detrás otro jeep y otra patrulla de motoristas. Acababa de embocar el último tramo de la recta y avanzaba a la velocidad de siempre. Pronto desaparecería tras la curva, la superaría y reaparecería. El ruido creció, y estiraste el cuello para ver mejor. Los dos primeros motoristas estaban saliendo e iban a tu encuentro, tan nítidos que podías distinguir sus rasgos. A la altura del cartel, sin embargo, se tornaron una sombra confusa y te diste cuenta de que, después de aquello, no distinguirías nada, de modo que te verías obligado a actuar sólo por intuición, sólo según el cálculo de los tiempos, recordando que entre el cartel y la primera mina mediaban ochenta metros, y que para cubrir ochenta metros a cien kilómetros por hora se necesitan alrededor de tres segundos. ¡Alrededor! Tu cerebro reanudó su trabajo con rapidez alocada y tu cuerpo se quedó rígido en un espasmo: lo malo estaba precisamente en aquel «alrededor». Si veintisiete metros se recorren en un segundo, tres segundos son ochenta y un metros y no ochenta: así, pues, la primera mina estallaría demasiado tarde. Y también la segunda, en vista de que se hallaba un metro detrás, o sea a ochenta y un metros y no a ochenta y dos. Conclusión: el contacto debía ser retrasado. ¿Cuánto? Muy sencillo: si una décima de segundo correspondía a dos metros setenta, debía retrasarse alrededor de un tercio de décima de segundo. ¡Alrededor! ¡De nuevo «alrededor»! ¡Y todo eso suponiendo que el Lincoln negro mantuviera una velocidad constante! ¡Dios mío! ¿Cuánto dura un tercio de décima de segundo? ¿Un pestañeo? No, menos. Un tercio de décima de segundo no es mensurable en términos humanos. Un tercio de décima de segundo es el destino. Es preciso confiarse al destino y perder tiempo. No mirar el cronómetro. Contar más lentamente. Khilía éna, khilía dio, khilía tría: mil uno, mil dos, mil tres. ¡¿Más lentamente?! Pero ¿qué significa, en este caso, «más lentamente»? Han pasado los dos jeeps. Ha pasado la ambulancia. Ha pasado el coche provisto de radio. Han pasado los motoristas. Ahora viene él. Helo aquí: negro. Se acerca. Se acerca cada vez más, negro. Se hace cada vez mayor, cada vez más negro. Dentro de un instante estará a la altura del cartel y se convertirá en una sombra confusa. Esperemos que mi mano no tiemble. No tiembla. Esperemos que el Lincoln no acelere y no frene. No acelera, no frena. Está a punto de llegar. Llega. Ha llegado. Mil uno, mil dos, mil tres, ¡contacto!

Durante un instante eterno, de un millón de años de duración, no sucede nada. Luego, tus tímpanos fueron lacerados por un estallido seco, desagradable, y saltó por los aires un tumulto de piedras y se elevó una nube de polvo gris. Una sola nube, un solo estallido. Sólo había hecho explosión una mina. ¿Era posible? Y ni siquiera una roca te había golpeado. ¿Era posible? Te palpaste, incrédulo. Pero no hubo tiempo para alegrarse de haber salido indemne porque, con fulminante rapidez, comprendiste que resultaste indemne porque fallaste. Un automóvil blindado que salta por los aires produce un ruido mucho más fuerte, levanta una nube mucho más intensa, y no son sólo piedras las que salen disparadas. Así, pues, ¿qué es lo que no funcionó? ¿La carga, el tiempo, el modo de contar khilía éna, khilía dio, khilía tría? ¿El destino? La tercera parte de una décima de segundo: el destino. Pero ¿por qué no estalló la segunda mina? ¿Conectaste mal el cable? ¿No cebaste bien el detonador? ¿O fue el azúcar, el juego del azúcar, estará-bastante-dulce-echémosle-otra-cucharadita? Te planteabas estas preguntas mientras corrías. Casi inconscientemente, después de haberte palpado con incredulidad, te lanzaste por el escarpe y ahora corrías, corrías empujado por un único impulso: alcanzar el mar, zambullirte, desaparecer en el agua, vivir. ¡Vivir! De pronto, el mar estuvo bajo tus pies, en torno a tu cuerpo, que se hundía en el agua helada mientras tu pensamiento repetía verdaderamente-está-helada, y en un momento dado estuvo tan helada, que tuviste que remontarte a la superficie. Esto sirvió para echar una ojeada a la carretera, donde los policías corrían revólver en mano, y la escena te preocupó: de pronto, te llenaste los pulmones de aire y volviste a bucear, a nadar de nuevo bajo el agua. Nadabas con seguridad y vigor; siempre fuiste un campeón, pero el mar estaba más embravecido de lo que pensabas, y una corriente fortísima te arrastraba a la orilla y no hacia la barca. Volviste a la superficie por segunda vez, para respirar. Miraste los policías también por segunda vez, a fin de comprobar si iban a por ti. No; todos se precipitaban en dirección a la madriguera bajo el puentecito. No te habían visto; podías continuar tranquilo. Lástima de aquella corriente; si no hubiera sido por la corriente… Y por el asma. Tenías un ataque de asma. Cada poco trecho deberías detenerte y recobrar el resuello, perdiendo un tiempo precioso. ¡Qué olas! Escucha qué olas. Una ola violenta te arrojó contra los escollos y te agarraste a un saledizo, aturdido. ¿Cuánto tiempo transcurrió mientras permanecías allí, agarrado, aturdido e ignorante de las consecuencias? Sólo comprendiste claramente cuáles fueron las consecuencias de aquella pausa imprevista, en el instante en que tus ojos inquietos buscaron la motora. Le dijiste que aguardara cinco minutos exactos, ni uno más. Se lo dijiste incluso con brusquedad, para que entendieran bien: «¡Es una orden!». Pasados los cinco minutos seguro que se irían. Había que poner remedio a eso en seguida. Poner remedio saliendo del agua y dirigiéndote a pie hacia la ensenada donde la barca estaba fondeada. Seguro que te verían y te esperarían. Trabajosamente, saliste del agua y comenzaste a correr como antes, doblado sobre ti mismo, sobre las rocas cortantes: cada paso una herida, un dolor agudo. En compensación, te acercabas a la ensenada a notable velocidad. Cincuenta metros más, treinta, y podrías llamarlos: «¡Estoy aquí! ¡Que llego, esperadme, que llego!». Luego, una zambullida, unas cuantas brazadas y acudirían a tu encuentro. Treinta metros. Veinte. Diez: «¡Estoy aquí! ¡Que llego, esperadme, que llego, esperadme!». La motora se puso en movimiento, enfiló hacia alta mar y se fue.

Se fue, y el resto de tu vida te acompañó el recuerdo obsesionante de aquella barca que se hacía a la mar sin esperarte, que-llego-esperadme-que-llego, de la sensación de vacío que te invadió en aquel momento. El deseo de llorar, de gritar bellacos, repugnantes bellacos. La desesperación. La pregunta qué-hacer-ahora, qué-hacer. Levantaste la mirada hacia la carretera donde la escolta había improvisado un control, y hombres de uniforme se agitaban chillando: «¡Ojo a la orilla! ¡Atentos a todo lo que se mueva!». ¿Qué hacer? Esconderse, obviamente. Esconderse en seguida. Pero ¿dónde? Tus pupilas vagaron en torno, extraviadas, en busca de un hueco, de una anfractuosidad para refugiarte. ¡Hela aquí! Aquella minúscula gruta, aquella especie de nicho que se abría entre las rocas del arrecife. Demasiado angosto, sí, pero no había elección. Llegaste a él, a gatas. Te enroscaste dentro como un molusco en su concha o, más bien, como un feto en la placenta: la frente sobre las rodillas y los brazos en torno a las piernas. Tal vez si te quedabas allí hasta hacerse de noche podrías librarte. Porque en un momento dado suspenderían las investigaciones y, con un poco de suerte, te alejarías y ganarías la carretera. Naturalmente, no iban a faltar los problemas, y en primer lugar el problema de andar por ahí desnudo y descalzo de noche, pero en varios lugares del litoral situaste a los compañeros con el encargo de recogerte y… ¿Qué les dirías al encontrarte con ellos? ¿Qué responderías a sus preguntas, a sus mudos reproches? ¿Que había salido mal por causa del cable corto, del cable enredado, por culpa de los cálculos rehechos afanosamente, de una tercera parte de décima de segundo, por culpa del destino? Te retrasaste demasiado, ahora lo comprendías. Contaste demasiado despacio khilía éna, khilía dio, khilía tría: la primera mina estalló cuando el Lincoln había superado el puentecito en casi tres metros. ¿Y la segunda mina? ¿Cómo ibas a justificar el hecho de que la segunda mina no estalló en absoluto? ¡Oh, Theós! Theós! Theós mou! ¡Dios mío, Dios mío! Tanto trabajo, tanto dolor, tantos sacrificios, tantos meses para nada. ¡Nada! No debías pensar en eso. Te volvías loco si lo pensabas. Era mejor conducir la mente hacia un pensamiento distinto: las bombas de demostración, el incendio sobre las colinas. Mientras tú realizabas el atentado, una bomba debía estallar en el estadio y otra en el parque, y luego los árboles de las colinas debían incendiarse. ¡Una guirnalda de fuego que despertase a toda la ciudad! ¡La gaviota, la gaviota! Tus disposiciones fueron precisas. Pero ¿las cumplieron o no? Catorce apóstoles son pocos para un Cristo que pretende por sí solo derrocar una tiranía, admitámoslo. Y si tú fallaste, también ellos tenían derecho a fallar. Tal vez ni en el estadio, ni en el parque había estallado nada, y en las colinas no quemaba nada. La nada después de la nada. ¿Qué diría Gheorgazis? ¿Y los aprovechados de la política, que no mantuvieron sus chácharas ni sus promesas? Seguro que alabarían su previsión: aquel loco solitario, aquel rebelde presuntuoso que cree poder sustituir a los partidos, a la disciplina de los partidos, a la lógica de las ideologías. Nosotros intuimos que no había por qué tomarlo en serio. Basta. Ahora sólo quedaba por hacer una cosa: largarse. Pero ¡qué tormento permanecer agazapado así, y no ceder a la tentación de alargar un brazo o una pierna! Soportar este hormigueo en las articulaciones. ¿Y qué era esta torpeza henchida de sueño? Resistir, permanecer despierto. Sin embargo, ¡qué fatiga, qué fatiga! Sobre todo este helicóptero. También había llegado el helicóptero. Volaba bajo, pasando una y otra vez por encima de ti, y el rumor martilleante de sus aspas te producía sopor, como una nana. Sobre tus ojos descendió una cortina de piorno.

¿Cuánto dormiste? El reloj no lo decía: lleno de agua, ya no funcionaba. Pero no menos de una o dos horas: el sol estaba alto; lo entreveías por una fisura de la concha que se abría sobre tu cabeza, mostrando una lengua de cielo, y ya no hacía frío; más bien estabas sudando. Tal vez a causa de las voces que te habían despertado, voces muy próximas, tan próximas que distinguías con claridad lo que decían. Decían: «¡Registrad roca por roca!». También volvió el helicóptero, con su fragor imprevistamente siniestro, como disparos de una ametralladora pesada. Parecía que todo el ejército griego estuviera allí de maniobras. «¡Una escuadra ahí abajo!». «¡Que el sargento se presente a dar la novedad!». «¡No vayan en fila india! ¡En orden disperso!». Por último, un grito arrogante, enojado, que te atronó las sienes: «¡Busquen palmo a palmo, repito!». «Sí, mi capitán». Y la lengua de cielo sobre tu cabeza, la fisura en el techo de la gruta desapareció bajo un par de zapatos. Retuviste la respiración. Te apretaste con desesperación dentro de la concha, y durante algunos minutos te pareció haberte vuelto niño, cuando tu madre te buscaba para castigarte, cuando para evitar sus golpes te escondías bajo la cama, agazapándote en la parte de la pared, y allí te quedabas contemplando sus pies, escuchando sus chillidos: dónde-se-ha-metido, dónde-se-ha-escondido, y con los labios apretados rogabas oh, Dios, haz que no me vea, haz que se vaya. A veces se iba de verdad, sin haberte encontrado, pero tú no te fiabas y continuabas bajo la cama conteniendo el hambre, la sed y las ganas de hacer pipí. Otras veces, en cambio, se inclinaba y te veía, alargaba una mano amenazadora, triunfante, y te arrastraba fuera: «¡Te he cogido, carroña, te he cogido!». Pero ¿por qué; esta vez, debía inclinarse y verte? Ya eras un hombre, y afortunado: te habías salvado decenas de veces en aquellos dieciséis meses. ¿Por qué asustarse por un par de zapatos, por aquel oficial que se mantenía sobre tu cabeza, implacable? Se elevó una voz: «Hemos buscado bien, mi capitán. No hay nada, no hay nadie». «Echad ahora una ojeada hacia arriba, y luego vamos al otro lado». Un hondo respiro te llenó los pulmones y apretaste los puños pensando: menos mal, se la he jugado. Pero en el mismo momento en que pensabas menos-mal-se-la he-jugado, el capitán se movió, tropezó y cayó de la roca; te cayó delante mismo. Y te vio.

«¡No dispares! ¡No dispares!». Así gritaba mientras apuntaba el revólver con mano temblorosa, y tú no sabías responderle: disparar ¿con qué? Luego gritaba: «¡Sal! ¡Sal!». Pero inútilmente. El estupor, más que el miedo y la rabia, te había paralizado: no lograbas mover las articulaciones, arrancarte de aquella concha. Lo hicieron ellos. Con la ferocidad de los peces que agredían a la gaviota del sueño se te echaron encima, empujándose uno a otro, pisoteándote. Te arrastraron fuera por los pies, te pusieron derecho, sin percatarse de que no te mantenías tieso porque tenías las piernas anquilosadas, e intentar defenderse como la gaviota hubiera sido una locura. Eran demasiados, una mancha de uniformes que se ensanchaba, se ensanchaba y pensaba sólo en pegarte y hurgarte. Uno te golpeó dos veces en las sienes y en los ojos. Otro te abrió la boca de par en par con las dos manos para meterte dentro los dedos y buscar quién sabe qué, al tiempo que gritaba: «¡Escúpela, escúpela!». Otro más te desgarró el bañador para ver si escondías allí armas. Luego te pusieron los brazos sobre la cabeza y te empujaron hacia arriba. Pero no lograbas caminar porque bajo los pies descalzos, llagados ya por la carrera sobre las rocas, cada guijarro se convertía en un cuchillo, y si te parabas para dar tregua al dolor, te golpeaban impacientes con la culata de las pistolas o con los cañones de las metralletas. Llegar a la carretera fue un alivio que pronto se trocó en amargura: donde debía haberse abierto un embudo había un agujero de apenas dos metros, lo que te demostró que no sólo equivocaste los cálculos sobre la décima de segundo, sino también la carga. Te empujaron al interior de un automóvil muy espacioso, con asientos abatibles. Se apresuraron a interrogarte sentados en aquéllos. «¿Quién eres? ¿Quién te ha pagado? ¿Quiénes son los otros? ¿Quién estaba en la motora?». Y venga bofetadas, puñetazos y puntapiés en las espinillas. El más feroz era un tipo grueso, vestido de paisano, de rasgos simiescos y la piel desfigurada por un avispero de cráteres, cavernillas y cicatrices dejadas por la viruela o por quién sabe qué infección. Pegaba con manos pesadísimas, manos de púgil, y cuanto más le oponías silencio, más se embrutecía: «¡Habla, asesino, habla! ¡Habla o te hago pedazos!». «Responde, criminal, responde ¡o te despellejo a puntapiés!». «No finjas sorpresa, asesino, que de ésta no te libras; si no respondes te me cargo. ¿Sabes quién soy yo, lo sabes?». Ni lo sabías ni te importaba. Lo único que te importaba era permanecer callado, no darle la mínima indicación, la mínima pista para identificarte: si descubría tu nombre, los compañeros no hubieran tenido tiempo de ponerse a salvo. De pronto, se acercó un policía, un viejo policía de aspecto apacible, quien se puso a tirarle de la manga de la chaqueta: «Mi comandante, escúcheme, mi comandante, yo sé quién es. Lo conozco porque prestó servicio en Glyfada; es de Glyfada. Se llama Panagulis y…». Pero el hombre marcado de viruelas no le dejó terminar, y mientras su boca se abría de par en par escupiéndote encima una lluvia de saliva, exclamó: «¡Ah! ¡Eres tú, gusano asqueroso! ¡Así que no habías desaparecido, no te habías pirado al extranjero, teniente Giorgos Panagulis! Estabas aquí, sucia carroña, desertor, vendido; estabas en Atenas, bellaco, ¿y creías que te ibas a salir con la tuya?». Después, una quemadura insoportable, una especie de puñalada en el cuello. Te había apagado el cigarrillo en el cuello. Te derrumbaste con un gemido, y tu pensamiento se nubló.

En los últimos años de tu vida, cuando me contabas la detención, no recordabas bien qué sucedió después del cigarrillo apagado sobre el cuello. La memoria sólo te restituía imágenes deslavazadas, jirones confusos: el viejo policía que trata de atraer la atención del hombre picado de viruelas para explicarle que no eres Giorgos sino su hermano Alexandros; el hombre picado de viruelas que lo rechaza y que, seguro ahora de conocer tu identidad, se niega a escucharlo y lo echa, vete-idiota-no-me-molestes, no-ves-que-estoy-trabajando; de nuevo el viejo policía que se aleja con un gesto de resignación. Nada más. Sobre las dos horas que pasaste dentro de aquel automóvil y sobre la tortura de aquellas dos horas no sabías decir nada. Pero había una cosa que recordabas con exactitud: la llegada de Ladas, por entonces ministro del Interior y brazo derecho de Papadopoulos. El muro de uniformes se aparta para dejarlo pasar. Su carota redonda, reluciente, se inclina sobre ti mientras las manecitas gruesas te propinan golpecitos casi afectuosos en un hombro. Su voz viscosa revolotea por encima de ti: «Escúchame, teniente, que yo conozco a tu hermano Alexandros. Lo conozco desde los tiempos en que estudiaba en el Politécnico con mi hijo. Un tipo difícil, admitámoslo, un anarcoide. Criticaba a Karamanlis, odiaba la casa real, la tenía tomada con Evanghelis Averoff, no le caía bien el comunismo, no le caía bien el fascismo, no le caía bien nada. Pero un tipo inteligente, y si sabías cogerlo por el lado bueno, razonaba. ¿Y sabes por qué te digo esto, teniente? Porque si Alexandros estuviera aquí te diría: explícaselo todo a Ladas, confía en Ladas. Confiésale a Ladas quién está detrás de este atentado. Te ahorrarías un montón de problemas». Te acordabas de esto con exactitud porque mientras Ladas hablaba te entraron grandes deseos de llorar. No hubieras debido sentir deseos de llorar: el hecho de que te tomaran por Giorgos te ofrecía una gran ventaja, ganar algunos días o, al menos, algunas horas, a fin de dar tiempo a tus compañeros para ponerse a salvo. Pero cuanto más te repetías que el equívoco era una ventaja, una gran suerte, más te raspaba la garganta el deseo de llorar y te bañaba los ojos. «También tú debes desertar, Giorgos». «Pero yo soy un oficial de carrera, Alekos, ¡no puedo!». «Sí que puedes. Debes; por lo tanto, puedes». «No me atrevo, Alekos, ¡no me atrevo!». «Lo conseguirás». Lo convenciste. Y desertó. Vadeando el río Evros pasó a Turquía, de allí al Líbano, y de allí a Israel: sin encontrar un país que lo aceptase, que lo ayudase. Un calvario. Luego, en el puerto de Haifa, un instante antes de embarcarse para Italia, los israelíes lo detuvieron y lo entregaron al capitán de un barco griego para que lo devolviera a Atenas y lo pusiera en manos de la Junta. El capitán lo encerró con llave en una cabina y… El hombre picado de viruelas decía que desapareció, pues cuando el barco arribó al Pireo, la policía halló la cabina vacía y el ojo de buey abierto. Pero tú sabías que Giorgos no había desaparecido, sino que había muerto. Lo sabías por un sueño. Precisamente la noche en que el barco viajaba de Haifa al Pireo, tuviste aquel sueño. Caminabas con Giorgos por un sendero de montaña, un sendero sobre un precipicio que acababa en el mar. En un momento dado, la montaña fue sacudida por un bramido, y un alud se abatió sobre Giorgos. «¡Giorgos! —gritaste, aferrándolo—. ¡Giorgos!». Pero no lograste sostenerlo. Y Giorgos cayó al mar, entre los peces.

Se te llevaron a mediodía. A tu derecha el hombre picado de viruelas, a tu izquierda un coronel que discutía con el hombre picado de viruelas; en los asientos abatibles, dos guardias con metralletas, y otros dos junto al conductor: ocho en un automóvil. La presión de los cuerpos te cortaba la respiración y te irritaban los morados producidos por los golpes. Un revólver apoyado en tus costillas duplicaba el tormento. Era el revólver del hombre picado de viruelas, que repetía monótonamente: «¡Te acordarás, teniente, te acordarás!». O bien: «¡Ya dejarás de hacerte el sordomudo, teniente, ya dejarás!». Y después de cada amenaza, te largaba un puntapié a las piernas. Tú continuabas callado y mirabas fijamente la carretera con la esperanza absurda de que sucediera algo imprevisible. Un accidente, tal vez, que te permitiera huir. Pero nada sucedía. El automóvil viajaba seguro, precedido y seguido por los motoristas; nadie le prestaba atención. Cuando pasaba junto a otros coches y tratabas de cruzar la mirada con quien iba dentro, te respondían miradas vacías; cuando algún transeúnte se volvía, era para oponer la indiferencia de quien se pregunta: «¿A quién han detenido, a un ladrón?». O: «Han atrapado a un delincuente. ¡Bien!». A cierto momento, una muchacha que caminaba por la acera con un joven, pareció intuir la verdad: con rostro angustiado aferró la muñeca del joven y te señaló con el índice. Eso te produjo un maravilloso consuelo, como si la muchacha representara a toda la ciudad, y ésta se dispusiera a abrir de par en par las ventanas y a gritar: «¡Lo han detenido, lo han detenido! ¡Corramos a defenderlo!». El joven, sin embargo, se encogió de hombros con expresión de decir: «Déjalo correr, no te metas». El consuelo se trocó en desilusión y se apoderó de ti un gran cansancio: inclinaste la cabeza, y ascendieron a la superficie los restos de la derrota. Te sentías ridículo porque estabas desnudo entre gente vestida, te sentías humillado por haber fracasado, te sentías solo porque estabas solo y porque tenías miedo de lo que fueran a hacerte. Una duda perforó tu conciencia: ¿lograrías resistir? El hombre del rostro picado de viruelas se dio cuenta. Apartó el revólver de tu costado y te lo apoyó en la mandíbula: «Dentro de poco habremos llegado, teniente. Y te juro que hablarás. Oh, sí, teniente, hablarás. Porque yo te pondré a punto. ¿No sabes lo que se dice de mí? Que hago hablar hasta a las estatuas. ¿No has comprendido quién soy? Soy el comandante Theofiloiannacos».

Conocías aquel nombre, y lo que él afirmaba era verdad: existía, en efecto, una lúgubre historieta sobre él. Un arqueólogo encuentra una estatua y no comprende de qué época es. «¡Dímelo!», conmina a la estatua. Y el ayudante del arqueólogo: «Doctor, llévesela a Theofiloiannacos. Con él hablará». Pero descubrir que él era él fue una ayuda. Fue como si un viento barriera el miedo y la duda y la derrota, e incluso el sentido del ridículo por tu desnudez, y en el lugar de todo eso se elevase el orgullo de estar solo y humillado, la certidumbre de no poder ser vencido. Volviste los ojos al avispero de cráteres, cavernillas y cicatrices dejadas por la viruela o por quién sabe qué infección, y estallaste en una carcajada. «Ríe, ríe», comentó Theofiloiannacos. El automóvil estaba pasando ante el estadio olímpico, y ahora ante el hotel Hilton, y ahora ante la embajada americana. Después de la embajada torció a la derecha y tu corazón se encogió. Al otro lado de las acacias de la acera, habías reconocido de pronto la Sección de Investigación especial de la policía militar, la ESA. La central de las torturas.

Tampoco ese edificio existe ya. Fue derribado para construir un rascacielos que, sin embargo, no se levantó porque eran demasiados los que afirmaban que habitar en aquel lugar les acarrearía la desgracia: al otro lado de las acacias de la acera no se divisan más que pilastras fragmentadas, algún cable que se bambolea y un solar accidentado por las inmundicias. Cuando el viento de Levante sopla del mar, y las basuras forman inquietos remolinos y los cables golpean sordamente contra las pilastras, parece que de las ruinas se eleven voces quejumbrosas. Y, sin embargo, la zona es hermosa, residencial, con avenidas verdes y luminosas, pequeñas villas blancas fin de siécle donde los ricos disponen de cocinero, mayordomo, planchadora y chófer; elegantes palacetes liberty donde las sedes diplomáticas mantienen jardines bien cuidados y latones bien relucientes. Resulta difícil creer que aquí, precisamente aquí, estuviera situado el infierno de cuyas ventanas escapaban los gritos y los lamentos de las víctimas. ¿No los oían los ricos que disponen de cocinero, mayordomo, planchadora y chófer? ¿No los oían los funcionarios de los consulados y embajadas de jardines bien cuidados y latones bien relucientes, en especial de la embajada americana, que precisamente estaba en la otra acera? ¿O tal vez los oían y los comentaban con una mueca de hastío? «My God, ya empiezan. Esperemos que no nos estropeen el party de esta noche». También resulta difícil imaginar qué tipo de edificio era aquella central de la ESA. Tal vez un caserón como la Lubianka de Moscú, como el de la policía secreta de Madrid, o un cuartel semejante a tantos otros cuarteles de los países mediterráneos: paredes viejas, salas de espera escuálidas, butaquitas de imitación cuero despellejado, ceniceros sucios, despachos desnudos con el retrato del tirano en la pared y el funcionario sudoroso tras el escritorio. Uñas negras, bigotillos presuntuosos, rostros obtusos y aceitosos, tacitas de café traído por soldaditos marcados por el miedo, sí mi comandante, sí mi teniente, y luego los sótanos para los arrestados, las habitaciones especiales para los interrogados. Una estaba en el último piso, junto a la terraza, y disponía de un motor que entraba en funcionamiento para cubrir los lamentos y los gritos. Consta en las páginas que escribiste un mes antes de morir y que rompiste el día en que llegaste a la terrible página veintitrés, prohibiéndome recogerlas, pero yo las recogí y descubrí, decepcionada, que eran tan sólo una relación minuciosa de las primeras veinticuatro horas que pasaste allí dentro. Hoy, en cambio, esa relación me impresiona: la abundancia exasperada de detalles, el hecho de que muchos años después no hubieras olvidado nada, ni un nombre, ni una frase, ni un gesto, como si cada detalle mínimo se hubiera grabado en tu memoria con la fuerza de una marca al fuego.

El recinto, cuentas en aquellos folios, se hallaba en estado de alarma cuando el automóvil traspuso el umbral y Theofiloiannacos te dijo: «Bien venido, teniente». Centinelas con la metralleta apuntando, soldados que se apartaban con ímpetus nerviosos, órdenes secas mezcladas con susurros, preguntas: ¿quién era aquel hombre semidesnudo y descalzo, de qué delito se había hecho culpable? Te empujaron escaleras arriba, te introdujeron en un despacho, y te tomaron la fotografía que iba a distribuirse a los periódicos. Aquella en la que pareces un hermoso nadador cansado, en la que mantienes los brazos abandonados a lo largo del cuerpo y la cabeza inclinada sobre el hombro izquierdo. Tu mirada está penetrada de una tristeza que parte el corazón. Luego llamaron a un médico para determinar si tu mutismo era provocado por un shock. Acudió el médico, y era un tipo extraño. Tenía un rostro simpático y fino, con dos ojillos relucientes de complicidad e ironía, y parecía haber caído allí por casualidad. Con falsa sorpresa examinó las quemaduras de cigarrillo: «¿Quién ha sido? ¿Te han tomado por un cenicero?». Con delicadeza casi excesiva estudió los morados y los arañazos: «¿Te duele aquí? ¿Y aquí? ¿Y aquí?». Luego te preguntó si te dolía la sien enrojecida y fingió irritarse porque no respondías a sus preguntas. Estaba claro que le gustabas, que quería ayudarte de alguna manera. También a ti te gustaba, a pesar de que vestía uniforme, pero no podías hacer nada para demostrárselo; sólo podías esperar que se quedara mucho tiempo. Se quedaba. Pero muy pronto Theofiloiannacos se impacientó: «Bueno, doctor, ¿es un shock o no lo es?». «Sí, creo que está traumatizado por un susto, pero tendría que reconocerlo con calma en mi gabinete, a fin de asegurarme; debería someterlo a algún examen». «¡Qué examen ni qué diablos, doctor, esta es una dependencia de la policía, no una casa de socorro!». «¡Y yo soy un psiquiatra, no un veterinario!». «Si es usted un psiquiatra, ¿no ve que se hace el sordomudo, que también a usted le está tomando el pelo?». «¡No, y quisiera ponerlo en tratamiento!». «También nosotros pensamos ponerlo en tratamiento, doctor. Puede marcharse». Le señalaron la puerta, y verlo dirigirse a ella, derrotado, fue como volver a ver la barca que se hacía a la mar sin esperarte: ¡esperadme, que llego, esperadme! Hubieras querido correr detrás de él, agarrarte a su manga, retenerlo: ¡sácame, encuentra un pretexto para sacarme! Y él pareció notarlo. Se detuvo, se volvió y te dirigió una mirada que decía: ya sé que finges, pero ellos no están seguros, así que prueba a insistir. El hecho es que fingir servía cada vez menos; se aproximaba el momento en que deberías enfrentarte con ellos de manera distinta, demostrando que no eras ni sordo ni mudo, y he aquí que el momento había llegado. Te trasladaban a otra estancia; ésta tenía una mesa y dos sillas, sí, pero también un camastro de hierro, sin colchón. Junto al camastro había un grupo de tres sargentos con la porra en el cinto, una porra tan gruesa que parecía un garrote. También ellos eran muy gruesos, muy robustos. Los miraste, miraste el camastro, y por espacio de unos segundos no comprendiste para qué servía un camastro de hierro sin colchón, pero no tardaste en entenderlo porque dos de aquellos tipos te agarraron, serios, impasibles, y te tendieron, serios, impasibles, sin preocuparse del gemido que se te había escapado al contacto con el somier, roto y que pinchaba como alambre espinoso. Te mordiste los labios para dominar la angustia: ¿iban a empezar en seguida o no? No, en seguida, no: un capitán de aspecto tímido entraba entre golpecitos de tos y rubores: «Con permiso, buenos días, con permiso». Con el aire de quien no se percata de que ante sí se está desarrollando el espectáculo absurdo de un hombre semidesnudo y cubierto de sangre, tendido en un camastro sin colchón, se instaló tras el escritorio. Colocó una carpeta, alineó algunos lápices y comenzó a plantear preguntas que, claramente, se referían a Giorgos: cuál era tu nombre, en qué año naciste, a qué regimiento pertenecías y, puesto que callabas, respondía por ti: «Oh, sí, aquí está escrito, perdone. Promoción de 1939. Conozco a muchos del treinta y nueve, todos ellos chicos estupendos. Yo tenía un amigo del treinta y nueve; estuvimos juntos en el campamento 534». Lo mirabas preguntándote cuál era su papel: ¿se encontraba allí para llenar un hueco o bien porque formaba parte del ceremonial? Tal vez lo hubiera enviado algún departamento de psicología: vas allí, haces como que no pasa nada, lo tratas con amabilidad, te ganas su confianza, y ¿quién sabe si sale algo? Una cosa era cierta: no contaba para nada y lo habían asustado de muerte: cuando la puerta se abrió, se puso en pie de un brinco como si le hubieran pinchado. O como si entrara un general. Pero no era un, general, sino dos tipos de paisano que lo apartaron. Con un movimiento lento de la cabeza le hicieron seña de que se fuera y luego se plantaron delante del camastro, agitaron un haz de folios y, marcando bien las sílabas, dijeron: «Soy el subcomisario Malios, de los servicios anticomunismo de la comisaría central». «Soy el subcomisario Babalis, del mismo departamento».

Una vez, de muchacho, viste una película de terror. Era una cinta de anticipación, y sus protagonistas eran hombres robot, fabricados según una fórmula muy particular, un procedimiento en virtud del cual no nacían niños: nacían adultos y vestidos, con sombrero en la cabeza y zapatos, y todos tenían la misma cara, la misma corpulencia, la misma manera de moverse o de permanecer quietos. Aquellos dos te recordaban precisamente esa película. En efecto, a primera vista parecían unos tipos corrientes e inocuos: rasgos impersonales, traje gris, camisa y corbata. Pero si se les examinaba con más atención, inspiraban miedo. El motivo de ello radicaba en que si bien uno era alto y otro bajo, uno delgado y otro macizo, uno con bigote y otro sin bigote, parecían monstruosamente iguales, como la sombra desdoblada de la misma persona. Su manera de permanecer con las piernas alargadas y el vientre sacado, por ejemplo, era idéntica. Su forma de mirarte como si hubieras estado en tu habitación o en el hospital: era idéntica. Y también era idéntico el tono de voz que usaban, alternando las intervenciones con sincronía perfecta. Apenas uno finalizaba una frase, el otro decía la frase siguiente, completando el discurso, pero la frase siguiente no expresaba un concepto separado: expresaba la continuación lógica o sintáctica de la frase pronunciada antes, de tal manera que mirándolos y escuchándolos parecía asistirse a un partido de tenis entre dos jugadores que no fallaran nunca la pelota. ¡Toc, toc! ¡Toc, toc! ¡Toc, toc! «Teniente, poseemos informaciones que le conciernen». «También tenemos el expediente de su hermano Alexandros». ¡Toc, toc! «Lo sabemos todo de usted, y creemos que usted lo sabe todo de nosotros». «En efecto, las radios extranjeras nos dedican mucha atención». ¡Toc, toc! «Más bien nos calumnian. Dicen que torturamos». «Mentiras. Nuestro sistema no tiene necesidad de torturas». ¡Toc, toc! «Al interrogado nosotros lo abrumamos con hechos, con pruebas reunidas gracias a nuestra paciencia». «De modo que termina siempre desarmado por nuestra bondad». ¡Toc, toc! «Algunos dicen: lo canto todo, pero quiero proteger a cierta persona». «Y nosotros lo comprendemos y lo complacemos». ¡Toc, toc! «Uno dice: estaba escondido en casa de Fulano, pero, por caridad, no le hagan nada, es padre de familia». «Y nosotros no le hacemos nada: simplemente, vamos a verle y le damos algunos consejos». ¡Toc, toc! «La amistad es hermosa, le decimos, pero por causa de la amistad podrías acabar tu vida en prisión». «Se postró de rodillas y juró que no lo haría nunca más». ¡Toc, toc! «Por eso nos odian los comunistas». «Por nuestra competencia profesional, por nuestra preparación ideológica». «Pero no queremos cansarlo con estos discursos, teniente». «Tan sólo queremos formularle algunas preguntas». «Por ejemplo, preguntarle la dirección de la casa donde estaba escondido». «Así podrá usted recuperar su ropa y vestirse. Desde luego que no puede continuar desnudo». «¿Dónde vivía usted, teniente?». ¡Toc, toc! ¡Toc, toc!

Los seguías, desplazando tus pupilas del uno al otro, con el movimiento oscilatorio de un péndulo, exactamente como se hace en los partidos de tenis, y como no recordaba quién era Malios y quién Babalis, cada vez se convertían más en la imagen desdoblada de la misma persona, con la misma voz repetida por el eco. «¿Dónde vivía usted, teniente?». «Sí, ¿dónde vivía usted, teniente?». Era preciso detenerlos, descargarlos, dividirlos. Era preciso responderles, o hubieras enloquecido. «No recuerdo». «¿No recuerda?». «No, no recuerdo». «¡Teniente! ¿Sabe lo que significa la palabra interrogatorio? Con el interrogatorio la memoria les vuelve a todos, se lo aseguramos». «He dicho que no recuerdo y no hay esperanza de que recuerde». «Tal vez está usted demasiado tenso, teniente. Necesita un coñac, un café». «Yo no necesito nada». «Tal vez su postura es incómoda, ¿quiere sentarse en esta silla?». «Estoy bien así». «Vamos, teniente, se comporta usted como un niño». No, no servía. No se descargaban en absoluto, no perdían la pelota ni siquiera al responderles. Había que probar otra cosa. Acaso el insulto. Probaste: «¡Cierra el pico, Malios! ¡Cierra el pico, Babalis!». Funcionó. Se desdoblaron. Arrojaron por los aires los expedientes y se pusieron a gritar con voces distintas y diferenciadas: «¡¿Nos dices cierra-el-pico a nosotros, asesino?! ¡¿Por qué no dices sí-he-sido-yo-y-estoy-orgulloso-de-ello, asumo-las-responsabilidades?! ¡¿Por qué no te comportas como un hombre?!». «Qué hombre ni qué hombre; ¡¿no ves que no es un hombre?! ¡Es un bellaco, tiembla, tiene miedo!». «Gilipollas, Malios, Gilipollas, Babalis. Eres tú quien tiene miedo, eunuco. Todos saben que estás castrado como un eunuco, Babalis». «¡Gamberro!». Babalis se echó encima de ti, y Malios apenas tuvo tiempo de detenerlo, agarrándolo por el brazo: «No, Babalis. Perder la calma no sirve de nada. El teniente será razonable». «¿Razonable? Nosotros le hablamos con toda amabilidad, y él, un asesino frustrado, ¡nos insulta!». «Te repito que te calmes. Pronto ya no nos insultará. Ni para eso le quedará resuello». «De acuerdo». Pero se abrió la puerta y Theofiloiannacos irrumpió gritando colérico: «No habéis sacado nada en limpio con buenos modos, ¿eh? Dejádmelo a mí. Ingenuos, ¿no habéis comprendido que con él se requiere un sistema especial?».

Tú decías que en todo régimen opresor, en toda dictadura, sea de derechas o de izquierdas, de Occidente o de Oriente, de ayer, de hoy o de mañana, un buen interrogatorio es como un libreto teatral, con personajes que entran y salen según una escenografía precisa y con un director que los mueve entre bastidores: el Inquisidor a quien ha sido encomendada la investigación. Decías que cada uno de aquellos personajes tiene un papel distinto, pero una única finalidad: inducir a la víctima a confesar. Con objeto de lograrlo, el Inquisidor les da carta blanca y espera. Cuenta con un arma formidable a su disposición, el arma del tiempo; sabe que, con el tiempo, la víctima cede. Así, pues, para no perder, la víctima debe neutralizar esa arma, reaccionar con una contraofensiva que impida el normal desenvolvimiento de la comedia. Huelga de hambre, huelga de sed, agresividad, o sea violencia opuesta a la violencia para inducirles a pegar más fuerte y hacerte desmayar: tales son algunos momentos de la contraofensiva. Cuando la víctima se desmaya, quebrantada por los golpes y otras sevicias, o bien entra en estado de coma a raíz de un ayuno, el interrogatorio, obviamente, queda en suspenso. Esto le permite reposar y afrontar en frío la reanudación de los tormentos, y con la ventaja de conocer las intervenciones, las escenas, el estilo de la dirección. Decías además que estas cosas no las sabías antes, pero que las intuiste apenas Malios y Babalis iniciaron aquel monólogo a dos. Precisamente escuchándolos y observándolos, concebiste la sospecha de que estaban recitando sus intervenciones en un libreto dirigido entre bastidores por un director habilísimo, interpretando los personajes de una comedia cuya finalidad consistía en erosionar tu mente ya turbada por el capitán tímido y desgarbado. Entonces, y siempre con el instinto más que con la razón, comprendiste que debías defenderte logrando que te pegaran en seguida, porque si te hubieras desvanecido inmediatamente después de los puntapiés, no sólo el cuerpo sino también la mente se hubiera tomado un reposo, y luego no hubieras cometido errores. Lo esencial era elegir la ocasión adecuada. Y ésta te la ofreció Theofiloiannacos en el instante en que irrumpió gritando, colérico, no-habéis-sacado-nada-en-limpio-con-buenos-modos-dejádmelo-a-mí, ingenuos-¿no-habéis-comprendido-que-con-él-se-requiere-un-sistema-especial? Y luego, vuelto hacia ti: «¡Vaya si sabemos quién eres, delincuente! ¡Lo hemos descubierto sin dificultades! ¡Eres el desertor escapado a Israel, el traidor huido del barco! ¡Maldito maricón!».

¡Vamos, ha llegado el momento!. Con un brinco de leopardo saltaste del camastro, con zancadas de leopardo le aferraste una mano, le golpeaste el rostro y rugiste: «¡Theofiloiannacos! ¡Los maricones visten uniforme de comandante!». Y de inmediato sucedió lo que tenía que suceder, lo que tú deseabas que sucediera: como disparados por un muelle que hasta aquel momento los hubiera mantenido quietos, Malios y Babalis perdieron el control, los tres sargentos de la porra su inmovilidad, y todos a la vez saltaron encima de ti, liberando a Theofiloiannacos, y tu ataque se convirtió en un duelo contra seis personas más robustas y descansadas que tú. Dos delante, dos detrás, dos a los lados, bajo una granizada de puños, de porrazos, de puntapiés, mientras tú volabas, caías, volvías a levantarte, volabas de nuevo, te levantabas otra vez, y distribuías puntapiés, cabezazos con la ferocidad del leopardo cogido en la red pero decidido a desgarrar esa red. Se volcó la mesita, y una silla voló por los aires rozando el cuerpo de Babalis quien, asustado, corrió a la puerta en demanda de refuerzos, en vano disuadido por Theofiloiannacos, que no quería otros testigos de su humillación y protestaba pero-qué-refuerzos; mas ya llegaba un suboficial con metralleta, y esto era más de lo que tú hubieras esperado. Rompiste la red, caíste sobre la metralleta para apoderarte de ella, la agarraste, y aunque el suboficial la sujetaba con dedos de hierro, tirabas con tanta desesperación que ni siquiera sentías los porrazos en la cabeza, en los hombros, en los brazos. Sólo oías sus gritos, y junto a los gritos el rumor sordo de los golpes propinados a la buena de Dios, tanto que ahora la porra se abatía sobre la frente de Malios, y Malios se volvía indignado, lanzaba al responsable un puntapié que, en cambio, alcanzaba a Babalis; Babalis, rabioso, reaccionaba con un manotazo en la boca de Malios, y esto hizo estallar la disputa entre ellos: me-has-golpeado-imbécil-cretino. Luego, la disputa se extendió a los otros, insensata, grotesca, tanto más cuanto que, golpeándose, se exhortaban recíprocamente a no hacerlo: «¡Para, que te da, para! ¡Detente, basta! ¿No os dais cuenta de que os estáis prestando a su juego? ¡Ocupaos de él, más bien!». Mientras tanto, solo con el suboficial, continuabas tirando, tirando, sentías sus dedos aflojarse, ceder poco a poco, y he aquí que estabas a punto de arrebatarle la metralleta, se la quitabas, ¡la tenías en la mano! Apuntaste con ella. Y, de pronto, el cielo se derrumbó sobre tus ojos. Negro, repleto de estrellas. Mil garras te aferraron. Mil lazos.

No, por desgracia no te desmayaste. El porrazo sólo te aturdió. Levantaste los párpados y miraste en derredor para comprender dónde estabas y qué te inmovilizaba. De nuevo te hallabas en el camastro. Te habían atado a él esta vez por los tobillos y las muñecas, y un sargento estaba sentado sobre tu pecho y otro sobre tus piernas. Inclinado sobre ti, Theofiloiannacos resoplaba: «Te haremos papilla, carroña. ¡Papilla!». Lo miraste a los ojos. Poderle escupir a la cara. Tener un poco de saliva para escupirle a la cara. Y tu lengua recogió las pocas gotas de humedad que te quedaban, las llevó a los labios y él comprendió y se puso furioso: «¡El garrote!». Babalis avanzó con el garrote. «¡Ahora verás, mercenario!». El garrote se abatió sobre las plantas de tus pies. Una vez, dos veces, decenas de veces. La falanga. La tortura llamada falanga. Qué daño. Qué dolor intolerable. No sólo un dolor, sino una corriente eléctrica que desde los pies sube al cerebro, del cerebro vuelve a descender a los oídos, y luego al estómago, al vientre y a las rodillas, donde se concentra el espasmo. Mientras una voz repite, metódica: «Toma. Toma. Toma. Toma. Toma». Mientras el pensamiento invoca: «Desmayarme, Dios mío, desmayarme. No gritar, desmayarme». Pero ¿cómo se hace para no gritar? Te pusiste a gritar. Y entonces sucedió algo peor; sucedió que Theofiloiannacos te tapó la boca para que no gritaras: la boca y la nariz. El pulgar y el índice apretando la nariz, y la palma sobre la boca. No, ahogarme no. No lo soporto. Dadme todos los bastonazos del mundo, pero no me quitéis el aire. Un poco de aire, sólo un poco de aire, por caridad. Dios, si pudiera morderle. Si pudiera separar los dientes y morderle un dedo. Si por un instante retirara la mano, por un instante podría respirar. Pusiste a contribución todas las energías que te quedaban y las concentraste en las mandíbulas. Lentamente, muy lentamente, despegaste las mandíbulas y le hincaste el diente en el meñique derecho, con fuerza, hasta que crujió. Un chillido salvaje. Y era Theofiloiannacos quien chillaba, levantando la mano sangrante, con el meñique partido en dos. Entonces sobrevino el linchamiento. «¡Vendido, vendido, vendido! ¡Mercenario! ¡Puta! ¡Vendido!». Gritaban todos a coro, un coro de uniformes, que te abofeteaba, te golpeaba la cabeza contra el camastro, te golpeaba todas las partes del cuerpo, de tal manera que ya no quedaba ninguna parte de tu cuerpo que respondiera a tus impulsos, el somier se hundía en tus carnes, y el sufrimiento se alternaba con un sopor que paralizaba. Desmayarme, Dios mío. Haz que me desmaye, haz que descanse, haz que muera un poco, sólo un poco. Y finalmente la oscuridad. Una oscuridad larga en la que te precipitas como a un abismo liberador. Y el silencio. Un silencio que zumba en los oídos como un bordoneo de avispas, mientras la boca se llena de sangre y las sienes estallan, y la conciencia se desvanece en el alivio anhelado de perder el sentido, de morir un poco.

Cuando volviste a abrir los ojos, no sólo estabas atado por las muñecas y los tobillos. Un cinturón te inmovilizaba a la altura del estómago y ya no sentías ni las piernas, ni los brazos, ni el tronco. Sentías el rostro y nada más, como si te hubieran decapitado y la cabeza continuara viviendo separada. Te pasaste la lengua por los labios. Te parecieron inmensos y pensaste que debían de estar espantosamente hinchados. Trataste de levantar los párpados. Permanecieron pegados y pensaste que debían de estar espantosamente hinchados también. Más allá del telón de las pestañas pegajosas, unas figuras borrosas respiraban pesadamente. Una reía: «¡Qué sudada!». Se ensanchó una sombra que respiraba de forma normal, y Theofiloiannacos le dijo: «Aquí está. ¿Es él?». La sombra se te acercó, se dobló encima de ti, cubriéndote como una nube, y una voz te preguntó en tono de duda: «¿Me reconoces?». Exhalaste un debilísimo no. «¡Embustero! Estabais juntos en el curso para oficiales ¿y no lo reconoces?», intervino Theofiloiannacos. La sombra se inclinó más aún. Tal vez comprendió que no era Giorgos, pero no se atrevía a afirmarlo con seguridad. «¿Entonces?», urgió Theofiloiannacos. La sombra callaba, vertiendo sobre ti una lluvia de gotitas de sudor. «Adelante, ¿es él o no es él?», insistió Theofiloiannacos. «No sabría decirlo. Debe de ser él, pero me parece cambiado. Tal vez porque lo han dejado así». «Bueno, vuelve mañana». Al día siguiente volvió. Y al otro y al otro. Pero cada día contestaba lo mismo porque cada día te volvías más irreconocible, pues cada vez te castigaban más. Oficiales, sargentos, soldados, o sea hijos del pueblo, de ese pueblo por el que se llora, se sufre, se lucha, absolviéndolo siempre, justificándolo de todo delito porque-no-es-culpa-suya. Cinco años después, cuando te llevé a que te hicieran radiografías para aclarar las molestias que te obstaculizaban la respiración, el radiólogo levantó lívido la placa y exclamó: «Pero ¿qué le han hecho a este hombre? ¡No tiene ni una sola costilla intacta!».

No la tenías. Te las habían roto todas a golpes de barra. El pie izquierdo, en cambio, te lo machacaron a garrotazos, por eso caminabas como si tuvieras una pierna más corta. En cuanto a las muñecas, te las descoyuntaron a fuerza de mantenerte colgado durante horas del techo, atado a una cuerda hasta que los hombros y los brazos se atrofiaron, el carpo y el metacarpo se separaron: el derecho quedó deforme por una especie de edema calloso que se irritaba monstruosamente al contacto con el reloj. «¡Ni siquiera puedo llevar reloj!». En el pecho tenías muchos agujeritos porque allí fuiste quemado repetidas veces con cigarrillos, y la espalda y los costados mostraban aún las señales de los golpes inferidos con la fusta de acero. También había cicatrices en las piernas, en las nalgas y en torno a los genitales. Pero la más impresionante era la del costado, consecuencia de un tajo inferido por Theofiloiannacos con su abrecartas astillado, mientras Constantinos Papadopoulos, el hermano de Papadopoulos, te apuntaba con el revólver la sien. «¡Te lo clavo en el corazón, te lo clavo en el corazón!». La carne se regeneró mal, en excrecencias que parecían un bajorrelieve de lágrimas blancas y que, al tacto, presentaban la consistencia de granos de arroz. El día de las radiografías, el médico pasaba por encima un dedo, incrédulo, y balbucía: «¡Increíble! ¡Oh, Dios!». Sin contar las torturas que no dejan señal, como por ejemplo la de despertarte apenas caías exhausto a causa del sueño, o bien la del ahogamiento. Comprendieron que la aguantabas menos que cualquier otra, y siempre recurrían a ella. Pero tras la mordedura en el meñique de Theofiloiannacos utilizaban un cobertor: te apretaban la nariz y te oprimían la boca con el cobertor. Por último, las sevicias sexuales. Qué sevicias en concreto, no me lo dijiste nunca: si te formulaba preguntas precisas, palidecías y te encerrabas en el silencio. Pero sobre una no hacías misterios: la aguja en la uretra. Te desnudaban, te ataban al camastro, te manoseaban el pene hasta que se ponía en erección, y cuando estaba duro te introducían una aguja de hierro: casi tan grande como una aguja de hacer ganchillo. Luego la calentaban con el encendedor y el efecto era idéntico al de un electroshock. Para que no murieras, estaba presente un médico provisto de estetoscopio.

Continuaron durante quince días, mientras hacían granizar sobre ti preguntas que ni queriendo hubieras podido responder, pues iban dirigidas a Giorgos. «¡Responde, teniente! ¿Quién te ha ayudado? ¿De qué cuartel cogiste el explosivo? ¿Quién iba a beneficiarse de la conjura? ¿Cómo se llaman tus cómplices, dónde están? ¿Dónde se encuentra tu hermano Alexandros? ¿Cuándo lo viste por última vez? ¿En casa de quién has estado escondido después de haber huido del barco? ¿Quién te abrió el ojo de buey?». Y tú callado. Sólo abrías la boca para quejarte o para gritar. Luego, el día decimoquinto, llegó un hombre vestido de azul, con camisa blanca y corbata también azul. Tenía las manos muy cuidadas, con uñas relucientes que parecían cubiertas por una capa de esmalte, y eso fue lo primero que observaste en él porque entre aquellas manos estaba un expediente en el que aparecía escrito el nombre de Giorgos y la advertencia «Secreto absoluto». La cara se la miraste después, ya que no lograbas apartar los ojos de aquel expediente; se trataba de una cara que era el reflejo de las manos: bien afeitada y bien masajeada. Los rasgos eran límpidos y severos: frente alta, nariz larga, boca fina. Los ojos permanecían quietos y agudos tras las gruesas gafas. Te examinó un instante, con extremado distanciamiento, como si fueras un objeto y no una persona. Se puso a hojear los papeles en silencio, y por fin movió los labios y con voz helada dijo: «Soy el coronel Nicolaos Hazizikis, comandante de la ESA. Hablemos un poco, Alexandros. ¿Te sientes mejor, Alexandros? ¿O debo llamarte Alekos?».

«El verdadero inquisidor no pega. Habla, intimida, sorprende. El verdadero inquisidor sabe que un buen interrogatorio no consiste en las torturas físicas, sino en las sevicias psicológicas que siguen a las torturas físicas. Sabe que con el cuerpo reducido a un amasijo de llagas, el interrogado se sentirá feliz de refugiarse en alguien que sólo le atormenta con palabras. Sabe que después de tantos sufrimientos, nada como el anuncio en tono tranquilo de otros sufrimientos doblegará su resistencia física y moral. El verdadero inquisidor nunca se muestra en compañía de los personajes de la comedia llamada Interrogatorio: para revelarse espera a que haya caído el telón tras el primer acto. Sólo entonces interviene él, como un director que coordina el trabajo de su compañía: graduando las preguntas con paciencia, estudiando las respuestas con inteligencia, aceptando los silencios civilizadamente, pues a él no le importan las revelaciones extraordinarias o inmediatas; le interesan más bien pequeñas noticias con las que componer el mosaico que le permitirá localizar los puntos vulnerables de su víctima, provocar en ella un sentimiento de incertidumbre y de miedo y, por fin, el abandono total. Por ello, cuando el inquisidor se presenta, no basta con negarle las respuestas; es necesario negarle incluso el diálogo, cualquier forma de diálogo, y mantener el cerebro alerta. Naturalmente, resulta difícil: las torturas físicas disminuyen el funcionamiento cerebral, pero es menester esforzarse si se quiere comprender a dónde ha llegado la investigación, lo que han descubierto o dejado de descubrir. Así, pues, oídos abiertos. Y memoria e imaginación porque el Inquisidor no tiene imaginación: es un tipo que ve el poder como un fenómeno externo, como un cúmulo de medios para conservar el status quo, sin esforzarse por estudiar su problemática. No es que se trate de un cretino o de un vanidoso sediento de gloria: a menudo carece incluso de ambiciones personales; se contenta con ser un desconocido casi sin autoridad, pese a hallarse en la antecámara del Poder. No es tampoco necesariamente malvado o corrupto: con frecuencia le mueven un odio sincero por el desorden y un amor no menos sincero por el orden. Pero el poder totalitario, opresor, es su dios: el modelo que tiene del orden es la simetría de las cruces de un cementerio. En esa simetría se encasilla él mismo sin discutir: no puede imaginar nada nuevo o distinto. Lo nuevo y lo distinto lo espantan. Devoto como un sacerdote de sistemas ya sancionados, diviniza los reglamentos y los obedece como obedece a los triviales cánones de la elegancia: traje azul, camisa blanca, corbata también azul. El verdadero inquisidor es un hombre lúgubre. Filosóficamente es el verdadero fascista, o sea el fascista sin color que sirve a todos los fascismos, a todos los totalitarismos, a todos los regímenes con tal de que sirvan para poner a los hombres en fila como cruces en un cementerio. Se lo encuentra donde haya una ideología, un principio absoluto, una doctrina que prohíba al individuo ser él mismo. Tiene oficinas en cualquier región de la Tierra, capítulos en todos los volúmenes de historia; ayer servía en los tribunales de la Inquisición católica y del Tercer Reich, y hoy sirve en la caza de brujas de las tiranías orientales y occidentales, de derechas y de izquierdas. Es eterno, omnipresente, inmortal. Y nunca humano. Tal vez se enamora, llegado el caso llora y sufre como nosotros; acaso tenga un alma. Pero si la tiene, yace dentro de una tumba tan profunda que para desenterrarla se necesitaría un bulldozer. Si no se comprende esto, no se le puede mantener a raya, y resistírsele se convierte, simplemente, en un acto de orgullo personal. Entendámonos, el orgullo personal es legítimo e incluso constituye un deber, pero encerrado en sí mismo es un error político: resistirse al interrogatorio no sólo significa demostrar un heroísmo digno de san Sebastián o de los mártires del Coliseo; significa también humillar al Inquisidor en el plano profesional y mental, inducirlo a dudar de sí mismo y del sistema que él representa, vengar a todos los que fueron abrumados por su cortés ferocidad».

Se trata de un breve ensayo que escribiste para el libro muchos años después, cuando tu leyenda estaba a punto de concluir, y es la racionalización de tu odio hacia Hazizikis: el único esbirro al que nunca perdonaste. Un odio oscuro, doloroso, tozudo. Un odio que estalló en el instante mismo en que pronunció tu nombre, demostrando así saber quién eras. «¿Te sientes mejor, Alexandros?, ¿o debo llamarte Alekos?». Y tú permaneciste mirándolo, incapaz de responder sí o no. Hubieras dado mucho por responder sí o no. Pero las palabras no salían de tu boca aunque te hubieran cortado la lengua. No era sólo el hecho de haber sido reconocido lo que te enmudecía, ni el saber lo que esto significaría: la detención de Nicos y de los demás, la implicación de Gheorgazis, el escándalo que iba a producirse, porque si habían sido capaces de descubrir en pocos días tu identidad, no les llevaría demasiado saber quién te entregó los explosivos y cómo llegaron a Atenas. Era su seguridad ofensiva, su condescendencia despreciativa, el distanciamiento con que te trataba. Theofiloiannacos y sus ayudantes eran humanos en su bestialidad: tan humanos que te tenían miedo y se dejaban llevar por la cólera. Él, en cambio, no estaba colérico y no te tenía miedo: permanecía sentado tras el escritorio, con sus hermosas manos y su atuendo impecable, se quitaba con calma las gafas, las limpiaba mirando más a los lentes que a ti y se las calaba de nuevo, demorándose a causa de un leve golpe de tos; se comportaba, en suma, como si no corriera ningún riesgo. Por lo demás, no admitió a nadie para que te vigilara. Ordenó que te quitaran las esposas, te ofreció una silla y ahora volvía a hablar en el tono de quien conversa en un bar, no de quien interroga en la central de la ESA. «¿Callas? Bueno, quien calla otorga. Así, pues, te encuentras bien. Esto me agrada porque todo el mundo debe encontrarse bien en familia. Tu padre ha sufrido un infarto cuando lo ha sabido, y tu madre ha estado a punto de volverse loca. ¡La de cosas que nos dijo cuando fuimos a registrarle la casa! No quería que le destripáramos algunas butacas, se indignaba porque requisábamos las fotografías de su álbum y porque deseábamos saber de dónde procedía cierto fajo de billetes. Chillidos, estrépito, insultos. Nos vimos obligados a detenerla. También a tu padre, ¿comprendes? Te confesaré que siempre resulta desagradable detener a dos ancianos, pero no tenía elección. Los tenemos en la comandancia. Deberemos retenerlos algún tiempo. Unos meses, digamos. Sí, sí, estás ocasionando un montón de problemas a un montón de gente. Si no existieran fronteras e inmunidades diplomáticas llenaríamos todas nuestras celdas. Pero esto no te interesa, ¿verdad?». Un sonido ronco: «No». «Bueno, estás en tu derecho. Si no me equivoco, el buen revolucionario carece de sentimientos o no le son permitidos. Está dispuesto a sacrificar a su padre, a su madre, a sus amigos, a todo el mundo. No le cuesta ningún esfuerzo porque no le importa. No tiene corazón. ¿Tú tienes corazón?». «No.» «Ya me lo temía. Pero tienes los labios secos, veo que pronuncias las palabras con dificultad. ¿Te apetece un vaso de agua?». «Sí.» «Muy bien». Pulsó un timbre y entró Babalis, muy deferente y desdoblado de su mitad: «A sus órdenes, mi comandante». «A nuestro amigo le apetecería un vaso de agua. Tiene los labios secos». Luego, se volvió de nuevo a ti: «Así, pues, ¿dónde nos habíamos quedado? Ah, sí: en el corazón. Tú no estás casado, ¿verdad? Ni siquiera tienes una chica fija. Alguna aventura de vez en cuando, cuando se tercia, cuando es tiempo, pero nada de vínculos. Nada de amores. Tu único amor es la política. Apuesto a que nunca has estado enamorado. Pero también lo comprendo: el buen revolucionario no debe dejarse distraer por semejantes tonterías. ¿O bien mis informes son inexactos, me equivoco, y tienes una mujer?». Otro sonido ronco: «¿Y tú, Hazizikis?». «No, yo tampoco. Como tú, no estoy casado, y como tú, no estoy enamorado. Tenemos algo en común, y acabaremos por entendernos. Ah, aquí está el agua».

Babalis había vuelto a entrar con el vaso lleno de agua, y todo sucedió antes de que se dieran cuenta, porque ni el uno ni el otro tuvieron tiempo de percatarse de que no te lo llevabas a los labios. Oyeron el ruido de cristal roto, sintieron sobre sí la rociada, y ya estabas tú saltando sobre el escritorio de Hazizikis para degollarlo. Hazizikis apenas tuvo tiempo de esquivarte echándose a un lado. Babalis no. Entre tú y Babalis no había obstáculos, y alcanzarle fue fácil, aunque de refilón y como recurso, porque tu objetivo seguía siendo Hazizikis; por él aceptaste el agua y hacia él te dirigías de nuevo con el vaso roto, temblando de ira por la imperturbable calma con que te esquivara. Pero no pestañeó. Ni siquiera cambió de expresión. Se limitó a pulsar su timbre para pedir refuerzos y a gozar de la escena que siguió inmediatamente. Entre los refuerzos se contaban los tres sargentos que el primer día estaban junto al camastro. Se abalanzaron sobre ti de inmediato, a fin de inmovilizarte el brazo que blandía el vaso, y con ellos libraste la batalla mientras Babalis gritaba: «¡Agarradlo fuerte, aguantadlo!». Una larga batalla porque, aun inmovilizado, no aflojabas el vaso, lo atenazabas como los jugadores de rugby aprietan contra el pecho la pelota, sin preocuparte por el cristal que te laceraba los dedos, y cuando consiguieron hacerte aflojar la mano, tu meñique derecho casi estaba medio desprendido, pues el tendón se había seccionado. «Bueno, veo que hoy no podemos conversar», dijo Hazizikis con su voz de costumbre, y luego te dejó en manos de Babalis, quien te ató los brazos a la espalda y, prohibiendo al médico la anestesia, mandó que te cosieran el dedo. Pero una semana más tarde reapareció, con su traje azul, su corbata también azul, su camisa blanca, sus uñas cuidadas, y… «¿Cómo va el dedo? Me han dicho que eres valiente, que has rechazado la anestesia. Felicidades. A propósito, ¿no eres tú quien de un mordisco le cortaste en dos el meñique al comandante Theofiloiannacos? Ahora los dos andáis vendados y, si no me equivoco, en el mismo meñique. Como dicen los musulmanes, ojo por ojo y meñique por meñique. Bueno, ahora hablemos».

Siempre decía: «Bueno, ahora hablemos». Lo estuvo diciendo durante dos meses y medio. En efecto, durante dos meses y medio, ininterrumpidamente, continuaron atormentándote el cuerpo y el alma. El cuerpo para Theofiloiannacos, el alma para Hazizikis. Pero nunca hablaste. Abrías la boca sólo para ofenderlos o exasperarlos o para decir: «Sí, he sido yo. He fracasado y lo lamento. Si no muero, lo volveré a hacer». Los demás hablaron. Uno a uno los detuvieron a todos, y no pasaba día sin que condujeran ante ti a éste o a aquél para inducirte a ceder, para hacerte comprender que la resistencia era inútil, y con el rostro tumefacto y la mirada desprovista ya de voluntad, te decían: «Basta, Alekos, ya no sirve. No hemos podido evitarlo, lo hemos dicho todo». Y tú, aun atado al catre, aun suspendido del techo, respondías: «¿Quién es éste? ¿Qué quiere? No lo conozco». A fines de septiembre, sirviéndose de lo que declararon los otros, Hazizikis y Theofiloiannacos prepararon una confesión y te pidieron que la firmaras. Una firma, sólo una firma y nadie te atormentaría más. Se la negaste. Te sometieron a la falanga y durante la falanga volvieron a pedirte la firma. Se la negaste de nuevo. Te azotaron con la cuerda de metal, y después de haberte azotado con la cuerda de metal lo intentaron de nuevo. Volviste a negársela. Hubieras muerto bajo las torturas si una noche no hubiera aparecido él: el general de brigada Ioannidis, jefe supremo de la ESA.

Era una noche fría; aquel mes de octubre hacía frío en Atenas, y tú yacías desnudo en el camastro al que te habían atado, como siempre, por los tobillos y por las muñecas. Un hilo de sangre te manaba de la boca porque te habían roto otro diente a puñetazos, y tu rostro era una máscara blanca porque desde hacía semanas no dormías y llevabas días sin comer. Respirabas con dificultad, con un estertor en el fondo de la garganta, y pese a ello Theofiloiannacos gritaba: «¡Tanto si hablas como si no, diremos que has hablado!». Se abrió la puerta de par en par y entró Ioannidis con su paso marcial. Pecho sacado, brazos cruzados sobre los riñones, se detuvo junto al camastro. Lo reconociste en seguida, sabías quién era: no sólo el jefe supremo de la ESA sino el hombre más fuerte de Grecia, tan fuerte que lo temía el mismo Papadopoulos. Taciturno, adusto, brusco con quienquiera que se le aproximase, inspiraba terror a todos, y si bien no hacía nada por resaltar, antes al contrario, gustaba de mantenerse en la sombra, todos conocían su dureza, su incorruptibilidad, su obstinación. Se decía que si lo hubiera juzgado necesario, hubiera fusilado a su madre y destruido su jardín de rosas, o sea el único amor que se permitía. También se decía que despreciaba abiertamente al tirano, y que sólo a regañadientes y por principio le ayudó a consumar el golpe, imposible, por lo demás, sin su participación. Ocho años después, cuando la ironía de la historia y la comedia de la vida lo pusieron en tu lugar, o sea detrás de los barrotes, me di cuenta, aturdida, de que lo respetabas como se respeta a un adversario más que a un enemigo, y que por eso no conseguías odiarlo. ¿Nació aquella noche tu incapacidad para odiarlo? ¿Nació de las palabras que pronunció ante Theofiloiannacos? Con el rostro firme y sus helados ojos azules fijos en los tuyos, hizo apartarse a Theofiloiannacos y le dijo: «Basta. No lo toquéis más. Es inútil insistir; no hablará. Sucede una vez de cada cien mil que uno no hable. Y este es su caso». Después, alargó una mano hacia ti y, de una pieza en su imponente estatura, sin alterar un músculo de su feo rostro, te agarró por el bigote y tiró de él lentamente: «Yo te fusilaré, Panagulis». Diecinueve días después, cuando noviembre ya había llegado con los vientos del Norte, comenzaba el Proceso.