Prólogo

Un rugido de dolor y de rabia se alzaba sobre la ciudad, y atronaba incesante, obsesivo, arrollando cualquier otro sonido, escandiendo la gran mentira. Zi, zi, zi! ¡Vive, vive, vive! Un rugido que no tenía nada de humano. En efecto, no se alzaba de seres humanos, criaturas con dos brazos y dos piernas y un pensamiento propio, sino que se elevaba de una bestia monstruosa y carente de pensamiento: la multitud, el pulpo que a mediodía, incrustado de puños cerrados, de rostros distorsionados, de bocas contraídas, había invadido la plaza de la catedral ortodoxa, y luego había alargado los tentáculos a las calles adyacentes atestándolas, sumergiéndolas implacable como la lava que, en su desbordamiento, devora todos los obstáculos, ensordeciéndolos con su zi, zi, zi. Sustraerse a ello era ilusorio. Algunos lo intentaban, y se encerraban en las casas, en las tiendas, en las oficinas, en cualquier lugar donde parecía hallarse una protección, al menos para no oír el rugido; pero éste, filtrándose por las puertas, las ventanas y las paredes alcanzaba igualmente sus oídos, de tal manera que al poco terminaban por rendirse a su sortilegio. Con el pretexto de mirar, salían e iban al encuentro de un tentáculo y caían dentro de él, convirtiéndose también ellos en un puño cerrado, en un rostro distorsionado, en una boca contraída. Zi, zi, zi! Y el pulpo crecía, se expandía en sobresaltos, y a cada sobresalto se añadían otros mil, diez mil o cien mil. A las dos de la tarde había quinientos mil, a las tres un millón, a las cuatro un millón y medio y a las cinco ni se contaban. No sólo llegaban de la ciudad, de Atenas, sino que también venían de lejos, de los campos del Ática y del Epiro, de las islas del Egeo, de las aldeas del Peloponeso, de Macedonia y de Tesalia: en trenes, barcos y autobuses, criaturas con dos brazos y dos piernas y un pensamiento propio antes de que el pulpo los engullera, campesinos y pescadores endomingados, obreros con mono, mujeres con niños, estudiantes. El pueblo, en suma. Aquel pueblo que hasta ayer te esquivó, te dejó solo como a un perro incómodo, ignorándote cuando decías que no se dejase aborregar por los dogmas, los uniformes y las doctrinas, que no se dejase engatusar por el que manda, el que promete, el que asusta, el que quiere sustituir a un amo por otro amo; no seáis borregos, por Dios, no os protejáis bajo el paraguas de las culpas ajenas, luchad, razonad con vuestro cerebro, recordad que cada cual es cada cual, un individuo de valía, responsable, artífice de sí mismo, defended vuestro yo, germen de toda libertad; la libertad es un deber; antes que un derecho es un deber. Ahora te escuchan, ahora que estás muerto. Dirigiéndose hacia el pulpo, portaban tu retrato, carteles con amenazas y desafíos, banderas, guirnaldas de laurel, coronas en forma de A, de P, de Z: A por Alekos, P por Panagulis, Z por zi, zi, zi. Quintales de gardenias, claveles y rosas. Hacía un calor atroz aquel miércoles 5 de mayo de 1976, y el hedor de los pétalos cocidos apestaba, me cortaba la respiración lo mismo que la certeza de que todo aquello no duraría más que un día, y que luego el rugido iba a apagarse, el dolor se disolvería en la indiferencia, la rabia en la obediencia, y las aguas se aplacarían, suaves, blandas y olvidadizas sobre el remolino de tu nave hundida: una vez más, el Poder vencería. El eterno Poder que nunca muere, que cae siempre para resurgir de sus cenizas, aunque se crea haberlo abatido con una revolución o una matanza que llaman revolución; en cambio, helo aquí de nuevo intacto, tan sólo con distinto color: aquí negro, allá rojo, amarillo, verde o violeta, mientras el pueblo acepta, sufre o se adapta. ¿Por eso sonreías con aquella sonrisa imperceptible, amarga y burlona? Petrificada ante el féretro con tapa de cristal que exhibía la estatua de mármol, tu cuerpo, con los ojos fijos en la sonrisa amarga y burlona que te fruncía los labios, esperaba el momento en que el pulpo irrumpiera en la catedral para derramar sobre ti su amor tardío, y el terror, junto con la pena, me dejaba vacía. Los portales habían sido atrancados con barras de hierro, pero unos golpes airados los sacudían salvajemente, y ya se estaban insinuando los tentáculos por invisibles brechas. Se aferraban a las columnas de las arquerías, goteaban de las balaustradas del gineceo, se agarraban a las gradas del iconostasio. En torno al catafalco se había formado un cráter que minuto a minuto se tornaba más angosto, de tal manera que para contener el empuje que me presionaba los costados y la espalda debía apoyarme en la tapa de cristal. Esto resultaba muy angustioso porque temía romperla, caerte encima y sentir de nuevo el frío que me había mordido las manos cuando, en el depósito, intercambiamos los anillos: en tu dedo el que pusiste en mi dedo, y en mi dedo el que yo puse en el tuyo, sin leyes ni contratos, un día de felicidad, hace ahora tres años. Pero allí dentro no había lugar para otro pretexto: incluso el cordón que al principio protegía el catafalco había sido succionado por las oleadas de los mitómanos, de los curiosos, de los buitres que se afanan por colocarse en primera fila, por exhibirse, por recitar un papel en la comedia. Ante todo, los siervos del Poder, los representantes de la-gente-como-es-debido de la cultura y del parlamento, llegados fácilmente al cráter porque el pulpo se aparta siempre cuando ellos se apean de las limusinas, por-favor-excelencia-siéntese-usted. Míralos mientras permanecen compungidos con sus trajes grises cruzados, sus camisas inmaculadas, sus uñas cuidadas, su vomitiva respetabilidad. Luego, los embusteros que dicen oponerse al Poder, los demagogos, los aprovechados de la política sucia, esto es, los dirigentes de los partidos, titulares de silloncito, que se han abierto paso a codazos, no porque el pulpo se niegue a dejarles avanzar, sino porque deseaba abrazarlos. Míralos mientras exhiben su expresión afligida, comprueban de reojo que los fotógrafos estén listos para disparar, se inclinan para depositar en el féretro sus besos de Judas, empañando el cristal con babas de limaco. Luego los que llamabas revolucionarios del carajo, futuros secuaces de los fanáticos, de los asesinos que disparan tiros de revólver en nombre del proletariado y de la clase obrera, añadiendo abusos a los abusos, infamias a las infamias, poder ellos mismos. Y míralos mientras alzan el puño, los hipócritas, con sus barbitas de falsos subversivos, su pinta burguesa de futuros burócratas, de futuros amos. Por último, los sacerdotes, síntesis de todo poder presente, pasado y futuro, de toda prepotencia, de toda dictadura. Y míralos mientras se pavonean con sus casullas oscuras, con sus símbolos insensatos, con sus incensarios que obnubilan los ojos y la mente. En medio de ellos el sumo sacerdote, el patriarca de la Iglesia ortodoxa, que, con su casulla de seda violeta, derrochando oros y collares, cruces preciosas, zafiros, rubíes y esmeraldas, salmodiaba Eonía imí tu esú: «Quede eterna memoria de ti». Pero nadie le oía porque los golpes airados en los portales se mezclaban ahora con el ruido de las vidrieras al romperse, con el chirrido de las cerraduras que no resistían el empuje, con el alboroto de quienes protestaban, con el denso fragor de la plaza donde el rugido se había vuelto atronador y pegado a las paredes de la catedral el pulpo reclamaba impaciente que te sacaran.

De pronto, estalló un golpe espantoso, el portal central cayó, y el pulpo se desbordó en el interior espumeando, haciendo rodar sus chorros de lava. Se elevaron gritos de terror, llamadas de socorro, y el cráter se estrechó en un remolino que me lanzó violentamente sobre el ataúd para sepultarme con un peso absurdo y perderme en una oscuridad en la que apenas se distinguía la silueta de tu carita pálida, de tus brazos cruzados sobre el pecho y el brillar del anillo. Debajo de mí, el catafalco oscilaba y la tapa de cristal rechinaba: un poco más y se rompería, como estaba yo temiendo. «Atrás, animales; ¿queréis coméroslo? —gritó alguien, y luego—: ¡Al furgón, rápido, al furgón!». El peso absurdo se aligeró, de una grieta se filtró un rayo de luz, y seis voluntarios se sumergieron en el remolino y levantaron el féretro para ponerlo a salvo, sacarlo por una salida lateral y alcanzar el furgón atrapado ante la escalinata. Pero la bestia era ya incontrolable, y enloqueció al divisar aquel cadáver expuesto, tan visible al otro lado de la frágil pantalla transparente. Como si rugir no le bastara ya y ahora quisiera comerte, se arqueó toda ella y cayó sobre los portantes, quienes, estrujados por su mordedura, no conseguían avanzar ni retroceder y se bamboleaban, resbalaban y pedían: «¡Paso, por favor, paso!». Sobre sus hombros el ataúd subía, bajaba y cabeceaba como una almadía sacudida por el mar tempestuoso, agitándote con violencia, derribándote por momentos, mientras que yo buscaba en vano espacio con los puños y con los pies, trastornada por la idea de que aquellos seis hombres perdieran el equilibrio y te abandonaran a la muchedumbre famélica, y gritaba con desesperación: «¡Cuidado, Alekos, cuidado!». Se había formado también una corriente que nos arrastraba en sentido contrario al furgón, de tal manera que en vez de aproximarse, aquél se alejaba, se alejaba. Transcurrieron siglos antes de que el féretro llegara al vehículo, fuera arrojado de través para no perder tiempo, y se pudiera cerrar la portezuela, oponer una barrera a las garras que pretendían volver a abrirla, entregándose a una lucha furiosa con los pies que pisoteaban, con las uñas que arañaban. Pasó una eternidad antes de que, deslizándome por el lateral del furgón, centímetro a centímetro, lograra sentarme junto al conductor paralizado por el pánico, por la sospecha de que aquello fuera sólo el principio. Porque ahora había que llegar al cementerio.

Fue aquel un viaje interminable, con el ataúd colocado a través y tu cuerpo exhibido como un objeto de escaparate, bárbaramente, como una invitación provocativa y putera: mirar-y-no-tocar. ¡Qué pesadilla sin fin, en el furgón que, aprisionado por la lava, no avanzaba, y si conquistaba un metro lo perdía en seguida! Emplearíamos tres horas en recorrer un trayecto que, en condiciones normales, requería diez minutos: calle Mitropoleos, calle Othonos, calle Amalia, calle Diakou, calle Anarafseos. Los policías que hubieran debido escoltar el cortejo previsto se habían dispersado pronto en la muchedumbre, a menudo heridos o maltratados. Los jóvenes encargados del servicio de orden pronto fueron barridos, y de muchas decenas de ellos no quedaban más que cinco o seis náufragos cubiertos de morados y atentos a formar escudo junto a las ventanillas hechas añicos. Se advierte incluso en las fotografías tomadas desde arriba, y en las cuales el furgón es una manchita que apenas se distingue y que aparece sofocada en el vértice de una masa compacta, el ojo del ciclón, la cabeza del pulpo. De ningún modo podía despegarse de aquél: se adhería hasta tal punto que no era ya posible determinar en qué calle estábamos, a qué distancia del cementerio. Y por si esto no bastara, caía una lluvia de flores que, deslizándose por el parabrisas, tendía una cortina de tinieblas, una oscuridad semejante a la que me había sepultado en la catedral, cuando fui arrojada violentamente sobre el catafalco. A veces la cortina perdía espesor y me regalaba un poco de luz; entonces veía cosas que me hacían extraviar en interrogantes a los que no sabía dar respuesta: ¿era posible que hubieran despertado de golpe, espontáneamente, que ya no se comportaran más como un rebaño que va donde quiere el que manda, promete y asusta? ¿Y si de nuevo hubieran sido mandados, aborregados, para que sacase ventaja cualquier chacal que quisiera aprovecharse de tu muerte? Sin embargo, veía también cosas que disipaban mi duda y me calentaban el corazón. Racimos de personas que se columpiaban de las farolas y de los árboles, que se desbordaban por las ventanas y los alféizares, que se alineaban sobre los tejados, en los bordes de los aleros, como aves incubando. Una mujer lloraba, y llorando me suplicaba: «¡No llore!». Otra se desesperaba, y desesperándose me gritaba: «¡Ánimo!». Un joven con la camisa andrajosa, avanzando en medio del hormiguero, me tendía un cuaderno tuyo de cuando cursabas el bachillerato, sin duda una reliquia preciosa para él, y decía: «¡Te lo doy!». Una anciana agitaba el pañuelo, y agitándolo sollozaba: «¡Adiós, niño mío, adiós!». Dos campesinos de barba blanca y sombrero negro, arrodillados en el asfalto, frente al furgón, levantaban un icono de plata e invocaban: «¡Ruega por nosotros, ruega por nosotros!». El furgón estaba a punto de embestirlos, la gente los insultaba, largo-imbéciles-largo, y ellos permanecían así, sobre el asfalto, levantando el icono de plata.

Duró hasta que una voz susurró ya-estamos, y en torno a nosotros se abrió un pequeño canal de espacio libre, el conductor paró, y alguien tomó el ataúd, que, izado sobre los hombros de los portadores, empezó a avanzar solemne y muy lentamente a lo largo de un inesperado corredor, en medio de un silencio helado. De improviso el pulpo dejó de rugir, de sobresaltarse y de empujar. Y, sin embargo, estaba allí. Con una maniobra de tenaza, algunos de sus tentáculos habían precedido al furgón, y por decenas de millares hormigueaban en el cementerio y sus alrededores, pero callados. Dentro, cubrían todas las lápidas y las estelas, colmaban todos los arriates y los senderos, se apiñaban en todos los cipreses y monumentos, pero callados. Y caminábamos en aquel silencio de hielo, a lo largo de aquel corredor que se abría mudo para dejarnos pasar, y mudo se cerraba detrás de nosotros: directos hacia la fosa que no se veía y que, de pronto, se vio. Estrecha, honda, un pozo que se abría bajo mis zapatos. Me tambaleé. Alguien me agarró, me levantó y me colocó sobre el murete de la tumba contigua, y se inició el enterramiento. Pero sobre los bordes del pozo, el pulpo había erigido un baluarte de cuerpos, y para bajarte como era debido, con la cabeza donde estaba la cruz y los pies hacia el sendero, era preciso volver el ataúd. Sin embargo, el baluarte era inconmovible, duro como el cemento, y en vano los portantes pedían atrás-échense-para-atrás, y así te bajaron tal como estabas: la cabeza hacia el sendero y los pies donde colocarían la cruz. El único muerto, que yo sepa, con la cruz a los pies. Luego, cuando estuviste en el fondo del pozo, de cualquiera sabe qué grieta asomó el sumo sacerdote con su casulla de seda violeta y sus oros, sus collares de zafiros, esmeraldas y rubíes. Pomposo, hierático, levantó el báculo para impartirte la divina bendición, y de pronto rodó de cabeza al pozo, rompiendo la tapa de cristal y cayendo sobre tu pecho. Permaneció allí unos segundos, violáceo de vergüenza, grotesco, recuperando sus galas, braceando en busca de un agarradero para subir, hasta que lo pescaron y, ofendido, desapareció, olvidándose de impartirte la divina bendición. Sobre ti cayeron los primeros terrones. Cayeron con golpes sordos, sofocados, y sin embargo el pulpo los oyó, y se estremeció en un escalofrío seco, como una descarga eléctrica. Se rompió el silencio y se desgarró en un tumulto apocalíptico. Unos gritaban no-está-muerto, Alekos-no-está-muerto, y otros gritaban unas palabras que no comprendía, pero que acabé entendiendo; una era mi nombre, y la otra la orden escribe-cuéntalo-escribe, y mientras los terrones caían ya a paladas martilleando en el alma, cubriendo poco a poco la estatua de mármol, la sonrisa amarga y burlona, mientras las banderas ondeaban en un oleaje de inútil rojo, se reanudó el rugido: incesante, ensordecedor, obsesivo, barriendo cualquier otro sonido, escandiendo la gran mentira, zi, zi, zi: Vive, vive, vive.

Lo soporté hasta que el pozo estuvo colmado y se convirtió en una pirámide de guirnaldas marchitas, de pétalos doblemente asfixiantes; luego, escapé. Basta de mentiras, de kermesses organizadas o espontáneas, amores temporales y tardíos, dolores y rabias gritados sólo por un día. Pero cuanto más escapaba, cuanto más lo rechazaba, tanto más el maldito rugido iba tras de mí con el eco del recuerdo, de la duda y, por tanto, de la esperanza, consolándome y persiguiéndome como el tictac de un reloj sin saetas. Vive, vive. Vive, vive. Vive, vive. Aun después de que el pulpo te olvidara, volviendo a ser el rebaño que va donde quiere el que manda y promete y asusta, aun después de que tu derrota cristalizara en el triunfo perpetuo del que manda, promete y asusta, aquello continuaba como un fantasma pegado a las paredes de mi cerebro, anidado en los pliegues de mi conciencia, irresistible aunque le opusiera la lógica, el buen sentido o el cinismo. Hasta que, en determinado momento, comencé a decirme que acaso era verdad. Y si no era verdad, era preciso hacer algo para que pareciera o llegara a ser verdad.

Así fue como, transitando senderos ora límpidos, ora oscurecidos por la niebla o abiertos al paso u obstruidos por zarzas y bejucos, las dos caras de la vida sin las cuales ésta no existiría, recorriendo de nuevo pistas que yo conocía porque las habíamos trazado juntos, o casi ignoradas porque sabía de ellas exclusivamente a través de los episodios que me narraste, fui en busca de tu leyenda. La eterna leyenda del héroe que se bate solo, pateado, vilipendiado, incomprendido. La eterna historia del hombre que rechaza plegarse a las iglesias, a los temores, a las modas, a los esquemas ideológicos, a los principios absolutos vengan de donde vengan, se revistan del color que sea, del hombre que predica la libertad. La eterna tragedia del individuo que no se adapta, que no se resigna, que piensa por su cuenta, y que por eso lo matan entre todos. Hela aquí, y tú eres mi único interlocutor posible, allí, bajo tierra, mientras el reloj sin saetas señala el camino de la memoria.