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Eddie Battle se declaró culpable de todos los asesinatos que había cometido. A cambio de cooperar con las autoridades y responder a todas las preguntas, y puesto que su salud mental era dudosa, los abogados lograron negociar un acuerdo que le enviaría a prisión de por vida sin la posibilidad de volver a ser libre. Se produjeron reacciones por todas partes. Los activistas a favor de la pena de muerte se manifestaron en las calles de Wrightsburg. Se pidió la dimisión del gobernador, los fiscales y el juez asignado al caso. La familia Battle, lo que quedaba de ella, sufrió toda suerte de amenazas de muerte. Se decía que, fuera cual fuese la prisión de máxima seguridad a la que enviaran a Battle, estaría muerto antes de un mes.

King no se interesó por estos avatares. Tanto Sylvia como Eddie se habían recuperado por completo en el hospital, aunque King dudaba que Sylvia volviera a ser la misma después de una experiencia tan aterradora.

«Joder, yo nunca volvería a ser el mismo», pensaba King.

Michelle y él hablaban del asunto en ocasiones, pero lo evitaban en la medida de lo posible. Estaban más que agotados. Sin embargo, ella no perdía ocasión de agradecerle con efusividad que le hubiera salvado la vida.

Cada vez que recordaba aquella fatídica noche negaba con la cabeza.

—Nunca antes me había sentido tan impotente, Sean. Nunca me había topado con un hombre tan fuerte. Parecía poseído por un demonio.

—Creo que lo estaba —replicaba King.

King estaba recordando todo eso sentado al escritorio y se preguntaba qué habría querido decir Eddie con las últimas palabras pronunciadas en la colina: «Un tic fuera de lugar, tío.» Le daban vueltas en la cabeza y no lograba deshacerse de ellas. Finalmente, se levantó y fue hasta la casa de los Battle. Mason le informó de que Remmy estaba en casa.

Había varias maletas en el vestíbulo.

—¿Alguien se va de viaje? —preguntó King.

—Savannah ha aceptado un trabajo en el extranjero. Se marcha hoy.

«Mejor para ella», pensó King mientras Mason le conducía por el pasillo.

Remmy parecía una versión muy pálida de la Remmy anterior. Estaba tomando café. King supuso que tenía un buen chorrito de bourbon.

—Tengo entendido que Savannah se marcha —dijo en cuanto Mason se retiró.

—Sí, pero ha dicho que es posible que regrese para Navidades —replicó ella esperanzada.

«O no», pensó King.

—¿Dorothea ha acabado la rehabilitación?

—Sí, está aquí. La ayudaré a resolver sus problemas económicos.

—Me alegro. No hay motivos para impedir que la riqueza se comparta. Y ella forma parte de la familia. ¿La policía ya no sospecha de ella en el caso Kyle?

—Creo que no. Dudo mucho que resuelvan ese caso.

—Nunca se sabe.

No mencionaron a Eddie. De todos modos, ¿qué iban a decir?

King tenía ganas de marcharse, así que decidió no andarse con rodeos.

—Remmy, he venido a hacerte una pregunta sobre un antiguo empleado de la casa, Billy Edwards.

—¿El mecánico? —Le miró con ceño.

—Exacto.

—¿Cuál es la pregunta?

—Necesito la fecha exacta de su marcha.

—Los registros de las nóminas deben de indicarla.

—Confiaba en que dijeras eso. —La miró expectante.

—¿Los quieres ahora?

—Ahora mismo.

Cuando Remmy regresó con los registros, King se dispuso a marcharse, pero algo le detuvo. Observó a Remmington Battle, meticulosamente acicalada y ataviada, sentada en una hermosa silla antigua, el arquetipo de la gran dama sureña.

Ella alzó la mirada.

—¿Quieres algo más? —le preguntó con frialdad.

—¿Valió la pena?

—¿Qué valió la pena?

—Ser la mujer de Bobby Battle. ¿Valió la pena perder a tus dos hijos?

—¡Cómo te atreves! —exclamó—. ¿Es que no has visto el infierno por el que he pasado?

—Sí, para mí tampoco ha sido fácil. Responde a mi pregunta, por favor.

—¿Por qué iba a hacerlo? —replicó.

—Digamos que por un acto de gentileza por parte de una dama digna y refinada.

—No comprendo tu sarcasmo.

—Entonces te lo diré con claridad. Bobby Jr. era tu hijo. ¿Cómo es posible que le dejaras morir?

—¡No fue así! —replicó alzando la voz—. ¿Crees que se trataba de elegir entre una cosa u otra? ¿Crees que no quería a mi hijo?

—Es fácil hablar, pero actuar cuesta más, Remmy. Como hacerle frente a tu marido. Como decirle que te importaba una mierda dónde había contraído la enfermedad, pero que tu hijo recibiría el tratamiento adecuado. No es difícil diagnosticarla, ni siquiera entonces. Si le hubieras administrado penicilina es muy posible que tus dos hijos estuvieran aquí. ¿Nunca se te ocurrió?

Remmy comenzó a decir algo, pero se calló. Dejó la taza de café y entrelazó las manos en el regazo.

—Quizás antes no era tan fuerte como ahora. —King vio que se le empañaban los ojos—. Pero al final tomé la decisión correcta. Llevé a Bobby a toda clase de especialistas.

—Pero era demasiado tarde.

—Sí —admitió Remmy en voz baja—. Y entonces apareció el cáncer, y eso fue inexorable. —Se secó las lágrimas, cogió la taza, pero se detuvo y le miró—. Todo el mundo tiene que tomar decisiones en la vida, Sean.

—Y muchas personas se equivocan.

Remmy pareció dispuesta a soltar algún comentario mordaz, pero King se lo impidió al señalar una fotografía que había en un estante. Era de Eddie y Bobby Jr. de niños. Remmy se llevó una mano a la boca para reprimir un sollozo. Miró a Eddie con el rostro anegado en lágrimas.

—Cuando nos casamos Bobby era un hombre muy distinto. Quizás ese era al que yo me aferraba, el que esperaba que regresara.

—Creo que cualquier hombre que deje morir a su hijo sin mover un dedo no es un hombre por el que valga la pena esperar —dijo King.

Se marchó sin volver la vista atrás.

Al salir vio a un chófer cargando las maletas de Savannah en un sedán negro. Savannah bajó del coche y se le acercó.

—Quería verte antes de irme. He oído algo de lo que le decías a mi madre. No escuchaba a escondidas, sólo pasaba por allí.

—De verdad, no sé si compadecerla u odiarla.

Savannah contempló la casa.

—Siempre quiso ser la matriarca de esta gran familia sureña. Ya sabes, como una especie de dinastía.

—Pues no le salió bien del todo —comentó King.

Savannah le miró.

—Ya… Creo que se engañaba a sí misma creyendo que lo había logrado. Odiaba a mi padre en privado y lo idolatraba en público. Quería a sus hijos y, sin embargo, los sacrificó para salvar su matrimonio. No tiene sentido. Lo único que sé es que me largo de aquí. Me pasaré los próximos diez años tratando de entenderlo, pero lo haré bien lejos.

Se abrazaron y luego King le abrió la puerta del coche.

—Mis mejores deseos, Savannah.

—Oh, Sean, por favor dale las gracias a Michelle por todo lo que hizo.

—Lo haré.

—Y dile que seguí su consejo sobre el tatuaje.

King la miró sin entender, pero no dijo nada. Se despidió con la mano mientras el coche se alejaba.

Fue hasta la Wrightsburg Gazette y, sin querer, se sentó delante de la misma máquina para microfichas que Eddie había utilizado el día que había estado allí.

Repasó el carrete de números atrasados hasta que dio con la fecha que buscaba, el día que habían despedido a Edwards. No encontró lo que quería. Entonces se le ocurrió que quizás había sucedido demasiado tarde como para incluirse en la edición del día. Pasó al día siguiente. No tuvo que buscar mucho. Era noticia de primera página. Leyó el artículo detenidamente, se reclinó y, finalmente, apoyó la cabeza en la mesa mientras su imaginación se adentraba en terrenos verdaderamente inconcebibles.

Cuando se levantó vio lo que Eddie había escrito en la pared. Lo habían limpiado, pero la palabra todavía resultaba legible. «Teta.»

Días antes había probado varias combinaciones de la palabra: «tela», «tema», «teja», pero no parecían servir. Sin embargo, estaba convencido de que Eddie no la habría escrito de no haber sido importante.

Sacó del bolsillo el disco para claves y jugueteó con él. Por algún motivo, se había acostumbrado a llevarlo consigo. Hacía tiempo se había descubierto que el análisis de las frecuencias podía descifrar códigos relativamente largos. El método era bien sencillo. Algunas letras del alfabeto aparecen con más frecuencia que otras, y la letra que aparece con más frecuencia es la e. Ese hallazgo había supuesto un gran triunfo para los descifradores, pero décadas después los que se dedicaban a cifrar volvieron a salirse con la suya.

King desplazó el anillo externo del disco hasta que la letra e estuvo alineada con la a. Luego movió la t al final. Un tic fuera de lugar. Observó la pared y cambió mentalmente la palabra. Ahora decía: «teet». Tampoco tenía sentido. ¿Qué era «teet»?

Aunque sabía que las probabilidades eran escasas, regresó a su despacho, seleccionó un buscador de internet, tecleó teet y, por si acaso, añadió crimen. No esperaba encontrar nada, pero apareció una larga lista. Pensó que seguramente sería inútil. No obstante, cuando leyó la primera entrada, se sobresaltó.

—Oh, Dios mío —dijo. Leyó la información y se reclinó. Se tocó la frente, perlada de sudor, igual que el resto del cuerpo—. Oh, Dios mío —repitió.

Se levantó lentamente. Se alegraba de que Michelle no estuviera en el despacho. No podría habérselo explicado, no en ese momento.

Para asegurarse, King tendría que averiguar varias cosas. Y luego no le quedaría más remedio que plantarle cara al asunto. Sabía que pocas cosas en la vida le costarían tanto.