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—Ha sido una velada de lo más agradable, Sean.

Habían regresado a la casa y estaban sentados en un pequeño patio acristalado contiguo a la cocina, desde donde contemplaban cómo se acercaba la tormenta.

—Me encanta ver tormentas en el lago —dijo Sylvia—. De día es todavía más bonito porque las ves llegar por la cima de las colinas.

Se dio la vuelta y vio que él la miraba de hito en hito.

—¿Qué pasa?

—Estaba pensando que hay algo más bonito que una tormenta, y está justo a mi lado.

Ella sonrió.

—¿Es eso un vestigio de los ligues de la época universitaria?

—Sí, pero la gran diferencia es que ahora lo digo en serio.

Se acercaron el uno al otro, King le rodeó los hombros y Sylvia apoyó la cabeza en su pecho.

—Como ya dije, es agradable que, para variar, se ocupen de una —ronroneó.

—Hacéis una pareja de primera, de veras que sí.

Sylvia gritó, sobresaltada. King se incorporó a medias del sofá antes de ver que era inútil. Una pistola le apuntaba. Se sentó de nuevo.

Eddie Battle se apoyó en el marco de la puerta, todavía con el traje de neopreno, y apuntó primero a Sean y luego a Sylvia. El láser se desplazaba por sus torsos como una brasa al rojo vivo colgada del hilo de un titiritero.

—De hecho, sois tan adorables que si tuviera una cámara os haría una foto.

—¿Qué quieres, Eddie?

—¿Qué quiero? ¿Qué quiero, Sean?

King se colocó delante de Sylvia al ver que Eddie entraba.

—Eso es lo que te he preguntado.

—Me caes bien, de verdad. No me molesta que fueras tú el que me diera caza. Fue una buena lucha de ingenios. De hecho estaba seguro de que serías tú. Por eso intenté deshacerme de Michelle y de ti en la casa flotante.

—¿Por qué no te ahorras problemas y te entregas? Hay un policía ahí fuera.

—No, no está ahí fuera, Sean —corrigió Eddie—. Está en el camino, sentado en su coche patrulla. Lo he comprobado. Y con esta tormenta os podría matar y celebrar una fiesta y él no se enteraría.

—Vale, ¿qué quieres?

—Acompañadme. Daremos un paseo por el lago.

King se palpó el bolsillo lateral de la chaqueta. Sí, allí estaba el móvil nuevo.

—¿Por el lago? ¿Con esta tormenta de mil demonios? —exclamó Sylvia.

King notó los botones del móvil a través de la tela. «Manténlo ocupado, Sylvia.»

Como si le hubiera leído el pensamiento, ella añadió:

—No podrás huir por el lago.

—No lo intentaré. Hace tiempo que deseché esa idea.

King encontró el número de marcado rápido que quería, lo pulsó y luego presionó el botón de llamada. Tendría que calcular bien lo que haría.

En cuanto notó que respondían, exclamó:

—¡Maldita sea, Eddie, es una locura! ¿Ahora te van los secuestros?

—Sí, ya me he cansado de matar. En marcha.

—No iremos en tu lancha.

Eddie apuntó a la frente de Sylvia.

—Entonces tendré que cargármela aquí. La decisión es tuya. Me importa una mierda, la verdad.

—Entonces llévame sólo a mí —dijo King.

—Eso no forma parte del plan, viejo amigo. Vendréis los dos.

—¿Adónde nos llevas?

—¿Y estropear la sorpresa? —Durante unos segundos aterradores, el semblante del hombre que había asesinado a nueve personas se ensombreció—. Ahora, Sean. Ahora mismo.

Por algún motivo, después de separarse de Savannah había ido a echar un vistazo al estudio de Eddie. No creía que él estuviera merodeando por la casa; había policías por todas partes y Eddie no era tonto. Sin embargo, mientras observaba los cuadros no pudo evitar preguntarse cómo era posible que un hombre que había matado a tantas personas fuera capaz de crear obras tan hermosas. Parecía imposible que el mismo cuerpo y la misma mente pudieran albergar a un artista y a un terrible asesino. Se estremeció y se rodeó con los brazos. Y pensar que Eddie la había atraído. ¿Y se creía una persona con criterio? ¿Podría confiar de nuevo en su instinto? Aquella idea le provocó un escozor en el estómago. Se doblegó, de repente se sentía mareada y con náuseas; apoyó las manos en los muslos para evitar caerse al suelo.

«Dios, ¿cómo pude haber estado tan ciega?» Entonces recordó lo que se decía de algunos de los asesinos más famosos de la historia: no parecían ni se comportaban como asesinos. Eran encantadores y divertidos; solían caerte bien. Eso era lo más aterrador. «Cualquiera podría serlo», pensó Michelle.

Se irguió al oír el móvil. Respondió pero nadie contestó. Entonces oyó a King gritando algo, aunque sólo entendió una palabra. Sin embargo, bastaba.

«¡Eddie!»

Sin dejar de escuchar e imaginándose lo que sucedía al otro lado de la línea inalámbrica, miró alrededor, vio un teléfono en una mesa situada junto a un caballete y llamó a Todd Williams.

—Están en casa de Sylvia…

—Mierda. Pero hay un policía con Sean.

—Tal vez esté muerto.

—Voy para allá.

—Yo también.

Michelle se pegó el móvil al oído mientras corría hacia la mansión. Entró en tromba en su habitación, recogió las llaves del todoterreno y salió corriendo. Estaba a punto de subir al todoterreno cuando se paró en seco y regresó a la casa a toda prisa. Entró como un relámpago en la habitación de Savannah, que estaba en la cama y se despertó sobresaltada.

—Por Dios, ¿qué pasa? —preguntó Savannah.

—Necesito tu teléfono.

—¿Qué?

—¡Dame tu móvil, joder!

Segundos después Michelle subía al todoterreno, con el móvil contra la oreja, tratando de oír cualquier cosa que le ayudara a saber dónde estaba Sean.

«Un momento», se dijo. Había oído algo. ¿Qué era?

«¡Lancha!» Sean le preguntaba a Eddie adónde les llevaría en la lancha. Lo había oído con claridad.

Marcó un número en el móvil de Savannah.

—Todd, están en una lancha, en el lago.

—¡Una lancha! ¿De dónde coño la ha sacado Eddie?

—Hay varias en el muelle de los Battle, incluyendo una muy rápida.

—¡Mierda!

—Todd, ¿tienes una lancha? —le preguntó desesperada.

—No. Los del departamento forestal tienen una, pero ahora mismo no sé dónde está.

—¡Pues perfecto! —Michelle trató de pensar rápidamente. «Idiota de mí.» Por supuesto—. ¿Cuánto tardarías en venir aquí?

—Unos diez minutos —respondió Williams.

—Que sean cinco, te espero en el muelle de los Battle. Es una caminata, pero puedes ir en un carrito de golf. El camino está iluminado y hay señales para no perderse.

—Pero ¿qué hay de ti?

—¿Que qué hay de mí? —chilló.

—¿No necesitarás el carrito?

—Me haría ir más despacio. Y ahora escúchame bien. De camino tendrás que llamar a los forestales, encontrar su lancha y enviar a varios hombres armados al lago. Asegúrate de bloquear todas las carreteras que conducen al lago. Y llama al FBI y la policía estatal y trae enseguida un helicóptero con un buen reflector. Diles que pongan en marcha al SWAT o al Equipo de Rescate. Necesitaremos varios tiradores de élite.

—¡Para eso hace falta tiempo, Michelle!

—Y no tenemos, ¡así que hazlo ya!

—Es un lago enorme. Más de ochocientos kilómetros de costa, es más grande que el estado de Rhode Island.

—Gracias por animarme. ¡Mueve el culo de una vez!

Colgó, bajó del todoterreno de un salto, corrió por detrás de la casa y descendió presurosa hacia el muelle por el sendero iluminado. Siguió tratando de escuchar sonidos útiles por el móvil, pero sólo oía un gran fragor. Si estaban en la lancha, los motores ahogarían todo lo demás.

Una vez en el muelle, pulsó un interruptor y toda la zona se iluminó. En aquel momento un rayo enorme recorrió el cielo seguido de un trueno tan estruendoso que se cubrió los oídos.

Vio la rampa vacía casi de inmediato.

—Mierda, está en la FasTech.

Volvió a llamar.

—Todd, va en una Fórmula FasTech. Mide diez metros de eslora, es blanca con un…

—Conozco esa marca. ¿Sabes qué motores tiene?

—Sí, dos Mercedes, quinientos caballos cada uno con hélices Bravo, de las mejores. Si no llegas en tres minutos me iré sola. —Colgó.

«Bien, veamos qué tenemos», se dijo mientras corría entre las embarcaciones disponibles. Las Sea-Doo eran rápidas y manejables pero no tenían luces, y no se imaginaba a Todd aferrado a ella mientras conducía o maniobraba una él solo. Además, después de la persecución por la carretera de curvas con Roger Canney, si se iba a producir un enfrentamiento entre lanchas quería estar mejor preparada.

Se detuvo ante el Sea Ray, una embarcación para espectáculos atracada en una grada. No alcanzaría a la FasTech en velocidad, pero era grande y con motores potentes. Rompió la cerradura del trastero, entró, encontró las llaves del Sea Ray y el mando a distancia de la rampa en que estaba y lo preparó para la salida.

Todd Williams llegó al cabo de unos minutos en el carrito de golf. Recogió un chaleco salvavidas y subió a bordo.

—He llamado a todos. Los forestales tendrán su lancha en Haley Point Bridge, a unos veinticinco kilómetros río arriba. El FBI y la policía estatal enviarán helicópteros y tiradores con la mayor celeridad posible. En todas las carreteras que conducen al lago se están montando controles.

—Bien. Toma el móvil y escucha atentamente. Es posible que Sean nos dé pistas sobre su paradero. —Williams lo cogió y se lo pegó al oído.

Michelle seleccionó la marcha atrás y salieron tan rápido de la rampa que Williams se fue de bruces y estuvo a punto de caerse por la borda.

—Joder, Michelle —dijo mientras se ponía de pie—, ¿sabes pilotarlo? No es un maldito bote de remos.

—Aprendo rápido. Dime a qué distancia aproximada está la casa de Sylvia e indícame la orientación de la brújula.

Todd así lo hizo y ella calculó el tiempo, la distancia y la ruta. En el servicio secreto se había convertido en una consumada navegante, donde había aprendido a maniobrar todo tipo de embarcaciones, desde lanchas ultra rápidas mientras vigilaba a expresidentes a quienes les encantaba navegar a velocidades insólitas hasta patinetes sumisos cuyos pasajeros no eran otros que los nietos de los susodichos expresidentes.

—Vale, agárrate bien.

Viró la proa hacia el canal abierto y aceleró al máximo. El gran Sea Ray gimió un poco, como si se despertara, pero luego las hélices se hundieron en el agua, que salpicó en todas direcciones. La proa se irguió en el aire como un potro salvaje dispuesto a arrojar al suelo al jinete, y la embarcación dio un brinco adelante. A los pocos segundos navegaban a cuarenta nudos y Michelle la dirigió directamente a las fauces de la tormenta que se aproximaba por el lago de ocho mil hectáreas sin tener ni idea de adónde se suponía que tenía que ir.