Eddie se recostó en el pequeño catre de la cueva. Había descansado, comido y planeado. Tenía un escáner de radio de la policía y una televisión a pilas y estaba al corriente de la evolución de la búsqueda; de momento no habían conseguido progreso alguno. Sin embargo, sus movimientos estaban limitados. Sólo podía salir de noche y había una larga caminata hasta el viejo y abollado todoterreno que había ocultado en un bosquecillo para esa eventualidad.
Tras todos esos años yendo de aquí para allá, sin terminar de consolidar una personalidad en ninguna parte, finalmente había encontrado su horma: asesino fugitivo. Se rio, se levantó, se estiró, se dejó caer al suelo e hizo cien flexiones de brazos y otros tantos abdominales. Había encajado a presión una barra metálica entre dos afloramientos irregulares de roca al fondo de la cueva. Hizo veinticinco flexiones rápidas y luego cinco con cada brazo. Se desplomó, resoplando. Ya no tenía veinte años, pero no estaba mal para su edad. El policía fornido habría dado fe de ello.
Desenfundó la pistola y cargó la munición para atravesar chalecos antibalas que había comprado en el mercado negro con un mero clic de ratón. En internet era posible comprar de todo —armas, munición, mujeres, niños, matrimonios, divorcios, felicidad, muerte— si sabías dónde buscar. Pero era una pistola contra mil, mucho peor que en el Álamo.
«Sin embargo, un hombre sin nada por lo que vivir es, sin duda, un hombre poderoso. Quizás invencible», pensó. ¿Lo había leído en alguna parte o se le acababa de ocurrir? Daba igual, sería su vida a partir de ahora.
Acabarían encontrándole y matándole, de eso estaba seguro. Pero le daba igual si primero acababa con el asesino de su padre. Eso era lo único que le importaba. Vaya, había racionalizado su vida. Volvió a reírse.
Sacó la lista del bolsillo. Quedaban pocos nombres, pero desde luego no podría acabar con todos. Ahora se centraría en sólo dos muertes más, esa misma noche: la del asesino de su padre y la suya. Y luego Wrightsburg regresaría a la normalidad. Su familia empezaría de nuevo, por fin liberada del monstruo que tenía por patriarca.
Se tumbó en el catre, escuchó la radio con un oído y cualquier ruido del exterior con el otro. La ubicación aislada de la cueva y la entrada oculta dificultaban su localización. Sin embargo, si alguien tenía la mala suerte de acercarse, le daría un entierro digno. No era un monstruo; en su caso la manzana había caído bien lejos del árbol.
«No soy el hijo de mi padre, gracias a Dios. Pero pronto nos veremos, papi. Quizás el diablo nos ponga juntos para toda la eternidad. Ya hablaremos.»
Hizo crujir los nudillos y soñó un encuentro así mientras la tarde cedía terreno a la noche. La noche en que pasaría a la acción, en la que acabaría con el último objetivo. Y luego el telón caería en el Gran Espectáculo de Eddie Battle. No habría ningún bis. «Adiós a todos, fue bonito mientras duró.»