Mientras King tenía esa revelación nocturna y hablaba con Michelle, un hombre encapuchado había entrado en la residencia de Jean y Harold Robinson. Se había colado por la puerta del sótano. Era fácil si se tenía la llave, y él la tenía ya que con los moldes tomados en el centro comercial había hecho una. Había cortado la línea telefónica antes de entrar en la casa. Una vez en el interior subió rápidamente por las escaleras; conocía bien la distribución de la casa. Había cuatro ocupantes y sabía dónde estaba cada uno de ellos; había reconocido el terreno varias veces. Por si acaso, también había estudiado el plano de la casa, disponible en la página web del constructor.
Tal como había supuesto en el centro comercial donde había visto por primera vez a Jean Robinson, la familia disponía de sistema de seguridad pero no lo utilizaba. Los tres niños —el pequeño al que había saludado en la camioneta y los dos mayores— dormían en la planta de arriba. La esposa y el marido tenían una suite en la planta baja, sólo que el marido no estaba en casa esa noche y ese era el motivo por el que el encapuchado sí estaba.
La calefacción se encendió con una ligera sacudida y empezó a hacer circular aire caliente. Protegido por ese sonido, recorrió el pasillo hasta el dormitorio principal. Se detuvo junto a la puerta y escuchó durante unos instantes. Sólo se oía el tenue ronquido de la señora Robinson, que le esperaba sin siquiera saberlo. Abrió la puerta, entró y la cerró con suavidad. Los ojos ya se le habían habituado a la oscuridad. Jean Robinson era apenas un bulto en la parte izquierda de la gran cama matrimonial. Llevaba un camisón blanco muy fino. La había vigilado por la ventana mientras se cambiaba. Tenía la costumbre de no bajar del todo las persianas y dejar la luz encendida mientras se desvestía. Puesto que la ventana daba al patio trasero seguramente creía que disfrutaba de una intimidad absoluta, pero se trataba de una suposición errónea, como sucedía con la mayoría de las personas que pensaban del mismo modo. Siempre había alguien vigilando. Siempre.
Tras el nacimiento del tercer niño había recuperado el tipo rápidamente. No tenía barriga, los pechos todavía eran grandes de alimentar al bebé, las piernas esbeltas, el trasero regordete pero atractivo. No cabía duda de que su marido la quería y de que tenían una vida sexual envidiable; pero ¿qué más le daba a él? No había ido a violarla, sino a matarla.
La amordazó en un abrir y cerrar de ojos para impedir que gritara. Tras unos segundos de confusión, durante los cuales trató de comprender qué sucedía, tensó todo el cuerpo. El encapuchado la sujetó por detrás e intentó inmovilizarla en la cama. Sin embargo, ella era más fuerte de lo que parecía y se revolvió, manoteó hacia atrás y consiguió arrancarle la capucha.
El hombre, presa del pánico, le golpeó la cabeza contra la cabecera de la cama, una, dos, tres veces, hasta que notó que el cuerpo quedaba inerte. Otro golpe contra el sólido roble y le pareció oír que el cráneo se rompía. Haciendo palanca con el antebrazo en la nuca de la mujer, con la mano libre buscó la capucha desesperadamente. Estaba en el puño cerrado de ella. Se la arrancó y volvió a colocársela. Le rodeó la cintura con el brazo, la levantó en peso y le estampó la cabeza contra la madera por última vez.
Le dio la vuelta y le miró los ojos. Estaban bien abiertos, sin vida; la cabeza sangraba profusamente y le manchaba los pechos desnudos. Le quitó el camisón y lo arrojó a un lado. Alzó el cuerpo desnudo y lo colocó en el suelo. Extrajo el cuchillo que había cogido en la cocina y comenzó a realizar trazos complejos en la piel. «A la policía no le costará entenderlo», pensó mientras lo hacía. Se arriesgó a encender la luz de la mesita de noche y, con la punta del cuchillo, extrajo los restos de capucha adheridos debajo de las uñas. Se los guardó en el bolsillo.
Cogió el reloj de pulsera de la mesita de noche, lo puso a las seis, tiró de la ruedecita y se lo colocó en la muñeca.
En cuanto hubo acabado, le tomó el pulso, por si acaso. Había desaparecido. Jean Robinson había dejado de existir. La siguiente parada sería la asesina autorizada para ejercer como tal: la doctora Diaz. Harold Robinson se había quedado viudo con tres hijos que cuidar. Y el mundo seguiría adelante, lo que demostraba su teoría de que todo aquello daba igual. «Todos somos reemplazables», se dijo.
Recogió el camisón, en el que quizás hubiera indicios suyos, y se lo guardó en el bolsillo. No podía permitirse el lujo de pasar la aspiradora porque despertaría al resto de los ocupantes de la casa; de hecho, tenía suerte de que los golpes que habían acabado con la vida de su madre no hubieran sobresaltado a los dos niños mayores.
Se volvió para contemplar de nuevo su obra. Sí, no estaba nada mal; de hecho, era de primera.
«Por usted, señora Robinson.»
Se dirigió a la cocina, encontró el bolso de la mujer, extrajo el móvil, obtuvo el número que buscaba y llamó al buen esposo, que estaba conduciendo, no muy lejos de la casa. Dijo cuatro palabras: «Su mujer está muerta.» Colgó y apagó el móvil. Rebuscó en la parte superior del armario de la cocina y recogió el micro oculto que había colocado allí anteriormente. Ya no lo necesitaría.
Sólo le quedaba una tarea y habría acabado, al menos por esa noche. Se encaminó hacia las escaleras traseras que conducían al sótano.
—¿Mamá?
Se quedó paralizado al ver que se encendía la luz del pasillo de la planta de arriba. Oyó pasos que se acercaban; zancadas cortas e inseguras, pies descalzos deslizándose por el suelo de madera.
—¿Mamá?
El niño se asomó a la escalera y miró hacia abajo. Con una mano arrastraba un perro de peluche tras de sí. Llevaba calzoncillos blancos y una camiseta de Spiderman. Se frotó los ojos somnolientos con su pequeño puño.
—¿Mami? —repitió. Seguía mirando hacia abajo y, finalmente, vio la sombra de la capucha negra al pie de la escalera.
—¿Papi?
El asesino permaneció inmóvil y miró al niño. Se llevó la mano enguantada al bolsillo y empuñó el cuchillo. Sería muy rápido. Dos muertes en lugar de una, ¿qué más daba? «Madre e hijo, ¿qué coño importa?» Se preparó para hacerlo pero no se movió. Siguió observando la pequeña silueta perfilada bajo la luz tenue, el testigo ocular potencial.
—¿Papi? —repitió con recelo al no obtener respuesta.
—Vuelve a la cama, hijo —dijo el encapuchado bruscamente.
—Creía que tenías que marcharte, papá.
—He olvidado algo, Tommy, eso es todo. Vuelve a la cama antes de que despiertes a tus hermanos. Ya sabes que cuando el pequeño empieza a llorar no tiene consuelo. Y dale un beso a Bucky de mi parte —añadió refiriéndose al oso de peluche. Aunque no sabía imitar la voz del padre, el hecho de que supiera tantos detalles íntimos bastaría para tranquilizar al niño.
Había investigado a conciencia a los Robinson. Lo sabía todo sobre ellos, desde sus apodos hasta los números de la seguridad social, pasando por su restaurante favorito y los deportes que practicaban los hijos mayores, Tommy y Jeff: aquel béisbol y este fútbol. Sabía que Harold Robinson había salido de la casa poco antes de la medianoche en dirección a Washington D. C., que su madre les quería mucho… y que esa noche les había arrebatado para siempre a esa persona. Lo había hecho sólo porque ella había tenido la mala suerte de ser captada por su radar en el aparcamiento de un supermercado. Podría haber sido cualquier otra madre. Cualquiera. Pero resultó ser la de Tommy, la de Jeff, un niño de doce años, y la del pequeño Andy, de apenas un año, que había sufrido cólicos durante sus primeros seis meses de vida. Resultaba increíble la cantidad de detalles personales que la gente compartía si se le escuchaba. Sin embargo, ya nadie escucha a nadie, salvo quizá los sacerdotes. Y los asesinos como él.
Soltó el cuchillo en el bolsillo. Tommy tendría la oportunidad de crecer. Un Robinson bastaba por esa noche.
—Vuelve a la cama, hijo —repitió con firmeza.
—Sí, papá. Te quiero. —El niño se volvió y se marchó por el pasillo.
El encapuchado siguió inmóvil, con la mirada clavada en el sitio donde había visto al somnoliento Tommy, que le había dicho «te quiero, papá». Debía moverse, preparar la huida, acabar la última tarea. «Te quiero, papá.»
De repente se avergonzó de estar en la misma casa que el niño que le había dicho eso, aunque fuera por equivocación. Se maldijo a sí mismo. «Lárgate, lárgate ahora mismo. El marido estará llamando a la policía en este mismo instante. ¡Lárgate, idiota!»
Abajo, en el sótano inacabado, iluminó la gruesa tubería que indicaba dónde iría el váter de un futuro lavabo. Extrajo la bolsita de plástico y la introdujo en la tubería. Al colocar pruebas no había que ser demasiado lógico ni demasiado simplón. Su elección era perfecta.
Salió de la casa, cruzó el patio trasero y se dirigió hacia el Volkswagen azul aparcado a varias manzanas. Una vez al volante, se quitó la capucha. Entonces hizo algo inusitado. Condujo hacia la casa donde acababa de cometer su crimen más atroz. La mujer asesinada estaba en el dormitorio conyugal, Tommy en el suyo, en la tercera buhardilla de la izquierda. Los niños se levantaban a las siete para ir a la escuela. Si su madre no estaba despierta irían a su dormitorio. Consultó la hora: la una en punto. A Tommy le quedaban unas seis horas de normalidad. «Disfrútalas, Tommy —murmuró hacia la ventana oscura—, disfrútalas… y lo siento mucho.»
Se alejó de allí, lamiendo las amargas lágrimas que le corrían por el rostro.