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A las diez de la mañana, la caravana de los Deaver estaba vacía. Los niños estaban en el colegio y Lulu en el trabajo. Priscilla Oxley había ido a comprar cigarrillos y una botella de tónica para rebajar su querido vodka. Había una furgoneta aparcada detrás de la arboleda que bordeaba la carretera asfaltada que pasaba cerca de donde estaba situada la caravana. El hombre de la furgoneta había visto marcharse a Priscilla.

Bajó y avanzó entre los árboles hasta situarse en el borde del claro que rodeaba la caravana. Luther, el perro viejo, salió del cobertizo trasero, inclinó la cabeza en dirección al hombre al olerlo, soltó un ladrido cansino y regresó al cobertizo. Al cabo de un minuto el hombre estaba en el interior de la caravana, tras abrir fácilmente la puerta con una ganzúa. Se dirigió rápidamente al pequeño dormitorio situado en un extremo.

Júnior Deaver nunca había tenido madera de empresario y archivar se le daba incluso peor pero, por suerte, su mujer destacaba en ambos campos. Los archivos del negocio de construcción de Júnior estaban ordenados cronológicamente y al alcance de la mano. Aguzando el oído por si se acercaba alguien, el hombre los repasó y fue tomando notas. Al terminar contaba con una lista de nombres bastante larga. Tenía que ser una de esas personas.

Dobló la lista, se la guardó en un bolsillo y dejó los archivos en su sitio. Luego se fue por donde había venido.

Cuando regresaba a la furgoneta, Priscilla Oxley pasó por su lado, de regreso a la caravana con el tabaco y la tónica. «Una mujer afortunada», pensó él. Cinco minutos más y habría muerto.

Se marchó con la preciada lista en el bolsillo. Pensó en el robo que habían atribuido injustamente a Júnior Deaver. Intentó recordar todos los detalles que había oído sobre el delito. Faltaba algo. Repasó una y otra vez las circunstancias de la muerte de Bobby. ¿Quién se les había pasado por alto que quisiera ver muerto a ese cabrón? Había varios sospechosos pero no creía que ninguno de ellos hubiera matado al viejo. Se necesitaban agallas y conocimientos, atributos que él poseía en abundancia y que respetaba en los demás. Anheló que llegara el día de poder expresar su admiración por el impostor, justo antes de cortarle el cuello.

Tal vez debería haber hecho hablar a Sally antes de matarla. De todos modos, ¿qué iba a saber ella? Había dicho que estaba con Júnior. Se habían acostado. Era una mujer estúpida que prefería pasar el día con bestias cuadrúpedas y las noches con bípedas. Se merecía la muerte rápida que había tenido. «¿Qué más da si hay una Sally Wainwright menos en el planeta?», se dijo.

Había asesinado a seis personas hasta el momento, una de ellas por error, equivocación que compensaría, al menos a su manera. No es que fuera a rezar el rosario por aquello, no había confesionario capaz de contener sus pecados. No había conseguido eliminar a King y Maxwell, lo cual le frustraba sobremanera. Sin duda en esos momentos estaban hilando teorías nuevas sobre los asesinatos y cualquier día acertarían. Por extraño que pareciera, aquellos dos podían descubrirle y arruinarlo todo. Sería arriesgado pero tenía que volver a intentar liquidarlos, y no fallar. Le llevaría tiempo prepararlo correctamente y, mientras tanto, se mantendría muy atento a la información que recibía de los micrófonos ocultos e intentaría llevarles la delantera. Sería complicado, pero si se mantenía sereno y cumplía el plan, todo saldría bien.

Estaba convencido de que al final iba a ganar. Contaba con la ventaja más poderosa: no le daba miedo morir por la victoria definitiva. Dudaba que sus contrincantes sintieran lo mismo.

Sin embargo, ahora tenía otro elemento del plan que poner en práctica.

Una salida exitosa.