Transcurrieron dos días sin noticias de Roger Canney a pesar de que Chip Bailey y el jefe Williams habían emitido una orden de búsqueda.
—Es como si se lo hubiera tragado la tierra —se quejó el agente del FBI en la reunión del equipo de investigación.
Con ocho asesinatos consumados y dos tentativas, Wrightsburg estaba rebosante de investigadores que luchaban por resolver el caso y tenían que lidiar con los medios de comunicación que habían invadido la localidad. Apenas quedaban ciudadanos sin entrevistar por los reporteros. Era imposible ver las noticias nacionales o leer el Washington Post, el New York Times o el USA Today sin encontrar un artículo sobre los crímenes de Wrightsburg. Experto tras experto sugerían una solución tras otra, la mayoría de las cuales no tenía nada que ver con la realidad del caso. Los habitantes ponían en venta sus casas y se marchaban, y el comercio se había reducido sensiblemente; no parecía exagerado pensar que la pequeña ciudad podría dejar de existir si no encontraban rápido al asesino o asesinos. No era de extrañar que los empresarios y los políticos pidieran la cabeza del jefe Williams, junto con la de sus ayudantes principales, King y Michelle, por poco tiempo que hiciera que ejercían sus funciones. Bailey también recibía la presión de sus superiores, pero se dedicaba a su trabajo y seguía todas las pistas posibles, aunque la mayoría acababa diluyéndose.
Eddie recibió el alta del hospital y Sylvia terminó la autopsia de Sally, si bien la causa de la muerte estaba clara desde el principio. No se obtuvieron nuevas pistas pero por lo menos no murió nadie más.
En medio de todo ese caos y críticas, cuando parecía que la ciudad al completo podía implosionar de un momento a otro, King cogió dos botellas de su bodega particular y fue a recoger a Michelle para cenar en casa de Harry Carrick.
King abrió los ojos como platos al verla salir de su casa y subir al descapotable Lexus.
—Estás muy guapa, Michelle —declaró, admirando el vestido ceñido que le llegaba a medio muslo y dejaba al descubierto una buena parte de sus piernas olímpicas. Un elegante chal azul le cubría los hombros; ya no llevaba el brazo en cabestrillo. Iba maquillada y parecía que incluso había ido a la peluquería, porque el pelo no le caía por la cara. Era un contraste muy marcado con los vaqueros, las cazadoras, las zapatillas de deporte, el chándal y la cabellera suelta que solía llevar.
Por su parte, King vestía traje y corbata e incluso se había colocado un pañuelo en el bolsillo del pecho de la americana.
—Quiero causarle buena impresión a Harry —repuso ella—. Pero vaya, no esperaba tales elogios por tu parte.
—¿A qué te refieres?
—El otro día encontré en el cubo de la basura el desayuno y la comida que te había preparado. Si no te gusta lo que cocino, no tienes más que decirlo. No temas, no vas a herir mis sentimientos.
—No deberías perder el tiempo en la cocina —dijo King imitando a Bogart—. No es tu estilo, nena.
Michelle sonrió.
—Gracias a Dios que existen los pequeños favores.
—De todos modos, el atún que cocinaste la otra noche estaba muy bueno.
—Es un gran elogio viniendo de ti.
—Mira, la siguiente comida la preparamos juntos. Puedo enseñarte unos cuantos trucos.
—De acuerdo, trato hecho.
—¿Qué tal el brazo?
—Como dije, no es más que un rasguño.
Mientras iban en el coche con la capota bajada por las serpenteantes carreteras rurales bajo una noche cálida y agradable tachonada de estrellas, Michelle lo miró apreciativamente.
—Tú también estás muy guapo.
—Como Eddie Battle, cuando me arreglo soy resultón. —Le sonrió.
—¿Somos los únicos invitados?
—Sí, dado que fui yo quien propuso que nos reuniéramos.
—¿Tú? ¿Porqué?
—Ya es hora de que nos sentemos a hablar tranquilamente del caso, y yo funciono mejor frente a una botella de buen vino.
—¿Estás seguro de que no lo has hecho para librarte de otra comida en mi casa?
—No lo había pensado.
La casa de Harry era grande, antigua y acogedora.
Los recibió en la puerta y los condujo a la biblioteca, donde, a pesar de la cálida noche, ardía un acogedor fuego. El viejo abogado vestía un elegante traje azul de tres piezas de finas rayas. Llevaba un clavel en la solapa. Sirvió bebidas y se sentaron en un mullido sofá de cuero frente a la chimenea. El sofá parecía haber sostenido los traseros de por lo menos cinco generaciones.
Alzó su vaso.
—Un brindis por mis dos buenos amigos. —Bebieron y Harry, después de mirar a Michelle, añadió—: Creo que es de rigor proponer otro brindis. —Volvió a levantar la copa—: Por una de las mujeres más encantadoras que he conocido. Michelle, hoy estás especialmente hermosa.
Ella sonrió y miró a King.
—Lástima que no sé cocinar.
King fue a decir algo pero se lo pensó mejor y se limitó a beber un sorbo de whisky.
—Una casa increíblemente interesante —declaró Michelle, echando un vistazo a las estanterías empotradas repletas de volúmenes que parecían antiguos.
Harry siguió la mirada de ella alrededor de la biblioteca.
—Por supuesto está encantada, tal como debe ser un lugar que vio la luz en el siglo XVIII.
—¿Encantada? —repitió Michelle.
—Oh, sí. He visto numerosas apariciones a lo largo de los años. Algunas las considero asiduas. Desde mi regreso aquí, me siento en la obligación de conocerlas, teniendo en cuenta que me reuniré con ellas en un futuro no demasiado lejano.
—Aún te quedan muchos años, Harry —comentó King.
—¿Qué haríamos sin ti? —dijo Michelle al tiempo que entrechocaba su vaso con el de Harry.
—Incluso antes de que la otra rama de la familia Lee pensara en construir su fortaleza en Stratford Hall, los de mi linaje ya colocaban los cimientos de esta. —Consultó su reloj de bolsillo—. Calpurnia sirve puntualmente a las siete y media. Eso nos deja un poco de tiempo para hablar antes de cenar, aunque no es difícil adivinar el tema de conversación.
—¿Calpurnia? —preguntó Michelle.
—Mi cocinera y ama de llaves; una señora encantadora que lleva muchos años conmigo. La contraté cuando estaba en el Tribunal Supremo de Richmond y luego tuvo la amabilidad de venir aquí conmigo. Sin Calpurnia me sentiría totalmente perdido.
Bebió un sorbo de bourbon, dejó el vaso y juntó las manos con expresión grave.
—Tenemos que solucionar este caso y pronto. Los asesinatos no van a parar sólo porque así lo deseemos.
—Lo sé —reconoció King. Se levantó y se puso frente a ellos de espaldas al fuego—. He estado pensando en el tema porque no tenía gran cosa que hacer mientras me recuperaba del intento de envenenamiento del otro día. Hasta el momento se han producido ocho muertes. Pero sólo quiero hablar de cinco, por lo menos al comienzo. Empezaré por Rhonda Tyler.
—La bailarina —dijo Harry.
—La prostituta.
—¿Estás seguro? —preguntó Michelle.
—He hablado de ello con Lulu. Tyler era una de las que decidieron ganar un sobresueldo.
—¿Qué es eso? —preguntó Harry.
—Un servicio suplementario del Aphrodisiac, que ya se ha suspendido —respondió King sin concretar más.
Harry asintió.
—Siempre sospeché que ocurría algo así —comentó—. Me refiero a que no puedes pretender que los hombres vean a esas chicas desnudas, se atiborren de alcohol y luego se limiten a regresar a casa como colegiales. O sea que Rhonda era prostituta.
—Exacto —dijo King—. Pero ¿la mataron por eso?
Michelle aventuró una respuesta genérica:
—Las prostitutas son sin duda el primer objetivo de los asesinos en serie.
—Cierto. Pero ¿nos enfrentamos a un asesino en serie «normal» que decidió empezar por la víctima «clásica», o estamos ante otra cosa?
—¿A qué te refieres, Sean? —preguntó Harry.
—Me refiero a si Tyler sólo era un símbolo o, por el contrario, fue un crimen más personal.
—¿Cómo saberlo con lo poco que tenemos? —dijo Michelle.
—Voy a responder a esa pregunta con otra pregunta —dijo King—. ¿Existe la posibilidad de que Bobby Battle disfrutara de los servicios de Rhonda Tyler? Ella trabajaba en el Aphrodisiac antes de que Bobby sufriese el derrame. Se sabe que era asiduo del local, aunque Lulu no precisó demasiado cuándo lo vio allí por última vez.
—No me había planteado esa posibilidad —reconoció Harry—. Pero supongamos que se acostaba con ella. ¿Por qué la convertiría eso en objetivo de nuestro asesino junto con, por lo menos, otras cuatro personas que no parecen guardar relación?
—¿Y si las otras víctimas tenían alguna relación con Battle?
—¿Como por ejemplo?
—Sean cree que Steve Canney era hijo ilegítimo de Bobby —respondió Michelle—. Su madre había trabajado para Battle y probablemente la dejara embarazada, y creemos que Roger Canney chantajeaba a Bobby. También pensamos que Bobby tuvo que ver con la muerte de la señora Canney hace tres años y medio y que fue entonces cuando empezó el chantaje.
—¡Dios mío! —exclamó Harry.
—Pero, Sean —dijo Michelle—, yo también he estado pensando en el tema. Bobby tenía amantes y se acostaba con prostitutas abiertamente. Si lo que dices es cierto, ¿por qué iba a importarle que se aireara la existencia de un hijo ilegítimo? ¿Por qué dejarse chantajear por una relación extramatrimonial cuando para él era el pan de cada día?
—Creo que tengo la respuesta —respondió Harry—. En la época de la que habláis Bobby estaba inmerso en la venta de su empresa. Muchos abogados locales trabajaban en la venta en nombre de Battle, por lo que me enteré de todas las batallitas relacionadas con la negociación. El comprador era una multinacional con una reputación intachable. Y Bobby era el rostro público de su empresa.
—O sea que el hecho de saberse que tenía un hijo ilegítimo no habría ayudado en las negociaciones —dijo King.
—Exacto. De hecho, la venta se llevó a cabo y proporcionó más dinero a Bobby del que podría haberse gastado en varias vidas. Probablemente fue bueno para él.
—¿Por qué lo dices? —preguntó King.
—Battle siempre había sido un excéntrico, pero en los últimos años su comportamiento era cada vez más raro. Cambios de humor drásticos, brotes de depresión seguidos de momentos de euforia poco realista. Y su cabeza ya no era la de antes. Había sido uno de los ingenieros y empresarios más brillantes de su época y de pronto olvidaba nombres y cosas importantes. La verdad es que no me sorprendió lo del derrame. De hecho, sospecho que había sufrido varios derrames menores que le habían afectado la cabeza. Pero nos estamos desviando del tema del chantaje. —Harry miró a King—. Siento el rodeo.
—Descuida, necesitamos el máximo de información posible. El momento de la venta de la empresa de Bobby me hace pensar que fue Roger Canney quien ideó el chantaje. Es de suponer que la señora Canney sabría quién era el padre de su hijo o, por lo menos, que Bobby podía ser el padre. Steven Canney tenía diecisiete años al morir. Si ella hubiera querido revelarlo, no habría esperado tantos años. No es que Bobby no fuera rico hace diecisiete años.
Harry siguió ese razonamiento.
—Pero quizá Roger Canney sabía que Steve no era su hijo biológico y esperó a que su mujer muriera para apretarle las tuercas a Bobby. Tal vez esperó porque su mujer no habría estado de acuerdo. Sin duda sabría lo de la posible venta de la empresa. Esa información se hizo pública.
—O quizás —intervino Michelle— Roger Canney no quiso esperar a que su mujer muriera por causas naturales y aceleró las cosas haciendo que se saliera de la carretera, para así poder poner en práctica su plan de chantaje.
—Pero el coche que se abolló en la época en que ella murió fue el de Bobby —dijo King—. Por lo que parece más probable que Bobby la matara.
—Sólo digo que Roger Canney quizá también tenía motivos para matarla —insistió Michelle.
King la miró con admiración.
—Tienes razón, Michelle. La verdad es que no se me había ocurrido.
—¿Adónde nos conduce todo esto? —quiso saber ella.
La campanilla que anunciaba la cena les interrumpió.
—Le he dicho a Calpurnia que lo de la campanilla está pasado de moda, pero ella alega que ya no oigo tan bien como antes y que es la única manera de que le haga caso sin tener que buscarme por toda la casa. ¿Cenamos?