Michelle había regresado a casa en coche, hecho un poco de kickboxing con el pesado saco colgante en el sótano, guardado unas cuantas prendas de ropa y limpiado la cocina. Después se duchó y pensó en acostarse, aunque se sentía inquieta. No hacía más que pensar en los asesinatos. ¿Había algo que pasaban por alto? King había insinuado que la señora Canney no había muerto en un accidente sino que la habían matado. Si era cierto, ¿quién había sido?
Decidió salir un rato en coche, eso siempre le ayudaba a aclararse las ideas. Su ruta la llevó hasta la agencia que compartía con King. Aparcó y entró pensando en echar un vistazo a todas las notas que había tomado a lo largo de la investigación para ver si se le ocurría algo.
Al pasar por el pequeño vestíbulo vio unos cuantos mensajes en la mesa de la recepcionista que tenían a tiempo parcial. Había uno para King de un tal Billy Edwards. El nombre le sonaba pero no sabía de qué. El prefijo era de Los Ángeles. Allí todavía era temprano. Uno de los aspectos que le molestaba de trabajar con King era que no soltaba prenda, incluso a expensas de su socia. Aprovechó la oportunidad que le brindaba la situación y llamó a Edwards. Contestó al tercer tono.
—¿Billy Edwards?
—Sí. ¿Quién es?
—Michelle Maxwell. Soy socia de Sean King en Wrightsburg, Virginia. Creo que él le llamó.
—Sí. Le he devuelto la llamada.
—Ahora está fuera y me ha pedido que hable con usted.
—Perfecto. ¿Qué quiere saber de la época en que trabajé para los Battle?
Entonces ella cayó en la cuenta de quién era: el mecánico de la colección de coches antiguos de Bobby Battle. Lo habían despedido el día después de la discusión entre Bobby y Remmy, la que Sally Wainwright oyera por casualidad.
—Eso es —se apresuró a decir Michelle—. Tenemos entendido que lo despidieron de forma repentina.
Edwards rio.
—Intentó darme una patada en el culo sin avisar.
—¿Quién? ¿Bobby Battle?
—El único e irrepetible. He visto en las noticias que ha muerto. ¿Es verdad?
—Sí. ¿Tenía algún motivo para despedirle?
—No, pero a él no le hacía falta. No tuvo nada que ver con mi trabajo, lo sé. Reconozco que me cabreé por cómo se desarrolló la situación pero Battle me trató bien. Me pagó una buena indemnización y me dio una excelente carta de referencia que me ayudó a encontrar trabajo rápidamente. En Ohio, para otro ricachón que poseía una colección de coches mayor que la de Battle.
—Me alegro. Tenemos entendido que la noche antes de que le despidieran él y la señora Battle discutieron en el garaje.
—Remmy Battle, menuda mujer. Permítame que le diga que esos dos hacían buena pareja, como Godzilla embistiendo a King Kong.
—Ya. Pero ¿recuerda algo de la discusión?
—No. ¿Cómo lo ha sabido?
—No se lo puedo decir, es confidencial.
—Ajá. Apuesto a que fue Sally Wainwright, ¿verdad?
—¿Por qué lo dice?
—Porque le gustaba ir allí a pasar el rato. Claro que a veces también estaba conmigo —añadió con una risita—. Oh, sí, Sally y yo pasamos muy buenos ratos.
—¿O sea que ustedes dos… estaban liados?
—No. Sólo tonteábamos. A ella sí le iba la marcha. Si Battle hubiera sabido lo que hacíamos en el asiento trasero de algunos de sus coches…
—¿Ah sí?
—Pues sí. Pero yo no era el único.
—¿Quién más?
—¿Mason sigue allí?
—Sí.
—Pues eso.
Michelle no fue capaz de disimular su sorpresa.
—¿Mason se acostaba con Sally?
—Por lo menos es lo que ella decía. —Hizo una pausa y añadió—: Yo nunca les vi haciéndolo. Pero es una joven atractiva. Probablemente no debería decirle esto a una mujer, pero cuando se vive en la misma casa, ¿sabe?, estas cosas pasan. La ves por ahí ligera de ropa o saliendo del baño envuelta en una toalla y, oiga, somos humanos. No voy a disculparme por ello.
—Me hago cargo. ¿Alguien más?
—Probablemente, pero no tengo nombres.
—Sally dijo que Battle acababa de llegar en su Rolls Royce cuando él y Remmy se pelearon.
—¿El Rolls? Qué maravilla. Sólo hay cinco como ese en todo el mundo. ¿Se desprendió de él?
—Al día siguiente, al parecer.
—Ya me lo imaginaba.
—¿Por qué lo dice?
—La mañana que me echaron fui a recoger mis herramientas y cosas varias de las cocheras. Siempre tuve debilidad por ese Rolls. Era fantástico. Bueno, era la última vez que iba a verlo. Claro, yo no voy a comprarme uno de esos. —Edward rio.
Michelle, sin embargo, estaba tensa como un arco presto para lanzar la flecha.
—¿Y qué hizo?
—Quería echarle un último vistazo. Le quité la funda y me senté al volante, como si fuera mío.
—Vale, vale —dijo Michelle con impaciencia—; pero ¿por qué pensaba que Battle iba a deshacerse del coche?
—Porque cuando volví a ponerle la funda, me di cuenta de que el guardabarros delantero izquierdo estaba abollado y que tenía un faro roto. Tuvo que haber sucedido la noche anterior, porque por la tarde yo lo había revisado y estaba bien. No era gran cosa, pero en un coche como ese las reparaciones cuestan miles de dólares, y ya no se consiguen piezas de recambio originales. Fue una verdadera pena. Supongo que Battle chocó contra algo y se cabreó. Ese hombre odiaba los contratiempos. Solía venir a la cochera y reñirme si encontraba aceite en el suelo o una placa de matrícula torcida. Probablemente no soportaba ver el coche abollado. Si no podía arreglarlo bien, se desharía de él. Él era así.
—¿Le contó a alguien que el Rolls-Royce estaba estropeado?
—No. Era su coche, podía hacer con él lo que quisiera.
—¿Recuerda la fecha exacta en que se abolló?
—Pues debió de ser la noche anterior a que me despidieran. Como le he dicho, esa misma tarde lo había revisado y estaba bien.
—Entiendo. Pero ¿qué día era?
Edwards pensó unos instantes.
—Fue hace más de tres años, lo sé. En otoño o por ahí. Trabajé un tiempo para una empresa de Carolina del Norte hasta que me salió el trabajo de Ohio. Quizá septiembre. No, creo que fue octubre o noviembre —dijo con tono inseguro.
—¿No puede concretar más?
—Mire, me cuesta acordarme de lo que hice la semana pasada, así que imagínese lo de hace tres años. He estado en muchos sitios desde entonces.
—¿Podría mirar los resguardos de la nómina de cuando trabajaba para los Battle, o de los trabajos de Carolina del Norte u Ohio? De ese modo lo sabríamos con mayor exactitud.
—Señora, vivo en un apartamento de una sola habitación en West Hollywood. No tengo espacio para guardar papeles. Apenas me cabe la ropa.
—Bueno. ¿Si lo recuerda me llamará, por favor?
—Claro, si es tan importante.
—Es muy importante.
Michelle colgó el auricular y se apoyó contra el escritorio. Hacía tres años, en otoño. No obstante, si había sido realmente en otoño, habían transcurrido tres años y medio, porque entonces era primavera. Se irguió de repente. «Un momento —se dijo—. Sally Wainwright probablemente recordará la fecha exacta.» Consultó la hora. Demasiado tarde para llamarla. Lo haría por la mañana. Sin embargo, llamaría a King para contarle lo que había averiguado.
En el móvil no obtuvo respuesta, así que dejó un mensaje. En la casa flotante no tenía línea fija. Probablemente estuviera durmiendo. Pensó qué hacer sin apartar la mirada del teléfono. Una parte de ella le decía que lo dejara por hoy y se marchara a casa, pero le embargaba una sensación muy extraña. Sean tenía el sueño ligero. ¿Por qué no había respondido? Por el visor del móvil habría sabido que era ella. ¡A no ser que no pudiera responder! Tomó las llaves y corrió al todoterreno.