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Sylvia Diaz estaba contando pastillas. Las contó una vez y luego otra. Repasó las recetas que había extendido las tres últimas semanas y las comparó con el inventario de la farmacia correspondiente a ese período. Por último, se sentó al ordenador y examinó las cifras de inventario que constaban en el registro. Coincidía con las existencias de la farmacia pero no con las recetas extendidas. Sylvia confiaba en las recetas escritas. Había fármacos que no constaban en ningún sitio. Llamó a la encargada de la oficina forense y habló con ella. Repasaron juntas los registros. A continuación habló con la enfermera-farmacéutica, que hacía recetas para los pacientes en la consulta… Al terminar, estaba convencida de saber cuál era el problema.

Se planteó qué hacer. Todo lo que tenía era una serie de pruebas circunstanciales, nada irrefutable. Empezó a preguntarse cuándo se había producido el robo o los robos. Sólo había una forma de averiguarlo. La puerta del depósito de cadáveres y la de la consulta disponían de un sistema de acceso mediante tarjeta codificada para entrar fuera de horas. En un registro electrónico constaba quién y cuándo entraba en alguno de esos recintos. Llamó a la empresa de seguridad, dio la información necesaria y la contraseña y formuló la pregunta. Aparte de ella, le dijeron que sólo una persona había accedido a la consulta fuera de horas durante el último mes: Kyle Montgomery. De hecho, Sylvia descubrió que había realizado su última visita nocturna alrededor de las diez de la noche del día que mataron a Bobby Battle.

La madre de Janice Pembroke era mayor de lo que King esperaba. Janice era la pequeña, la menor de ocho hijos, explicó la señora Pembroke. Tenía cuarenta y un años cuando nació Janice. Ella y su segundo marido, el padrastro de Janice, vivían en una deteriorada casa de ladrillo en un barrio venido a menos. Janice era la única que vivía con ellos. El padrastro era un hombre bajo, barrigón y de expresión avinagrada; tenía un cigarrillo sin encender detrás de una oreja y una Bud en la mano cuando apenas eran las nueve de la mañana. Al parecer no iba a trabajar temprano, si es que iba. Sonrió con lascivia a Michelle y no le quitó los ojos de encima en cuanto se sentaron en el abarrotado salón. La madre de Janice era menuda y tenía cara de agotada, lo cual no era de extrañar después de criar a ocho hijos y perder a su pequeña de una forma tan horrible. Aparte tenía varios cardenales en los brazos y la cara.

—Me caí por las escaleras —explicó cuando King y Michelle le preguntaron.

Habló con voz entrecortada de su difunta hija, secándose las lágrimas con un pañuelo de papel. Les dijo que ni siquiera sabía que Janice salía con Steve Canney.

—No eran de la misma clase —afirmó su padrastro con brusquedad—. Pero ella se acostaba con cualquiera, la muy putilla, y lo pagó caro. Probablemente pensara quedarse embarazada y pescar a un niño rico como Canney. Le dije que era una escoria y que lo único que consigue la escoria es más escoria. Bueno, pues no me equivoqué. —Dedicó a King una mirada triunfal.

Sorprendentemente, la madre no salió en defensa de su difunta hija y King supuso que las lesiones de la cara y los brazos eran la razón de ello.

Que ellos supieran, Janice no tenía enemigos y no se les ocurría ningún motivo por el que alguien quisiera matarla. Era lo mismo que habían contado a la policía y al FBI.

—Y espero que sea la última puta vez que tengamos que pasar por esto —masculló el padrastro—. Si resulta que dejó que la mataran, es culpa suya. No tengo tiempo para estar aquí sentado contando la misma historia una y otra vez.

—Oh, ¿estamos haciendo que se pierda algo importante? —preguntó Michelle—. ¿Otra cerveza, quizás?

Él encendió el cigarrillo, dio una calada y le sonrió.

—Me gusta tu estilo, nena.

—Por cierto, ¿dónde estaba la noche que la mataron? —preguntó ella, esforzándose por no saltarle encima.

La sonrisa desapareció de su rostro.

—¿Qué coño significa esa pregunta?

—Significa que quiero saber dónde estaba cuando mataron a su hijastra.

—Ya se lo he dicho a la poli.

—Bueno, pues nosotros también somos la poli. Va a tener que repetirlo.

—Salí con unos amigos.

—¿Esos amigos tienen nombre y dirección?

Sí que lo tenían, y Michelle los anotó bajo la mirada nerviosa del hombre.

—No tuve nada que ver con su asesinato —dijo con vehemencia mientras los acompañaba fuera.

—Entonces no tiene nada de que preocuparse —repuso Michelle.

—Claro que no, nena.

Michelle se dio la vuelta rápidamente.

—Me llamo agente Maxwell. Y, por si no lo sabe, pegar a su mujer es un delito grave.

El hombre soltó un bufido.

—No sé de qué coño estás hablando.

—Me parece que ella sí lo sabe —replicó Michelle, señalando a la señora Pembroke, que se encogió de miedo en el porche.

Él se echó a reír.

—Esa perra ni siquiera ladra. Soy el rey de la colmena. ¿Por qué no te pasas por aquí un día y te lo enseño, bomboncito?

Michelle se puso tensa.

—Contente —le advirtió King—. Déjalo estar.

—Que te den, Sean.

Se encaró al hombre y le habló en voz baja pero muy clara.

—Escucha, gusano patético, ya no hace falta que ella te ponga una denuncia. El Estado puede hacerlo por ella. Así que cuando vuelva por aquí, y volveré, si tiene la menor marca encima, sólo una, te detendré, mamón. Pero antes te daré una paliza.

Al hombre se le cayó el cigarrillo de la boca.

—No puedes hacerlo, eres policía.

—Diré que te caíste por las escaleras.

El hombre miró a King.

—¡Acaba de amenazarme! —exclamó.

—Yo no he oído nada —dijo King.

—Conque esas tenemos, ¿eh? Pues no me asusta una niñata delgaducha como tú.

En el jardín había un poste de madera de metro y medio que sostenía una farola de estilo antiguo. Michelle se acercó a él y con una fuerte patada lo partió por la mitad.

La lata de cerveza se reunió con el cigarrillo en el suelo mientras el hombre observaba boquiabierto aquella exhibición de poderío.

—Nos volveremos a ver, bomboncito —dijo Michelle antes de subir al coche.

King recogió un trozo del poste partido.

—Vaya, ¿te imaginas que fuera la columna de alguien? —dijo al hombre.

Luego le dio cuarenta dólares para repararlo y se marchó.

—Me parece que se ha meado en los pantalones —dijo King al subir al coche.

—Dormiré más tranquila sabiendo que él no puede pegar ojo.

—«¿Que te den, Sean?» —dijo él con sarcasmo.

—Lo siento. Estaba enfadada. Pero no siempre puedes poner la otra mejilla.

—De hecho, estoy muy orgulloso de ti.

—Ya. Ninguna de mis amenazas mejorará la situación de ella. Con un tío así, nunca se sabe qué puede pasar. Probablemente tendría que haberme callado.

—Pero vendrás a verla, ¿no?

—Claro que sí.

—Ya me dirás cuándo.

—¿Por qué? ¿Para convencerme de que no venga?

—No, para sujetar a ese cabrón mientras le das una buena tunda.