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Júnior Deaver salió de su casa a medio construir y miró el cielo oscuro. Estaba cansado, había trabajado en casa de otros antes de volver allí para clavar tejas y tablones de madera. Por lo menos ya estaba todo bajo techo. Había acabado justo antes de que oscureciera y luego había hecho unos trabajillos en el interior. Todos tenían muchas ganas de abandonar aquella estrecha caravana.

Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza el juicio que se avecinaba. Lulu no dejaba de hablar del tema. No cesaba de decir que podía significar el fin de todos sus sueños. ¿Y si la señora Battle les ponía una demanda? Todo habría terminado. Entonces su suegra empezaría a meter baza y, cuando empezaba, Priscilla Oxley no tenía freno. Júnior había pasado por muchos momentos bajos en su vida, pero el presente era sin duda el peor.

Pensó en la oferta de Remmy Battle. Ojalá tuviera algo que darle. Le fastidiaba que nadie le creyera. No obstante, considerando todas las pruebas que había en su contra, comprendía que la mujer pensara que era culpable.

Mientras mordisqueaba un sandwich y bebía un sorbo de la cerveza que había sacado de la neverita, reflexionó sobre algunas cosas. Podía acabar con todo aquello de inmediato… diciendo la verdad sobre lo que había hecho aquella noche, pero antes prefería ir a la cárcel. No podía hacerle aquello a Lulu. Había sido una estupidez, una gran estupidez. Pero ya no podía volver atrás.

Se acabó el sandwich. Tenía un montón de mensajes en el móvil. Odiaba aquel aparato; todo el mundo quería las cosas de inmediato. Consultó la lista de llamadas. Una le sorprendió: Sean King. «¿Qué querrá?», pensó Júnior. Bueno, tendría que esperar.

Entró en la casa. Eran casi las ocho, una buena hora para finalizar la jornada laboral. Llevaba en pie desde las cuatro de la madrugada. La espalda le dolía horrores de tanto subir y bajar la escalera con las tejas. Empezaba a ser viejo para ese tipo de trabajo. No obstante, esperaba seguir así hasta el día de su muerte. ¿Qué otra opción tenía un tipo como él?

El golpe procedió directamente desde detrás de él, le fracturó el cráneo y le hizo tambalearse. Júnior se llevó las manos a la cabeza y se volvió al mismo tiempo. A través de la sangre que le corría por la cara vio la capucha negra acercarse a él, con la pala levantada. Consiguió parar el golpe con el antebrazo, aunque se lo partió. Cayó gritando de dolor. Mientras yacía en el suelo de madera, vio que la pala se abalanzaba hacia él de nuevo. Logró levantar el pie izquierdo y hacer caer a su atacante.

El hombre se dio un buen golpe, pero se levantó enseguida. Júnior se incorporó sujetándose el brazo roto. Mientras el vientre prominente le palpitaba, siguió lanzando puntapiés al agresor para intentar mantenerlo alejado y escabullirse. Vomitó el sandwich y la cerveza y llenó el parquet de porquería. Consiguió incorporarse pero recibió otro golpe en la espalda y volvió a caer.

Júnior Deaver medía más de un metro noventa y pesaba más de ciento veinte kilos. Si lograba encajarle un golpe a su atacante, que era menos fornido, la situación podía cambiar rápidamente. Mataría a ese hijo de puta. Teniendo en cuenta lo maltrecho que estaba, Júnior supo que sólo tenía una posibilidad. Como se había enzarzado en muchas peleas de bar, tenía experiencia. Debía engañar a aquel cabronazo.

Se arrodilló y casi tocó el suelo con la cabeza, fingiéndose indefenso. Cuando vio que la pala se alzaba, se lanzó hacia delante y golpeó a su atacante directamente en el vientre, por lo que los dos resbalaron por el suelo hasta chocar contra una pila de travesaños.

Cayeron al suelo y se quedaron despatarrados. Júnior intentó inmovilizar a su atacante, pero el dolor del brazo y el hombro era muy intenso. Le brotaba sangre de la brecha que tenía en la cabeza, lo que mermaba su capacidad por momentos. Júnior intentó ponerse en pie pero el otro fue más rápido. Se apartó rodando, cogió uno de los travesaños rotos y golpeó una y otra vez a Júnior en la cabeza, cada vez con más fuerza y ensañamiento; el travesaño se astilló y acabó partiéndose por la mitad. Júnior gimió, rodó por el suelo y no volvió a levantarse. El vientre le palpitaba, sangraba por las distintas heridas de la cabeza y se quedó inmóvil, con los ojos cerrados.

El hombre de la capucha se le acercó con precaución, temeroso de otra artimaña. Maldijo a Júnior y luego a sí mismo por haber infravalorado tanto a su víctima. Creía que acabaría con él al primer golpe de pala en la cabeza. Se tranquilizó y se dijo que tenía que acabar el trabajo.

A él también le palpitaba el estómago, se notaba áspera la garganta y el aumento de ácido láctico en los músculos le mareaba. Se arrodilló junto a Júnior y extrajo del abrigo la pieza de madera redondeada y la cuerda. Le pasó el torniquete por la cabeza, le rodeó el grueso cuello y poco a poco lo fue tensando hasta oírle jadear para respirar. Siguió girándolo de forma que la presión fuera constante. Al cabo de unos minutos, el grueso vientre palpitó por última vez y se detuvo.

El hombre soltó la madera y se sentó en cuclillas. Se palpó el hombro que se había golpeado al chocar contra Júnior y los travesaños. Sobreviviría. Lo más problemático era que la pelea habría dejado pruebas potenciales. Se examinó minuciosamente. Estaba empapado de sangre, vómitos y mucosidades de su víctima. Por suerte llevaba la capucha, guantes y manga larga, porque incluso un pelo de la cabeza o los brazos con la raíz del ADN podría acabar siendo una pesadilla forense para él.

Escudriñó la zona y luego al cadáver en busca de algo que pudiera delatarlo ante Sylvia Diaz o quien fuese. Exploró las uñas de Júnior para eliminar todo resto humano revelador que hubiera podido acabar allí. Cuando estuvo convencido de no haber dejado ningún rastro significativo, extrajo una máscara de payaso del otro bolsillo del abrigo y la dejó al lado del cadáver. Se había arrugado por el choque contra Júnior pero, aun así, era difícil que a la policía se le escapara el significado implícito.

Comprobó el pulso de Júnior para asegurarse. Luego esperó cinco minutos y volvió a tomárselo. Conocía bien los cambios sutiles que se producían en el organismo después de la muerte y, por suerte, todos se estaban produciendo. El hombre estaba muerto. Levantó con cuidado la mano izquierda de Júnior. Tiró de la ruedecita del reloj y lo puso a las cinco en punto, la misma hora que el impostor había dejado en el de Bobby Battle. Aquello sería un mensaje claro para la policía y el impostor. Quería tenerlos bien informados. En vez de dejar el brazo levantado, bajó la mano, extrajo un rotulador negro del cinturón de herramientas de Júnior y dibujó una flecha en el suelo apuntando directamente al reloj. Por último, quitó la enorme hebilla del cinturón de Júnior, que llevaba el logo de NASCAR, y se la guardó en el bolsillo.

El sonido le sobresaltó hasta que lo reconoció: el móvil de Júnior estaba zumbando. Se había caído durante la pelea. Miró el visor. Era una llamada de su casa. Bueno, podían llamar todo lo que quisieran. Júnior ya no volvería a casa.

Se puso en pie con piernas temblorosas. Contempló al hombre con la soga del torniquete alrededor del cuello, y la máscara de payaso a su lado. Esbozó una sonrisa. «Una vez más he hecho justicia», se dijo. No tenía intención de rezar ante el cadáver. Apagó de un puntapié el generador accionado con batería y la zona se sumió en la oscuridad; Júnior desapareció como por arte de magia.

El siguiente sonido que oyó lo alarmó.

Se trataba de un coche que se acercaba. Se asomó al marco de una ventana delantera. Los faros recortaban la oscuridad y se acercaban a él.