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Esa misma semana Chip Bailey convocó una reunión a primera hora de la mañana con todo el personal asignado a la búsqueda del asesino o asesinos de cinco personas. Se celebró en la jefatura de policía de Wrightsburg, lo cual para King, que asistió junto con Michelle, Todd Williams y varios agentes de la policía estatal de Virginia y miembros del FBI, fue una constatación en toda regla de quién estaba al frente del caso. Al fin y al cabo, el FBI era como un gorila de más de trescientos kilos. Su mal humor resultante se puso de manifiesto enseguida.

—Tenemos un perfil —afirmó Bailey mientras su ayudante repartía carpetas a quienes se sentaban alrededor de la mesa.

—Deja que lo adivine —dijo King—. Varón blanco de entre veinte y treinta años, con estudios secundarios y quizá carrera universitaria, coeficiente intelectual por encima de la media, pero le cuesta conservar un trabajo; primogénito de unos padres de clase obrera, trauma infantil, madre dominante, posiblemente ilegítimo, se interesó por entrar en la policía, es un obseso del control y un solitario; también expresó un entusiasmo temprano por la pornografía sadomasoquista, el voyeurismo y la tortura de animalitos.

—¿Ya tenías una copia del informe? —gruñó Bailey.

—No. Pero la mayoría dice eso o algo muy parecido.

—Es que resulta que los asesinos en serie comparten rasgos semejantes. Ha quedado claro con el tiempo —espetó Bailey—. De hecho, el contenido de este informe se ha corroborado con el tiempo. Desgraciadamente, tenemos mucha experiencia. Más de las tres cuartas partes de los asesinos en serie del mundo están en este país y se les puede atribuir un total de mil muertes desde 1977, y dos tercios de las víctimas eran mujeres. Lo único interesante de este tipo es que parece tener un enfoque mitad organizado y mitad desorganizado. Utilizó ligaduras en un caso pero no en los otros. Transportó a una víctima, mientras que a las otras no. Ocultó un cadáver en el bosque, pero los otros los dejó en el lugar del crimen. El arma no apareció en un caso, lo que no ocurrió en los demás. Todo esto se basa en datos concretos, Sean.

—Probablemente la mayoría encaje en ese perfil, pero no todos. Algunos son inclasificables.

—¿Y crees que este es uno de esos? —inquirió Williams.

—Piénsalo. Ninguna de las víctimas sufrió agresión sexual ni mutilación; en los asesinatos en serie es habitual. Y analicemos los objetivos. Los asesinos en serie no suelen ser especialmente valientes. Cogen la fruta que está a punto de caer: niños, fugitivos, prostitutas, jóvenes homosexuales y enfermos mentales.

—Una de las víctimas era bailarina de striptease y quizá prostituta —apuntó Bailey—. Dos eran estudiantes de instituto. Y otro yacía en la cama de un hospital. Blancos bastante fáciles, ¿no?

—Desconocemos si Rhonda Tyler era prostituta —dijo King—. Y aunque lo fuera, ¿la mataron por serlo o por otro motivo? Y Canney y Pembroke no eran fugitivos. Además, ¿de verdad crees que un asesino del estilo de Ted Bundy entraría en una habitación de hospital e inyectaría algo en el suero de un paciente que ha sufrido un derrame cerebral? —Hizo una pausa para que los presentes asimilaran sus palabras antes de añadir—: Y Bobby Battle era un hombre muy rico. Quizás hubiese más gente que quisiera verlo muerto.

—¿Te refieres a que puede haber dos asesinos sueltos? —preguntó Bailey con escepticismo.

—Me refiero a que no lo sabemos pero no podemos descartar la posibilidad.

Bailey continuó sin inmutarse.

—He tenido un poco más de experiencia en esto que tú, Sean, y hasta que no surja algo que me haga cambiar de opinión, vamos a utilizar este perfil, y daremos por supuesto que sólo hay un asesino. —Miró a King—. Tengo entendido que os han nombrado ayudantes. —Miró a Michelle—. Quiero que sepáis que considero muy positivo contar con dos profesionales experimentados para el caso.

«Pero», pensó King.

—Pero —prosiguió Bailey— tenemos protocolos para actuar. Debemos coordinarnos y mantenernos informados entre nosotros. Todos hemos de estar en el mismo bando.

—Y, por supuesto, el FBI será el centro de intercambio de toda la información —dijo Williams apretando los dientes.

—Eso es. Si surge alguna pista prometedora, quiero saberlo de inmediato. Luego ya valoraremos quién es el más adecuado para seguirla.

King y Michelle intercambiaron una breve mirada. Estaban pensando lo mismo: «Así Bailey y el FBI tienen la última palabra, realizan la detención y se llevan todo el mérito.»

—Hablando de pistas —dijo King—, ¿tienes alguna?

Bailey se echó hacia atrás en la silla.

—Es un poco pronto para saberlo, pero ahora que tenemos recursos humanos algo aparecerá.

—¿Se sabe algo sobre el reloj Zodiac? —preguntó Michelle.

—En ese aspecto, estamos en un callejón sin salida —reconoció Bailey—. No había ningún rastro significativo en los lugares del crimen ni en los cadáveres. Peinamos el barrio de Diane Hinson. Nadie vio nada. Hemos hablado con la familia y los compañeros de Canney y Pembroke. Ningún rival celoso con la conciencia culpable.

—¿Y Rhonda Tyler? ¿Cuál es su historial?

Bailey rebuscó en sus notas.

—A diferencia de lo que puedas pensar, el FBI sabe cómo recopilar datos, Sean —declaró—. Nació en Dublín, Ohio. Dejó el instituto y se dirigió a Los Ángeles para convertirse en actriz. ¡Obvio! Cuando su sueño se desinfló, acabó cayendo en la droga, se dirigió hacia el este, pasó una breve temporada en la cárcel por un par de delitos menores y se encaminó al sur. Fue bailarina de striptease durante cuatro años en varios clubes situados entre Virginia y Florida. Su contrato en el Aphrodisiac había concluido dos semanas antes de que la mataran.

—¿Dónde vivía cuando desapareció? —preguntó Michelle.

—No estamos seguros. El club tiene unas cuantas habitaciones que las chicas usan cuando actúan en él. Están en la casa e incluyen tres comidas al día, así que a las bailarinas les van de perilla. Hablé con Lulu Oxley, la encargada. Dijo que Tyler se alojó allí al comienzo pero que luego encontró otro sitio.

—¿Mientras seguía trabajando en el club? —preguntó King.

—Sí. ¿Por qué?

—Bueno, esas bailarinas tampoco ganan tantísimo dinero, así que debe de ser difícil renunciar a alojamiento y comida gratis. ¿Tenía amigos o parientes en la zona con quienes podría haberse alojado?

—No, pero intentamos descubrir dónde vivió durante ese tiempo.

—Es muy importante averiguarlo, Chip —dijo King—. Si encontró a un amante rico y viejo poco antes de que la mataran, tenemos que saber quién es. Podría tratarse del hombre que le puso una pistola en la boca y la dejó a merced de los lobos.

—Qué curioso, yo estaba pensando lo mismo —dijo Bailey con desdén.

—¿Has hablado ya con los Battle? —preguntó Williams.

—Pensaba ir hoy —respondió el agente del FBI—. ¿Quieres venir conmigo?

—¿Por qué no vas con Sean y Michelle?

—De acuerdo —dijo Bailey frunciendo el entrecejo.

Tras tratar otros aspectos de la investigación, se levantó la sesión. Mientras Bailey daba otras órdenes a sus hombres, Williams se acercó a King y Michelle.

—Ya veis, tenía razón: los federales tienen la sartén por el mango y se llevan el mérito.

—Tal vez no, Todd —dijo Michelle—. No puede decirse que sean poco razonables. Y lo más importante es encontrar a este psicópata, independientemente de quién lo consiga.

—Cierto. De todos modos sería mejor que quienes lo pilláramos fuéramos nosotros.

—Iremos a casa de los Battle a ver qué descubrimos —dijo King—. Pero no esperes milagros, Todd. Este hombre sabe qué se trae entre manos.

—¿El asesino o Bailey? —masculló el jefe.

Se dirigieron a casa de los Battle en coches distintos, King y Michelle en la Ballena y Bailey en el gran sedán del FBI.

—El FBI siempre ha contado con mejores coches que el servicio secreto —dijo King al ver el vehículo de Bailey.

—Sí, pero nosotros disponemos de mejores barcos.

—Eso es porque se los quitamos a la DEA, que los confiscó a los barones de la droga suramericanos.

—Bueno, tenían ciertas obligaciones. —Michelle lo miró a los ojos—. Por cierto, ¿qué mosca te ha picado durante la reunión? Bailey se había mostrado muy dispuesto a cooperar hasta esta mañana. Ha sido como si intentaras cabrearle a propósito.

—A veces es la única manera de descubrir cómo es alguien realmente.

Cuando las grandes verjas de la finca de los Battle se cerraron detrás de ellos, King reconoció:

—Quien me preocupa es Savannah.

—¿Savannah? ¿La señorita juerguista? ¿Por qué lo dices?

—¿Tú fuiste la niña mimada de tu padre?

—Bueno, sí, supongo que sigo siéndolo.

—Cuando se es la niña mimada, nunca se deja de serlo. Y Savannah se ha quedado sin padre.