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El asesinato de Bobby Battle fue la noticia del día en la zona. Los titulares sensacionalistas atribuían su muerte al asesino en serie. Lo que no sabía la prensa ni el público eran los robos a cada una de las víctimas y el contenido exacto de las cartas.

Los habitantes de Wrightsburg cerraban la puerta con llave, limpiaban sus armas, conectaban las alarmas de las casas y estaban ojo avizor con sus conciudadanos. La expresión de sus ojos estaba clara: si alguien como Bobby Battle había muerto asesinado en un concurrido hospital, nadie estaba a salvo.

Lo cierto es que no se equivocaban al suponerlo.

La cueva estaba apartada, en las onduladas colinas al este de Wrightsburg en dirección a Charlottesville. La entrada quedaba oculta por pinos caídos y capas de densa hiedra y vegetación variada, y no había ningún sendero apreciable que condujera a ella. El agujero de la roca era suficientemente grande como para albergar varios clanes de osos negros, como ocurriera en el pasado. Sin embargo, ahora sólo había un ocupante que caminaba sobre dos piernas, aunque bien podía considerársele un depredador.

Estaba cavilando sentado a una mesa toscamente labrada en el centro de la cueva. La había equipado con suficientes suministros para que resultara habitable durante largos períodos. La única iluminación procedía de un farol provisto de batería. El hombre sostuvo en alto la capucha que había llevado para matar a cuatro personas. La palpó ligeramente. Un verdugo, eso es lo que era, sencilla y llanamente. No obstante, los verdugos sólo ejecutaban una sentencia impuesta por la justicia.

Miró el periódico. Una foto de Robert Battle tomada hacía varios años le devolvía la mirada. «El empresario y filántropo millonario Robert E. Lee Battle asesinado en el hospital. Las sospechas recaen en el asesino en serie», rezaba el titular.

¡Asesino en serie! Esas tres palabras le martillearon el cerebro. Finalmente hizo una bola con el periódico y lo arrojó al suelo. Furioso, cogió el farol y lo lanzó contra la pared, con lo que quedó a oscuras. Se puso en pie y recorrió la estancia pesadamente, chocó contra objetos, se cayó, se levantó y golpeó con los puños las paredes de piedra. Cuando estuvo exhausto, se dejó caer en el frío suelo.

De repente gritó con tanta fuerza que le pareció que el corazón se le saldría del pecho. Al final, el sudor le empapó el cuerpo, la respiración se le normalizó y acabó tranquilizándose. Fue lentamente hasta un mueble apoyado contra una pared, lo abrió y extrajo otro farol, uno de queroseno. Buscó una cerilla a tientas en el bolsillo, encendió la mecha, alzó la luz, miró alrededor y encontró el periódico. Se sentó de nuevo a la mesa y leyó el artículo, evitando mirar la foto del difunto.

Aquello era un revés, sí, un revés importante, pero la vida estaba llena de reveses. Se limitaría a hacer lo que siempre había hecho: sacarle partido a los obstáculos que se le presentaban. El gran Bobby Battle podía estar muerto pero quedaba trabajo por hacer. Había más gente que matar, no, ejecutar, se corrigió.

Observó el titular. «Las sospechas recaen en el asesino en serie.» Ese imitador le había tomado la delantera de la peor forma posible, y luego le había echado la culpa. En cierto modo no le quedaba más remedio que admirar el profesionalismo del muy cabrón. Admirar sí, perdonar no.

Extrajo un papel en el que había escrito en código el nombre de sus víctimas, las que ya estaban muertas y las que mataría en el futuro. Tomó un lápiz y trazó un signo de interrogación en la última línea de la página. Encontraría a ese imitador antes que la policía y lo mataría. Era de justicia.