Al comienzo se dio por supuesto que Battle había muerto a causa de complicaciones postoperatorias. La pluma blanca que su asesino le había dejado en el pecho se había caído al suelo cuando el equipo médico intentó resucitarlo. Más tarde, un auxiliar descubrió la pluma y la dejó en la mesita situada junto a la cama del difunto, quizá suponiendo que era de una almohada. El reloj que el asesino le había puesto en la muñeca quedaba medio oculto por los tubos intravenosos y por las pulseras de identificación. Remmy Battle, angustiada, entró y salió sin fijarse en la pluma ni en el reloj. Hasta que una enfermera no mencionó la pluma nadie se había planteado nada extraño. No procedía de una almohada del hospital porque estas no eran de plumas. Además, el cambio brusco e imprevisto del estado de Battle resultaba sorprendente y merecía analizarse.
No obstante, hasta alrededor de las tres de la mañana, cuando estaban a punto de trasladar el cadáver al depósito del hospital, no se fijaron en el reloj de la muñeca del difunto, lo cual les llevó a examinar el cuerpo con mayor cautela, así como las bolsas de suero. Fue entonces cuando el médico de guardia advirtió la punción en la bolsa.
—Dios mío —fue lo único que acertó a decir.
Sacaron a Todd Williams de la cama. De camino al hospital, llamó a King, quien a su vez llamó a Michelle. Los tres llegaron más o menos a la vez. Les sorprendió encontrarse allí a Chip Bailey. Williams presentó rápidamente a King y Michelle al agente del FBI.
—Estaba en un motel de la ciudad y tenía el receptor de la policía encendido —explicó Bailey—. Maldita sea, Todd, tienes a todos tus hombres en el hospital.
—Se trata de Bobby Battle —espetó Williams—. Un ciudadano importante de la zona.
King terminó en silencio el pensamiento no pronunciado del hombre: «Y ahora prepárate para recibir toda la ira de la viuda.»
Una enfermera los acompañó a la habitación de Battle. El difunto yacía todavía conectado a los tubos intravenosos y con la respiración asistida por la garganta, aunque todos los aparatos de corazón-pulmón y monitores estaban apagados, pues ya no necesitaban sus pitidos y lecturas digitales. Michelle no podía evitar mirar a Battle constantemente, alguien de quien había oído hablar mucho pero a quien no había conocido. Por algún motivo, y no sólo por cómo había fallecido, parecía tan fascinante muerto como lo había sido en vida.
La enfermera jefe y el médico de guardia explicaron lo que habían descubierto con respecto a la pluma, el reloj y el orificio en la bolsa de suero.
—Todo esto es muy raro —dijo el médico, pronunciando el eufemismo del año.
—Ya nos parecía que no pasaba todas las noches —respondió King.
Williams examinó el reloj.
—No es un Zodiac —dijo con voz queda a Michelle y King—. Pero marca exactamente las cinco, y la ruedecita está hacia fuera.
Cuando Todd Williams le enseñó la pluma a Chip Bailey, la reacción del agente fue palpable, pero no dijo nada hasta que el médico y la enfermera se marcharon.
—Mary Martin Speck —les dijo cuando estuvieron a solas—. Una enfermera; la apodaban Florence Nightinghell[3]. La señora mató a veintitrés pacientes en seis estados a lo largo de diez años. En la actualidad cumple cadena perpetua en una penitenciaría federal de Georgia. Su sello personal era una pluma blanca de pájaro; afirmó estar llevando a cabo la labor del Señor.
—O sea que podemos esperar otra carta —dijo King.
—Ni siquiera ha habido tiempo de recibir la de Hinson —se quejó Williams—. ¿Por qué Bobby Battle? ¿Por qué querría el asesino añadirlo a la lista? Era sumamente arriesgado entrar aquí de esa manera.
Sin embargo, tras consultar de nuevo con la enfermera jefe enseguida se enteraron de que entrar por la puerta trasera no era nada difícil. El código era sencillo: 4-3-2-1 y hacía años que no lo cambiaban. Había muchas personas del hospital que lo sabían y probablemente lo hubieran dicho a otras.
—¿Sabemos lo que se inyectó en la bolsa? —inquirió Michelle.
—El laboratorio lo analizará y revelará su toxicidad —declaró Williams—. Por suerte, alguien reparó en el orificio de la bolsa antes de que la tiraran.
—¿Dónde está Sylvia? —preguntó King.
Williams meneó con la cabeza.
—En casa, enferma. Acabó la autopsia de Hinson anoche, pilló algún virus y ahora mismo está vomitando en el lavabo. Al menos es lo que estaba a punto de hacer cuando la llamé. Vendrá en cuanto pueda.
—El FBI también —intervino Bailey—. Es la quinta muerte relacionada, por lo menos que sepamos. Vamos a tener una presencia más activa, Todd. Lo siento.
—Entonces quizá puedas hablar con Remmy. Cuando la mujer se entere de esto, va a pedir mi pellejo.
—Yo me esperaría a que recibiéramos una carta del asesino —dijo King—. La presencia del reloj y la pluma pone de manifiesto que se trata de otra víctima, pero tenemos que estar absolutamente seguros antes de abrir la caja de los truenos de Remmy.
—Tienes razón —convino Bailey.
—¿Se ha echado algo en falta de la habitación de Bobby? —preguntó Michelle—. Nuestro hombre se llevó algo de sus anteriores víctimas.
—No lo sabremos a ciencia cierta hasta que hablemos con Remmy —dijo Williams—. Ahora quiero tener claro cuál fue la sucesión de los hechos. —Salió un momento y regresó con el médico de guardia y la enfermera jefe—. ¿Podemos repasar de nuevo cómo se sucedieron los acontecimientos?
—Sí, señor —respondió la enfermera—. La señora Battle estuvo aquí desde las cuatro hasta las diez aproximadamente. Estuvo en la habitación todo el rato. El señor Battle estaba vivo y en proceso de mejora unos minutos antes de las diez, cuando su enfermera lo vio por última vez. No hubo más visitas durante ese tiempo.
—¿Y antes de la llegada de la señora Battle? —preguntó Michelle.
—Su hija, Savannah, estuvo un rato al mediodía. No sé la hora exacta. Y luego también vino Dorothea Battle, hacia las dos y media.
—¿Entraron por la puerta trasera? —preguntó Bailey.
—Savannah sí, pero Dorothea entró por delante.
—Necesitamos saber la hora exacta de esas visitas —dijo Williams.
—Las conseguiremos —afirmó el médico con fría formalidad—. Ahora, si me disculpan, tengo otros pacientes que atender.
Sin duda el hombre estaba pensando en la demanda que les caería encima a él y al hospital, pensó King.
—Espero que tenga más suerte con ellos —repuso Williams, que también captó la preocupación del hombre.
Cuando el médico se hubo marchado, Williams siguió interrogando a la enfermera.
—Entonces el estado de Battle cambió a las diez y cuarto.
Ella asintió.
—Sufrió un paro cardíaco. El monitor mostraba una línea recta cuando entró la primera enfermera. El equipo de emergencia intentó resucitarlo, pero fue en vano.
—Así pues, en el lapso de unos diez minutos entre la última visita de la enfermera y su muerte, el asesino actuó y el veneno, si es de lo que se trata, hizo efecto.
—Eso parece —convino Bailey.
—He visto que la habitación tiene cámara de vídeo —dijo King.
—Al igual que todas. Así se controla a los pacientes desde el puesto de enfermería.
—¿Pero nadie vio que alguien entraba en la habitación después de que la señora Battle se marchara?
La enfermera se puso nerviosa.
—A veces no hay nadie en el puesto de enfermería.
—¿Durante el cambio de turno, por ejemplo? —sugirió King.
—Si alguien entró después de la marcha de la señora Battle —repuso la mujer—, tuvo que ser por la puerta trasera, porque, de lo contrario, le habrían visto.
—Entendido —repuso King.
—Hay que tener cojones para hacer esto en un sitio lleno de gente —comentó Williams.
—Bueno, si alguien pensaba intentarlo —dijo la enfermera—, escogió el momento idóneo.
—Sí, está claro —dijo King.
Cuando se marchaban, King se detuvo en el puesto de enfermería.
—¿Le importa que eche un vistazo? —preguntó a la enfermera jefe.
Pasó detrás del gran mostrador y miró las imágenes que aparecían en los monitores.
—Esto no se graba, ¿verdad? —preguntó.
—No, no los tenemos por seguridad sino para controlar el estado de los pacientes.
—Pues quizá tengan que replantearse la idea.
—¿Qué has ido a hacer? —preguntó Michelle en cuanto salieron de la unidad.
—Se me ha ocurrido que alguien que estuviera familiarizado con los procedimientos del hospital sabría lo de las cámaras. A nadie le gusta que le filmen mientras mata a alguien; obstaculiza mucho la defensa legal, vamos. En el resto de las habitaciones la cámara estaba colocada de forma que toda la cama y los aparatos que la flanqueaban resultaban visibles. En la habitación de Battle sólo se veía la cama y la zona de la derecha.
—El asesino movió la cámara para que no le mostrara actuando —dijo Michelle.
—Eso es.
Al salir del hospital se encontraron con Harry Carrick. Aunque era muy temprano, Carrick vestía de forma impecable con una americana de tweed y una camisa de vestir con el cuello abierto.
—¿Qué haces aquí, Harry? —preguntó King.
—Bobby Battle y yo somos viejos amigos. Bueno, éramos viejos amigos. Además soy el abogado general del hospital. Me han llamado a casa. Acabo de reunirme con ellos. Tenemos un problema, eso está claro. Pero así son las cosas. ¿Habéis visto a Remmy?
—No; ya se había marchado cuando llegamos.
—Estoy al corriente de algunas de las cosas encontradas en la habitación de Bobby. Supongo que hay más —dijo Carrick.
—Sí. Pero todavía no sabemos de qué se trata exactamente.
—Bueno, no quiero entreteneros pero tenemos que volvernos a reunir pronto por el caso de Júnior.
—¿Qué tal va?
—Lo que habéis descubierto hasta ahora no resulta de gran ayuda para el caso. Tanteé al fiscal para llegar a algún acuerdo pero no se ha molestado ni en responder. Está claro que Remmy es quien tiene la última palabra. Ya estaba enfadada y ahora, con la muerte de Bobby, no creo que se ablande.
—Probablemente se endurezca más —comentó Michelle.
—Probablemente —convino Carrick—. Bueno, no os entretengo más. Si os enteráis de algo más sobre la muerte de Bobby, decídmelo.
Le observaron subir a un MG británico descapotable y alejarse en dirección al brillo rojizo del amanecer.
Michelle se volvió hacia King.
—Compadezco a Harry. Es amigo de los Battle y encima representa a Júnior Deaver y al hospital en que ha muerto Bobby.
King asintió.
—La demanda contra el Wrightsburg General está al caer. Qué irónico, demandar a un lugar que tiene tu nombre en la fachada.
—No creo que eso disuada a Remmy Battle.
—Yo tampoco. —Se desperezó y bostezó—. No sé si ir al despacho o volver al barco a dormir.
—Yo voy a correr un rato —dijo Michelle—. ¿Por qué no vienes conmigo? Las endorfinas son buenas para el cerebro.
—¿A correr? ¡Pero si acabas de hacer kickboxing! —exclamó King.
—Eso fue ayer, Sean.
—Hasta Dios se tomó un día libre, ¿lo sabías?
—Si hubiera sido mujer no lo habría hecho.
—De acuerdo, me has convencido.
Michelle sonrió.
—¿Vienes conmigo?
—No; vuelvo al barco a descansar. Si Dios descansó, yo haré lo mismo.