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Más tarde esa misma noche, Kyle Montgomery, ayudante de Sylvia y aspirante a estrella de rock, aparcó su jeep delante del depósito de cadáveres y salió. Llevaba un abrigo oscuro con capucha con la inscripción «Universidad de Virginia», unos pantalones de peto arrugados y botas de montaña sin calcetines. Advirtió que el Audi descapotable azul marino de Sylvia también estaba allí aparcado. Consultó la hora. Casi las diez de la noche. Era tarde para que ella estuviera allí pero tenía que diseccionar a la última víctima, la abogada, recordó. Su jefa no había requerido su ayuda en ese caso, decisión que le agradecía sobremanera. Sin embargo, su presencia allí por la noche convertía su propósito en algo un tanto arriesgado porque no sabía exactamente dónde estaba Sylvia. Probablemente en el depósito de cadáveres; de todos modos, si se encontraba en la consulta médica, siempre podría inventarse una excusa en caso de que lo descubriera. Deslizó su tarjeta de seguridad por la ranura situada junto a la puerta, oyó el clic de la cerradura y entró en el edificio.

Sólo estaban encendidas las tenues luces de emergencia. Se abrió paso por el familiar entorno y sólo se paró al pasar junto a la consulta de Sylvia. La luz estaba encendida pero no había nadie.

Entró en la zona destinada a farmacia, abrió un armario con su llave y extrajo una serie de frascos. Tomó una pastilla de cada uno y las separó en bolsitas que había marcado con rotulador negro indeleble. Posteriormente entraría en el sistema informático del consultorio y cambiaría las cifras del inventario para enmascarar el robo. Kyle sólo cogía unas pocas pastillas cada vez, por lo que le resultaba fácil no dejar rastros.

Iba a marcharse cuando recordó que se había dejado la cartera en la casilla del depósito de cadáveres por la tarde. Se guardó las pastillas en la mochila y sigilosamente abrió la puerta que separaba las dos zonas. Si se encontraba con la doctora, podía decirle la verdad: que se había dejado la cartera. Pasó junto al despacho correspondiente al depósito. Estaba vacío. Entró en el vestuario. La sala de autopsias estaba en la parte posterior del edificio; allí debería de estar Sylvia, ocupada con su compañera silenciosa. Él no pensaba acercarse. Aguzó el oído, esforzándose por distinguir el sonido de la sierra Stryker, la circulación del agua o los instrumentos esterilizados repiqueteando contra el metal, pero sólo había silencio. Resultaba un tanto desconcertante, aunque buena parte del trabajo de una autopsia era silencioso. Al fin y al cabo, los muertos no se quejarían de que los fisgonearan y agujerearan.

Entonces oyó algo que parecía proceder de la parte posterior del edificio. Quizá su jefa fuera a marcharse. Tomó la cartera rápidamente y se colocó en una zona de penumbra. De repente temió que lo encontrara allí; podría hacerle preguntas indiscretas. Ella era así, directa y rotunda. ¿Y si le pedía que abriera la mochila? Se pegó más a la pared y notó el pulso en las sienes. En silencio maldijo su falta de coraje. Transcurrieron varios minutos. Al final se armó de valor para moverse. Al cabo de treinta segundos ya había salido del edificio y estaba en el coche, con los fármacos birlados en la mochila.

Cuando llegó al lugar el aparcamiento estaba lleno. Consiguió encajar el jeep entre dos todo terrenos enormes y entró en el local.

El Aphrodisiac estaba rebosante de actividad y prácticamente todas las mesas y taburetes ocupados. Kyle mostró el carné de conducir a un gorila de aspecto somnoliento a la entrada de la sala donde estaban las bailarinas y dedicó unos minutos a admirar a las señoritas. Las mujeres, curvilíneas y casi desnudas, realizaban movimientos tan lascivos contra las barras metálicas verticales que sus pobres madres se habrían muerto de vergüenza, después de estrangular a sus desvergonzadas hijas, claro está. A Kyle le encantaba.

Consultó la hora y subió por las escaleras hasta la segunda planta, donde recorrió un pasillo en dirección a una gruesa cortina roja que colgaba en un pasadizo. Tras la cortina había una hilera de puertas pequeñas. Se dirigió a la primera, dio el golpecito acordado e inmediatamente recibió permiso para entrar.

Cerró la puerta tras de sí y se quedó parado, nervioso y poco dispuesto a avanzar en la penumbra. No era la primera vez que lo hacía, pero cada ocasión tenía su nivel de riesgo e incertidumbre.

—¿Las tienes? —preguntó la mujer con voz tan baja que apenas la oyó.

Kyle asintió.

—Aquí mismo. Todo lo que te gusta. —Se introdujo la mano en el bolsillo del abrigo y extrajo las bolsitas. Las sostuvo como un niño pequeño que enseña orgulloso un pájaro muerto a su madre.

Como siempre, la mujer iba ataviada con un vestido largo y holgado y con un pañuelo en la cabeza. Ocultaba los ojos tras unas gafas oscuras, aunque la iluminación de la estancia fuera tenue. Estaba claro que no quería que la reconocieran. Kyle se había preguntado a menudo quién era, pero nunca se había armado de valor para averiguarlo. La voz le resultaba familiar pero no conseguía identificarla.

Un día se había encontrado una nota en el jeep: si quería ganar dinero extra debía llamar al número de teléfono escrito en el papel. Bueno, ¿a quién no le venía bien un poco de dinero extra? Respondió de forma afirmativa y le dijeron que la pequeña farmacia de la consulta de Sylvia podría ser una fuente de ingresos muy lucrativa para él. Los artículos de la lista del comprador eran analgésicos potentes y otros fármacos psicotrópicos.

Como no tenía escrúpulos que se lo impidieran, Kyle estudió la oferta, buscó la mejor manera de acceder a aquella mina de oro potencial y llegó a la conclusión de que era factible. Acordaron las condiciones, empezaron las entregas y Kyle aumentó sus ingresos de forma significativa.

El vestido largo no disimulaba el bonito cuerpo de la mujer. El entorno privado, la cama situada en una esquina de la habitación y el hecho de estar en un local de striptease siempre aceleraban el corazón de Kyle. En una fantasía recurrente, él entraba en la estancia siendo más corpulento y viril de lo que era. Le tendía las pastillas, igual que hacía siempre, pero cuando ella se acercaba á recogerlas él la cogía, la levantaba en vilo, riendo ante la insignificante resistencia que oponía y la arrojaba con brusquedad sobre la cama. Entonces se encajaba entre sus piernas y le hacía todo lo que quería hasta bien entrada la noche. Su vigor sexual aumentaba con los gemidos de ella, hasta que al final le repetía al oído que lo quería, a él, al fabuloso amante que era Kyle.

En esos momentos sintió un tirón en la entrepierna mientras esa fantasía se repetía en su cabeza una vez más. Se preguntó si de hecho tendría valor para materializarla. Lo dudaba. Era un tipo patético. Ella dejó el dinero en la mesa y tomó las bolsitas antes de indicarle que se marchara.

Él dobló los billetes y se los guardó en el bolsillo con una ancha sonrisa, y se marchó.

Kyle no se daría cuenta hasta más tarde de que había visto algo muy significativo, principalmente porque no tenía sentido. Y al final le daría que pensar. Y en algún momento ese pensamiento le llevaría a la acción. Por el momento lo único que se planteaba era qué hacer con el dinero que acababa de ganar. Kyle Montgomery no era ahorrador, sino más bien derrochador. Para él la gratificación instantánea era un modo de vida. ¿Una guitarra nueva quizás? ¿O un televisor, un CD-DVD nuevo para su pequeño apartamento? Para cuando regresó al jeep y se marchó, había optado por la guitarra nueva. La encargaría al día siguiente.

La mujer de la habitación cerró la puerta con llave, se quitó el pañuelo y las gafas. Se descalzó y se quitó el vestido, por lo que se quedó con una camisola de seda. Examinó las etiquetas de las bolsitas, extrajo una pastilla, la machacó y se tragó el polvo con un vaso de agua seguido de un trago de Bombay Sapphire.

Puso música, se tumbó en la cama, cruzó los brazos sobre el pecho y dejó que el poder del fármaco la transportara a otro lugar, un lugar en el que podía ser feliz, al menos durante unos instantes. Es decir, hasta el día siguiente, cuando la realidad de su vida volviera a gritarle a la cara.

Tembló, tuvo una convulsión y luego se quedó quieta; el sudor le brotaba por todos los poros mientras llegaba a lo más alto y luego descendía a lo más bajo. En uno de los espasmos cargados de calor, se arrancó la camisola empapada de sudor y cayó al suelo cubierta únicamente con las bragas; jadeaba, mientras rodaba a un lado y a otro presa de una convulsión de éxtasis prefabricado. Los nervios se disparaban debido a la deliciosa tensión del potente brebaje.

Pero era feliz. Por lo menos hasta el día siguiente.