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—Vaya —dijo Michelle en cuanto salieron de la casa—. Un psiquiatra podría escribir un manual sólo con la relación entre Savannah y Remmy.

—El hecho de ignorar qué había en el cajón secreto de Bobby la saca de quicio —observó King al tiempo que volvía la vista hacia la mansión.

—Y resulta que su vestidor estaba destrozado y el de Bobby no. Significativo, ¿no?

—Cierto. El ladrón sabía dónde estaba el escondrijo de Bobby, pero no tenía la llave para abrirlo.

Antes de marcharse habían hablado con Mason y el resto del servicio. Sus respuestas habían sido increíblemente coincidentes: todos estaban en la casa de la parte trasera y no habían oído ni visto nada cuando se produjo el robo.

Subieron al coche pero, en vez de marcharse, él condujo el Lexus por el camino asfaltado que conducía a la parte posterior de la finca.

—¿Adónde vamos? —preguntó Michelle.

—Conocí a Sally Wainwright, la encargada de las caballerizas, en un certamen ecuestre el año pasado. Vamos a comprobar si tampoco vio ni oyó nada aquella noche.

Sally, de unos veinticinco años, era mona y menuda pero enjuta y nervuda; llevaba su melena castaña recogida en una coleta. Estaba limpiando un box cuando Michelle y King se aproximaron. Se secó el sudor de la cara con un trapo y se acercó al coche.

—Probablemente no te acuerdes de mí —empezó King—, pero el año pasado pasé un día contigo en el certamen de adiestramiento para recaudar fondos en Charlottesville.

Sally esbozó una ancha sonrisa.

—Por supuesto que me acuerdo de ti, Sean. —Miró a Michelle—. Tú y la señorita Maxwell sois muy famosos por aquí.

—O infames —repuso él. Lanzó una mirada a los establos y los caballos—. ¿Hay muchos Battle que sigan montando? —preguntó.

—Dorothea nunca ha montado. Eddie bastante a menudo; se dedica a las recreaciones de la guerra de Secesión y a veces ensilla uno.

—¿Te gusta ese tipo de cosas? —preguntó Michelle.

Sally soltó una risita.

—Yo soy de Arizona y la guerra de Secesión me importa un bledo.

—Veo el caballo de Savannah. Solía participar en competiciones, ¿verdad? —dijo King.

Sally arrugó el entrecejo.

—Solía.

King esperó a que aclarase ese comentario.

—Es una gran amazona. Aunque no se le da tan bien limpiar, cepillar y tratar con personas que no han nacido en cuna de oro. —De repente pareció temer haber hablado más de la cuenta.

—No te preocupes, Sally —dijo King para tranquilizarla—. Sé a qué te refieres. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿La señora Battle monta a caballo?

—Llevo aquí cinco años y no la he visto montar ni una sola vez. —Se apoyó en el rastrillo—. Antes os he visto llegar. ¿Habéis venido de visita?

King le dijo por qué estaban allí y Sally arrugó de nuevo el entrecejo.

—No sé nada del tema —dijo.

—O sea que supongo que estabas en casa con Mason y los demás cuando ocurrió.

—Sí. Me acuesto temprano. Tengo que levantarme al alba.

—Ya. Bueno, si se te ocurre algo, llámame. —Le tendió una tarjeta de visita, que ella ni siquiera miró.

—No sé nada, Sean, de verdad que no.

—De acuerdo. ¿Viste a Júnior Deaver por aquí alguna vez?

Sally vaciló antes de contestar.

—Un par de veces. Cuando él trabajaba aquí.

—¿Hablasteis alguna vez?

—En una ocasión, quizá —dijo de forma evasiva.

—Bueno, gracias y hasta pronto, Sally.

Se marcharon. King miró por el retrovisor y se fijó en que la joven parecía muy nerviosa.

—Nos oculta algo —dijo Michelle.

—Ya.

—¿Adónde vamos ahora?

King señaló una gran casa situada al otro lado de la valla de listones de madera.

—Nos faltan dos Battle para dar por concluida la jornada —afirmó.