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La mansión de los Battle se encontraba en la cima de una colina. Era un edificio extendido de tres plantas, de ladrillo, piedra y madera y rodeado de hectáreas de césped esmeralda puntuado con árboles añejos. Olía al dinero de varias generaciones aunque los montículos de dinero que la habían construido se remontaran a pocas décadas atrás. Se detuvieron ante la verja de la entrada, de hierro forjado. Había un interfono en un bajo poste negro. King bajó la ventanilla y pulsó el botón. Le respondió una voz y al cabo de un momento la verja se abrió. King enfiló el camino asfaltado.

—Bienvenida a la mansión Battle —dijo.

—¿Se llama así?

—Sólo bromeo.

—¿Dijiste que conocías a Remmy Battle?

—Como la mayoría de la gente, supongo. Alguna vez jugué al golf con Bobby. Es gregario y dominante pero los tiene bien puestos y muy mal carácter si alguien le contraría. Remmy es de las que no suelta prenda y hay que seguirle el juego. Y si la contrarías, necesitarás un urólogo y una buena dosis de agua milagrosa para recomponerte.

—¿De dónde sale el nombre de Remmy?

—Es una abreviatura de Remington. Según dicen, era la marca preferida de escopetas de su padre. Quienes la conocen convienen en que el nombre le va de maravilla.

—¿Quién me iba a decir que en esta ciudad vivía gente tan interesante? —Michelle contempló la mansión—. ¡Uau, menudo sitio!

—Por fuera lo es. Ya veremos qué te parece el interior.

Llamaron a la puerta y casi de inmediato la abrió un hombre de mediana edad, alto y musculoso, vestido con una chaqueta de punto amarilla, camisa blanca, corbata discreta y pantalones negros. Dijo llamarse Mason. La señora Battle estaba acabando de atender unos asuntos y se reuniría con ellos en breve en la terraza trasera, les informó.

Mientras Mason les conducía por la casa, Michelle lo observaba todo, boquiabierta. Lo que veía valía mucho dinero, pero adivinaba cierto grado de austeridad que no se esperaba.

—El interior es precioso, Sean —susurró.

—No me refería a este interior —musitó él—. Me refería a las personas.

Llegaron a la terraza trasera y vieron una mesa servida con té tanto frío como caliente y tentempiés variados. Mason les sirvió las infusiones y se marchó, cerrando las cristaleras tras de sí discretamente. La temperatura rondaba los veintipocos grados al sol y el aire estaba un poco bochornoso tras las últimas lluvias.

Michelle bebió un sorbo de té helado.

—¿Entonces Mason es una especie de mayordomo? —le preguntó.

—Sí, lleva toda la vida con ellos. De hecho es más que un mayordomo.

—¿Un confidente? Tal vez nos resulte útil para nuestros fines.

—Probablemente sea demasiado leal para esa opción —respondió King—. Pero, claro, nunca se sabe hasta dónde llegan las lealtades. Hay que preguntar, a poder ser con algo que ofrecer a cambio.

Oyeron un chapuzón y los dos se acercaron a la barandilla de hierro que rodeaba una parte de la terraza y admiraron los bellos jardines traseros.

La zona de descanso al aire libre que se veía desde allí incluía una construcción de piedra, un amplio solárium, un comedor cubierto y una enorme piscina ovalada bordeada de ladrillo y losetas.

—Siempre me he preguntado cómo viven los verdaderamente ricos —dijo Michelle.

—Viven igual que tú y que yo, sólo que mucho mejor.

Del agua nítida y azul y, por supuesto, climatizada, emergió una joven rubia con un escueto biquini. Medía uno setenta y no cabía duda de que sus curvas y pechos eran el blanco de todas las miradas. Tenía piernas, brazos y hombros magníficamente torneados y llevaba un aro en el ombligo de su vientre plano. Cuando se agachó para recoger una toalla, se le vio un gran tatuaje en una de las nalgas, casi enteramente al descubierto.

—¿Qué lleva tatuado en el trasero? —preguntó Michelle.

—Su nombre. Savannah. —Observó a la joven secarse con la toalla—. Es increíble lo que llegan a tatuarse, y encima en letra cursiva.

—¿Ves todo eso desde aquí? —preguntó Michelle enarcando las cejas.

—No; lo vi en otra ocasión. —Rápidamente corrigió su respuesta—: En una fiesta con chapuzón en la piscina incluido.

—Ajá. El nombre en el culo, vaya, ¿para que a los tíos no se les olvide?

—Prefiero no pensar en el motivo.

Savannah alzó la mirada y, al verlos, los saludó con la mano. Se enfundó un fino albornoz transparente, se calzó unas chancletas y se dispuso a subir por las escaleras de terrazo en dirección a ellos.

Cuando llegó a la terraza, dio un abrazo a King, estrujando su prominente busto contra el pecho de él. Sus rasgos faciales no eran tan perfectos como su cuerpo; la nariz, el mentón y la mandíbula eran demasiado cuadrados y un tanto irregulares, pero aquello era ser quisquillosa, decidió Michelle. Savannah Battle era una mujer muy hermosa.

Savannah repasó de arriba abajo a King con admiración.

—Te aseguro, Sean King, que cada vez que te veo estás más guapo. No es justo. Las mujeres nunca dejamos de envejecer. —Lo dijo con un acento sureño que a Michelle le sonó afectado.

—Bueno, está claro que tú no tienes que preocuparte por eso —dijo Michelle al tiempo que le tendía la mano—. Soy Michelle Maxwell.

—Oh, qué amable —dijo Savannah con tono agrio.

—Felicidades por tu graduación —dijo King—. Has ido a la William and Mary, ¿verdad?

—Papá siempre quiso que fuera a la universidad, y eso hice, aunque no puedo decir que me haya encantado.

Se sentó y empezó a secarse lentamente sus magníficas piernas con movimientos sensuales dirigidos a King, o eso interpretó Michelle. Acto seguido le hincó el diente a unos sandwiches diminutos.

—¿Qué carrera has estudiado? —preguntó Michelle, pensando que debía de haber obtenido el diploma de animadora u organizadora de fiestas, o ambos.

—Ingeniería química —respondió sin dejar de masticar. Al parecer nadie le había enseñado a no hablar con la boca llena—. Papá hizo fortuna como ingeniero y supongo que de tal palo tal astilla.

—Sentimos lo de Bobby —dijo King.

—Sabrá reponerse —respondió ella con seguridad.

—He oído decir que piensas independizarte.

Savannah frunció el entrecejo.

—Supongo que la gente se lo está pasando en grande pronosticando lo que voy a hacer. La niña Battle con un fondo fiduciario a su disposición —añadió con acritud.

—No lo he dicho por eso, Savannah —repuso King.

Ella desechó su disculpa con un gesto de la mano.

—Llevo toda la vida aguantando eso, así que ¿por qué preocuparme ahora? Tengo que forjarme mi propio camino y con los padres que tengo no resulta fácil. Pero haré algo de provecho. No iré por la vida comprando la felicidad a golpe de talonario.

A medida que la escuchaba, Michelle fue formándose una opinión más positiva de la joven.

Savannah se limpió la boca con la mano y dijo:

—Sé por qué estáis aquí. Es por Júnior Deaver, ¿verdad? No entiendo cómo fue capaz de cometer tamaña estupidez. Me refiero a que mi madre no va a quedarse sentada mientras él se larga con su anillo de bodas, ¿no?

—A lo mejor no fue él —dijo King.

—Seguro que fue él —respondió Savannah y se secó un poco más el pelo con la toalla—. Por lo que he oído, dejó tantas pruebas que, ya puestos, podía haberse sentado a esperar que llegara la policía. —Se llevó otro trozo de sandwich a la boca y, de postre, se zampó un puñado de patatas fritas.

—¡Deja de comer como una cerda, Savannah! —gritó una voz severa—. ¡Y si no te importa intenta sentarte como una señorita!

Savannah, que estaba repantigada en la silla con las piernas abiertas como una puta al acecho, se enderezó de repente y juntó los muslos como si tuvieran pegamento, al tiempo que se cubría las rodillas con el albornoz.

Remington Battle apareció en la terraza irradiando tanta presencia como una leyenda de Broadway capaz de dominar al público con un arqueamiento de cejas.

Iba vestida de forma impecable: falda plisada de un blanco inmaculado por debajo de la rodilla, zapatos de salón clásicos con un poco de tacón, blusa azul estampada y cubierta en parte por un suéter blanco sobre los hombros. Era varios centímetros más alta que su hija, aproximadamente como Michelle, y llevaba un peinado con mechas castaño rojizo y pulcro maquillaje. Tenía facciones marcadas, de hecho casi apabullantes visualmente. Michelle supuso que de joven Remmy había sido incluso más hermosa que su hija. A sus sesenta años seguía siendo una mujer muy bella. No obstante, su mirada era lo más peculiar: parte águila, parte lince e intimidante como pocas.

Remmy estrechó la mano de King y este le presentó a Michelle. Esta notó que la dama la repasaba con la mirada de forma severa y sospechó que Remmy Battle hallaba mucho que criticar en su vestimenta informal, la ausencia de maquillaje y su pelo alborotado. De todos modos, la mujer enseguida volvió a centrarse en su hija.

—En mis tiempos no recibíamos a los invitados medio desnudas —declaró con frialdad.

—Estaba nadando, mamá. No suelo nadar con traje de fiesta —espetó Savannah, aunque empezó a morderse una uña nerviosamente.

Remmy le dedicó una mirada tan penetrante que Savannah acabó por coger otro sandwich y un puñado de patatas fritas, se levantó, farfulló algo que a Michelle le sonó a «vieja bruja» y se alejó haciendo resonar las chancletas mojadas como si fueran signos de exclamación.

Remmy Battle se sentó y dedicó toda su atención a King y Michelle.

Los dos dejaron escapar un suspiro mientras ella los taladraba con la mirada. Para Michelle fue toda una introducción a la mansión Battle. En ese momento comprendió a qué se refería King en cuanto a juzgar el «interior».