100

Dos días después, King estacionó el coche en el aparcamiento y se dirigió al bloque de oficinas. Preguntó por Sylvia y le indicaron dónde se encontraba la consulta.

Estaba sentada tras el escritorio, con el brazo izquierdo en cabestrillo. Alzó la mirada y sonrió, luego se levantó y le dio un medio abrazo.

—¿Te sientes ya un poco más humano? —bromeó.

—Estoy en ello —respondió él con voz muy queda—. ¿Qué tal el brazo?

—Casi como nuevo.

Se sentó frente a Sylvia mientras ella se apoyaba en el borde del escritorio.

—No te he visto mucho últimamente.

—He estado muy ocupado —dijo él.

—Tengo entradas para una obra de teatro en Washington D. C. para el sábado que viene. ¿Sería un descaro preguntarte si quieres acompañarme? Dormiremos en habitaciones de hotel separadas, por supuesto. No correrás peligro.

King lanzó una mirada al perchero. El abrigo, el suéter y los zapatos de ella estaban bien colocados en el perchero y junto al mismo.

—¿Ocurre algo, Sean?

Él la miró.

—Sylvia, ¿por qué crees que Eddie nos siguió?

Ella cambió de expresión al instante.

—Está loco. Nosotros ayudamos a atraparle, o por lo menos tú. Te odió por ello.

—Pero me dejó marchar. Y se quedó contigo. Te hizo doblegar en el tocón de un árbol para cortarte la cabeza. Como un verdugo.

Sylvia crispó el rostro.

—Sean, ese hombre ya había matado a nueve personas, la mayoría al azar.

Él extrajo un papel del bolsillo y se lo tendió. Ella se sentó tras el escritorio y lo leyó lentamente. Luego alzó la mirada.

—Es la noticia de periódico sobre la muerte de mi esposo.

—Lo atropello un conductor que se dio a la fuga; el caso nunca se resolvió.

—Soy perfectamente consciente de ello —repuso ella con frialdad, devolviéndole el papel—. ¿Y?

—La noche que George Diaz murió el Rolls-Royce de Bobby Battle sufrió daños. Al día siguiente el Rolls había desaparecido, igual que el mecánico que cuidaba de la colección de Bobby.

—¿Me estás diciendo que ese mecánico mató a mi marido?

—No; digo que lo mató Bobby Battle.

Ella lo miró aturdida.

—¿Por qué demonios iba a hacer una cosa así?

—Porque de esa manera te vengaba. Vengaba a la mujer que amaba.

Sylvia se levantó con la mano derecha apoyada en el escritorio.

—¿Qué demonios intentas hacer?

Entonces fue King quien cambió de expresión.

—Siéntate, Sylvia, tengo mucho más que decir.

—Yo…

—¡Siéntate!

Ella se dejó caer lentamente en el asiento sin quitarle los ojos de encima.

—Una vez me dijiste que habías visto a Lulu Oxley en el ginecólogo al que ibais. Diste a entender que luego ella había cambiado de médico. Pero no fue ella, fuiste tú quien cambió.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Tu antiguo médico me dio el nombre de tu nueva ginecóloga y fui a verla. Está en Washington D. C. ¿Por qué tan lejos, Sylvia?

—No es asunto tuyo.

—Tu marido fue quien te operó hace tres años y medio. Dijiste que era el mejor. Sólo que tenía otros planes cuando te abrió. Después de hablar con un cirujano amigo he descubierto que la operación para corregir un divertículo roturado es una de las pocas que permite al cirujano hacer algo «extra» sin que los otros médicos o enfermeras presentes se den cuenta.

—¡Quieres hacer el favor de ir al grano! —exclamó.

—Lo sé, Sylvia.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó con fiereza.

—Que te hizo una ligadura de trompas que te dejó estéril sin que lo supieras.

Se produjo un largo silencio.

—No sabes de qué estás…

King la interrumpió.

—George Diaz te corrigió la diverticulitis y te operó el colon, pero al mismo tiempo te grapó las trompas de Falopio. Y lo hizo expresamente. No podías ir a tu ginecólogo con esas grapas: ¿cómo ibas a explicarlo? Así que acudiste a otro ginecólogo, probablemente con un historial fantasma, para que te las quitase. Fui a verla para hablarle de mi «esposa» y su problema de trompas de Falopio. Le dije que tú me la habías recomendado porque decías que te había dejado muy bien. Debido a la confidencialidad no pudo contarme gran cosa, pero fue suficiente para confirmar mi sospecha. El daño fue permanente, ¿verdad? Nunca podrías tener hijos.

—Cabrón, ¿cómo te atreves…?

King volvió a interrumpirla.

—Tu marido descubrió que eras amante de Bobby. Te enamoraste del viejo igual que docenas de mujeres antes que tú. Y George se vengó de tu infidelidad. Y luego te vengaste tú. —Tomó la foto de George Diaz del escritorio y la colocó boca abajo—. No hace falta que finjas ser la pobre viuda afligida.

—¡Cuando mataron a George yo estaba en la cama de un hospital!

—Cierto. Pero apuesto a que tu marido te lo contó. Seguro que quería que lo supieras. Que se había vengado por tu traición. Y tú llamaste a Bobby y se lo contaste. Y él cogió su Rolls-Royce, se acercó a tu casa, vio a tu marido andando y ya está. Al principio pensé que Bobby había hecho que el coche de la mujer de Roger Canney se saliera de la carretera y la había matado, porque su muerte también se produjo en la época en que atropellaron a George. Pero lo suyo fue un accidente de coche. Tu marido sí que murió asesinado.

—No son más que conjeturas. Y aunque hubiera sucedido lo que dices, yo no hice nada malo. Nada.

—Lo malo vino después. Mataste a Bobby inyectándole una dosis letal de cloruro potásico en el suero.

—Sal de mi consulta.

—Me marcharé cuando haya acabado —le espetó él.

—Primero dices que soy la amante de ese hombre y luego su asesina. ¿Y qué móvil se supone que tenía para matarlo?

—Temías que te descubrieran —se limitó a decir King—. El mismo día que lo mataron nos vimos en casa de Diane Hinson. Michelle te dijo que Bobby estaba consciente pero que desvariaba, decía nombres y contaba cosas inconexas. Tuviste miedo de que pronunciara tu nombre, que hablara de vuestra relación. Porque de ese modo quizá saliera todo a relucir. Tal vez para entonces ya se hubiese olvidado de ti. Así que quizá no le debías nada. Eso no lo sé seguro, pero sí que lo mataste. Para una médica era fácil. Conocías la rutina del hospital. Introdujiste el veneno en la bolsa y no en el tubo y dejaste el reloj y la pluma porque querías que el crimen se atribuyera al asesino en boga. Enseguida secundaste mi teoría de que algún familiar había matado a Bobby, pero cometiste un error: no te llevaste nada de la habitación del hospital. Los robos a las otras víctimas, la medalla de san Cristóbal y cosas así, no se revelaron al público ni a ti. O sea que no podías imitar ese detalle.

Sylvia sacudió la cabeza.

—Estás loco. Tan loco como Eddie, ¿sabes? Y pensar que estaba planteándome reanudar nuestra relación.

—Sí, yo también. Supongo que tengo suerte.

Ella torció el gesto.

—Muy bien, ya has dicho lo que querías, ahora lárgate. Y si repites una sola palabra de esto, te demandaré por difamación.

—Todavía no he terminado, Sylvia.

—Vaya, ¿vas a seguir diciendo tonterías?

—Muchas más. También fuiste tú quien robó en casa de los Battle.

—No piensas parar, ¿verdad?

—Probablemente Bobby te había dado la clave de acceso y una llave. Júnior había trabajado para ti, nos lo dijiste. Conseguiste el material para inculparle con facilidad, y ¿quién mejor para falsificar una huella que una forense? No sé cómo lo hiciste pero sé que es posible, dada tu experiencia.

—¿Por qué iba a robar en su casa? ¿Qué me importa a mí la alianza de Remmy?

—El anillo no te importaba. Buscabas otra cosa. Battle estaba en coma en el hospital. No estabas segura de si Remmy sabía lo de su cajón secreto. Ni siquiera sabías si lo que querías estaba allí, pero tenías que buscar. Sabías dónde estaba el cajón secreto de Bobby pero no sabías cómo abrirlo y tuviste que forzarlo. Era obvio que alguien se daría cuenta, así que fuiste al vestidor de Remmy para que pareciera un robo y lo planeaste todo para que incriminaran a Júnior. Probablemente Bobby te había contado que Remmy tenía un cajón secreto en su vestidor, pero él no sabía exactamente dónde. Por eso tuviste que destrozarlo todo, hasta encontrarlo.

—¿Y qué se supone que robé exactamente?

—Una foto de Bobby y tú juntos. Parte de las letras del dorso del papel Kodak manchó el fondo del cajón. Quizá te dijo que la guardaba allí. Sea como fuese, tenías que recuperarla. Porque si moría y encontraban la foto, la gente podría empezar a atar cabos sobre la muerte de tu esposo. Y aunque tú no fuiste la culpable, nadie te creería. Quizá te resultó irónico acabar en poder de la alianza de Remmy. ¿La llevaste alguna vez en la intimidad de tu casa?

—¡Basta! ¡Largo de aquí! ¡Ahora mismo!

King no se movió.

—¿Realmente tenías que matar a Kyle? ¿Qué pasaba? ¿Te estaba chantajeando?

—Yo no lo maté. ¡Él robaba fármacos de mi farmacia!

King lanzó una mirada al perchero.

—La noche que mataron a Battle estabas haciendo la autopsia de Hinson. Dijiste que Kyle había ido a la morgue aquella noche pero no mencionaste que lo hubieras visto o que hubieses hablado con él, sólo que había estado allí, tal como constaba en el registro de seguridad.

—No le vi. Estaba en la parte trasera haciendo la autopsia de Hinson.

—A las diez no estabas. Y probablemente es lo que Kyle vio o, para ser exactos, no vio. —Señaló las prendas del perchero—. La chaqueta, los zapatos y lo que siempre dejas ahí cuando estás trabajando. Y también es bastante raro practicar una autopsia de noche sin ayuda ni testigos, como hiciste con Hinson. Reprendiste a Todd por haberse escabullido de las otras autopsias pero no querías que estuviera en la de Hinson porque tenías otro lugar al que ir. Es decir, al hospital a matar a Bobby durante el cambio de turno de las enfermeras. Fingiste estar enferma cuando Todd te llamó esa misma noche para notificarte la muerte de Bobby, porque tenías que acabar la autopsia de Hinson o quizá porque no te atrevías a ver el cadáver de Bobby tan pronto después de haberlo matado.

—Menuda tontería. Quería hacer la autopsia lo antes posible. El cadáver sólo da pistas durante cierto…

—Ahórrate la lección forense —espetó King—. Seguro que Kyle ató cabos e intentó chantajearte. Así que me viniste con lo de que te robaba fármacos para venderlos y yo te dije que Todd iría a ver a Kyle al día siguiente. Pero para entonces ya le habías matado. Quizá lo hiciste justo después de que cenáramos. Y durante la autopsia te resultó muy cómodo encontrar pruebas de que había sido asesinado. Y por supuesto ahí estaba Dorothea para parecer la culpable, lo cual estoy convencido de que era tu intención. De hecho, seguro que la reconociste en el Aphrodisiac y supiste que era la clienta de Kyle.

Se interrumpió y la miró fijamente. Ella lo observaba con expresión vacía.

—Pero ¿todo eso valió la pena por un monstruo como Battle? ¿Valió la pena, Sylvia? No fuiste más que una entre mil. No te quería. Era incapaz de querer a otra persona.

Ella descolgó el auricular.

—Si no te marchas ahora mismo, llamo a la policía.

King se puso en pie.

—Oh, para que lo sepas, Eddie me dio la pista. Sabía que habías matado a su padre; por eso pensaba acabar contigo.

—¿O sea que ahora crees a asesinos convictos?

—¿Te suena un tal Teet Haerm?

—No.

—Vivió en Suecia. Quizá todavía siga allí. Fue acusado de matar a varias personas en los años ochenta. Fue detenido y condenado pero al final se revocó la sentencia y fue puesto en libertad.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo exactamente? —preguntó con frialdad.

—Teet Haerm era forense en Estocolmo. Se dice que incluso practicó la autopsia de algunas de sus víctimas. Probablemente fue la primera vez que ocurría algo así. Por lo menos hasta ahora. Eddie dejó una pista, pero la escribió mal a propósito. Al fin y al cabo quería ser el primero en echarte el guante. —Hizo una pausa antes de añadir—: No sé si Teet era culpable, pero sé que tú sí.

—No puedes probar ni una sola palabra de lo que has dicho.

—Tienes razón, no puedo —reconoció King—. Por lo menos ahora no. Pero quiero que sepas una cosa: no voy a cejar en mi empeño. Mientras tanto espero que el sentimiento de culpa te amargue la vida.

King salió por la puerta y la cerró con fuerza tras de sí.