El Volkswagen azul claro de 1969 circulaba por una de las carreteras secundarias que llevaban al centro de Wrightsburg. El conductor vestía vaqueros, camisa blanca de botones y mocasines. También llevaba una gorra de béisbol bien encasquetada y unas gafas de sol muy oscuras. Quizá fuera exagerado y lo sabía. La mayoría de la gente estaba tan ensimismada que era incapaz de reparar en nada de alguien con quien se acabara de cruzar.
Un Lexus descapotable se acercaba en la dirección contraria. Cuando Sean y Michelle se cruzaron con él camino del depósito de cadáveres, el hombre ni siquiera los miró. Siguió su camino en el Volkswagen, cuyo cuentakilómetros marcaba más de trescientos mil. Escarabajo había salido de la cadena de montaje de color amarillo canario. Lo habían pintado de muchos colores desde que lo robaran por primera vez, y por lo menos había tenido diez matrículas distintas. A lo largo del tiempo también le habían cambiado el número de identificación. Al igual que una pistola «limpia», era prácticamente imposible de rastrear. Y eso estaba muy bien.
Al asesino en serie Theodore Ted Bundy también le gustaban los Volkswagen Escarabajo para las matanzas indiscriminadas que lo llevaron de costa a costa antes de ser ejecutado. A menudo mencionaba la cantidad de «cargamento» que podía llevar en el Escarabajo quitando los asientos traseros, refiriéndose a sus víctimas. También le agradaba el bajo consumo del Volkswagen. Podía matar y huir fácilmente con un depósito de gasolina.
El hombre giró a la derecha y entró en el aparcamiento del centro comercial al que acudía la mayoría de los habitantes de la pequeña pero rica población de Wrightsburg. Se decía que Bundy y otros asesinos en serie de esa clase pasaban las veinticuatro horas del día tramando sus siguientes asesinatos. A hombres como aquellos debía de haberles resultado fácil. Se decía que el coeficiente de inteligencia de Bundy era superior a ciento veinte. Bueno, el hombre que iba al volante del Volkswagen superaba los ciento sesenta. Era miembro de la Mensa, hacía el crucigrama del New York Times todos los domingos con una facilidad pasmosa y habría podido ganar una pequeña fortuna en ¿Quiere ser millonario? antes de que el presentador acabara de formular las preguntas.
No obstante, lo cierto es que no hacía falta ser un genio para encontrar víctimas adecuadas, estaban por todas partes. En la actualidad era mucho más fácil que en la época de Bundy por motivos que quizá no resultaran demasiado obvios para la mayoría, pero para él estaban muy claros.
Observó a una pareja de ancianos que salía con paso vacilante del supermercado y subía a su todoterreno Mercedes. Anotó el número de matrícula. Más tarde lo introduciría en Internet y conseguiría su dirección. Ellos mismos hacían la compra, así que probablemente no tenían servicio ni hijos mayores que vivieran cerca. El modelo del coche era relativamente nuevo, así que no vivían sólo de la pensión. El hombre llevaba una gorra con el logotipo del club de campo de la zona, otra posible veta de la que extraer información.
Se reclinó en el asiento y esperó pacientemente. En aquel centro comercial tan concurrido seguro que aparecerían más candidatos. Podía consumir todo lo que quisiera sin siquiera sacar la cartera una sola vez.
Al cabo de unos minutos, una mujer atractiva de unos treinta años salió de una farmacia con una bolsa repleta. Él la miró y su antena homicida la siguió con interés. La mujer se detuvo en el cajero automático contiguo a la farmacia, extrajo dinero y entonces cometió lo que debería considerarse un pecado mortal del nuevo siglo: tiró el recibo a la papelera antes de subir a un Chrysler Sebring rojo descapotable. En la matrícula personalizada ponía: «DEH DL.»
Enseguida interpretó que se trataba de sus iniciales y que era abogada, pues DL correspondía a «doctor en leyes». Por su atuendo dedujo que era exigente con su aspecto. Tenía los brazos, la cara y las piernas muy bronceados. Si ejercía como abogada, probablemente acababa de regresar de unas vacaciones o, de no ser así, acudía con regularidad a los centros de rayos UVA en invierno. Se la veía muy en forma, tenía las pantorrillas especialmente bien torneadas. Era probable que hiciera ejercicio con regularidad, quizás incluso salía a correr por los senderos de los bosques cercanos. Cuando ella subió al coche, él reparó en la cadenita de oro que llevaba en el tobillo izquierdo. Le pareció intrigante.
El coche llevaba una pegatina del año en curso del Colegio de Abogados, por lo que probablemente era abogada en ejercicio. Además, era soltera, pues no llevaba anillo de casada. Justo al lado de la pegatina había un permiso de aparcamiento de una zona residencial cara y vallada a unos tres kilómetros de allí. Asintió con expresión agradecida. Aquellos adhesivos resultaban muy reveladores.
Salió del Escarabajo, se dirigió a la papelera, fingió tirar algo y, en el mismo movimiento, extrajo el recibo del cajero automático. La mujer tenía que haber sido más precavida. Ya puestos, podía haber tirado la declaración de la renta. En ese momento estaba desnuda, totalmente expuesta a cualquier investigación que él deseara realizar.
Cuando regresó al coche miró el nombre del titular de la cuenta: «D. Hinson.» Más tarde la buscaría en la guía de teléfonos. Y también en la de profesionales, así sabría en qué bufete trabajaba. Eso le concedía dos objetivos posibles. Los bancos habían empezado a omitir parte de los números de cuenta porque sabían que los clientes tiraban los recibos en cualquier sitio, lo cual les convertía en blancos fáciles para tipos como él. Pero a él no le interesaba su dinero; era algo más personal.
Siguió buscando presas bajo el cálido sol. Qué bonito se estaba poniendo el día.
Se amodorró ligeramente en el asiento y se reanimó cuando, a su derecha, una mamá empezó a cargar provisiones en su furgoneta. No era una conclusión precipitada: llevaba una camiseta que pregonaba su condición de madre. En el asiento trasero iba un bebé. Una pegatina verde anunciaba que la mujer también era madre de un alumno del cuadro de honor del instituto de Wrightsburg.
Estaba bien saberlo, pensó: un muchachito de entre doce y catorce años y un bebé. Encendió el coche y ocupó la plaza contigua a la furgoneta y esperó. La mujer fue a devolver el carrito a la parte delantera de la tienda y dejó al bebé solo.
Él salió del Escarabajo, se asomó a la ventanilla abierta de la furgoneta y le sonrió al bebé, quien le devolvió la sonrisa. En el interior reinaba el desorden, probablemente igual que en la casa de la mujer. Si tenían sistema de alarma, era posible que nunca lo conectaran. Y era de esperar que olvidaran cerrar con llave todas las puertas y ventanas. Le sorprendía que el índice de criminalidad del país no fuera mucho mayor, teniendo en cuenta los millones de idiotas como ella que iban despistados por la vida.
En el asiento trasero había un libro de álgebra; el del niño de secundaria, seguro. Al lado había un libro infantil para colorear, así que había un tercer hijo. Esta suposición quedó confirmada por la presencia de unas zapatillas de deporte manchadas de hierba en el suelo de la parte trasera; parecían pertenecer a un niño de cinco o seis años.
Echó un vistazo al asiento del pasajero. Allí estaba: un ejemplar de la revista People. Alzó la mirada. La mujer acababa de devolver el carrito en la zona correspondiente y se había parado a hablar con alguien que salía de la tienda. Alargó el brazo y acercó la revista. El nombre y la dirección constaban en la etiqueta de envío. Ya tenía su número de teléfono particular; lo había incluido en el cartel de «Se vende» de la ventanilla de la furgoneta.
Otro bingo. Las llaves estaban en el contacto. Pegó un trozo de masilla blanda a las que parecían las de la casa para obtener los moldes rápidamente. Eso facilitaría la operación de forzar y entrar, sobre todo porque no habría que forzar nada.
Todo había salido a pedir de boca. El teléfono móvil de la mujer estaba en el soporte. Alzó la vista. Ella seguía cotilleando. Si hubiera querido, podría haber matado al niño, robar todas las provisiones y prenderle fuego al coche, y la muy idiota ni siquiera se habría dado cuenta hasta que alguien empezara a gritar al ver elevarse las llamas. Miró alrededor. La gente estaba demasiado ocupada en sus cosas como para fijarse en él.
Agarró el teléfono, pulsó el botón correspondiente y consiguió el número. Acto seguido accedió a su agenda telefónica, extrajo del bolsillo una diminuta cámara digital e hizo fotos de un número tras otro hasta tener todos los nombres y teléfonos. Devolvió el móvil al soporte, se despidió del bebé con la mano y regresó a su coche.
Repasó su lista. Tenía su nombre y domicilio y sabía que al menos tenía tres hijos y estaba casada. En la etiqueta de envío de la revista se leía «Jean y Harold Robinson». También había conseguido el número de su casa, el del móvil y los nombres y números de personas importantes para ella, así como un molde de las llaves de su casa.
«Ahora tú y tu querida familia me pertenecéis.»
La mujer regresó a la furgoneta y se marchó. Él la observó salir del aparcamiento, totalmente ajena al hecho de que se había convertido en uno de sus amigos íntimos en pocos minutos. Dedicó un gesto de despedida a la mamá ignorante. «A lo mejor volvemos a vernos si tienes muy mala suerte.»
Consultó su reloj: tres candidatas en menos de veinte minutos. Inhaló el aire fresco de la próspera población de Wrightsburg, localidad que había sufrido tres asesinatos brutales seguidos.
Bueno, ni se imaginaban lo que les esperaba.