Suelo de Gabriela

Varias veces retrasados, terminaron por fin los trabajos de la bahía. Un nuevo canal, profundo y sin desvíos, se había establecido. Por él podían pasar sin peligros de que encallasen los navíos del Lloyd, del «Ita», de la «Bahiana» y sobre todo podían entrar en el puerto de Ilhéus los grandes cargueros para recibir directamente allí las bolsas de cacao.

Como explicó el ingeniero jefe, la demora en la terminación de las obras se debió a innumerables dificultades y complicaciones. No se refería a los barullos con que se recibió la llegada de los remolcadores y técnicos, a aquella noche de tiros y botellazos en el cabaret, a las amenazas de muerte del comienzo. Aludía a las inconstantes arenas de la entrada: con las mareas, los vientos, los temporales, ellas se movían, cambiaban el fondo de las aguas, cubrían y destruían en pocas horas el trabajo de semanas. Era necesario comenzar y recomenzar, pacientemente, cambiando veinte veces el trazado del canal, buscando los puntos más defendidos. Llegaron los técnicos, en determinado momento, a dudar del éxito, desanimados, mientras la gente más pesimista de la ciudad repetía argumentos de la campaña electoral: la bahía de Ilhéus era un problema insoluble, no tenía remedio.

Partieron los remolcadores y dragas, los ingenieros y técnicos. Una de las dragas quedó permanentemente en el puerto para atender con presteza a las agitadas arenas, para mantener abierto a la navegación de mayor calado el nuevo canal. La gran fiesta de despedida, una farra monumental iniciada en el «Restaurante del Comercio» y terminada en «El Dorado», celebró la hazaña de los ingenieros, su tenacidad, su capacidad profesional. El Doctor estuvo a la altura de su fama en el discurso de salutación, donde comparó al ingeniero jefe con Napoleón, pero «un Napoleón de las batallas de la paz y del progreso, vencedor del mar aparentemente indomable, del río traicionero, de las arenas enemigas de la civilización, de los vientos tenebrosos», pudiendo contemplar con orgullo, desde lo alto del farol de la isla de Pernambuco, el puerto de Ilhéus por él «libertado de la esclavitud de las arenas, abierto a todas las banderas, a todos los navíos, por la inteligencia y dedicación de los nobles ingenieros y competentes técnicos».

Dejaban nostalgias y amores. En el muelle de despedidas, lloraban mujeres de los cerros, abrazando a los marineros. Una de ellas estaba grávida, el hombre prometía volver. El ingeniero jefe llevaba una preciosa carga de la buena «Caña de Ilhéus», además de un «macaco jupará» para que le recordara en Río a esa tierra del dinero abundante y fácil, de coraje y trabajo duro.

Partieron cuando comenzaban las lluvias, puntuales aquel año, cayendo bien antes de la fiesta de San Jorge. En las plantaciones florecían las plantas de cacao, millares de árboles jóvenes daban sus primeros frutos, se anunciaba aún mayor la nueva zafra, los precios subirían aún más, aumentaría el dinero por las ciudades y pueblos, no habría cosecha igual en todo el país.

Desde el paseo del bar Vesubio, Nacib veía los remolcadores como pequeños gallos de riña, cortando las olas del mar, arrastrando las dragas, en su camino al sur. ¡Cuántas cosas habían pasado en Ilhéus entre la llegada y la partida de los ingenieros y buzos, de los técnicos y marineros…! El viejo «coronel» Ramiro Bastos no vería los grandes navíos entrar en el puerto. Andaba apareciendo en las sesiones de espiritismo, se había vuelto misionero después de desencarnar, daba consejos a la gente de la región, pregonaba la bondad, el perdón, la paciencia. Así, por lo menos, afirmaba doña Arminda, competente en materia tan discutida y misteriosa. Ilhéus mudó mucho en ese tiempo corto de meses y largo de acontecimientos. Cada día una novedad, una nueva agencia de banco, nuevas oficinas de representaciones de firmas del sur y hasta del extranjero, negocios, residencias. Pocos días antes, en el «Unháo», en un viejo caserón, se había instalado la «Unión de Artistas y Obreros», con su Escuela de Artes, y Oficios, donde estudiaban jóvenes pobres para aprender el arte de carpintero, de albañil, de zapatero, con escuela primaria para adultos, destinada a los cargadores del puerto, a los ensacadores de cacao, y a los obreros de la fábrica de chocolate. El zapatero Felipe habló en la inauguración, a la que asistieran las personas más representativas de Ilhéus. En una mezcolanza de portugués y de español afirmó que se arribaba al tiempo de los trabajadores en cuyas manos estaba el destino del mundo. Tan absurda pareció la observación, que todos los presentes lo aplaudieron mecánicamente, hasta el doctor Mauricio Caires, hasta los «coroneles» del cacao, los dueños de inmensas extensiones de tierra y dueños de la vida de los hombres curvados sobre esa tierra.

También la existencia de Nacib fue movida y plena en esos meses: se casó y descasó, conoció la prosperidad y temió la ruina, tuvo el pecho lleno de ansias y de alegría, después vacío de vida, sólo con desesperación y dolor. Fue feliz en demasía, e infeliz en demasía, y ahora todo era nuevamente tranquilo y dulce. El bar había retomado su antiguo ritmo, el de los primeros tiempos de Gabriela: los clientes se demoraban a la hora del aperitivo, tomando una copa de más, algunos subían al restaurante para almorzar. El Vesubio prosperaba; Gabriela bajaba al mediodía, de la cocina del piso superior, y pasaba sonriendo por entre las mesas, con su rosa detrás de la oreja. Le decían piropos, lanzábanle miradas de codicia, tocaban su mano —alguno, más osado, le daba una palmada en el trasero—, el Doctor la llamaba «mi niña». Elogiaban la sabiduría de Nacib, la manera cómo supo salir, con honra y provecho, del laberinto de complicaciones en que se enredara. El árabe circulaba por entre las mesas, deteniéndose a oír y conversar, sentándose con Juan Fulgencio y el Capitán, con Ño-Gallo y Josué, con Ribeirito y Amancio Leal. Era como si, por un milagro de San Jorge, se hubiese retrocedido en el tiempo, como si no hubiese sucedido nada malo o triste. La ilusión sería perfecta si no fuera por el restaurante y la ausencia de Tonico Bastos, definitivamente anclado en el «Trago de Oro», con su «amargo» y sus polainas de conquistador.

El restaurante se reveló como un apenas razonable empleo de capital, dando ganancias seguras pero modestas. No había sido el negocio excepcional imaginado por Nacib y Mundinho. A no ser cuando había barcos en tránsito en el puerto, el movimiento era pequeño, tanto, que sólo servían almuerzo. La gente de la región hacía habitualmente sus refecciones en casa. Apenas, si de vez en cuando, tentados por los platos de Gabriela, llegaban los hombres solos o con la familia, a almorzar allí, para salir de lo cotidiano. Clientes permanentes, podían contarse con los dedos: Mundinho, casi siempre con invitados, Josué, y el viudo Pessoa. En compensación, el juego de la noche, en la sala del restaurante, conocía el mayor de los éxitos. Se formaban cinco o seis ruedas para el póquer, el siete y medio o la brisca. Gabriela preparaba por la tarde saladitos y dulces, y la bebida corría, mientras Nacib recogía el dinero por derecho de juego, correspondiente a la casa. A propósito de juego: Nacib casi había tenido una crisis de conciencia: ¿debía o no considerar a Mundinho como socio en esa parte del negocio? Ciertamente que no, pues el exportador entró con capital al restaurante y no a la sala de juego. Tal vez sí, reflexionaba de mala gana, tomando en cuenta el alquiler de la sala, pago por la sociedad, propietaria también de las mesas y las sillas, de los platos en los cuales se servía, de los vasos en que se bebía. Allí la ganancia era grande, compensaba la clientela poco numerosa y poco asidua de los almuerzos. Mucho le hubiera gustado a Nacib guardarlo todo para sí, pero temía a las represalias del exportador. Decidió hablarle del asunto.

Mundinho sentía una simpatía especial por el árabe. Acostumbraba afirmar, luego de las complicaciones matrimoniales de su actual socio, que Nacib era el hombre más civilizado de Ilhéus. Aparentando prestar gran atención, lo escuchó hablar, exponer el problema. Nacib deseaba saber la opinión del exportador: ¿se consideraba él, socio o no del juego?

—¿Y cuál es su opinión, maestro Nacib?

—Vea usted, don Mundinho… —se retorcía la punta de los bigotes—. Pensando como hombre honesto, creo que usted es socio, que debe tener la mitad de las ganancias, como tiene en el restaurante. Pensando con mala intención, podría decirle que no hay papeles firmados, que usted es un hombre rico, y que no precisa de esto. Que uno nunca habló de juego, que yo soy pobre, que estoy juntando mi dinerito para comprar una plantación de cacao, y que esa renta extra me sirve de mucho. Pero, como diría el «coronel» Ramiro, compromisos son compromisos, aún cuando no estén en los papeles. Traje las cuentas de juego para que usted las vea…

Iba a colocar unos papeles encima de la mesa de Mundinho, pero el exportador le retiró la mano, palmoteándole el hombro:

—Guarde sus cuentas y su dinero, maestro Nacib. En el juego no soy su socio. Si quiere quedarse totalmente tranquilo con su conciencia, págueme un pequeño alquiler por la utilización de la sala, a la noche. Cualquier cosa, mil cruzeiros… O, mejor, mil cruzeiros por mes para la construcción del asilo de ancianos. ¿Dónde se vio un diputado federal, teniendo casa de juego? A no ser que usted dude de mi elección…

—No hay cosa más segura en el mundo. Gracias, don Mundinho. Soy su deudor.

Se levantaba para salir, cuando Mundinho le preguntó:

—Dígame una cosa… —y bajando la voz, tocando con el dedo el pecho del árabe—. ¿Todavía duele? Sonrió Nacib, la cara resplandeciente:

—No, señor. Ni una gota…

Bajó Mundinho la cabeza, murmuró: —Lo envidio. A mí, todavía me duele.

Tenía deseos de preguntarle si había vuelto a dormir con Gabriela, pero le pareció poco delicado hacerlo. Nacib salió nadando de gozo, a depositar el dinero en el banco. Realmente no sentía nada, habíase acabado todo vestigio de dolor o de sufrimiento. Temió, al contratar nuevamente a Gabriela, que su presencia le recordara el pasado, había tenido miedo de soñar con Tonico Bastos desnudo, en su cama. Pero nada de eso sucedió. Era como si todo aquello hubiera sido una pesadilla larga y cruel. Volvieron a las relaciones de los primeros tiempos, de patrón y cocinera, ella muy despachada y alegre, arreglando la casa, cantando, yendo al restaurante para preparar los platos del almuerzo, bajando al bar a la hora del aperitivo para anunciar el «menú» de mesa en mesa, obteniendo clientes para el piso de arriba. Cuando el movimiento terminaba, alrededor de la una y media de la tarde, Nacib sentábase a almorzar, servido por Gabriela. Como antiguamente. Ella rondaba en torno a la mesa, le traía la comida, abría la botella de cerveza. Comía después con el único mozo (Nacib había despedido al otro, innecesario ante el reducido movimiento del restaurante), y con Chico-Pereza, mientras Valter, el suplente de Pico-Fino, vigilaba el bar. Nacib tomaba un viejo diario de Bahía, encendía el cigarro «San Félix», y en el fondo de la silla perezosa encontraba la rosa caída. Los primeros días la había arrojado afuera, después pasó a guardarla en el bolsillo. El diario rodaba por el suelo, el habano se apagaba. Nacib dormía su siesta, a la sombra y acariciado por la brisa. Despertaba con la voz de Juan Fulgencio, viniendo para la papelería. Gabriela preparaba los saladitos y dulces para la tarde y la noche, iba después a la casa, y él la veía cruzar la plaza, en chinelas, para desaparecer después detrás de la iglesia.

¿Qué le faltaba para ser completamente feliz? Comía la inigualable comida de Gabriela, ganaba dinero que guardaba en el banco, en breve comenzaría a buscar tierra para comprar. Le habían hablado de unas nuevas tierras listas para ser trabajadas, un poco más allá de la sierra del Baforé, tierras tan buenas para el cacao como no había otras. Ribeirito le había propuesto llevarlo allá, porque era cerca de sus estancias. Los amigos y clientes iban diariamente al bar, y a veces al restaurante. Seguían las partidas de dama y «gamão». La buena prosa de Juan Fulgencio, del Capitán, del Doctor, de Ño-Gallo, de Amancio Leal, de Ari, de Josué, de Ribeirito. Esos dos siempre andaban juntos desde que el estanciero montara casa para Gloria, cerca de la Estación. A veces hasta comían los tres en el restaurante; se llevaban bien.

¿Qué le faltaba para ser completamente feliz? Ningún celo le roía el pecho, ningún recelo tenía de perder la cocinera, porque ¿dónde iría ella a conseguir mayor sueldo y puesto más seguro? Además, era insensible a las ofertas de casa montada y cuenta en la tienda, a los vestidos de seda, a los zapatos, al lujo de las concubinas. Por qué, Nacib no sabía; era un absurdo, sin duda, pero ni le interesaba descubrir el motivo. Cada uno con su locura. Tal vez fuese aquella historia de flor de los campos que no servía para florero, de que una vez le hablara Juan Fulgencio. Eso poco le afectaba, como tampoco le irritaban más las palabras susurradas cuando ella venía al bar, las sonrisas, las miradas, las palmaditas en el trasero, la mano, el brazo o el seno rozado levemente. Todo aquello sujetaba la clientela, era una copa de más, un nuevo trago. El Juez intentaba robarle la rosa de la oreja, ella huía, Nacib contemplaba todo esto con indiferencia. ¿Qué le faltaba para ser completamente feliz? La amazonense, aquella india de la casa de María Machadáo, le preguntaba en las noches en que se encontraban, riendo con unos dientes salvajes:

—¿La quieres a tu Mara? ¿La encuentras sabrosa? Sí que la hallaba sabrosa. Pequeña y gordezuela, la cara ancha y redonda, sentada sobre sus piernas en el lecho, parecía una estatua de cobre. Él la veía por lo menos una vez por semana, se acostaba con ella, era una aventura sin complicaciones, sin misterios. Un dormir sin sorpresas, sin violentos arrobos, sin el gemido de las perras, sin el tropel de las yeguas en celo, sin morir y renacer. También andaba con otras. Mara tenía muchos admiradores porque los plantadores gustaban de aquella fruta verde del Amazonas, y eran pocas sus noches libres. Nacib gustaba al acaso, en los cabarets, en casa de prostitutas, los más variados encantos. Hasta con la nueva concubina de Coriolano había dormido una vez, en la casa de la plaza. Una mestiza jovencita, traída de la plantación, Coriolano ya no intentaba saber si era engañado. Así mordisqueaba Nacib, aquí y allá, en su vieja vida de siempre. Su permanente amorío, sin embargo, continuaba siendo la amazonense. Con ella bailaba en el cabaret, juntos bebían cerveza, comían fritadas. Cuando ella estaba libre, le mandaba un recado escrito con su letra de escolar, y él, cerrando el bar, iba a verla. Eran días lindos esos en que, con la esquela en el bolsillo, pregustaba la noche en la cama de Mara.

¿Qué le faltaba para ser completamente feliz? Un día Mara le mandó una esquela, esperándolo a la noche «para jugar a los gatitos». Sonrió contento, después de cerrar el bar se dirigió a la casa de María Machadáo. Esa figura tradicional de Ilhéus, la más célebre dueña de burdel, maternal y de toda confianza, le dijo después de abrazarlo:

—Perdió el viaje, turquito. Mara está con el «coronel» Altino Brandáo. Vino de Río do Braço especialmente, ¿qué podía hacer ella?

Salió irritado. No contra Mara, no podía interferir en su vida, ni impedirle ganar su pan. Pero sí contra la noche frustrada, con el deseo arañándole el pecho como un gato, con la lluvia pidiéndole un cuerpo de mujer bajo las sábanas. Entró en casa, se quitó la ropa. Del fondo, de la cocina o de la antecocina, vino un ruido de loza quebrada. Fue a ver lo que era. Un gato huía hacia el huerto. La puerta del cuartito de los fondos estaba abierta, él espió. La pierna de Gabriela pendía en la cama, ella sonreía en el sueño. Un seno crecía en el colchón y el olor a clavo atontaba.

Se aproximó.

Ella abrió los ojos, dijo:

—Don Nacib…

Él la miró y, deslumbrado, vio la tierra mojada de lluvia, el suelo cavado a azada, cultivado de cacao, suelo del que nacían árboles y se multiplicaban los yuyos. Suelo de valles y montes, de gruta profunda donde él estaba plantado. Gabriela extendió los brazos, lo arrastró hacia ella.

Cuando se acostó a su lado y sintió su calor, súbitamente sintió todo: la humillación, la rabia, el odio, la ausencia, el dolor de las noches mortales, el orgullo herido y la alegría de quemarse en ella. La apretó con fuerza, marcando de morado la piel color de canela:

—¡Perra!

Ella sonrió con los labios llenos de besos y dientes, sonrió con los senos erguidos, palpitantes, con los muslos en llamas, con el vientre de danza y de espera, murmurando:

—No importa, no…

Recostó la cabeza en su pecho velludo: —Mozo lindo…