Aquel sábado, víspera de la solemne inauguración del «Restaurante del Comercio», su propietario, el árabe Nacib, podía ser visto en mangas de camisa, corriendo como un loco por la calle, balanceando el voluminoso vientre por encima del cinturón, los ojos desorbitados, en dirección a la casa exportadora de Mundinho Falcão. En la puerta de su repartición, el Capitán consiguió frenar la ansiosa carrera, sujetando al dueño del bar por un brazo:
—¿Qué es eso, hombre, dónde va con tanto apuro? Amable y amistoso, el Capitán extremaba su gentileza desde la proclamación de su candidatura a Intendente.
—¿Sucedió alguna cosa? ¿Puedo serle útil en algo?
—¡Desapareció! ¡Voló! —resoplaba Nacib.
—¿Desapareció, quién?
—El cocinero, el tal Fernand.
No tardó él y toda la ciudad en estar al par del intrincado misterio: desde la noche anterior el cocinero venido de Río, el espectacular «chef de cuisine», Monsieur Fernand (como le gustaba ser llamado) había desaparecido de Ilhéus. Había combinado con los dos mozos contratados para el restaurante, y con las ayudantes de cocina, encontrarse por la mañana para tomar las últimas disposiciones relativas al día siguiente. No había aparecido; nadie lo había visto. Mundinho Falcão mandó llamar al comisario, explicó el asunto, y le recomendó la más meticulosa investigación. Era aquel mismo teniente que el secretario de la Intendencia de Itabuna hiciera correr. Ahora era pura humildad y servilismo ante Mundinho, tratándolo de «doctor».
En la Papelería Modelo, Juan Fulgencio y Ño-Gallo hilvanaban hipótesis. El cocinero, por el aspecto y por las miradas lanzadas a diestra y siniestra, decididamente era un invertido. ¿Se trataría de un crimen vulgar? Andaba rondando a Chico-Pereza. El comisario interrogó al joven mozo, que se enojó:
—¡A mí me gustan las mujeres!… No sé nada de ese degenerado. El otro día casi le parto la cara, por pasarse de vivo.
Quién sabe, a lo mejor había sido víctima de ladrones, Ilhéus hospedaba numerosos malandrines, cuenteros, rateros, gente poco recomendable escapada de Bahía y de otras zonas. Substituían ahora a los asesinos a sueldo en el paisaje humano de la ciudad. El comisario y los soldados dieron batidas por el puerto, el «Unháo», la Conquista, el Pontal, y la Isla de las Cobras. Nacib movilizó a los amigos: Ño-Gallo, el zapatero Felipe, José, los mozos, y varios clientes. Dieron vuelta Ilhéus, sin resultado.
Juan Fulgencio se decidía por la fuga:
—Mi teoría es que nuestro respetable invertido hizo las valijas y emigró por cuenta propia. Batió las alas. No siendo Ilhéus una tierra dada a los refinamientos de trasero, bastando para el poco gasto Machadinho y Miss Pirangi, se sintió desolado y se mudó. Hizo bien, por otra parte, en librarnos a tiempo de su asquerosa presencia.
—¿Pero en qué viajó? Ayer no salió ningún barco. Hoy sí, hay uno de la «Canavieiras»… —dudaba Ño-Gallo.
—En ómnibus, en tren…
Ni en tren, ni en ómnibus, ni a caballo, ni a pie. El comisario lo garantizaba. Alrededor de las cuatro, el negrito Tuisca apareció, excitado, con una pista. De todos los «sherlocks» revelados ese día, fue el único en traer algo concreto. Un sujeto gordo y elegante —y bien podía ser el tal cocinero, pues usaba bigotes en punta y revoleaba las nalgas— había sido visto ya muy entrada la noche, por una ramera de la más baja condición. Ella venía del «Pega-Duro» y había observado que por los lados de los depósitos del puerto, un sujeto era llevado por tres tipos sospechosos. Todo eso le había contado a Tuísca pero, ante la policía, fue menos concreta. Le, parecía haber visto, no tenía seguridad, había bebido, no sabía quiénes eran los hombres, había oído hablar. En realidad, había reconocido perfectamente a Nilo, al negro Terencio y al jefe de ambos, cuyo nombre no sabía, pero por quien suspiraban ella y todas las prostitutas del «Pega-Duro». Un tipo peligroso, llegado de Bahía. Con fama de malo. Su secreta impresión, la que le hacía estremecer el pecho, era que el tal cocinero ya estaba en el fondo de las aguas del puerto. Nada de eso dijo a la policía, arrepentida de haber hablado del asunto con Tuísca. Nadie se acordó de buscar en la casa de Dora, donde Fernand comenzó llorando y terminó ayudando en la costura, ya que las ayudantes habían tenido libre ese día. Completamente de acuerdo con viajar a la tarde, en la tercera clase del «Bahiano», vestido con una blusa marinera, pues en el mismo barco iba Siete Vueltas. Dora había prometido despacharle el equipaje directamente para Río. Así, cuando al atardecer Juan Fulgencio apareció en el bar convulsionado, encontró a Nacib en la mayor de las desolaciones. ¿Cómo inaugurar el restaurante al día siguiente? Y estando todo listo, las vituallas compradas, las ayudantes de cocina contratadas y entrenadas por Fernand, los mozos en sus puestos, y hechas las invitaciones para el solemne almuerzo. Venía gente de Itabuna —inclusive Aristóteles—, de Agua Preta, de Pirangi, hasta Altino Brandáo, de Río do Braço. ¿Dónde encontrar cocinera para substituir al desaparecido? Sí, porque ni siquiera con la sergipana se podía contar. Se había ido, después de pelearse con Fernand, abandonando el cuartito de los fondos en la mayor inmundicia. ¿Con las ayudantes? Sólo en el caso de querer quebrar al día siguiente. Para cocinar no servían, sólo para cortar carne, matar una gallina, limpiar las tripas, o encargarse del fuego. ¿Dónde encontrar cocinera en aquel espacio de tiempo?
Todo eso lloró sobre el pecho amigo del librero, en el reservado de póquer donde, ante una botella de cognac sin mezcla, escondiera su agonía. Los parroquianos y amigos comentaban en las mesas del bar que nunca lo habían visto tan desesperado. Ni siquiera en aquellos días de la ruptura con Gabriela. Tal vez entonces fuese más honda y terrible su desesperación, pero era silenciosa, concentrada y sombría, mientras que ahora Nacib clamaba a los cielos, gritaba su ruina y su descrédito. Al ver a Juan Fulgencio, lo había arrastrado hacia el reservado de póquer:
—Estoy perdido, Juan. ¿Qué puedo hacer? —desde que el librero lo descasara, depositaba en él una confianza ilimitada.
—Calma, Nacib, busquemos una solución.
—¿Cuál? ¿Dónde voy a encontrar cocinera? Las hermanas Dos Reís no aceptan un encargo así, de un día para otro. Y, aunque aceptasen, ¿quién iría a cocinar el lunes, para los parroquianos?
—Yo podía prestarle a Marocas por unos días. Pero ella cocina muy bien sólo cuando mi mujer está a su lado, para condimentar los platos.
—¿Por unos días, de qué me sirve?
Nacib tragaba el cognac, sentía ganas de llorar: —¡Nadie me da soluciones, sino consejos sin pie ni cabeza! La chiflada de doña Arminda me propuso contratar a Gabriela de nuevo. ¡Imagínese!
Se levantó Juan Fulgencio, entusiasmado:
—¡Se ha salvado la patria, Nacib! ¿Sabe quién es doña Arminda? Pues es Colón, el del huevo de la América. Ella resolvió el problema. Vea usted, la solución estaba enfrente nuestro, la buena, la justa, la perfecta solución, y nosotros no la veíamos. Está todo resuelto, Nacib.
Nacib preguntaba cauteloso y desconfiado: —¿Gabriela? ¿Usted cree? ¿No está bromeando?
—¿Y por qué no? ¿Ya no fue su cocinera? ¿Por qué no puede volver a serlo? ¿Qué tiene de malo?
—Fue mi mujer…
—Concubinato, ¿no? Porque el casamiento era falso, usted sabe… Hasta por eso mismo.
Contratándola otra vez de cocinera, usted liquida por completo ese casamiento, más todavía que con la anulación. ¿No le parece?
—Sería una buena lección… —reflexionó Nacib—. Volver de cocinera después de haber sido la dueña…
—¿Y entonces? El único error de toda esta historia fue el que usted se casara con ella. Fue malo para usted, y peor para ella. Si usted quiere yo hablo con ella.
—¿Aceptará?
—Le garantizo que aceptará. Ahora mismo voy.
—Dígale que es solamente por unos tiempos…
—¿Por qué? Es una cocinera, usted la empleará hasta tanto ella le sirva bien. ¿Por qué por unos tiempos? Vuelvo en seguida con la respuesta.
Así fue como esa misma noche, nadando de alegría, Gabriela limpió y ocupó el cuartito de los fondos. Antes habíale agradecido a Siete Vueltas en la casa de Dora. De la ventana de Nacib, saludaba con el pañuelo, después de las seis de la tarde, el «Canavieiras» que atravesaba la barra rumbo a Bahía. Al otro día, a la hora del almuerzo, los invitados, que pasaban de cincuenta, encontraron de nuevo los platos sabrosos, la comida sin igual, el condimento entre lo sublime y lo divino. El almuerzo de inauguración fue un gran éxito.
Con el aperitivo fueron servidos aquellos saladitos y dulces de otrora. En la mesa, los platos sucedíanse en un desfile de maravillas. Nacib, sentado entre Mundinho y el juez, oyó conmovido los discursos del Capitán y del Doctor. «Benemérito hijo de Ilhéus», lo había llamado el Capitán, «dedicado al progreso de su tierra». «Digno ciudadano Nacib Saad, que dotaba a Ilhéus de un restaurante a la altura de las grandes capitales», elogiaba el Doctor. Josué respondió en nombre de Nacib, agradeciendo y elogiando, también él, al árabe. Era una consagración, culminando con las palabras de Mundinho, deseoso, como dijo, de «poner la mano para recibir las palmadas». Había hecho venir un cocinero de Río, a pesar de la opinión de Nacib. Él había tenido razón. No había en el mundo comida capaz de compararse con ésa de Bahía.
Y entonces todos quisieron ver al artista de aquel almuerzo, las manos de hada creadoras de tantas delicias. Juan Fulgencio se levantó, fue a buscarla a la cocina. Ella apareció, calzada en chinelas, un delantal blanco sobre el vestido de brillante seda azul, una rosa roja detrás de la oreja. El Juez gritó: —¡Gabriela!
Nacib anunció en voz alta:
—La contraté otra vez de cocinera…
Josué aplaudió, Ño-Gallo también, todos aplaudieron, algunos se levantaron para saludarla. Ella sonreía, con los ojos bajos, con una cinta sujetando sus cabellos.
Mundinho Falcão le murmuró a Aristóteles, sentado a su lado:
—Este turco es un maestro del saber vivir…