Los bandidos no llegaron a bajar de las estancias. Ni los de Melk, ni los de Jesuíno, de Coriolano, de Amancio Leal, ni los de Altino, de Aristóteles o de Ribeirito. No fue necesario.
Aquella campaña electoral había tomado aspectos nuevos, inéditos para Ilhéus, Itabuna, Pirangi, Agua Preta, y para toda la región del cacao. Antes, los candidatos, seguros de la victoria, ni aparecían. Cuando mucho, visitaban a los «coroneles» más poderosos, dueños de la mayor extensión de tierra y del mayor número de plantas de cacao. Esta vez era diferente. Nadie tenía la seguridad de resultar elegido, era necesario disputar los votos. Antes los «coroneles» decidían, a las órdenes de Ramiro Bastos. Ahora todo era confuso; si bien Ramiro todavía mandaba en Ilhéus, daba órdenes al Intendente, en Itabuna quien mandaba era Aristóteles, su enemigo. Uno y otro apoyaban al gobierno del Estado. Y el gobierno, ¿a quién apoyaría después de las elecciones? Mundinho no permitió que Aristóteles rompiera con el gobernador. En los bares, en la Papelería Modelo, en las conversaciones en el puesto de pescado, se dividían las opiniones. Algunos afirmaban que el gobierno continuaría respaldando a Ramiro Bastos, que sólo reconocería a sus candidatos aunque éstos resultaran derrotados. ¿No era el viejo «coronel» uno de los sustentos de la posición estadual, no la había apoyado en momentos difíciles? Otros creían que el gobierno apoyaría a quien venciera en las urnas. El gobernador estaba finalizando su período, y el nuevo mandatario precisaría de ayuda para ejercer su mandato. Si Mundinho ganase, decían ellos, el nuevo gobernador lo reconocería, para así poder contar con Ilhéus e Itabuna.
Los Bastos ya no tenían ninguna fuerza, eran un lastre, que sólo servía para echarlos afuera. Unos terceros, creían que el gobierno trataría de marchar de acuerdo con ambas partes. No reconocería a Mundinho, dejando que el médico de Río continuase mamando del subsidio de diputado federal. Y en la Cámara Federal mantendría a Alfredo Bastos. En cambio, reconocería al Capitán, de cuya victoria nadie dudaba. El Intendente de Itabuna sería, naturalmente, el candidato de Aristóteles, un compadre suyo, que le permitiría continuar en el gobierno. Por otro lado, preveían, el gobierno ofrecería a Mundinho una vacante de senador estadual, para cuando Ramiro muriera. Que el viejo, por otra parte, ya había festejado sus ochenta y tres años…
—Ése va a alcanzar los cien …
—Ya lo creo. Ese lugar de senador, me parece que Mundinho va a tener que esperarlo por mucho tiempo… Y así el gobierno quedaría bien con unos y con otros, y se reforzaría en el sur del Estado.
—Lo que va a hacer es quedar mal en los dos lados… Mientras la población conjeturaba y discutía, los candidatos de las dos fracciones se desdoblaban. Visitas, viajes, bautismos en profusión, regalos, mitines, discursos. No pasaba un domingo sin que hubiera algún mitin en Ilhéus, en Itabuna, en los pueblos vecinos. El Capitán ya había pronunciado más de cincuenta discursos. Andaba con la garganta hecha polvo, afónico a causa de repetir retumbantes andanadas verbales. Prometiendo el oro y el moro, grandes reformas en Ilhéus, carreteras, mejoras, en suma, completar la obra iniciada por su padre, el inolvidable Cazuza de Oliveira. El doctor Mauricio no le iba en zaga. Mientras el Capitán hablaba en la plaza Seabra, él citaba la Biblia en la plaza Rui Barbosa. Juan Fulgencio afirmaba:
—Ya me sé todo el Viejo Testamento de memoria, de tanto escuchar los discursos de Mauricio. Si llega a ganar él, hijos míos, volverá a ser obligatoria la lectura a coro, diariamente y en la plaza pública, de la Biblia, dirigida por el padre Cecilio. Quien va a sufrir más es el padre Basilio. Todo cuanto él sabe de la Biblia es que el Señor dijo:
«Creced y multiplicaos».
Pero mientras el Capitán y el doctor Mauricio Caíres, reducían a la ciudad y a los pueblos y villas del municipio, Mundinho, Alfredo y Ezequiel viajaban a Itabuna, Ferradas, Macuco, recorriendo la zona del cacao, por cuanto dependían de los votos de toda la región. Hasta el doctor Víctor Melo, asustado con las noticias llegadas de Río, que señalaban como improbable su reelección, había embarcado en un «Ita» para Ilhéus, renegando de esa rebelde gente del cacao. Abandonando su elegante consultorio, donde trataba los nervios de las señoras distinguidas, dejando nostálgicas a las francesas del «Asirio», y a las coristas de las compañías de revistas, no sin antes protestar, en la Cámara, ante Emilio Mendes Falcão, su colega del Partido Republicano, diputado por San Pablo.
—¿Quién es ese pariente suyo que resolvió disputar mi banca en Ilhéus? ¿Un tal Mundinho, lo conoce?
—Es mi hermano más joven. Ya me enteré.
Se alarmó entonces el diputado por la zona del cacao. Si era hermano de Emilio y Lourival, su elección y —¡peor!— su reconocimiento corrían realmente peligro. Emilio le informaba:
—Es un loco. Abandonó todo aquí, y fue a meterse en aquel fin del mundo. De repente, aparece candidato. Anda diciendo que vendrá a la Cámara con la única finalidad de deshacer mis discursos… —rio, preguntando—: ¿Por qué no cambia usted de distrito electoral? Mundinho es un muchacho terrible. Capaz de conseguir hacerse elegir… ¿Cómo diablos iba a cambiar? Estaba protegido por un senador, su tío por parte de madre, por eso había conseguido aquella banca en el séptimo distrito electoral de Bahía. Todas las otras estaban ocupadas. ¿Y quién irá a querer cambiar con él, a competir con un hermano de Lourival Mendes Falcão, gran señor del café, que hasta daba órdenes al Presidente de la República? Embarcó a las corridas para Ilhéus. Juan Fulgencio estaba de acuerdo con Ño-Gallo: el mayor beneficio que el diputado Víctor Melo podría hacer a su candidatura era no ir a Ilhéus. Se trataba del tipo más antipático del mundo.
—Es un vomitivo… —decía Ño-Gallo.
Hablando en difícil, haciendo discursos plagados de términos médicos («los discursos de él hieden a formol», explicaba Juan Fulgencio), con una voz nauseabunda, afeminada, y unos sacos extrañísimos, con cintura, habría tenido fama de invertido si no fuera porque las mujeres lo llevaban de la nariz.
—El Tonico Bastos elevado al cubo —definía Ño-Gallo.
Tonico andaba por Bahía con la esposa, de paseo. Esperando que la ciudad olvidase por completo su triste aventura. No quería verse envuelto en la campaña electoral. Los adversarios querían explotar su asunto con Nacib. ¿Acaso no habían llegado a pegar en la pared de su casa un dibujo a lápiz, en colores, donde él aparecía corriendo en calzoncillos —¡infamia, porque él había salido en pantalones!—, pidiendo socorro? Con versos sucios, de pie —quebrado, abajo:
«El Tonico Pinico
don Juan el putero
se jugó por entero.
—¿Eres bien casada?
—No, yo soy amigada.
Y llevó bofetadas
el Tonico Pinico».
Quien estuvo a un paso, también, de llevarse sus buenas bofetadas, o tal vez un tiro, fue el diputado doctor Víctor Melo. Con su aire de galán, su nariz torcida, su experiencia de las señoras de Río, nerviosas pacientes curadas en el diván del consultorio, apenas veía una mujer bonita comenzaba a hacerle propuestas. No le importaba lo más mínimo quién fuese el marido. Hubo una fiesta en el Club Progreso, en la que él recibió unos golpes solamente por la oportuna intervención de Alfredo Bastos, cuando ya el impulsivo Moacir Estréla, socio de la empresa de ómnibus, iba a incrustar el puño en las nobles narices parlamentarias de Víctor. Éste había salido a bailar con la esposa de Moacir, bonitilla y modesta personita que comenzaba a frecuentar los salones del Club Progreso debido a la reciente prosperidad de su marido. La señora lo plantó en mitad del salón, protestando en voz alta:
—¡Atrevido!
Después había contado a las amigas que el diputado había estado todo el tiempo metiendo una pierna entre las de ella, apretándola contra el pecho, como si en vez de bailar quisiera otra cosa. El «Diario de Ilhéus», a través de la pluma agresiva y purista del Doctor, relató el incidente bajo el título de:
EL INDIVIDUO EXPULSADO DEL BAILE POR IGNOMINIA
En verdad no había sido una expulsión, propiamente. Alfredo Bastos llevó al diputado consigo, porque los ánimos estaban exaltados. El propio «coronel» Ramiro, al saber ésta y otras cosas, había confesado a los amigos:
—Aristóteles era quien tenía razón. Si yo lo hubiera sabido antes no me hubiera peleado con él, ni hubiera perdido Itabuna.
También en el bar de Nacib hubo líos con el diputado. En una discusión el hombrecito, perdiendo la cabeza, había dicho que Ilhéus era tierra de brutos, de gente sin educación ni grado alguno de cultura. Esta vez quien lo salvó fue Juan Fulgencio. Josué y Ari Santos, considerándose personalmente ofendidos, quisieron darle una paliza. Fue necesario que Juan Fulgencio usara de toda su autoridad para evitar la pelea.
El bar de Nacib se había transformado en un reducto de Mundinho Falcão. Socio del exportador y enemigo de Tonico, el árabe (ciudadano brasileño nato y elector) había entrado en la campaña. Y, por más espantoso que parezca, en aquellos días vibrantes de «mitin», en el mayor de ellos, cuando el doctor Ezequiel batió todos sus récords anteriores de aguardiente e inspiración, Nacib pronunció un discurso. Le dio una cosa por dentro después de oír a Ezequiel. No aguantó más y pidió la palabra. Fue un éxito sin precedentes, sobre todo porque habiendo comenzado en portugués y faltándole las palabras bonitas, pescadas con dificultad en la memoria, terminó en árabe, en un rodar de palabras sucediéndose en impresionante rapidez. Los aplausos no acababan más.
—Fue el discurso más sincero y más inspirado de toda la campaña —clasificó Juan Fulgencio.
Toda esa agitación cesó una dulce mañana de luz azulada, cuando los jardines de Ilhéus exhalaban perfume y los pajaritos trinaban saludando tanta belleza. El «coronel» Ramiro acostumbraba a despertar muy temprano. La empleada más antigua de la casa, más de cuarenta años con los Bastos, le servía una pequeña taza de café; el anciano se sentaba en el sillón hamaca, para pensar en la marcha de la campaña electoral, para hacer cálculos. Se iba acostumbrando con la idea de mantenerse en el poder gracias al reconocimiento prometido por el gobernador, y al degüello de los adversarios electos. Aquella mañana, la empleada esperó con la taza de café. El «coronel» no venía. Alarmada, despertó a Jerusa. Lo encontraron muerto, con los ojos abiertos, y la mano derecha sujetando la sábana. Un sollozo estremeció el pecho de la joven, y la sirvienta comenzó a gritar: «¡Murió mi padrino!».
El «Diario de Ilhéus», con franja negra, hacía el elogio del «coronel»:
«En esta hora de luto y dolor cesan todas las diferencias. El “coronel” Ramiro Bastos fue un gran hombre de Ilhéus. A él deben la ciudad, el municipio y la región, mucho de lo que poseen. El progreso de que hoy nos enorgullecemos y por el que nos batimos, sin Ramiro Bastos no existiría».
En la misma página, entre muchos otros avisos fúnebres —de la familia, de la Intendencia, de la Asociación de Comercio, de la Cofradía de San Jorge, de la familia de Amancio Leal, del Ferrocarril Ilhéus-Conquista—, se leía uno del Partido Democrático de Bahía (sección Ilhéus), invitando a todos sus correligionarios a comparecer al entierro del «inolvidable hombre público, adversario leal y ciudadano ejemplar». Firmaban Raimundo Mendes Falcão, Clóvis Costa, Miguel Bautista de Oliveira, Pelópidas de Asunción d’Avila y el «coronel» Ribeiro.
Alfredo Bastos y Amancio Leal recibían en la sala de las sillas de altos respaldos, donde reposaba el cuerpo, los pésames de una multitud que desfilaba, de la mañana a la tarde. Tonico fue avisado por telegrama. Al mediodía, acompañado de una enorme corona, Mundinho Falcão entró en la casa, abrazó a Alfredo, y apretó, conmovido, la mano de Amancio. Jerusa, de pie junto al ataud, tenía humedecido de lágrimas su rostro de madreperla. Mundinho se aproximó, ella levantó los ojos, y estallando en sollozos huyó de la sala.
A las tres de la tarde ya no cabía nadie dentro de la casa. La calle, hasta las proximidades del Club Progreso y de la Intendencia, estaba llena de gente. Ilhéus en pleno había venido, y de Itabuna habían partido un tren especial y tres ómnibus. Altino Brandáo, llegando de Río do Braço, dijo a Amancio:
—Fue mejor así, ¿usted no cree? Murió antes de perder, murió mandando, como él gustaba. Era hombre de opinión, de los antiguos. El último que quedaba. El obispo llegó acompañado de todos los sacerdotes. La Hermana Superiora del Colegio de monjas, con las hermanas y las alumnas formadas en la calle, esperaban la salida del entierro. Enoch estaba con todos los profesores y alumnos de los colegios oficiales, los niños del colegio de doña Guillermina y de los demás colegios particulares. La cofradía de San Jorge, el doctor Mauricio vestido con su toga roja. El «Míster» vestido de negro, el largo sueco de la compañía de navegación, el matrimonio de griegos. Exportadores, estancieros, comerciantes (el comercio cerró sus puertas en señal de luto), y gente del pueblo, que bajó del cerro, del Pontal y de la Isla de las Cobras. Con dificultad, acompañada de doña Arminda, Gabriela se abrió camino hasta la sala repleta de coronas y de gente. Consiguió acercarse al cajón, levantó el pañuelo de seda que cubría el rostro del muerto, lo miró un instante. Después se inclinó sobre la mano pálida, de cera, y la besó. El día de la inauguración del pesebre de las hermanas Dos Reís, el «coronel» había sido gentil con ella; a la vista de la cuñada, del cuñado doctor.
Abrazó a Jerusa, y la joven se abrazó a su cuello, llorando. Lloraba también Gabriela, y mucha gente sollozaba en la sala. Las campanas de todas las iglesias doblaban a difunto. A las cinco de la tarde partió el entierro. La multitud no cabía en la calle, y desparramábase por la plaza. Ya comenzaban los discursos al borde de la tumba, hablaron el doctor Mauricio, el doctor Juvenal, abogado de Itabuna, el Doctor, por la oposición, y el Obispo pronunció también algunas palabras cuando parte del acompañamiento estaba subiendo la «ladeira da Victoria», para llegar al cementerio. Por la noche, con los cines cerrados, los cabarets apagados, y los bares vacíos, la ciudad parecía desierta, como si todos en ella hubieran muerto.