De la vida sorprendente

Aquella primera noche en la casa sin Gabriela, vacía de su presencia, fue dolorosa de recordaciones. En vez de esperarlo su sonrisa, fue la humillación lastimándolo, la certeza de que no se trataba de una pesadilla, de que había acontecido en verdad aquella cosa imposible, jamás imaginada. La casa, vacía sin Gabriela, estaba llena de recuerdos y de sentimientos. Veía a Tonico sentado a la orilla de la cama. Quedaba la rabia, la tristeza, la certeza de que todo había terminado, que ella ya no estaba, que era de otro, que nunca más la tendría. Noche cansada, fatigante como si él cargase todo el peso de la tierra, y larga como el fin del mundo. Parecía no acabar más. Y siempre aquel dolor hondo, aquel vacío, sin saber qué hacer, sin saber para qué vivir, para qué trabajar. ¡Los ojos secos de lágrimas, el pecho abierto a puñaladas! Sentado a la orilla de la cama, no podía dormir. Nunca más dormiría en esa noche recién comenzada, noche que iba a durar la vida entera. De Gabriela había quedado, enraizado en las sábanas, en el colchón, su perfume a clavo. Dentro de su nariz. No podía mirar la cama porque la veía, acostada, desnuda; veía los senos erguidos, la curva de las nalgas, la sombra velluda de los muslos, el vientre firme. Su color de canela donde Nacib dejara en los hombros, en el pecho, la marca violácea de sus labios. El día había acabado para siempre, aquella noche en su pecho duraría toda la vida, caerían marchitos para siempre sus bigotes, un sabor amargo quedaría para siempre en su boca amarga, no volvería a sonreír, ¡jamás! Algunos días después ya sonreía, oyendo, en el Vesubio, a Ño-Gallo imprecar contra los sacerdotes. Las primeras semanas sí que fueron difíciles. Semanas vacías de todo, plenas de su ausencia. Cada cosa, cada persona la traían de vuelta. Miraba el mostrador, y allá la veía, de pie, con una flor detrás de la oreja. Miraba la iglesia y la veía llegando, los pies perdidos en las chinelas. Veía a Tuísca y hela ahí, danzando en la ronda, cantando canciones. Llegaba el Doctor, hablaba de Ofenisia, y él escuchaba a Gabriela. El Capitán y Felipe jugaban, y su risa cristalina parecía sonar en el bar. Y peor era en la casa: en cada rincón creía descubrirla, cocinando en el fogón, sentada al sol, en el marco de la puerta, mordiendo guayabas en el huerto, apretando la cara del gato contra su rostro, mostrando el diente de oro, esperándolo bajo el claro de luna en el cuartito de los fondos. No percibía la particularidad de esos recuerdos que lo acompañaban durante semanas, en el bar, en la calle, en la casa: que jamás la recordaba en los tiempos de casados (o de amancebados, como explicaba a los demás; no fue más que amancebamiento). Sólo recordaba a la Gabriela de antes, la de aquellos primeros tiempos. Hacían sufrir pero eran dulces recordaciones. De vez en cuando, sin embargo, un recuerdo venía a herir su pecho, su orgullo de macho (pues ya no podía herirlo en su honor de marido, de marido ya no era, nunca lo fue), y él la veía en los brazos del otro. Difíciles primeras semanas, vacías, en que él estuvo muerto por dentro. De la casa al bar, del bar a la casa. A veces iba a conversar con Juan Fulgencio, a oírlo hablar de asuntos diversos.

Un día, sus amigos lo llevaron, casi en andas, al nuevo cabaret. Bebió mucho, demasiado. Pero tenía una resistencia brutal, y no se emborrachó del todo. Volvió a la siguiente noche. Conoció a Rosalinda, una rubia llegada de Río, lo opuesto a Gabriela. Recomenzaba a vivir, lentamente la olvidaba. Lo más difícil fue dormir con otra mujer. Metida en el medio, allá estaba Gabriela. Sonriendo. Estirándole los brazos, poniendo la nalga bajo su pierna, recostando la cabeza en su pecho. Ninguna tenía su gusto, su olor, su calor, su morir y matar. Pero aún eso fue pasando, de a poco, Rosalinda le recordaba a Risoleta, experta en el amor. Ahora todas las noches iba a buscarla, a no ser cuando ella debía dormir con el «coronel» Manuel das Onzas, que le pagaba la habitación y la comida en casa de María Machadáo. Una noche faltó un participante en la rueda de póquer. Tomó los naipes y jugó hasta tarde. Comenzó nuevamente a sentarse en las mesas, a conversar con los amigos, a disputar partidos de damas y «gamão». A comentar las noticias, a discutir la política, a reír de los cuentos, y a contarlos también. A decir que en la tierra de su padre era aún peor, porque todo lo que sucedía en Ilhéus; también sucedía allá pero en mayor proporción. Ya no creía verla en el bar, ya podía dormir en su lecho, apenas si sentía aún su olor a clavo. Nunca había sido tan invitado a almuerzos, cenas, comidas en casa de María Machadáo, farras con mujeres en los cocoteros del Pontal. Como si gustasen más de él, lo estimaran más y más lo consideraran. ¡Nunca lo hubiera imaginado! Había quebrado la ley. En vez de matarla, la había dejado irse en paz. En vez de disparar unos tiros sobre Tonico, se había contentado con una bofetada. Imaginaba su vida, de ahí en adelante, como un infierno. ¿No habían hecho eso con el doctor Felismino? ¿No le habían retirado el saludo? ¿No lo bautizaron «Buey Manso»? ¿No lo obligaron a irse de Ilhéus? ¡Y todo porque el médico no había matado a la mujer y al amante, porque no cumplió la ley! Verdad es que él, Nacib, anuló su casamiento, borró el pasado y el presente. Pero nunca esperó que comprendiesen y aceptasen. Había tenido la visión del bar desierto, sin parroquianos, de los amigos negándose a estrechar su mano, de las risas de mofa, de los golpecitos en las espaldas de Tonico, felicitándolo, mientras se burlaban de Nacib. Nada de eso sucedió. Por el contrario. Nadie le hablaba del asunto y cuando, casualmente, se referían a él, era para alabar su malicia, su habilidad, la manera en que saliera de semejante embrollo. Reían y se burlaban, sí, peno no de Nacib sino de Tonico, ridiculizando al notario, deshaciéndose en elogios sobre la sabiduría del árabe. Tonico habíase mudado al «Trago de Oro», con su aperitivo diario. Pero hasta el propio Plinio Aracá había encontrado la manera de restregarle por la cara la jugada que Nacib le hiciera. Sin hablar de la bofetada. Fue glosada en prosa y en verso, y Josué había compuesto un epigrama. De Gabriela nadie hablaba. Ni bien ni mal, como si ella estuviera más allá de todo comentario o como si no existiera más. No levantaban la voz contra ella, y algunos hasta la defendían. Al final de cuentas, una manceba con casa montada tiene un poco el derecho de divertirse. No siendo casada, no tenía importancia.

Ella continuaba en casa de doña Arminda. Nacib no había vuelto a verla. Por la partera había sabido que ella cosía para el floreciente taller de Dora. Y por otros sabía de las ofertas que llovían sobre ella, en recados, cartas o esquelas. Plinio Aracá le mandó decir que fijara el sueldo que quisiera. Manuel das Onzas le rondaba nuevamente. También Ribeirito. El Juez estaba dispuesto a romper con su concubina, y ponerle una casa. Según se decía, hasta el árabe Maluf, aparentemente tan serio, era candidato. Cosa rara: no había propuesta capaz de tentarla. Ni casa, ni cuenta en la tienda, ni plantación de cacao, ni dinero contante y sonante. Cosía para Dora. Había sido un serio perjuicio para el bar. La sirvienta hacía una comida sin gusto. Los saladitos y los dulces venían, una vez más, de la casa de las hermanas Dos Reís, careras como ellas solas. Y haciéndolo como de favor, todavía. Nacib no encontraba cocinera. Pensando en el restaurante, mandó pedir una a Sergipe, pero aún no había llegado.

Tenía otro empleado, un muchachote llamado Valter, sin práctica, que ni sabía servir.

Fue un perjuicio enorme.

En cuanto al proyecto del restaurante, casi se lo lleva el diablo. Durante algún tiempo no se había preocupado con el bar ni con el restaurante. Los dos empleados se mudaron del piso de arriba cuando Nacib todavía se encontraba en aquella primera fase de desesperación, en que la ausencia de Gabriela era la única realidad que llenaba el vacío de sus días. Pero, al completarse el primer mes del piso desocupado, Maluf le mandó el recibo de alquiler. Pagó, y con eso volvió a pensar en el restaurante. Aún así, iba dejándolo de un día para otro. En una oportunidad, Mundinho Falcão le envió un recado, pidiéndole que fuera a verlo en su oficina de la casa exportadora. Fue recibido con demostraciones de mucha amistad. Mundinho hacía tiempo que no aparecía por el bar, ocupado en su campaña electoral por el interior. Una sola vez Nacib lo vio en el cabaret. Apenas si hablaron. Mundinho bailaba.

—¿Y Nacib, cómo va esa vida? ¿Siempre prosperando?

—Viviendo —y, para liquidar de una vez el asunto—. Ya debe saber lo que me sucedió. Soy un hombre soltero de nuevo.

—Me contaron. Formidable lo que usted hizo. Reaccionó como un europeo. Como un hombre de Londres o de París, —lo miraba con simpatía—. Pero, dígame una cosa, aquí, entre nosotros: todavía duele un poco por dentro, ¿no?

Nacib se sobresaltó. ¿Por qué le preguntaba eso?

—Sé como es eso —continuaba Mundinho—. Conmigo sucedió una cosa, no digo parecida, pero en cierta forma semejante. Fue por eso que vine a Ilhéus. Con el tiempo, la herida cicatriza. Pero de vez en cuando, duele. Cuando amenaza llover, ¿no es cierto? Nacib asintió, reconfortado. Seguro de que hubiera sucedido con Mundinho Falcão un caso igual al suyo. Una mujer muy amada que lo traicionara con otro. ¿Habría habido, también, casamiento y descasamiento? Casi lo preguntó. Sentíase en buena compañía.

—Pues bien, mi amigo, quiero hablarle del restaurante. Ya debería estar inaugurado. Es cierto que las cosas encargadas a Río todavía no llegaron, pero están por llegar. Ya embarcaron en un «Ita». No quise molestarlo con eso, usted andaba desesperado, pero, ahora ya hace casi dos meses que los inquilinos se mudaron de ese piso. Es tiempo de ponernos a pensar en el negocio. ¿O usted ya desistió?

—No, señor. ¿Por qué habría de desistir? Claro que, al comienzo, no podía pensar. Pero, ahora, ya está todo en orden.

—Muy bien, entonces hay que seguir adelante. Mandar hacer la reforma del salón, y recibir los encargos de Rio. A ver si podemos inaugurar a comienzos de abril.

—Puede quedar tranquilo.

De vuelta al bar, mandó llamar al albañil, al pintor, y a un electricista. Discutió los planes de la reforma, nuevamente lleno de entusiasmo, pensando en el dinero que iría a ganar. Si todo marchaba bien, dentro de un año, como máximo, podría comprar la soñada plantación de cacao.

En toda aquella historia, sólo su hermana y su cuñado se portaron mal. Vinieron a Ilhéus apenas se enteraron de la noticia. La hermana haciéndole la vida imposible con su «¿No te lo dije?». Y el cuñado con su anillo de doctor y un aire de hastío de quien sufre del estómago. Los dos hablando mal de Gabriela, dispuestos a condolerse de Nacib. Él, callado, con ganas de ponerlos de patitas en la calle.

La hermana revolvió los roperos, examinando los vestidos, los zapatos, las combinaciones, las enaguas, los chales. Ciertos vestidos jamás habían sido usados por Gabriela. La hermana exclamaba:

—Éste está nuevo, nunca fue usado. Me queda justito como para mí.

Nacib había roznado:

—Deja eso ahí. No revuelvas esas cosas.

—¡Y todavía eso! —se había ofendido la Saad de Castro—. ¿Acaso es ropa de santo? Volvieron a Agua Preta. La codicia de la hermana le recordaba el dinero gastado en vestidos, en zapatos, en joyas. Las alhajas bastaba con llevarlas adonde habían sido compradas, y devolverlas con una pequeña pérdida. Los vestidos podían ser vendidos en la tienda del tío. Lo mismo que los dos pares de zapatos nuevos, que nunca fueron calzados. Eso era lo que debería hacer. Pero, durante algún tiempo, se olvidó de la idea, sin fuerzas para mirar siquiera los roperos trancados.

Al día siguiente al de su conversación con Mundinho, metió las joyas en el bolsillo del saco, hizo dos paquetes con los vestidos y con los zapatos, y pasó, primero por la joyería y luego por la tienda del tío.