Desnuda, extendida en la cama de matrimonio, Gabriela sonreía. Desnudo, sentado en la orilla de la cama, Tonico, con los ojos espesos de deseo. ¿Por qué no los había matado Nacib? ¿No era ésa, acaso la antigua ley, cruel e indiscutida? ¿Escrupulosamente cumplida siempre que se presentaba la ocasión y la necesidad? El honor de un marido engañado, sólo se lava con la sangre de los culpables. No hacía todavía un año que el «coronel» Jesuíno Mendonza la había puesto en práctica… ¿Por qué no los había matado? ¿No había pensado hacerlo la noche anterior, en la cama, cuando sintió la nalga en fuego de Gabriela quemando su pierna? ¿No había jurado hacerlo? ¿Por qué no lo había hecho, entonces? ¿No tenía el revólver en la cintura, no lo había sacado del cajón del mostrador? ¿No quería seguir mirando a sus amigos de Ilhéus con la cabeza bien alta? Sin embargo, no lo había hecho. Se engañaron si creyeron que fue por cobardía. No era cobarde, y varias veces lo demostró. Se engañaron quienes pensaron que no tuvo tiempo. Tonico había salido corriendo hacia el huerto, saltando la pared baja, vistiéndose los pantalones sin calzoncillos por el corredor de la escandalizada doña Arminda, después de haber balbuceado, tartamudeante:
—¡No me mate, Nacib! Estaba dándole sólo algunos consejos…
Nacib ni se acordó del revólver, extendió la mano pesada y ofendida, y Tonico rodó de la orilla de la cama para luego ponerse en pie de un salto, manotear sus cosas de encima de una silla y desaparecer. Había tiempo de sobra para disparar, y sin peligro de errar el tiro. ¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué, en vez de matarla, apenas si la castigó silenciosamente, sin una palabra, con golpes que dejaban manchas de un violáceo oscuro sobre su carne color de canela?
Ella tampoco habló, no dio un grito, no soltó un sollozo, llorando en silencio recibía su castigo callada. Él todavía continuaba golpeando cuando Juan Fulgencio llegó y ella se cubrió con la sábana. Tuvo tiempo de sobra para matarla. Se engañaban quienes pensaron que fue por exceso de amor, por demasiado cariño. En aquel momento Nacib no la amaba. No la odiaba, tampoco. La golpeaba mecánicamente como para relajar los nervios, por todo lo que sufriera en la tarde y en la noche de la víspera, y en aquella misma mañana. Estaba vacío, sin nada por dentro, vacío como un florero sin flores. Sentía dolerle el corazón, como si alguien le clavase despacito un puñal.
No sentía odio ni amor.
Dolor, solamente.
No mató porque su naturaleza no era de las que matan. Todas aquellas terribles historias de Siria que él contaba, eran mentiras. Con rabia podía golpear. Y castigaba sin piedad como cobrándose una deuda, una cuenta atrasada. Pero no podía matar.
Obedeció silencioso cuando Juan Fulgencio llegó, y asegurando su brazo, le dijo:
—Basta, Nacib. Venga conmigo.
Se detuvo en la puerta del cuarto, y habló en voz baja, de espaldas:
—Vuelvo a la noche. No quiero encontrarte aquí.
Juan Fulgencio lo llevó a su casa.
Al entrar, hizo una señal a su esposa, para que los dejara solos. Sentáronse en la sala llena de libros; el árabe escondía la cabeza entre las manos. Quedó mucho tiempo en silencio, después preguntó:
—¿Qué hago ahora, Juan?
—¿Qué es lo que quiere hacer?
—Irme de Ilhéus. Aquí ya no puedo vivir.
—¿Por qué? No veo la razón.
—Lleno de cuernos. ¿Cómo puedo vivir?
—¿Va a abandonarla, de verdad?
—¿No oyó lo que le dije? ¿Por qué me lo pregunta? ¿Por qué no la maté? ¿Por eso piensa que voy a continuar casado con ella…? ¿Sabe por qué no la maté? Porque nunca supe matar… Ni siquiera a una gallina… Ni a escarabajos del campo. Nunca pude matar ni a los bichos dañinos.
—Pienso que usted hizo muy bien; matar por celos es una barbaridad. Solamente en Ilhéus todavía sucede eso. O entre gente poco civilizada. Usted hizo muy bien.
—Me voy de Ilhéus…
La esposa de Juan Fulgencio apareció en la puerta de la sala, avisando:
—Juan, hay gente que te busca.
Don Nacib, voy a traerle un cafecito.
Juan Fulgencio demoró un rato. Nacib ni siquiera probó el café. Estaba vacío por dentro, no tenía hambre ni sed, apenas dolor. El librero apareció, buscó un libro en el estante, y dijo:
—De aquí a un minuto vuelvo.
Volvió para encontrarlo en la misma posición, con la mirada perdida. Se sentó a su lado, y puso la mano sobre su pierna:
—Irse ahora de Ilhéus, me parece una de las estupideces mayores.
—¿Cómo puedo quedarme? ¿Para que se rían de mí?
—Nadie va a reírse…
—Usted, no, porque es bueno. Pero, los otros…
—Dígame una cosa, Nacib ¿si en vez de ser su esposa, fuera su amante, le importaría lo mismo?
Nacib pesó la pregunta, reflexionando:
—Ella era todo para mí. Por eso me casé, ¿recuerda?
—Me acuerdo. Y hasta le avisé.
—¿A mí?
—Acuérdese. Le dije: hay ciertas flores que se marchitan en los floreros.
Era verdad, nunca se había acordado de aquello. No le había dado importancia. Pero ahora comprendía. Gabriela no había nacido para floreros, para casamiento y marido.
—¿Pero, si fuese solamente su amante? —continuaba el librero—. ¿Usted se iría de Ilhéus?
No hablo del sufrimiento, uno sufre cuando quiere mucho, no por estar casado. Cuando se es casado uno mata, parte.
—Si fuese solamente mi amante, nadie iba a reírse de mí. Con los golpes bastaba. Usted lo sabe tan bien como yo.
—Pues sepa que usted no tiene ningún motivo para irse. Gabriela, ante la ley, nunca pasó de ser su manceba.
—Me casé con ella ante juez y todo. Usted mismo asistió al casamiento.
Juan Fulgencio tenía un libro en la mano, lo abrió en una página:
—Éste es el Código Civil. Oiga lo que dice el artículo 219, parágrafo primero, capítulo VI, del libro I. Es el derecho de familia, en la parte del casamiento. Lo que voy a leerle se refiere a dos casos de anulación de casamiento. Vea: aquí dice que un casamiento es nulo cuando hay error esencial de persona.
Nacib escuchaba sin gran interés, no entendía nada de aquello.
—Su casamiento es nulo y anulable, Nacib. Basta que usted lo quiera, y no solamente dejará de estar casado sino que será como si nunca lo hubiese estado. Como si hubiese estado solamente amancebado.
—¿Cómo es eso?, explíqueme bien —se interesó el árabe.
—Escuche: —leyó— «Considérase error esencial sobre la persona de un cónyuge lo que respecta a la identidad del otro, su honra y buena fama, siendo ese error tal que su conocimiento ulterior torna insoportable la vida en común del cónyuge engañado». Yo me acuerdo que cuando me anunció el casamiento, me contó que ella no sabía su apellido ni la fecha de su nacimiento…
—Nada. No sabía nada…
—Y Tonico se ofreció para conseguir los papeles necesarios.
—Los hizo todos en la escribanía.
—¿Y entonces? Su casamiento es nulo, hubo error esencial de persona. Pensé en eso cuando llegamos. Después apareció Ezequiel, tenía que tratar un asunto conmigo. Aproveché para consultarlo. Yo tenía razón. Falta sólo probar que los documentos eran falsos y ya no estará casado. Ni nunca fue casado. No pasó todo de amancebamiento.
—¿Y cómo voy a probarlo?
—Es necesario hablar con Tonico, con el juez.
—¡Nunca más vuelvo a hablar con ese tipo!
—¿Quiere que yo me ocupe de eso? De hablar con él, quiero decir. De la parte jurídica puede ocuparse Ezequiel, si usted quiere. Él ya se ofreció.
—¿Él ya sabe?
—No se preocupe con eso. ¿Quiere que yo me ocupe del asunto?
—No sé como agradecerle.
—Entonces, hasta luego. Quédese aquí mismo, lea un libro —golpeó el hombro del árabe—. O llore, si tiene ganas. No es vergüenza llorar.
—Voy a salir con usted.
—¡No señor! ¿Para ir adónde? Quédese aquí, esperando. Vuelvo en seguida.
No fue tan fácil como creyera Juan Fulgencio. Primero tuvo que poner en hora los relojes, con Ezequiel. El abogado se negaba a conversar con Tonico, a hacer las cosas amigablemente.
—Lo que quiero es mandar a ese tipo a la cárcel. Voy a hacer que sea juzgado por falsario. Él, el hermano y su padre anduvieron diciendo horrores de mí. Va a tener que irse de Ilhéus. Voy a hacer un escándalo…
Juan Fulgencio terminó por convencerlo.
Fueron juntos a la escribanía. El notario todavía estaba pálido, los miraba inquieto, con una sonrisa amarilla, y sus bromas no tenían gracia:
—Si no me apuro, el turco es capaz de agujerearme con los cuernos…
Me pegué un susto bárbaro…
—Nacib es mi representado, le pido que lo trate con respeto —exigió Ezequiel, muy grave.
Discutieron el asunto. Tonico, al principio, se opuso categóricamente a cualquier acuerdo. No era el caso, decía, de anulación. Los documentos aunque falsos, habían sido aceptados como verdaderos. Nacib se había casado hacía unos cinco meses, sin protestar. ¿Y cómo habría él, Tonico, de confesar públicamente que falsificó papeles? Ya no se estaba en los tiempos del viejo Segismundo, que vendía certificados de nacimiento y de escritura de tierras. Ezequiel se encogió de hombros, diciendo a Juan Fulgencio:
—¿No le dije?
—Tonico, eso puede arreglarse —dijo Juan Fulgencio—. Vamos a conversar con el Juez.
Encontraremos un camino para contornear la situación, para que la falsificación de papeles no llegue a conocimiento del público. O, por lo menos, para que usted no aparezca como culpable. Se puede decir que usted actuó de buena fe, que fue engañado por Gabriela. Se inventa una historia cualquiera. Eso es, al final de cuentas, lo que se llama civilización ilheense, que fue construida en base a documentos falsos… Pero Tonico todavía se resistía. No deseaba ver su nombre mezclado en eso.
—Mezclado, usted ya está, mi amigo —dijo Ezequiel—. Enterrado de cabeza. Una de dos: o usted se pone de acuerdo y va con nosotros a ver al Juez, para arreglar todo amigable y rápidamente, o bien hoy mismo inicio el proceso, en nombre de Nacib. Anulación de casamiento, por error esencial de persona, debido a documentación falseada por usted. Falseada para casar a su amante, quien continuó gozando sus favores después, con un hombre bueno e ingenuo de quien se decía amigo. Usted entra en el caso por dos puertas: la de la falsificación y la del adulterio. Y, en ambas, con premeditación. Es un lindo caso.
Tonico casi perdió el habla.
—Ezequiel, por favor, ¿quiere desgraciarme? Juan Fulgencio completaba:
—¿Qué dirá doña Olga? ¿Y su padre, el «coronel» Ramiro? ¿Lo pensó bien? Él no resistirá el escándalo, morirá de vergüenza, y usted será el culpable. Le estoy avisando porque no quiero que eso suceda.
—¿Por qué me metí en esto, Dios mío? Sólo conseguí los papeles para ayudar. Todavía no tenía nada con ella…
—Venga con nosotros al Juez, es mejor para todo el mundo. Si no, le aviso lealmente, la historia saldrá todita mañana en el «Diario de Ilhéus». Escrita por mí, para que usted no haga el papel de galán. Por mí, Juan Fulgencio…
—Pero Juan, siempre fuimos amigos…
—Ya lo sé. Pero usted abusó de Nacib. Si fuese con la mujer de otro, no me importaba.
Soy amigo de él y también de Gabriela. Usted abusó de los dos. O usted concuerda con nosotros, o lo voy a cubrir de vergüenza, a ponerlo en ridículo. Con la situación política como está, usted no podrá quedarse en Ilhéus.
Toda la soberbia de Tonico se vino abajo. El escándalo lo horrorizaba. Tenía miedo de que doña Olga se enterara, de que el padre supiera todo. Lo mejor, realmente, era pasar el mal trago, ir a ver al Juez y contarle de la falsificación de papeles.
—Hago lo que quieran. Pero, por el amor de Dios, vamos a arreglar este asunto de los papeles de la mejor manera posible. Finalmente, somos amigos. El Juez se divirtió inmensamente con todo aquello: —¿Así, Tonico, que por delante éramos muy amigos del árabe, y por detrás, le poníamos los cuernos? También yo anduve interesado en ella pero, después que se casó, no pensé más. Mujer casada, tiene mi respeto.
En el fondo, como pasaba con Ezequiel, era un poco a disgusto que aceptaba conceder la anulación discretamente, sin procesar a Tonico, dejándolo como un funcionario honesto y de buena fe, engañado por Gabriela, apareciendo como una víctima. No simpatizaba con él, desconfiaba que el galante notario también hubiese adornado su cabeza, en los tiempos de Prudencia, que fuera durante casi dos años manceba del magistrado. En cambio, gustaba de Nacib, y quería ayudarlo. Cuando estaban saliendo, el Juez preguntó:
—¿Y ella? ¿Qué irá a hacer, eh? Ahora está libre y sin compromiso. Si yo no estuviera tan bien servido… Además, ella debe venir a hablarme. Todo depende de ella. Porque, si no está de acuerdo…
Juan Fulgencio, antes de volver a su casa, fue a ver a Gabriela. Doña Arminda la había recogido. Ella estaba de acuerdo en todo, no quería nada, ni siquiera se quejaba de los golpes, apenas elogiaba a Nacib:
—Don Nacib es muy bueno… Yo no quería ofender a don Nacib…
Fue así que, con un proceso de anulación de casamiento cuyos trámites corrieron velozmente, y la petición inicial de la sentencia en brevísimo tiempo, el árabe Nacib se encontró nuevamente soltero, habiendo sido casado sin estarlo realmente, y, habiendo pertenecido a la Cofradía de San Cornelio sin pertenecer realmente a la ludibriada y benemérita sociedad de los maridos engañados. Fue así que la señora Saad volvió a ser Gabriela.