De la noble Ofenisia a la plebeya Gabriela con variados acontecimientos y fraudes

Aquel comienzo de año se sucedieron las realizaciones y los intentos, Ilhéus conoció novedades y escándalos. Los estudiantes consideraban un deber transformar la sencilla inauguración de la biblioteca de la Asociación de Comercio en una fiesta de hacer época.

—Lo que esos muchachos quieren es baile… —había protestado el presidente Ataulfo.

El Capitán, sin embargo, organizador de la Biblioteca con la inestimable ayuda de Juan Fulgencio, vio en la idea de los estudiantes excelente oportunidad para la propaganda de su candidatura a Intendente. Por otra parte, tenía razón cuando decía, argumentando con Ataulfo, que los muchachos no querían solamente divertirse. Aquella biblioteca era la primera de Ilhéus (la del «Gremio Rui Barbosa» se reducía a un pequeño estante de libros, casi todos de poesía), poseía un significado especial. Como igualmente lo destacó el joven Silvio Ribero, hijo de Ribeirito, estudiante de segundo año de medicina, en un adornado discurso. Fue una clase de fiesta hasta entonces desconocida en Ilhéus. Los estudiantes organizaron un sarao literario, del que participaron varios de ellos, además de personalidades como el Doctor, Ari Santos, Josué. Hablaron, también, el Capitán y el doctor Mauricio, el primero como bibliotecario de la Asociación, el segundo como orador oficial, ambos porque eran candidatos a Intendente. La novedad mayor la constituyeron las jóvenes del colegio de monjas y de la sociedad de Ilhéus, declamando poemas en público. Algunas tímidas y vergonzosas, otras desenvueltas y seguras de sí. Diva, que poseía un tono de voz claro y agradable, cantó una romanza. Jerusa ejecutó Chopin al piano. Rodaron por la sala los versos de Bilac, de Raimundo Correia, de Castro Alves y del poeta Teodoro de Castro, los de éste último en loor de Ofenisia. Además de los poemas de Ari y Josué, dichos por los propios autores. Al inspector del colegio que había quedado para visitar Itabuna, los pueblos y estancias vecinas, consiguiendo material pago para el diario de Río, aquello le parecía una caricatura risible. Pero para la gente de Ilhéus era una fiesta encantadora.

—Da gusto verlo —concordó Florita.

—¡Una belleza! —comentó Quinquina.

Siguieron luego los bailes, naturalmente. La Asociación mandó venir de Belmonte para dirigir la Biblioteca, al poeta Sosígenes Costa, que iría a ejercer notable influencia en el desarrollo de la vida cultural de la ciudad.

Y al hablar de cultura y de libros, al recordar versos de Teodoro para Ofenisia, ¿cómo pasar en silencio la publicación en un pequeño volumen, compuesto e impreso allí mismo, en Ilhéus, en la tipografía de Juan Fulgencio por el maestro Joaquín, de algunos capítulos del memorable libro del Doctor: «La historia de la familia Avila y de la ciudad de Ilhéus»? No con ese título, precisamente, ya que publicando apenas los capítulos referentes a Ofenisia y su mentado caso con el Emperador Pedro II, mereció del Doctor el modesto título de «Una pasión histórica», y como subtítulo, entre paréntesis: («Ecos de una vieja polémica»). Ochenta páginas en cuerpo siete de erudición e hipótesis, de difícil prosa al estilo del siglo XVI, camoeniana. Allí estaba la historia romántica en todos sus detalles, con abundancia de citas de autores y de versos de Teodoro. Folleto que vino a coronar de gloria la venerable cabeza del ilustre ilheense. Si bien es cierto que un crítico de la capital, ciertamente envidioso, halló el delgado volumen ilegible y «de una estupidez más allá de todos los límites admisibles». Pero tratábase de un individuo de malos bofes, hambriento ratón de redacción, autor de mordaces epigramas contra las más puras glorias bahianas. En compensación, desde Mundo Nuevo, donde se dedicaba a construir una cuarta familia, el eminente vate Argileu Palmeira, escribió para otro diario de Bahía seis páginas laudatorias en las que cantó la pasión de Ofenisia, «precursora de la idea del amor libre en el Brasil». Otra observación curiosa, si bien ésta poco literaria, fue hecha por Ño-Gallo, conversando con Juan Fulgencio en la Papelería:

—¿Te diste cuenta, Juan, que nuestra abuela Ofenisia cambió un poco de físico en el opúsculo del Doctor? Antes, recuerdo muy bien, era una flacucha parca de carnes como un trozo de charque. En el librito engordó, mira la página catorce. ¿Sabes a quién se parece el retrato de ahora? A Gabriela …

Rio Juan Fulgencio, con su risa viva y sin maldad: —¿Quién no se apasionó por ella en esta ciudad? Si fuera candidato a Intendente derrotaría al Capitán y a Mauricio juntos. Todo el mundo votaría por ella.

—Las mujeres no…

—Las mujeres no tienen derecho al voto, compadre. Y aun así, algunas la votaban. Ella tiene alguna cosa… algo que nadie tiene. ¿No la viste en el baile de Año Nuevo? ¿Quién arrastró a todo el mundo a la calle, a bailar el «reisado»? Creo que ésa es la fuerza que hace las revoluciones, que impulsa los descubrimientos. No hay nada que me guste más que ver a Gabriela en medio de un montón de gente. ¿Sabes en lo que pienso?, en una flor de jardín, verdadera, exhalando perfume en mitad de un ramo de flores de papel… Aquellos días, sin embargo, días de la publicación del libro del Doctor, fueron días de Ofenisia y no de Gabriela. Una nueva ola de popularidad envolvió la memoria de la noble Avila que suspiró apasionadamente por las barbas reales. De ella se habló en las casas, a la hora de la cena, en el Club Progreso —ahora en constante animación de bailes íntimos y té danzantes—, entre jóvenes y chicas en los paseos vespertinos, habituales, por la avenida de la playa, en los ómnibus, en los trenes, en discursos y en versos, en los diarios y en los bares. Hasta en los cabarets. Cierta española nova ta, de nariz ganchuda y ojos negros, se apasionó perdidamente por Mundinho Falcão. Pero el exportador estaba muy ocupado con una cantante popular que trajo de Río en su último viaje, después de Año Nuevo. Ante los suspiros de la española, sus perdidas miradas, en seguida un gracioso la bautizó «Ofenisia». Y el nombre se hizo tan popular que ella lo llevó consigo hasta después de su partida de Ilhéus para los «garimpos»(campamentos de mineración clandestinos) de Minas Gerais.

Estos últimos acontecimientos pasaron en el nuevo cabaret «El Dorado», instalado en enero, y que se convirtió en serio rival del «Bataclán» y del «Trianón», porque importaba atracciones y mujeres, directamente de Río. Era propiedad de Plinio Aracá, el dueño del «Trago de Oro», y quedaba en el puerto. También habíase inaugurado la clínica del doctor Demóstenes, con bendición del obispo y discurso del doctor Mauricio. La sala de operaciones adonde fuera llevado Aristóteles, por una coincidencia que escapó al ojo de doña Arminda, tuvo como primer huésped, luego de la inauguración oficial, al célebre «Rubio», herido de un tiro en el hombro como resultado de una pelea en el «Pega-Duro».

Fue instalado un viceconsulado de Suecia y, en el mismo lugar, la agencia de una compañía de navegación, con nombre largo y complicado. De vez en cuando se veía en el bar de Nacib, a un gringo largo como una vara, en compañía de Mundinho Falcão, conversando y bebiendo «Caña de Ilhéus». Era agente de la compañía sueca y vicecónsul. Un nuevo hotel estaba siendo construido en el puerto, un edificio colosal, de cinco pisos. Los estudiantes dirigieron una proclama al pueblo, por intermedio del «Diario de Ilhéus», pidiendo sus votos para el candidato a Intendente que se comprometió a construir el Colegio Municipal, un campo de deportes, un asilo para ancianos y mendigos, y a alargar hasta Pirangi la carretera. Al otro día el Capitán se comprometía, por el mismo diario, a todo eso y mucho más.

Otra novedad fue el «Periódico del Sur», que pasó a ser diario. Es verdad que duró poco, y retornó a semanario unos meses después. Era casi exclusivamente político, y atacaba a Mundinho Falcão, Aristóteles y al Capitán en todos los números. El «Diario de Ilhéus», le respondía.

Se anunciaba para dentro de poco tiempo el restaurante de Nacib. Ya varios inquilinos se habían mudado del piso de arriba. Solamente el «jogo do bicho», y dos empleados de comercio continuaban allí, buscando otro alojamiento. Nacib los apuraba. Ya había encargado a Río, por intermedio de Mundinho, su socio capitalista, una cantidad de cosas. El arquitecto loco había diseñado el interior del restaurante. El árabe andaba nuevamente alegre. No con aquella completa alegría de los primeros tiempos de Gabriela, cuando aún no temía por su partida. Tampoco ahora tal cosa lo preocupaba, pero para ser enteramente feliz, sería preciso que ella se decidiese de una vez por todas a comportarse como una señora de sociedad. Ya no se quejaba de desinterés en la cama. Él mismo andaba medio cansado: en la época de vacaciones el bar daba un trabajo infernal. Se acostumbraba con ese amor de esposa, menos violento, más tranquilo y dulce. Ella se resistía, y pasivamente, es verdad, a integrar la alta sociedad local. A pesar del suceso que tuviera la noche de Año Nuevo, con la historia del «terno».

Cuando Nacib había pensado que todo se venía aguas abajo, ocurrió aquel milagro: hasta él acabó bailando en la calle. ¿Y no habían venido su hermana y su cuñado, después, a visitarlos y a conocer a Gabriela? ¿Por qué, entonces, ella continuaba andando por la casa vestida como una pobretona, calzada con chinelas, jugando con el gato, cocinando, arreglando la casa, cantando sus canciones, riendo a gritos con todos los que conversaban con ella?

Contaba con el restaurante para terminar de educarla. El propio Tonico era de esa opinión. Para el restaurante tendría que contratar dos o tres ayudantes de cocina, con lo que Gabriela aparecería como señora y dueña, apenas dirigiendo. Tratando diariamente con gente fina.

Lo que más lo enojaba era que ella no quería sirvienta. La casa era pequeña, pero aún así daba trabajo. Sobre todo porque ella continuaba cocinando para él y para el bar. La propia sirvienta se quejaba de «que doña Gabriela no la dejaba hacer nada». Apenas si podía lavar los platos, revolver un poco entre las cacerolas, o cortar la carne. Pero era Gabriela quién preparaba la comida, sin separarse del fogón. La desgracia sucedió una tarde clara, cuando él gozaba de perfecta tranquilidad de espíritu y se alegraba con la noticia, recién recibida, de que el «juego do bicho» se mudaba a una sala del centro comercial. Sólo le faltaba apurar la salida de los dos empleados de tienda. No tardarían en llegar, en un barco de la «Costera», o del «Lloyd», los encargos hechos a Río. Ya tenía albañil y pintor contratado para transformar el piso, sucio y dividido por tabiques, en una joya, una sala clara, con cocina moderna. Gabriela no había querido oír hablar de fogones de metal. Exigía uno de esos grandes fogones de ladrillos, que quemaban leña. Todo fue discutido con el albañil y con el pintor. Pues esa misma tarde agarró en flagrante delito a Pico-Fino, robando dinero de la caja. No se sorprendió, porque desde hacía algún tiempo Nacib venía desconfiando.

Pero perdió la cabeza, y le dio unos cuantos golpes:

—¡Ladrón! ¡Ratero!

Lo curioso es que no pensaba despedirlo. Le daría una lección para corregirlo, eso sí. Pero Pico-Fino, que cayera detrás del mostrador por efecto de las cachetadas, comenzó a insultarlo:

—¡Ladrón es usted, turco de mierda! ¡Falsificador de bebidas! ¡Que roba en las cuentas!

Lo siguió golpeando, pero ni aún así pensó en despedirlo. Lo agarró de la camisa, y le dio con alma y vida en la cara:

—¡Para que aprendas a no robar!

Lo soltó, y él saltó fuera del mostrador, insultando y llorando:

—¿Por qué no le va a pegar a su madre? ¿O a su mujer?

—Callate la boca o te voy a pegar de verdad.

—¡Venga a pegarme…! —huía en dirección a la puerta, gritando—. ¡Turco cabrón, hijo de puta! ¿Por qué no vigila a su mujer? ¿No le duelen los cuernos? Nacib se acercó, y consiguió agarrarlo:

—¿Qué es lo que estás diciendo?

Pico-Fino tuvo miedo de la cara del árabe: —Nada, don Nacib. Suélteme…

—¿Qué es lo que sabes? Hablá, o te parto la cara.

—Fue Chico-Pereza que me contó…

—¿Qué cosa?

—Que ella anda metida con don Tonico…

—¿Con Tonico? Cuenta todo, y rápido —lo agarraba con tanta fuerza que le había roto la camisa.

—Todos los días, después que sale de aquí, don Tonico se mete en su casa…

—Estás mintiendo, desgraciado.

—Todo el mundo lo sabe, se ríen de usted. Suélteme, don Nacib.

Largó la camisa y Pico-Fino salió corriendo. Nacib se quedó parado, ciego, sordo, sin movimientos, sin pensamientos. Así lo encontró Chico-Pereza al volver de la fábrica de hielo.

—Don Nacib… Don Nacib…

Don Nacib estaba llorando.

Puso a Chico-Pereza en confesión, en el reservado del póquer. Escuchaba, cubriéndose la cara con las manos. Chico hacía desfilar nombres, detalles. Desde el tiempo en que la contratara en el «mercado de los esclavos» venía ocurriendo. Tonico era reciente, bastante después del casamiento. A pesar de todo, él no creía, ¿por qué no podía ser todo una mentira?

Quería tener pruebas, ver con sus propios ojos.

Lo peor fue a la noche, teniéndola en la misma cama. No podía dormir. Cuando llegó, ella había despertado, sonriendo, lo había besado en el rostro. Él se arrancó del pecho herido unas palabras:

—Estoy muy cansado.

Se dio vuelta para el otro lado, y apagó la luz. Alejábase del calor de su cuerpo, acostado en el borde mismo de la cama. Ella se acercó, procurando colocar la nalga bajo su pierna. No durmió en toda la noche, demasiado dolorido para interrolgarla, para saber la verdad de su boca, para matarla allí mismo como debía hacerlo un buen ilheense. Después de matarla, ¿ya no sufriría? Era un dolor sin límites lo que sentía, un vacío por dentro.

Como si le hubieran arrancado el alma.

Al otro día fue temprano al bar. Pico-Fino no apareció. Chico-Pereza trabajaba sin mirarlo, desapareciendo por los rincones. Poco antes de las dos de la tarde, Tonico apareció, bebió su «amargo», y halló que Nacib estaba de mal humor.

—¿Disgustos en casa?

—No. Todo está bien.

Contó en el reloj quince minutos después de la salida de Tonico. Sacó el revólver del cajón, lo metió en el cinturón, y se dirigió a su casa.

Chico-Pereza le dijo a Juan Fulgencio, todo afligido, en seguida:

—¡Venga, don Juan! ¡Don Nacib fue a matar a doña Gabriel a y a don Tonico!

—¿Qué historia es ésa?

Le contó todo en pocas palabras y Juan Fulgencio echó a correr hacia allá. Apenas dobló la iglesia oyó los gritos de doña Arminda. Tonico venía corriendo, hacia el lado de la playa, con el saco y la camisa en la mano, el torso desnudo.