Aquella noche de los elementos desencadenados en la cama, noche de inolvidable recuerdo —Gabriela consumiéndose como un fuego, Nacib agonizando y mu riendo en esa terrible y dulce llamarada—, no tuvo melancólicas consecuencias.
Nacib pensó, feliz, que sería el retorno a las noches de antes, luego de una ancha laguna de serenas aguas. Paréntesis debido a tontos y pequeños enfados. Tonico, consultado en confundidas confidencias, atribuía la mudanza al matrimonio, a diferencias sutiles y complicadas entre el amor de esposa y el amor de amante. Podía ser, pero Nacib dudaba. ¿Por qué, entonces, no había sucedido eso en seguida del casamiento? Por algún tiempo continuaron las enloquecidas noches de antes, despertando él muy tarde al día siguiente, llegando al bar fuera de horario. La mudanza se tornó visible cuando comenzaron los desentendimientos. Gabriela debía haberse enojado más de lo que demostraba en apariencia. Tal vez él le exigió en demasía, sin tomar en cuenta la manera de ser de su mujer, queriendo transformarla de un día para otro en una señora de la alta sociedad de Ilhéus, arrancándole casi a la fuerza los hábitos arraigados. Sin paciencia para educarla de a poco. Ella quería ir al circo, él la arrastraba a la conferencia, aburridora y soporífera. No la dejaba reír por mucho, o por nada, como era su costumbre. La reprendía a cada momento, por niñerías, en el deseo de hacerla igual a las señoras de los médicos y de los abogados, de los estancieros y comerciantes. «No hables gritando, que es feo», le cuchicheaba en el cine. «Sentate derecha, no estires las piernas, cierra las rodillas», «con esos zapatos, no. Ponte los nuevos, ¿para qué te los compré?». «Ponte un vestido decente». «Hoy vamos a visitar a mi tía. Mira cómo te portas». «No podernos dejar de ir a la sesión del Gremio Rui Barbosa». (Poetas declamando, leyendo papeles que ella no entendía, un jarabe fenomenal), «Hoy el doctor Mauricio va a hablar en la Asociación Comercial, tenemos que ir». (¡Oír la Biblia enterita, qué aburrimiento!), «Vamos a visitar a doña Olga, no sé si es aburrida, pero es nuestra madrina». «¿Por qué no te pones las alhajas, para qué las compré?».
Terminó por aburrirla, ciertamente, si bien ella no lo demostraba en el rostro ni en el trato diario. Discutía, eso sí, sin alterar la voz, queriendo saber el por qué de cada exigencia, un poco triste tal vez, pidiendo a veces que no la obligase. Pero terminando siempre por hacerle el gusto, por ceder a sus órdenes y cumplir sus determinaciones. Después, no volvía a hablar más de eso. Solamente había cambiado en la cama, como si aquellas discusiones —que ni llegaban a ser peleas— y exigencias refrenaran su ardor, contuvieran su deseo, enfriasen su pecho. Si él la buscaba, se le ofrecía como una corola en flor. Pero ya no venía sedienta, hambrienta, como antes. Solamente aquella noche, cuando él regresó tarde y fatigado, el día que tiraron sobre el «coronel» Aristóteles, ella había estado como antes, tal vez hasta más apasionada. Después, volvió a ser agua mansa, a sonreír tranquilamente, a entregarse gustosa y pasiva, si él tomaba la iniciativa. A propósito pasó tres días seguidos sin buscarla. Ella despertaba al sentirlo llegar, besaba su rostro, metía la nalga bajo su pierna, y volvía a dormirse, sonriendo. Al cuarto día él no pudo más, y le gritó:
—A ti no te importa nada…
—¿Qué es ~lo que no me importa, don Nacib?
—Yo. Llego y es como si no llegase nadie.
—¿Necesita comida? ¿Refresco de «manga»?
—¡Qué refresco ni qué ocho cuartos! Ya se acabaron las caricias; antes tú misma me buscabas.
—Don Nacib llega cansado, no sé si me quiere, no sé qué hacer. Se da vuelta para dormir, no quiero abusar…
Torcía la punta de la sábana, miraba para abajo, triste como no la había visto nunca. Nacib se enternecía. ¿Entonces, era para no molestarlo, para no aumentar su cansancio, para dejarlo reposar de las fatigas del día? Su Bié…
—¿Qué piensas de mí? Puedo llegar cansado pero para ti estoy siempre dispuesto… no soy un viejo ni nada…
—Cuando don Nacib mueve un dedo, ¿no estoy en seguida a su lado? Cuando veo que me quiere…
—Pero también hay otra cosa. Antes eras una llamarada de fuego, un viento furioso.
Ahora un soplo, una brisa apenas.
—¿Ya no le gusto más? ¿Está cansado de su Bié?
—Cada vez me gustas más, Bié. Sin ti no puedo vivir. Pero parece que estás aburrida.
Perdiste aquella alucinación…
Ella observaba las sábanas, no lo miraba.
—No es por nada, no. Gusto mucho de don Nacib, demasiado. Puede creerlo. Pero ando cansada, por eso es que…
—¿Y quién es la culpable? Te puse sirvienta para ayudarte y la despediste. Te puse otra para cocinar, para que sólo tuvieras que ocuparte del condimento. ¿Y quién es la que cocina? ¿Quién quiere hacerlo todo como si todavía fuera una criada?
—Don Nacib es muy bueno, es más que un marido.
—A veces no lo soy. Me enojo contigo. Pensé que fuese por eso que andabas así. Pero es por tu bien que lo hago. Quiero verte haciendo buena figura.
—Me gusta hacer su gusto, don Nacib. Pero hay cosas que no sé hacer, de verdad. Por más que yo quiera no consigo que me gusten. Tenga paciencia con su Bié. Tiene mucho que perdonarme…
Él la tomó en brazos. Ella reclinó la cabeza en su pecho, estaba llorando.
—¿Qué te hice, Bié?, ¿por qué estás llorando? No hablo más de eso, no fue por querer…
Los ojos de ella estaban fijos en las sábanas, se enjugaba las lágrimas con el revés de la mano, nuevamente recostaba la cabeza en su pecho:
—No hizo nada, no… Yo soy una nada, y don Nacib es tan bueno…
Y nuevamente pasó a esperarlo con el ardor de antes, a darle noches insomnes… Al principio él había quedado entusiasmado. Gabriela era mejor de lo que él pensaba. Bastaba hablar y ella ahora le quitaba el sueño, el cansancio. En cambio el cansancio de ella iba en aumento, era evidente. Una noche le dijo: —Bié, es necesario que esto se acabe. Y se va a acabar.
—¿Qué cosa, don Nacib?
—Te estás matando con tanto trabajo.
—No estoy matándome, no, don Nacib…
—Ya ni soportas, de noche… —sonrió—. ¿No es así?
—Don Nacib es hombre de fuerza…
—Voy a contarte: ya contraté el piso de arriba del bar. Para restaurante. Ahora hay que esperar que salgan los inquilinos, para limpiar y pintar, y arreglarlo todo bien. Pienso que a principio de año se podrá abrir. Don Mundinho quiere asociarse. Mandar buscar cosas a Río, heladera, fogón no sé cómo, platos y vasos que no se rompen. Voy a aceptar.
Ella palmoteó, alegre.
—Voy a mandar buscar dos cocineras, de donde sea. Tal vez de Sergipe. Te quedarás solamente dirigiendo. Eligiendo los platos y explicando —los condimentos. Pero cocinarás solamente para mí. Y mañana vas a contratar mucama, te quedarás solamente con la cocina y eso hasta que la mujer aprenda. Mañana quiero ver ya a la mucama en esta casa.
—¿Para qué don Nacib? No es necesario. Estoy cansada porque anduve ayudándola a doña Arminda en la casa.
—¿Todavía eso?
—Ella está enferma, ya sabe. No iba a dejar solita a la pobre. Pero ya está mejor; no preciso mucama, no. No me gusta.
No discutió ni se impuso. Estaba con la cabeza puesta en el restaurante. Había conseguido alquilar el piso superior de la casa en que estaba el bar Vesubio. Había sido un cine, antes que Diógenes construyera el cine teatro Ilhéus. Después lo dividieron en salas, en las que vivían empleados de comercio. En las dos salas más grandes estaba instalado el juego «do bicho»(lotería clandestina). El propietario del edificio, el árabe Maluf prefería alquilarlo a un inquilino solo. Mejor, todavía si éste era Nacib que ya ocupaba el otro piso. Dio un mes de plazo a los otros, para que se mudaran. Nacib mantuvo una larga conversación con Mundinho Falcão. El exportador era partidario de la idea, y por lo tanto estudiaron la sociedad. Sacó una revista del cajón, le mostró heladeras y frigoríficos, novedades de los restaurantes extranjeros, que espantaban. Claro que todo eso era demasiado para Ilhéus. Pero algo iban a hacer, una cosa buena, mejor que cualquiera de Bahía. En esos días de tantos proyectos, se olvidaba hasta del cansancio de Gabriela a la hora del amor.
Tonico, infalible después de la siesta, poco antes de las dos de la tarde, para beber el «amargo» que ayudaba su digestión (ya no mandaba ponerlo en la cuenta, ahora bebía sin pagar, era padrino de casamiento del dueño del bar…), le preguntaba en voz baja: —¿Cómo andan las cosas por casa?
—Mejor. Sólo que Gabriela anda muy cansada. No quiere saber nada de tener sirvienta; quiere hacerlo todo ella sola. Y todavía ayuda a la vecina. De noche está reventada, muriendo de sueño.
—Usted no debe forzar la naturaleza de ella. Si le pone alguien que la ayude, sin que ella lo quiera, le va a dar un disgusto. Por otro lado, árabe, usted parece no entender que la esposa no es una mujer de la vida. El amor de la esposa es recatado. ¿No es usted mismo que quiere a mi ahijada como una señora respetable? Comience en la cama, mi amigo. Para desparramarse le sobran mujeres en Ilhéus… Hasta demasiadas. Y algunas son cosa del otro mundo. Usted se volvió cura, no aparece por el cabaret…
—No quiero otra mujer…
—Y después se queja de que la suya está cansada…
—Ella necesita una sirvienta. No queda bien que mi mujer trabaje arreglando la casa.
Tonico le ponía la mano en el hombro; últimamente demoraba menos, ni esperaba a Juan Fulgencio: —Deje estar; un día de estos voy a darle unos consejos a mi ahijada. Aconsejarle que ponga sirvienta. Deje estar.
—Hágalo. Ella le escucha mucho. A usted y a doña Olga.
—¿Sabe quién gusta de Gabriela? Jerusa, mi sobrina. Siempre habla de ella. Dice que Gabriela es la mujer más bonita de Ilhéus.
—Así es… —suspiró Nacib.
Tonico se iba, y Nacib bromeó: Usted ahora se va en seguida… Eso quiere decir algo…
Mujer nueva, ¿no es cierto? Y guardando secretos para su viejo amigo Nacib…
—Uno de estos días le cuento…
Salió para el lado del puerto. Nacib pensaba en el restaurante. ¿Qué nombre le pondría? Mundinho proponía «El tenedor de plata». Pero era un nombre sin gracia; ¿qué quería decir? A él le gustaba «Restaurante del Comercio», que era un nombre más distinguido.