De como la señora de Saad se mezcló en política, rompiendo la tradicional neutralidad de su marido, y de los atrevidos y peligrosos pasos de esa señora de la alta sociedad en su noche de militante

El negro Fagundes rio, el rostro hinchado por los espinos venenosos, la camisa sucia de sangre, los pantalones rotos:

—Ellos van a pasarse la noche cazando al negro. Y el negro está aquí, bien guardadito, con Gabriela, dándole a la lengua.

Gabriela también rio, y sirvió más aguardiente: —Y entonces, ¿qué hay que hacer?

—Hay un mozo, le llaman el «Rubio». ¿Lo conoces?

—¿El «Rubio»? Lo oí nombrar. Hace tiempo, en el bar.

—Lo buscas. Le das una cita para que se encuentre conmigo.

—¿Dónde lo puedo encontrar?

—Él estaba en el «Pega-Duro», un lugar bueno para bailar. En la calle del Sapo. Pero no debe estar más. Era a las ocho. ¿Qué hora es?

Fue a ver en el reloj de la sala, porque estaban conversando en la cocina:

—Las nueve pasadas. ¿Y si no está?

—¿Si no está? —se rascó la cabeza motuda—. El «coronel» está en la plantación, la mujer está enferma de la cabeza, no vale la pena.

—¿Qué «coronel»?

—Don Melk. ¿Conoces al «coronel» Amancio? ¿Uno que es ciego de un ojo?

—¡Sí que lo conozco! Va mucho al bar.

—Ése también sirve. Si no encuentras al tal «Rubio», buscas al «coronel» Amancio, que ése va a saber lo que hay que hacer.

La suerte grande era que la sirvientita no dormía en la casa. Volvía a su casa después de la cena. Gabriela llevó al negro Fagundes al cuarto de los fondos, en el que durmiera tantos meses. Él pidió:

—¿Me das un trago más?

Le entregó la botella de aguardiente: —Pero no bebas de más.

—Andate sin susto. Un trago más, apenas, para terminar de olvidar. Morir a bala, no me opongo. La gente muere peleando, o riendo contenta. Lo que no quiero es morir liquidado a cuchillo. Ésa es una muerte triste, miserable. Vi morir así a un hombre. Cosa fea de ver…

Gabriela quiso saber:

—¿Por qué le tiraste el tiro? ¿Qué necesidad tenías? ¿Qué mal te había hecho?

—A mi no me hizo nada. Fue al «Coronel». El «Rubio» me mandó, ¿qué podía hacer? Cada uno tiene su oficio, ése es el mío. También porque Clemente y yo queremos comprar un pedazo de terreno, ya está apalabrado.

—Pero el hombre escapó. Vas a ver, ni siquiera vas a ganar nada.

—Cómo escapó, no sé. No era el día en que él tenía que morir…

Le recomendó no hacer ruido, no encender la luz, no salir del cuartito de los fondos.

En el cerro continuaba la cacería. El gato, pasando veloz por entre la espesura, había engañado a los hombres. Revolvían los bosques, palmo a palmo. Gabriela se calzó unos viejos zapatos amarillos. El reloj marcaba más de las nueve y media. Era una hora en que ninguna mujer casada salía sola por las calles de Ilhéus. Sólo las prostitutas. Ni siquiera pensó en eso. Tampoco pensó en la reacción de Nacib si llegaba a enterarse, en los comentarios de los que la vieran pasar. El negro Fagundes, había sido buena con ella, durante las caminatas de los «retirantes». Cargaba al tío en sus espaldas, poco antes de que él muriera. Cuando Clemente la golpeó con rabia, él había surgido para defenderla. No iba a dejarlo sin ayuda, con riesgo de caer en las manos de aquellos hombres. Matar era una cosa mala, no le gustaba nada, ¡no!, pero el negro Fagundes no sabía hacer otra cosa. No había aprendido otra cosa sino matar. Salió, trancó la puerta de calle, y se llevó la llave. En la calle del Sapo no había estado nunca, quedaba por los lados del ferrocarril. Descendió hacia la playa. Vio el bar, muy animado, con mucha gente de pie. Nacib pasaba, se paraba en algunas mesas. En la plaza Rui Barbosa cortó camino en dirección hacia la plaza Séabra. Había gente en la calle, algunos la miraban con curiosidad, otros la saludaban. Conocidos de Nacib, clientes del bar casi todos. Pero estaban tan entusiasmados con lo acontecido esa tarde, que ni le dieron importancia. Alcanzó las vías del ferrocarril, llegando ya a las casas pobres de las callejas cortadas. Mujeres de la vida, de la última clase, pasaban al lado de ella, sorprendidas. Una la tomó del brazo:

—Eres nueva por aquí, nunca te vi… ¿De dónde viniste?

—Del «sertão» —respondió automáticamente—. ¿Dónde queda la calle del Sapo?

—Más adelante. ¿Vas para allá? ¿A casa de la Mé?

—No. Voy al «Pega-Duro».

—¿Vas ahí? ¡Eres valiente! ¡Yo ahí sí que no voy! Y hoy menos que nunca, está en un desorden de los mil diablos. Doblando a la derecha vas a llegar. Dobló a la derecha en la esquina.

Un negro la agarró:

—¿Dónde va, belleza? —le miró la cara, la encontró bonita y le pellizcó la mejilla con sus dedos fuertes—. ¿Dónde vives?

—Lejos de aquí.

—¡No importa! Vamos, linda, vamos a hacer un nene…

—Ahora no puedo. Estoy apurada.

—¿Andas con miedo de que te engañe? Mira aquí… —metía la mano en el bolsillo, y sacaba algunos billetes chicos.

—No estoy con miedo, no. Estoy apurada.

—Con más apuro ando yo. Para esto salí…

—¡Pero yo para otra cosa! Dejame ir ahora. Vuelvo más tarde.

—¿Vuelves de veras?

—Te juro que vuelvo.

—Te voy a esperar.

—Aquí mismo puedes esperarme.

Salió apurando el paso. Ya cerca del «Pega-Duro» —de donde salía una música estruendosa de pandeiros y guitarras— un borracho se le echó encima, queriendo abrazarla. Lo empujó de un codazo, él perdió el equilibrio y tuvo que agarrarse a un poste. Por la puerta del cafetín, en la calleja poco iluminada, salía un rumor de conversaciones, de carcajadas y de gritos. Ella entró. Una voz la llamó, al verla:

—¡Ven para acá, morocha, vamos a echar un trago! Un viejo tocaba la guitarra, un muchachito golpeaba el pandeiro. Había algunas mujeres envejecidas, demasiado pintadas, algunas ya borrachas. Otras eran mulatas de pocos años. Una de ellas, de cabellos lisos y cara delgada, no debía tener todavía quince años. Un hombre insistía para que Gabriela fuera a sentarse a su lado. Las mujeres, las viejas y las muchachitas, la miraban con desconfianza. ¿De dónde venía esa rival, bonita y excitante? Otro hombre también la llamaba. El dueño del bar, un mulato cojo, caminaba hacia donde estaba ella, haciendo un ruido seco con su pata de palo contra el piso. Un tipo vestido de marinero, de un «Bahiano» tal vez, le pasó el brazo alrededor de la cintura, y le murmuró:

—¿Estás libre, mi amor? Voy contigo…

—No estoy libre, no…

Le sonrió, era un mozo simpático, con olor a mar. Él dijo, «qué lástima», la apretó un poco más contra su pecho y fue para adentro a buscar otra. El cojo se paraba delante de Gabriela:

—¿Dónde vi antes tu cara? Ya la vi, estoy seguro. Pero ¿dónde?

Se quedó pensando, ella preguntaba:

—¿Está aquí un mozo al que llaman el «Rubio»? Quiero hablar con él. Asunto de urgencia.

Una de las mujeres había oído la pregunta, y le gritó a otra:

—¡Edith! ¡Esta doña está queriendo al «Rubio»! Risas en la sala, la chiquilla de unos quince años saltó:

—¿Quién es esa vaca que anda queriendo a mi «Rubio»? —caminaba hacia la puerta, con las manos en las caderas, desafiante.

—Hoy no lo vas a encontrar —rio un hombre.

La chiquilina, con el vestido arriba de la rodilla, se paró delante de Gabriela:

—¿Qué es lo que quieres, pedazo de bosta, con mi hombre?

—Sólo quiero hablarle…

—Hablarle… —escupió—. Te conozco, culo sucio. Andas metida con él. Todo bicho que es mujer anda metido con él. Son todas unas vacas.

No tenía más de quince años. Gabriela se acordó del tío, sin saber porqué. Otra mujer, de más edad, intervino:

—Larga ese tipo, Edith. Ni caso que te hace…

—Dejame. Le voy a enseñar a esta vaca…

Levantó sus manos chicas, de niña, hasta la cara de Gabriela que, atenta, le sujetó las delgadas muñecas, obligándole a bajar los brazos. «¡Vaca!», gritó Edith y se tiró hacia adelante. La sala en pleno se levantó para ver; de nada gustaban tanto como de ver una pelea de mujeres. Pero el cojo se metió, separándolas. Empujó a la muchachita a un lado.

—¡Salí de aquí si no quieres que te parta las narices! —tomó a Gabriela de un brazo y la llevó atrás de la puerta—. Decime una cosa: ¿no eres la mujer de don Nacib, el del bar? Asintió con la cabeza.

—¿Y qué diablos estás haciendo aquí? ¿Te encaprichaste con el «Rubio»?

—Ni lo conozco, siquiera. Pero necesito hablar con él. Cosa de mucha urgencia.

El cojo pensaba, mirándola en los ojos: —¿Algún recado? ¿Del asunto de hoy?

—Sí, señor.

—Venga conmigo, pero no hable nada, deje que hable…

—Sí, mozo. Es cosa de apuro, de mucho apuro.

Doblaron una calle, otra más. Llegaron a una cortada sin luz. El cojo iba un poco adelante, se paró a esperarla ante una casa. Golpeó en la puerta entreabierta, como para avisar, y entró:

—Venga conmigo…

Surgió una chiquilina en combinación, despeinada: —¿Quién es ésa, «Pata de Palo»? ¿Comida nueva?

—¿Dónde anda Teodora?

—Está en el cuarto, no quiere ver a nadie.

—Avísale que necesito hablarle.

La muchachita midió a Gabriela de arriba a abajo. Salió diciendo:

—Ya anduvieron por aquí.

—¿La policía?

—Unos tipos. Buscando ya sabes a quién.

Unos minutos después de cuchichear en la puerta entreabierta de una habitación, volvió con otra mujer, de cabellos pintados.

—¿Qué es lo que andas queriendo? —preguntó la oxigenada.

La primera continuaba mirando a Gabriela, que escuchaba de pie. Pero el cojo se acercó a Teodora, la arrimó contra la pared, y le secreteó algo al oído, los dos miraban a Gabriela.

—No sé dónde está. Pasó por aquí, me pidió plata y se fue corriendo. Salió hace una hora.

Poco después, ¡ni te imaginas!, entraron aquí unos tipos, buscándolo. Si lo encuentran lo matan…

—¿Para adónde fue, no sabes?

—¡Te juro que no!

Volvieron a la calle.

El cojo le dijo en la puerta: —No estando aquí, no hay forma de saber donde está. Lo más seguro es que esté por el bosque. Que haya escapado en canoa o a caballo.

—¿No hay forma de saberlo? Es de urgencia.

—¡No veo cómo!

—¿Y el «coronel» Amancio, dónde vive?

—¿Amancio Leal?

—El mismo.

—Cerca del Grupo Escolar. ¿Sabe dónde es?

—Hacia el final de la playa. Sé, sí. Muchas gracias. —Voy a acompañarla un poco.

—No hace falta…

—Sí que hace, para salir de estas cortadas. Si no, es posible que ni pueda llegar hasta allá…

La acompañó hasta la plaza Seabra. Algunos curiosos miraban desde la esquina del Club Progreso la casa del «coronel» Ramiro, todavía iluminada. El cojo le había hecho muchas preguntas, respondiéndolas distraídamente, sin decir nada. Se internó por las calles desiertas, llegó al edificio escolar y encontró la casa de Amancio, una de portón azul como le informara el dueño del «Pega-Duro». Todo estaba en silencio, las luces apagadas. Una luna tardía subía por el cielo, iluminaba la ancha playa, los cocoteros del camino al Malhado. Golpeó. Sin resultado. Volvió a golpear. Algunos perros ladraron en la vecindad, otros, más lejos, respondieron. Gabriela gritó: «¡Eh, los de la casa!». Golpeó otra vez con tanta fuerza que le dolieron las manos. Por fin hubo movimiento en los fondos de la casa. Encendieron una luz, preguntaron:

—¿Quién es?

—Gente de paz.

Apareció un mulato, desnudo de la cintura para arriba, con un arma en la mano.

—¿El «Coronel» Amancio, está?

—¿Qué quiere con él? —la miraba con desconfianza.

—Es cosa importante y de urgencia.

—No está.

—¿Y dónde está?

—¿Para qué quiere verlo? ¿Qué quiere con él?

—Ya dije…

—No dijo nada. Que es algo importante y de urgencia… ¿Sólo eso?

¿Qué podía hacer? Debía arriesgarse: Tengo un recado para él.

—¿De quién?

—De Fagundes…

El hombre retrocedió un paso, se adelantó después, mirándola:

—¿Está diciendo la verdad? La pura verdad… Míreme bien: si no llega a ser verdad…

—Apúrese, por favor…

—Espere ahí.

Entró en la casa, demoró unos minutos y volvió, se había puesto una camisa y había apagado la luz.

—Venga conmigo —metió el revólver entre el pantalón y la barriga, pero la culata asomaba. Volvieron a caminar. Éste no le hizo sino una pregunta:

—¿Consiguió escapar?

Respondió con la cabeza. Entraron en la calle del «coronel» Ramiro. Pararon frente a esa casa, tan conocida. En la esquina, cerca de la Intendencia, dos soldados de policía miraron y dieron algunos pasos en dirección a ellos. El hombre del revólver golpeaba la puerta. Por las ventanas abiertas salía un rumor apagado de voces. Jerusa apareció en la ventana, miró a Gabriela con tanto espanto que ella sonrió. Tanta gente se había asustado al verla aquella noche…

Más que todos, el negro Fagundes.

—¿Puede llamar al «coronel» Amancio? Dígale que Altamirano lo busca.

El «coronel» apareció en la puerta, apuradísimo:

—¿Qué pasa?

Los soldados estaban llegando a la puerta de la casa. El hombre los miró, quedó callado, uno de los soldados preguntó, viendo a Amancio:

—¿Alguna novedad, «coronel»?

—Nada, gracias. Vayan otra vez donde estaban. Después que se fueron, el hombre del revólver contó: —Está, aquí… Quiere hablar con usted. De parte de Fagundes.

Solamente entonces Amancio reparó en Gabriela. En seguida la reconoció:

—¡Pero si es Gabriela! ¿Quiere hablarme? Entonces entre, haga el favor.

El hombre también entró. Desde el corredor, Gabriela vio el comedor, y vio a Tonico y al doctor Alfredo, fumando; estaban otras personas. Amancio esperaba, ella señaló al hombre:

—El recado es sólo para usted, señor.

—Vete adentro, Altamirano. Hable, m’hija —su voz sonaba suave.

—Fagundes está en casa. Me mandó que le avisara. Quiere saber lo que debe hacer. Y tiene que ser en seguida, porque dentro de poco don Nacib está de vuelta.

—¿En su casa? ¿Y cómo fue a parar allá?

—Escapando del cerro. La huerta de casa comienza en el cerro.

—Es verdad, no recordaba ¿y por qué usted lo escondió?

—Conozco a Fagundes de hace tiempo. Del«sertão»…

Amancio sonrió. Tonico apareció en el corredor, curioso.

—Muchas gracias, nunca olvidaré esto, venga conmigo.

Tonico retrocedió hacia la sala. Ella entró con Amancio, y vio a toda la familia reunida: el viejo Ramiro, sentado en un sillón hamaca, pálido cómo si fuera un difunto pero con los ojos brillantes, iguales a los de un joven.

En la mesa todavía quedaban platos servidos, tazas de café y botellas de cerveza. En las sillas, en un rincón de la sala, el doctor Alfredo, la mujer y Jerusa. Tonico estaba de pie, beatificado, mirándola de soslayo. El doctor Demóstenes, el doctor Mauricio y otros tres plantadores, sentados. La cocina y el patio del fondo, llenos de hombres armados. Eran más de quince hombres. Las sirvientas servían la comida en platos de latón.

Amancio dijo:

—Todos ustedes la conocen, ¿no es así? Es Ga…, doña Gabriela, la señora de Nacib, el dueño del bar. Vino aquí a hacernos un gran favor —y como si él fuera el dueño de la casa, se dirigió a ella—. Siéntese, por favor.

Recién entonces todos le saludaron. Tonico se apresuró a acercarle una silla. Amancio se dirigió al viejo «coronel», hablándole en voz baja. El rostro de Ramiro se animó, le sonrió a Gabriela:

—Bravo, muchacha. De hoy en adelante, soy su deudor. Si precisa de mí alguna vez, no tiene más que venir aquí. De mí o de los míos… —señalaba a la familia en el rincón de la sala, tres sentados y uno de pie, como en un retrato, solamente faltaban doña Olga y la nieta más chica—. Es bueno que se enteren… —se dirigió a los hijos, la nuera y la nieta—:

Si doña Gabriela algún día recurre a nosotros, ella manda, no pide. Venga, compadre. Se levantó y salió con Amancio hacia la otra sala. El hombre del revólver pasó por delante de ellos, saludó y se fue. Gabriela se quedó sin saber qué hacer, qué decir, dónde poner las manos. Jerusa entonces le sonrió, y habló:

—Una vez conversé con usted, ¿recuerda? En ocasión de la fiesta de cumpleaños del abuelo… —comenzó Jerusa, pero luego se calló; ¿no estaría siendo poco delicada, al recordarle el tiempo en que ella todavía era la cocinera del árabe?

—Me acuerdo, sí. ¡Cociné un montón de dulces! ¿Estaban buenos?

Tonico se animó:

—Gabriela es una vieja amiga nuestra. Ahijada de Olga y mía. Fuimos padrinos de su casamiento.

La esposa del doctor Alfredo se dignó sonreír. Jerusa le preguntó:

—¿No quiere servirse un dulce? ¿Tomar una copita de licor?

—Gracias. No se moleste.

Aceptó la tacita de café. La voz de Amancio venía de la sala, llamando al doctor Alfredo. El diputado no demoró en volver, invitándola:

—¿Quiere venir conmigo, por favor?

Cuando Gabriela entró en la otra sala, Ramiro le dijo: —M’hija, fue un gran favor el que nos hizo. Pero todavía necesito otro mayor. ¿Puede ser?

—Si está en mis manos…

—Es necesario sacar al negro de su casa. Y eso sólo puede ser por la madrugada. Es necesario que él permanezca escondido, sin que nadie se entere. Discúlpeme, pero sin que Nacib, siquiera, llegue a saberlo.

—Él va a llegar después de cerrar el bar.

—No le diga nada. Deje que él se duerma. Allá por las tres de la madrugada, a las tres en punto, levántese y asómese a la ventana. Mire si hay hombres en la calle. El compadre Amancio estará con ellos. Si así fuera, abra la puerta, y deje salir a Fagundes, que nosotros cuidaremos de él.

—¿No van a prenderlo? ¿No le harán ningún mal?

—Puede quedar tranquila. Vamos a evitar que lo maten.

—Entonces, sí. Y ahora me voy en seguida, con su permiso. Ya es muy tarde.

—No se va a ir sola. Voy a mandarla acompañar, Alfredo, lleve a doña Gabriela a su casa.

Gabriela sonrió:

—No sé, no, señor… De noche, sola en la calle con don Alfredo… Tengo que pasar por la playa para no ser vista por la gente del bar… Si alguien me ve ¿qué es lo que va a pensar? ¿A pensar y a decir? Mañana don Nacib va a saberlo todo…

—Tiene razón, m’hija. Disculpe, no había pensado en eso —se volvió hacia el hijo—. Decile a tu mujer y a Jerusa que se apronten. Los tres van a llevarla. Rápido.

Alfredo abrió la boca, iba a hablar, Ramiro repitió: —¡Rápido!

Fue así como aquella noche, ella llegó a su casa acompañada por un diputado, su esposa y su hija. La mujer de Alfredo iba en silencio, mordiéndose por dentro. Pero Jerusa le había dado el brazo y hablaba de mil cosas. Por suerte la casa de doña Arminda estaba cerrada. Día de sesión era ése, y la partera todavía no había llegado. Pocos eran los curiosos que subían por esa calle; la cacería proseguía. Nacib vino poco después de medianoche y se quedó un rato en la ventana, para ver pasar a los hombres que regresaban del cerro. Solamente las subidas quedaron custodiadas. No faltó quien dijera que el negro había caído al precipicio. Finalmente se fueron a acostar. Hacía mucho tiempo que Gabriela no estaba tan cariñosa y ardiente, entregándose tanto, y tanto tomando de él, como aquella noche. Últimamente, él ya se quejaba por hallarla arisca, esquiva, como si estuviera siempre cansada. Nunca se negaba cuando él la quería. Sin embargo, ya no lo incitaba como antes, haciéndole cosquillas, exigiendo su cariño y su cuerpo, cuando él llegaba fatigado, y se arrojaba sobre la cama, muerto de sueño. Reía solamente, dejándolo dormir, la pierna de Nacib sobre su nalga. Cuando él la buscaba, se entregaba risueña, lo llamaba «mozo lindo», gemía en sus brazos, pero ¿dónde había quedado aquella furia de otrora? Como si ahora fuera un agradable juguete lo que antes era locura de amor, un nacer y morir, un misterio develado cada noche y renovado siempre, todas las veces siendo igual a la primera, en un descubrimiento espantado, pareciendo ser la última, con una desesperación por el final. Él se había quejado a Tonico, su antiguo confidente. El notario le explicó que así pasaba en todos los casamientos: el amor se calmaba, y el dulce amor de esposa, discreto y espaciado, substituía a la violencia de la amante, exigente y lasciva. Buena explicación, tal vez verdadera, pero que no consolaba. Andaba pensando en hablar con Gabriela.

Aquella noche, sin embargo, ella había vuelto a ser la misma de antes. Su calor lo quemaba como si fuera una hoguera ardiente, una llama imposible de apagar, un fuego sin ceniza, un incendio de suspiros y de ayes. La piel de Gabriela quemaba su piel. Aquella mujer suya, él no la poseía solamente en la cama. Estaba para siempre clavada en su pecho, cosida en su cuerpo, en la planta de los pies, en el cuero cabelludo, en la punta de los dedos. Pensaba que sería una dulce muerte morir en sus brazos. Se adormeció feliz, con la pierna sobre la nalga cansada de Gabriela.

A las tres de la madrugada, Gabriela miró por la ventana entreabierta. Amancio fumaba junto a un poste. Había hombres, más abajo. Fue a buscar a Fagundes. Al pasar frente al cuarto de dormir, vio a Nacib agitado en el sueño, sintiendo la falta de su cuerpo. Entró, puso una almohada bajo la pierna inquieta. Nacib sonreía, ¡era un mozo tan bueno! —¡Dios te pagará algún día!

—Fagundes se despedía.

—Comprá la plantación con Clemente.

Amancio apuraba:

—¡Vamos! ¡Rápido! —y a Gabriela—: Gracias, otra vez.

Fagundes se dio vuelta, más adelante, y la vio parada en la puerta. ¡No había en el mundo otra igual!

¿Quién podía compararse con ella?