De la gran cacería

Fue aquella una tarde tan agitada como la del asesinato de Sinházinha y Osmundo.

Tal vez desde el fin de los barullos, hacía más de veinte años, ningún acontecimiento conmovió y emocionó tanto a la ciudad como a los municipios limítrofes, a todo el interior. En Itabuna fue como el fin del mundo. Pocas horas después del atentado, comenzaron a llegar a Ilhéus automóviles, procedentes de la ciudad vecina; el ómnibus de la tarde vino lleno, y dos camiones desembarcaron bandidos. Parecía el comienzo de una guerra.

—«La guerra del cacao». Durará treinta años —previno Ño-Gallo.

El «coronel» Aristóteles Pires fue llevado al hospital, todavía en construcción, del doctor Demóstenes. Apenas si algunas habitaciones y la sala de cirugía estaban funcionando. En torno del herido se reunieron las lumbreras médicas locales. El doctor Demóstenes, amigo político del «coronel» Ramiro, no quiso asumir la responsabilidad de la operación. El estado de Aristóteles era grave. ¿Qué no habrían de decir si el hombre llegaba a morir en sus manos? Fue el doctor Lopes, médico de gran fama, negro como la noche, excelentísima persona, quien operó con la asistencia de dos colegas. Cuando llegaron los médicos de Itabuna, enviados rápidamente por parientes y amigos, la intervención había terminado, y el doctor Lopes se lavaba las manos con alcohol:

—Ahora, todo depende de él. De su resistencia.

Los bares llenos, las calles llenas, una nerviosidad general. La edición del «Diario de Ilhéus», con la entrevista sensacional de Aristóteles, había sido arrancada de las manos de los canillitas, que la vendían a diez centavos, en pocos minutos. El negro que disparó el tiro homicida desde los bosques del «Morro do Unháo» no había sido identificado. Uno de los testigos del hecho, albañil en una obra en construcción afirmaba haberlo visto, más de una vez, en compañía del «Rubio», en las callejas cortadas y en el «Pega-Duro», un cabaret de último orden. Otro testigo, el que corriera en persecución del asesino casi recibiendo un tiro, no lo había visto antes, pero describió su ropa: pantalones ordinarios, camisa a cuadros. En cuanto a los responsables, nadie dudaba de quiénes eran, y se murmuraban nombres en voz baja.

Mundinho permaneció en el hospital mientras duró la operación. Había enviado su coche a Itabuna para que viajara en él la esposa de Aristóteles. Envió después una serie de telegramas a Bahía y a Río. Algunos bandidos de Altino Brandáo y de Ribeirito, que estaban en la ciudad desde la llegada de los remolcadores, registraban el cerro con órdenes de traer al negro muerto o vivo. La policía local había venido y escuchado a Mundinho; después de esto el comisario había enviado dos soldados a buscar por los alrededores. El Capitán, también en el hospital, acusó a los gritos a los «coroneles» Ramiro, Amancio y Melk, de ser los responsables. El comisario se negó a tomar sus declaraciones, porque no era testigo.

Pero le preguntó a Mundinho si hacía suyas aquellas acusaciones del Capitán:

—¿Qué ganamos? —dijo el exportador—. No soy un chico; sé que usted, teniente (porque el comisario era un teniente de la policía militar) no va a tomar ninguna providencia. Lo importante es prender al asesino. Él nos dirá quién fue el que lo armó. Y eso, nosotros mismos vamos a hacerlo.

—Me está usted insultando.

—¿Insultarlo a usted? ¿Para qué? A usted, lo que voy a hacer, es arrojarlo fuera de Ilhéus. Puede ir preparando su equipaje —hablaba ahora casi con el mismo tono de un «coronel» de los antiguos tiempos.

En el bar de Nacib, el árabe corría de mesa en mesa oyendo los comentarios. Juan Fulgencio anunciaba: —Ningún cambio en la sociedad es hecho sin sangre. Este crimen es una mala señal para Ramiro Bastos. Tal vez si hubiera liquidado al hombre podría haber dividido a Itabuna. En cambio ahora, el prestigio de Aristóteles va a aumentar. Es el fin del largo imperio de Ramiro I, el «Jardinero». Y ya no seremos más los súbditos de Tonico, el «Bien-Amado». Va a comenzar el reinado de Mundinho, el «Alegre».

Se cuchicheaba también, en torno al estado de salud del «coronel» Ramiro, no obstante el secreto que la familia intentaba guardar. Tonico y Alfredo no se retiraban un momento de su lado. Se decía que el viejo estaba a las puertas de la muerte. Noticia desmentida por el Doctor y por Josué, a la noche.

Lo sucedido con el Doctor fue curioso. Líder importante de la campaña de Mundinho, cenó con Ramiro y su familia, cordialmente, la noche del atentado. Había sido invitado la víspera, con Ari y Josué, a una comida en casa del combatido adversario, en homenaje al vate. Aceptó: la oposición política no alteró sus relaciones personales con los Bastos.

A pesar de los artículos violentos firmados por él en el «Diario de Ilhéus». Aquel día habían ido de paseo, él, el poeta y Josué, a almorzar a una plantación de cocoteros, más allá del Pontal, una deliciosa «muqueca» regada con caña, ofrecida por el doctor Helvecio Marques, abogado y bohemio. Se demoraron por allá. Volvieron corriendo al hotel para que el poeta se pusiera una corbata y partieron directamente a la casa de Ramiro. A Josué le llamó la atención el movimiento desacostumbrado de las calles, pero sin darle mayor importancia. Mientras tanto, Ari Santos, en el bar, calculó que la invitación habría sido cancelada, y no fue.

No se puede decir que transcurrió alegremente la comida. Había una atmósfera aprehensiva y tensa, que atribuyeron a que el «coronel» no se sintiera bien por la mañana. Los hijos no querían que él se sentara a la mesa, pero Ramiro se obstinó, aunque no llegó a probar bocado. Tonico estaba extrañamente callado; Alfredo no conseguía mantenerse atento a la conversación. Su esposa, dirigiendo a las empleadas que servían la mesa, tenía los ojos congestionados de quien ha llorado. Era Jerusa quien animaba la mesa, codeando al padre para que contestara cuando le hablaban, conversando con el poeta y con el Doctor, mientras Ramiro, imperturbable, interrogaba a Josué sobre los alumnos del Colegio Enoch. De vez en cuando la conversación moría, y Ramiro o Jerusa nuevamente la reanimaban. Fue en una de esas oportunidades que entre la joven y el vate se entabló este diálogo, glosado después en todos los bares:

—¿Usted es casado, doctor Argileu? —preguntó, amablemente, Jerusa.

—No, señorita —respondió el poeta con su voz de trueno.

—¿Viudo…? Pobre… Debe ser triste.

—No, señorita. No soy viudo…

—¿Todavía soltero? Doctor Argileu, ya es tiempo de que se case.

—No soy soltero, señorita.

Confundida y sin malicia, Jerusa forzó la respuesta: —Entonces, ¿qué es usted, doctor Argileu?

—Amancebado, señorita —respondió inclinando la cabeza.

Fue tan inesperado que Tonico, silencioso y triste aquella noche, prorrumpió en una carcajada. Ramiro lo miró, severamente. Jerusa bajaba los ojos sobre el plato, el vate comía, Josué dominaba con esfuerzo sus deseos de reír. Y el Doctor salvó la situación contando una historia de los Avila.

Ya en el final de la comida, llegó Amancio Leal. El Doctor sintió que algo extraordinario ocurría. Amancio se había sorprendido, evidentemente, de verlo allí. Se quedó callado, como esperando. Toda la familia esperaba. Finalmente Ramiro no se contuvo y preguntó:

—¿Supo el resultado de la operación?

—Parece que se salva. Por lo menos, es lo que dicen.

—¿Quién? —quiso saber el Doctor.

—¿No se enteró de nada?

—Vinimos directamente de la plantación de Helvecio.

—Tiraron sobre el «coronel» Aristóteles.

—¿En Itabuna?

—Aquí, en Ilhéus.

—¿Y por qué?

—¿Quién sabe? …

—¿Quién disparó?

—Nadie sabe. Un bandido, parece. Huyó.

El Doctor, que no leyó el diario y no estaba enterado de nada, se quejó:

—Qué cosa… Él es muy amigo suyo, ¿no «coronel»?

Ramiro bajó la cabeza. La comida terminó desanimada, después el poeta declamó unos versos para Jerusa. Pero el silencio en la sala era tan pesado que Josué y el Doctor decidieron partir. El vate, bien alimentado, quería quedarse otro rato, beber más cognac. Pero los otros lo forzaron, y salió protestando.

—¿Por qué tanto apuro? Gente distinguida esa, cognac soberbio…

—Ellos querían estar a solas.

—¿Qué diablos ocurre?

Recién en el bar fueron a saberlo, el Doctor corrió hacia el hospital. El ilustre vate no se conformaba.

—¿Por qué diablos mandaron matar gente, justo hoy que me daban una comida? ¿No podían elegir otro día?

—Necesidades urgentes… —aclaró Juan Fulgencio. Gente entraba y salía del bar. Traían noticias del «Morro do Unháo», de las batidas efectuadas, de la gran cacería organizada para traer al negro vivo o muerto. La gente llegada de Itabuna, los bandidos desembarcados de los camiones, afirmaban que no regresarían sin la cabeza del bandido. Para mostrarla a la ciudad. También llegaba gente del hospital. Aristóteles dormía, el doctor Lopes decía que era muy temprano para cualquier pronóstico. La bala había atravesado el pulmón.

Nacib también fue a espiar el cerco del cerro, desde el final de su calle. Les contó las novedades a Gabriela y a doña Arminda, que se extrañaban del movimiento de gente.

—Mandaron matar al Intendente de Itabuna, el «coronel» Aristóteles. Pero sólo lo hirieron. Está que muere-no-muere en el hospital. Están diciendo que gente del «coronel» Ramiro Bastos, de Amancio o de Melk, que es la misma cosa. El tipo se escondió en el morro. Pero no va a escapar; hay más de treinta hombres dándole caza. Y si lo agarran…

—¿Qué le van a hacer? ¿Lo llevarán preso? —quiso saber Gabriela.

—¿Preso? Por lo que están hablando, parece que quieren llevar la cabeza de él a Itabuna.

Ya corrieron al comisario.

Lo que era verdad. El comisario, con un soldado, había aparecido por el «Morro do Unháo» llegando del lado del puerto, desde donde el negro tirara. Hombres armados guardaban las subidas. El comisario quiso subir, pero no le dejaron.

—Aquí nadie pasa.

Estaba uniformado, y ostentaba las divisas de teniente, Quien le prohibía el paso era un joven de aire petulante, y revólver en mano.

—¿Quién es usted?

—Soy el Secretario de la Intendencia de Itabuna; Américo Matos es mi nombre, por si quiere saberlo.

—Yo soy el comisario de Ilhéus. Voy a prender al criminal.

En torno del muchachón, se alineaban cinco bandoleros con rifles:

—¿Prender? No me haga reír. Si usted quiere prender a alguien, no precisa subir al cerro.

Arreste al «coronel» Ramiro, a ese canalla que se llama Amancio Leal, a Melk Tavares o a ese tal «Rubio». No necesita subir aquí, tiene demasiado para hacer en la ciudad. Hizo un gesto a los hombres que lo rodeaban, que levantaron las armas. El hombre dijo:

—Comisario, váyase en seguida si no quiere morir. El teniente miró alrededor, el soldado había desaparecido.

—Ya tendrá noticias mías —dijo, y dio media vuelta. Todas las subidas, que eran tres, dos del lado del puerto, y una del lado del mar, donde estaba la casa de Nacib, estaban vigiladas. Más de treinta hombres armados, hombres de Itabuna y de Ilhéus, registraban el morro, cortando los bosques ralos de árboles, densos de vegetación, entrando en las casas pobres, revisándolas de arriba a abajo. En la ciudad, las murmuraciones llegaban al máximo. En el Vesubio, a ratos aparecía alguien a contar alguna novedad: la policía estaba garantizando la casa de Ramiro Bastos, en la que se encontraba él, sus hijos y sus amigos más adictos, inclusive Amancio y Melk, atrincherados. Noticia inventada: el propio Amancio pasó por el bar minutos después, y Melk estaba en su estancia. Dos veces circuló la noticia de la muerte de Aristóteles. Contaban que Mundinho había mandado pedir refuerzos de hombres al «coronel» Altino Brandáo, y que uno de sus hombres fue en su propio automóvil, a buscar a Ribeirito. Rumores, unos más absurdos que otros, durante algunos minutos, aumentando la excitación, y luego substituidos por otros, poco después.

La entrada de Amancio causó cierta sensación. Dijo: «Buenas noches, señores», como lo hacía habitualmente, con su voz suave, caminó hacia el mostrador, pidió un cognac y preguntó si no había compañeros para un póquer. No los había. Anduvo por las mesas, cambió palabras con unos y con otros, pero se sentía que él estaba allí para desafiar una acusación. Nadie se atrevió siquiera a mencionar el asunto. Amancio saludó de nuevo, y fue subiendo por la calle «Cnel. Adami», en dirección a la casa de Ramiro. Los hombres del cerro ya habían dado vuelta todos los rancheríos, buscando en las grutas, dando batidas en los bosques. Más de una vez habían estado a pocos pasos del negro Fagundes.

Había subido al cerro empuñando todavía el revólver. Desde que Aristóteles saltara de la canoa, él había estado esperando el momento para disparar. Con el descampado del «Unháo» casi desierto a esa hora, se decidió, y apuntó al corazón. Vio caer al «coronel», el mismo que le fuera mostrado por el «Rubio» en el puerto, y huyó. Un individuo lo perseguía, pero consiguió espantarlo de un tiro. Se metió por entre los árboles, esperando la llegada de la noche. Mascaba un pedazo de tabaco. Iba a ganar un dineral. Por fin los barullos habían comenzado. Clemente sabía de las extensiones de tierra por vender que había, no se le salía eso de la cabeza, pensando tener juntos una plantación. Si los barullos se agudizaban, un hombre como él, Fagundes, de coraje y puntería, en poco tiempo solucionaba su vida. El «Rubio» le había dicho que lo encontraría en el «Pega-Duro», al llegar la noche, antes de que se iniciara el movimiento, allá por las ocho.

Fagundes estaba tranquilo. Descansó un poco, comenzó a caminar hacia arriba, con ideas de bajar por el otro lado apenas cayese la noche, entrar por la playa e ir al encuentro del «Rubio». Pasó tranquilo ante varios ranchos, le dio las buenas noches a una tejedora. Se metió en el bosque, buscó un lugar abrigado, se acostó, y se quedó pensando en espera del oscurecer. De ahí alcanzaba a ver la playa. El crepúsculo se prolongaba, y Fagundes podía ver, levantando un poco la cabeza, al sol abriendo un abanico rojizo, color de sangre, en el extremo del mar. Pensaba en el ansiado pedazo de tierra. En Clemente, pobre, todavía hablando de Gabriela, sin poder olvidarla. No supo que ella se había casado, que era una mujer rica, según le habían contado ahora en la ciudad. Lentamente crecieron las sombras. Todo era silencio en el cerro. Cuando se encaminó para descender, vio a los hombres, y por poco se tropieza con ellos. Retrocedió hacia los bosques. Desde allí los observó entrando en las casas. Su número crecía, divididos en grupos. Era un mundo de gente armada. Escuchaba trozos de conversaciones. Querían agarrarlo vivo o muerto, y llevarlo a Itabuna. Se rascó las motas. ¿Así que era tan importante el tipo al que le disparó? A esa hora estaría extendido en medio de las flores. Y él, Fagundes, estaba vivo, no quería morir. Había un pedazo de tierra que lo esperaba, iba a ser de él y de Clemente. Los barullos apenas si estaban comenzando, y había mucho dinero a ganar. Los hombres, en grupos de cuatro o cinco, andaban por los bosques.

El negro Fagundes se internó por donde el bosque era más espeso. Los espinos le rasgaban los pantalones y la camisa. Con el revólver en la mano, quedó algunos minutos en cuclillas entre los arbustos. No tardó en oír voces:

—Alguien pasó por aquí. Está pisado.

Esperaba ansioso. Las voces se alejaron, y él prosiguió por el bosque cerrado. Su pierna sangraba, a consecuencia de un tajo grande abierto por un espino bravo. Un animal huyó al verlo, así descubrió un agujero profundo, medio tapado por los arbustos. Allí se metió. ¡Era tiempo! Las voces aparecían, nuevamente próximas:

—Aquí hubo gente. Vea…

—Espinos de porquería… Aquella agonía continuó mientras la noche llegaba.

En ciertos momentos, las voces eran tan vecinas a él que esperaba ver en cualquier momento a un hombre, atravesando la frágil cortina de arbustos y entrar en el agujero. Observaba, por entre las ramas, volar una luciérnaga. No sentía miedo pero comenzaba a impacientarse. Así llegaría atrasado a la cita. Oía conversaciones: hablaban de cortarlo a cuchilladas, querían saber quien lo había mandado. No tenía miedo, pero no quería morir. Mucho menos ahora, cuando los barullos estaban comenzando y lo esperaba aquél pedazo de tierra para comprarla y la sociedad con Clemente.

El silencio duró cierto tiempo, mientras la noche caía rápidamente, como cansada de esperar. Él también estaba cansado de esperar. Salió del agujero, doblado hacia adelante, porque los arbustos eran bajos. Espiaba cautelosamente. Nadie había en las proximidades. ¿Habrían desistido? A lo mejor, con la llegada de la noche… Se irguió para mirar, pero no veía nada a no ser los árboles próximos; el resto era sombras. Pero le fue fácil orientarse. Enfrente suyo, el mar, atrás estaba el puerto. Debía ir hacia adelante, salir cerca de la playa, rodear las rocas, y buscar al «Rubio». Ya no estaría en el «Pega-Duro». Quería recibir su dinero bien ganado, hasta merecía un regalo por aquella persecución. A su derecha, la luz de un poste marcaba el fin de una subida y había otro en el medio. Más allá, débiles y escasas, las luces de las casas. Se echó a andar. Apenas dio dos pasos alejándose de la vegetación enmarañada cuando apareció la primera antorcha, subiendo por el camino. Un rumor de voces llegó en el viento. Estaban volviendo con antorchas encendidas, no habían desistido como él pensara. Las primeras antorchas llegaban en alto, donde estaban las casas. Paraban a la espera de los otros, conversando con los habitantes. Preguntando si él no había aparecido.

—Nosotros lo queremos vivo. Para liquidarlo.

—Vamos a llevar la cabeza a Itabuna.

Para liquidarlo… Sabía lo que eso significaba. Si tuviese que morir sería matando a uno o dos, eso es lo que iba a suceder. Tomó nuevamente el revólver; ese finado debía haber sido importante de veras. Si salía con vida iba a pedir más dinero. De súbito la luz de una linterna eléctrica cortó la oscuridad, y dio en el rostro del negro. Uno gritó: —¡Ahí!

Se produjo un movimiento de corrida entre los hombres. Descendió rápidamente, entró por el bosque. Al salir del agujero había quebrado ramas de arbustos, ya no le servía, entonces, de escondrijo. Los perseguidores se aproximaban. El negro se lanzó hacia adelante, como un animal acorralado, rompiendo espinos, desgarrándose la carne de las espaldas, siempre curvado. El descenso era en rampa, y el bosque era cada vez más cerrado, con arbustos retorciéndose; los pies tropezaban contra las piedras. El barullo indicaba que eran muchos hombres. Esta vez no se habían dividido, sino que marchaban juntos. Estaban cerca. Cada vez más cerca. El negro rompía con dificultad la vegetación cada vez más espesa, dos veces cayó, estaba ahora muy herido en el cuerpo y el rostro le sangraba. Oyó golpes de machete rompiendo la espesura, y una voz de mando:

—No puede escapar. Al frente está el precipicio. Vamos a hacer un cerco —y dividía los hombres.

La rampa se hacía cada vez más acentuada. Fagundes caminaba gateando. Ahora tenía miedo. No podía escapar. Y allí era difícil tirar, matar a dos o tres como él quería, para que también lo matasen sin sufrimientos, liquidado con una bala en el cuerpo. Muerte como para un hombre como él. Una voz le avisó por entre los golpes de machete.

—¡Prepárate, asesino, te vamos a picar a cuchillo! Quería morir de un balazo, rápidamente, sin sufrir. Si lo agarraban vivo, irían a liquidarlo… Se estremecía, arrastrándose con dificultad por el suelo. No tenía miedo de morir. El hombre nace para morir cuando su día llega. Pero, si lo agarraban vivo, iban a torturarlo, a matarlo de a poco, exigiendo el nombre del mandante. Una vez, en el «sertão», él y algunos otros habían matado así a un trabajador de la plantación, queriendo saber donde estaba escondido un tipo. Lo habían picado a cuchilladas, con el puñal bien afilado. Le cortaron las orejas, le arrancaron los ojos al desgraciado. No quería morir así. Todo lo que ahora deseaba era un claro por donde los pudiera esperar, con el arma en la mano. Para matar y morir. Para no ser liquidado, como aquél infeliz, en el «sertão».

Y se encontró ante el precipicio. No cayó, porque había un árbol bien en la orilla, al que se aseguró. Miró para abajo, pero era imposible ver algo. Se ladeó para la izquierda, y descubrió una rampa casi al pique, más adelante. La vegetación se hacía más rala, algunos árboles crecían. El golpe de los machetes se distanciaba. Los perseguidores entraban ahora en la espesura que prologaba el precipicio. Se adelantó hacia la rampa, comenzó a descender por ella, avanzando hacia adelante, en un esfuerzo desesperado. No sentía los espinos rasgándole la piel, sentía, en cambio, la punta de muchos puñales en el pecho, en los ojos, en las orejas. La rampa terminó a unos dos metros del suelo firme. Se agarró a unos gajos y se dejó caer. Todavía alcanzó a oír el ruido de los golpes de machete. Cayó sentado sobre un matorral alto, casi sin hacer ruido. Se golpeó en el brazo al agarrar el revólver. Se puso de pie. Ante él se extendía el muro de una huerta, bajo. Saltó. Un gato se asustó al verlo, y huyó hacia el cerro. Él esperó, recostado a la sombra de la pared. En los fondos de la casa había luces. Levantó el revólver y atravesó la huerta. Vio una cocina iluminada. Y a Gabriela lavando unos platos. Sonrió, ¡no había otra igual, ni más bonita, en todo el mundo!