La lucha política alcanzó también las elecciones de la Cofradía de San Jorge, en plena Catedral. Mucho deseó el obispo conciliar las diversas corrientes y repetir el juego realizado por Ataulfo Passos. Le hubiera gustado ver reunidos en torno al altar del santo guerrero a los fieles de los Bastos, y a los entusiastas de Mundinho. Y siendo todo lo obispo que era, con su birrete rojo, no lo consiguió.
La verdad es que Mundinho no había tomado muy en serio aquella historia de la cofradía. Pagaba lo que debía pagar, mensualmente, ¡y listo! Le dijo al obispo que estaba dispuesto a votar, si eso fuera necesario, en el nombre que él quisiera. Pero el Doctor, con el ojo puesto en la presidencia, se puso firme. Comenzó a conspirar. El doctor Mauricio Caires, devoto y dedicado, era candidato a la reelección. Y la debió, sobre todo, al ingeniero.
En la ciudad había repercutido intensamente el agitado final de sus amores. A pesar de que el diálogo en la playa, entre Melk y Rómulo, no había sido oído por nadie, existían de él por lo menos unas diez versiones, cada una más violenta que otra, menos simpática al ingeniero. Hasta de rodillas lo hicieron poner junto al banco de la avenida, suplicando piedad, esas versiones. Lo transformaron en un monstruo moral, de vicios inconfesables, perdiendo mujeres, constituido en un pavoroso peligro para la familia ilheense. El «Periódico del Sur» le dedicó uno de sus artículos más largos —toda la primera página, continuando en la segunda y más grandilocuentes. La moral, la Biblia, la honra de las familias, la dignidad de los Bastos, su vida ejemplar, la corrupción de todos los opositores, comenzando por su jefe y Anabela, y la necesidad de conservar a Ilhéus al margen de la degradación de costumbres a que asistía el mundo, hacía de ese artículo una página antológica. Es decir, varias páginas.
—Para la Antología de la Imbecilidad… —anotó el Capitán.
Pasión política. Que en Ilhéus saboreaban especialmente las solteronas, cuando el doctor Mauricio Caires repitió grandes trechos del artículo durante el discurso de toma de posesión, luego de ser reelecto para la presidencia de la Cofradía: «aventureros venidos de los centros de perversión, con el pretexto de discutibles e inútiles trabajos, quieren pervertir el alma incorruptible del pueblo de Ilhéus…».
El ingeniero pasó a ser el símbolo de la corrupción, de descalabro moral. Tal vez se debiera eso al hecho de haber huido, cobardemente, embarcándose a las escondidas sin despedirse siquiera de los amigos, luego de temblar de miedo días enteros en el cuarto de su hotel.
Si él hubiera reaccionado, si hubiera luchado, ciertamente habría encontrado quien lo apoyase. Pero la antipatía que lo rodeaba no alcanzó a Malvina. Es claro que cuchicheaban sobre aquellos amores, los besos en el cine y en el portal, y hasta había quien hiciera apuestas sobre su virginidad. Pero, en parte por saberse que la joven había enfrentado al padre enfurecido, con la cabeza erguida, gritando mientras él hacía caer el rebenque, sin doblar la cabeza, la ciudad simpatizaba con ella. Cuando, unas dos semanas después, Melk la llevó a Bahía, para internarla en el Colegio de las Mercedes, varias personas la acompañaron al puerto; hasta algunas compañeras del colegio de monjas. Juan Fulgencio le llevó una bolsa de bombones, y cuando le apretaba la mano, dijo:
—¡Coraje!
Malvina sonrió, suavizándose la mirada glacial y altiva y quebrándose su pose de estatua. Jamás estuvo tan bella. Josué no había ido al puerto, pero le confesaba a Nacib, junto al mostrador del bar:
—¡Yo la perdoné! —andaba alegre y conversador, si bien las mejillas estaban más cavadas y las ojeras negras, enormes.
Ño-Gallo, presente, miraba la ventana risueña de Gloria:
—Usted, profesor, anda escondiendo alguna cosa. Nadie le ve en el cabaret, y yo conozco cuanta mujer existe en Ilhéus, y sé con quien anda de amores cada una de ellas. Ninguna anda con usted… Entonces, ¿dónde ha encontrado usted esas ojeras…?
—En el estudio y en el trabajo…
—Estudiando anatomía… Yo también quiero un trabajo así… —y sus ojos indiscretos iban de Josué a la ventana de Gloria.
Nacib también desconfiaba. Josué simulaba una indiferencia excesiva en relación a la mulata, y había dejado por completo de juguetear con Gabriela. Allí había algo…
—Ese ingeniero perjudicó bastante a Mundinho Falcão…
—Nada de eso tiene importancia. Mundinho va a ganar con toda seguridad. Soy capaz de apostarlo.
—No es tan seguro. Pero, aunque gane, el gobierno no va reconocerlo, ya lo verán…
La adhesión del «coronel» Altino a la causa de Mundinho, su ruptura con los Bastos, había arrastrado a otros muchos. Durante algunos días las noticias se sucedieron: el «coronel» Octaviano, de Pirangi; el «coronel» Pedro Ferreira, de Mutuns, y el «coronel» Abadias de Souza, de Agua Preta, lo seguían. Se tenía la impresión de que si el prestigio de los Bastos no había sido destruido por completo, por lo menos había decaído profundamente.
El cumpleaños del «coronel» Ramiro, ocurrido semanas después del incidente con Rómulo, probó la exageración de esas conclusiones. Nunca fue festejado tan ruidosamente. Cohetes por la mañana, para despertar a la ciudad; salvas y fuegos artificiales frente a su casa y a la Intendencia. Misa cantada por el Obispo, la Cofradía de San Jorge en pleno, la iglesia llena y el sermón del padre Cecilio, celebrando con su voz ardiente y afeminada las virtudes del «coronel». Habían venido plantadores de toda la región, y hasta Aristóteles Pires, el Intendente de Itabuna. Era una demostración de fuerza. A continuación, y durante todo el día, se sucedieron las visitas en la casa en fiesta, abierta la sala de las sillas de alto respaldo. El «coronel» Amancio Leal mandaba venir cerveza de todos los bares, anunciando la victoria al precio que fuese, costara lo que costase. Hasta algunos opositores fueron a llevar sus felicitaciones a Ramiro Bastos, entre ellos el Doctor. El «coronel» los recibía de pie, queriendo exhibirles, no sólo su prestigio, sino también su salud de hierro. La verdad, sin embargo, era que en los últimos tiempos aparecía quebrantada. Antes parecía un hombre de avanzada edad, pero fuerte y erguido, mientras que hoy era un anciano de manos temblorosas.
Mundinho Falcão no fue a la misa ni le llevó personalmente su abrazo. Envió, en cambio, un ramillete de flores a Jerusa, con una tarjeta en la que se leía: «Le pido, mi joven amiga, que transmita a su digno abuelo mis votos de felicidad. En campo opuesto al suyo soy, sin embargo su admirador».
Fue un éxito.
Todas las jóvenes de Ilhéus quedaron excitadísimas. Aquello les parecía el «súmmum» de la distinción, algo nunca visto en aquella tierra, donde la oposición política significaba enemistad mortal. Además, ¡qué superioridad, qué elegancia! El propio «coronel» Ramiro Bastos, al leer la tarjeta y mirar las flores comentó:
—¡Es astuto ese señor Mundinho! Si me manda su abrazo por intermedio de mi nieta, sabe que no puedo dejar de recibirlo…
Por un corto espacio de tiempo se llegó a pensar en un acuerdo. Tonico, con la tarjeta en la mano, sentía nuevas esperanzas. Pero todo quedó en eso, la disputa cada vez más enconada. Jerusa esperó que Mundinho fuera al baile con que se cerraban los festejos, en el salón de honor de la Intendencia. No se había animado a invitarlo, pero insinuó al Doctor que su presencia sería bien recibida.
El exportador no vino.
Le había llegado mujer nueva de Bahía y festejaba en su casa, por su cuenta. Todo aquello se comentaba en el bar; de todo aquello participaba Nacib. El servicio de dulces y saladitos para el baile de la Intendencia le había sido pedido a él, y la propia Jerusa conversó personalmente con Gabriela para explicarle lo que quería. Y al volver le dijo a Nacib:
—Su cocinera es una belleza, don Nacib, y tan simpática… —frase que la hizo sagrada para el árabe. Las bebidas fueron compradas a Plinio Aracá, porque el viejo «coronel» no quería disgustar a nadie.
Comentaba y participaba, pero sin entusiasmo. Ningún acontecimiento de la ciudad, suceso político o social, ni siquiera el ómnibus que se diera vuelta en el camino hiriendo a cuatro personas —una de las cuales murió—, nada podía arrancarlo de su problema. La idea de casarse con Gabriela, lanzada cierta vez por Tonico, displicentemente, había hecho lo suyo. No veía otra solución. Él la amaba, era cierto. Con un amor sin límites, necesitando de ella como del agua, de la comida, de la cama para dormir. Y el bar tampoco podía pasarse sin ella. Toda esa prosperidad —el dinero juntándose en él, banco y el sueño de la plantación cada día más próximo—, se vendría abajo si ella se iba.
Casándose, ya no tendría miedo; ¿qué cosa mejor podría ofrecerle alguien en su vida? Y con ella dueña del bar, al frente de una cocina de tres o cuatro cocineras, dirigiendo apenas, Nacib podría realizar un proyecto que venía alimentando desde hacía mucho tiempo: fundar un restaurante. Hacía falta uno en la ciudad, el propio Mundinho ya lo había dicho y repetido: Ilhéus estaba reclamando un buen restaurante, porque la comida de los hoteles era malísima, y los hombres solteros tenían que resignarse a las pensiones ordinarias, a las marmitas frías. Cuando llegaban los barcos, los visitantes no encontraban donde comer bien. No había lugar para ofrecer una comida importante, una conmemoración de proporciones, fuera de las salas de las casas de familias. Él mismo, Mundinho, sería capaz de, entrar con parte del capital. Decían que la pareja de griegos pensaba también en eso, y andaba buscando local. Con la seguridad de tener a Gabriela dirigiendo la cocina, Nacib instalaría el restaurante.
Pero ¿qué seguridad podía tener? Pensaba eso sentado en la silla perezosa, a la hora de la siesta, la hora de su peor martirio, con el cigarro apagado y amargo, como una bilis, en la boca, y los bigotes marchitos.
Días atrás doña Arminda, especie de Casandra agorera, lo alarmó espantosamente. Y por primera vez Gabriela se había sentido seducida por una proposición. Doña Arminda había descripto en detalles, con un placer casi sádico, las vacilaciones de la muchachita al recibir el ofrecimiento del «coronel» Manuel das Onzas. Una plantación de cacao, de doscientas arrobas, no era para me nos; ¿quién no vacilaría? De Clemente nada conocían, ni él ni doña Arminda; de Gabriela, poco sabían… Pasó unos días como loco: más de una vez abrió la boca para hablar de casamiento.
Pero la propia doña Arminda afirmaba que Gabriela rechazó la proposición:
—Nunca vi nada igual… ¡Merece casamiento una cosa así!
Aquél no había sido todavía su límite. «Toda mujer, por muy fiel que sea, tiene sus flaquezas…», había dicho la voz gangosa de Ño-Gallo. No había sido su flaqueza, su precio, pero bien cerca lo había estado; ¿acaso no estuvo a punto de aceptar? ¿Y si a las plantas de cacao el «coronel» Manuel das Onzas juntase una casa en una calle suburbana, con su escrituración correcta? Nada tiene tanta influencia en las mujeres como tener casa propia. Bastaba ver, si no, a las hermanas Dos Reís, rechazando un dineral por sus casas, aquélla en que vivían y las que alquilaban. ¡Y Manuel das Onzas bien que podía hacerlo! Dinero era como cama de gato en su estancia y, con la zafra de ese año enriqueció más todavía. Estaba construyendo en Ilhéus un verdadero palacio para la familia, tenía hasta una torre, desde la que podía divisar la ciudad entera; los barcos en el puerto y el ferrocarril. Enloquecido por Gabriela —pasión de viejo—, pagaría por ella cualquier precio, por más alto que fuese.
Doña Arminda lo apretaba en la casa, y Tonico todos los días en el bar le preguntaba:
—¿Y el casorio, árabe? ¿Ya se decidió?
En el fondo ya estaba decidido; se había resuelto. Lo retrasaba sólo por miedo de lo que irían a decir. ¿Serían capaces ellos, sus amigos, de comprender? ¿Su tío, su tía, su hermana, el cuñado, los parientes ricos de Itabuna, esos orgullosos Atchcar? Por último, ¿qué le importaba? Los parientes de Itabuna ni se acordaban de él, sólo preocupados por su cacao. Al tío nada le debía, y en cuanto al cuñado, ¡que se aguantase! Y los amigos, los clientes del bar, sus compañeros de partidas de póquer y de gamão, todos ellos, con excepción de Tonico, ¿acaso le habían demostrado consideración? ¿No perseguían a Gabriela, no se la disputaban en su propia cara? ¿Qué respeto les debía?
Aquel día en el bar, mucho se había discutido, antes del almuerzo, sobre cosas de política y sobre el asunto del puerto. Circulaban rumores, desparramados por gente de los Bastos: el informe del ingeniero había sido archivado. Era inútil insistir, porque ése era un problema sin solución. Muchos así lo creían. Ya no veían al ingeniero con sus instrumentos, en un bote, revolviendo la arena de la bahía. Además de eso, Mundinho Falcão había embarcado para Río. Los partidarios de los Bastos resplandecían. Amancio Leal le había hecho otra propuesta a Ribeirito. Veinte mil cruzeiros a que los remolcadores y las dragas no venían. Nuevamente Nacib fue llamado como testigo.
Tal vez por eso, a la hora habitual del amargo, Tonico se encontraba de tan buen humor. Había vuelto a aparecer por los cabarets, encaprichado ahora con una cearense de trenzas negras.
—La vida es buena…
—Usted tiene motivos para estar contento. Con mujer nueva…
Tonico, mientras se limpiaba las uñas, condescendió. —Realmente, estoy contento… Los trabajos de la bahía se fueron al diablo… La cearense es de fuego…
No habría de ser el «coronel» Manuel das Onzas quien decidiera, finalmente, a Nacib. Sería el mismo juez. —¿Y usted, árabe, siempre triste?
—¿Qué voy a hacer?
—Ponerse todavía más triste. Tengo una mala noticia para usted.
—¿Qué es? —la voz era alarmada.
—El juez, mi querido amigo, alquiló casa en la Cortada de las Cuatro Mariposas …
—¿Cuándo?
—Ayer a la tarde…
—¿Para qué?
—¿Para quién podría ser?
Se hizo un silencio tan grande, que se podía oír el vuelo de una mosca. Chico-Pereza, que volvía del almuerzo, completó:
—Gabriela le manda decir que va a salir, pero que vuelve en seguida.
—¿Para qué va a salir?
—No sé, don Nacib. Parece que para comprar unas cosas que hacen falta.
Tonico lo miraba irónicamente.
Nacib le preguntó: —Cuando usted habla de casamiento, ¿habla en serio? ¿Lo cree seriamente?
—Claro que sí. Ya le dije, árabe: si fuese usted…
—Lo anduve pensando. Creo que sí…
—¿Se decidió?
—Pero hay unos problemas; tal vez usted pueda ayudarme…
—Venga un abrazo; ¡mis felicitaciones! ¡Turco feliz! Después de los abrazos, Nacib, todavía confundido, continuó:
—Ella no tiene papeles, anduve averiguando. Ni certificado de nacimiento; no sabe cuándo nació. Y tampoco el apellido del padre. Murieron cuando ella era chiquita, y no sabe nada. Su tío era Silva; pero era hermano de la madre. No sabe qué edad tiene, ni sabe nada. ¿Cómo hacemos?
Tonico le aproximó la cabeza:
—Soy su amigo, Nacib. Voy a ayudarle. Por los papeles no se preocupe. Arreglo todo en el escritorio. Certificado de nacimiento, nombre para ella, para el padre y para la madre… Sólo hay una cosa: quiero ser el padrino del casorio.
—Ya está invitado… —y de repente Nacib se vio libre, volvía toda su alegría, sentía el calor del sol, y la dulce brisa del mar.
Juan Fulgencio entraba puntualmente, casi sobre la hora de abrir la Papelería.
Tonico exclamó: —¿Sabe la noticia?
—Son tantas… ¿Cuál de ellas?
—Nacib se casa…
Juan Fulgencio, tan calmo siempre, se sorprendió: —¿Es verdad, Nacib? No estaba de novio, que yo supiera. ¿Quién es la, dichosa, se puede saber?
—¿Quién puede ser? Adivine… —sonreía Tonico.
—Con Gabriela —dijo Nacib. Me gusta; voy a casarme con ella. No me importa lo que digan…
—Sólo se puede decir que usted es un corazón noble, un hombre de bien. Nadie podría decir otra cosa. Mis felicitaciones…
Juan Fulgencio lo abrazaba, pero sus ojos estaban preocupados. Nacib insistió:
—Deme un consejo: ¿cree que esto saldrá bien?
—En estos asuntos no se dan consejos, Nacib. ¿Quién puede adivinar cómo saldrá esto?
Yo le deseo lo mejor. Se lo merece. Sólo …
—¿Sólo qué?
—Hay ciertas flores, no sé si usted ha observado, que son bellas y perfumadas mientras están en la rama, en los jardines. Llevadas a los jarrones, aunque sean jarrones de plata, se marchitan y mueren.
—¿Por qué habría ella de morir?
Tonico atajaba:
—¡Qué flores, don Juan! Déjese de poesía… Va a ser el casamiento más animado de Ilhéus.
Juan Fulgencio sonreía, asintiendo:
—Tonterías mías, Nacib. De corazón lo felicito. Es un gesto de gran nobleza este suyo. De hombre civilizado.
—Vamos a brindar —propuso Tonico.
La brisa marina se agitaba, el sol estaba brillando, y Nacib creía oír el canto de los pájaros.