Del amor eterno o de Josué transponiendo murallas

En aquella serie de sonetos dedicados «a la indiferente, a la ingrata, a la soberbia, a la orgullosa M…», impresos en bastardilla arriba de la leída columna de cumpleaños, bautismos, fallecimientos y matrimonios del «Diario de Ilhéus», Josué había afirmado en esforzadas rimas, repetidamente, la eternidad de su amor despreciado. Múltiples cualidades, cada cual más magnífica, caracterizaban la pasión del profesor; pero, de todas ellas, era su carácter eterno la más pregonada, en cuerpo diez, en las páginas del periódico. Sudaba eternidad, para la que el profesor contaba alejandrinos y decasílabos, buscaba rimas. Crecía el amor, pasaba a eterno e inmortal en apasionada redundancia, cuando finalmente, en la excitación del asesinato de Sinházinha y Osmundo, habíase quebrado el orgullo de Malvina, y el romance comenzó. Fue la temporada de los poemas largos, de exaltación, de aquel amor que ni la muerte ni siquiera el paso de los siglos, destruirían jamás. «Eterno como la propia eternidad», «mayor que los espacios conocidos y desconocidos», «más inmortal que los dioses inmortales», escribía el profesor y poeta. Por convicción, y también por conveniencia —poemas largos, si fuese a rimarlos y metrificarlos, no alcanzaría ningún tiempo—, Josué había adherido a, la famosa «Semana de Arte moderno» de San Pablo, cuyos ecos revolucionarios llegaban a Ilhéus con tres años de atraso. Ahora juraba por Malvina y por la poesía moderna, liberada de la prisión de la rima y la métrica, como él decía en las discusiones literarias en la Papelería Modelo, al Doctor, a Juan Fulgencio y a Ño-Gallo, o en el «Gremio Rui Barbosa», a Ari Santos. Y también menos costosa, sin tener que contar sílabas ni buscar rimas. Y, además de eso, ¿no era en «estilo moderno» la casa de Malvina? Almas gemelas, hasta en el buen gusto, pensaba él.

Lo extraordinario es que esa eternidad del tamaño de la propia eternidad, esa inmortalidad mayor que la inmortalidad de todos los dioses reunidos, consiguió todavía crecer, ahora en una prosa panfletaria, cuando la muchacha rompió las relaciones y comenzó el escándalo con Rómulo. Amplio era el pecho comprensivo de Nacib, que acompañaba en el bar las melancolías del profesor. Solidarios, los amigos de la Papelería y del «gremio», un tanto curiosos también. Pero el dolor de Josué fue a apoyarse, inexplicablemente, sobre el hombro español y anarquista del zapatero Felipe. El remendón español era el único filósofo de la ciudad, con un concepto formado sobre la sociedad y la vida, las mujeres y los sacerdotes. Pésimo concepto, por otra parte. Josué devoró sus folletos de tapa encarnada, abandonó la poesía, inició una fecunda carrera de prosista. Era una prosa melosa y reivindicadora: Josué se adhirió al anarquismo en cuerpo y alma, pasando a odiar la sociedad constituida, a elogiar las bombas y la dinamita regeneradoras, a clamar venganza contra todo y contra todos. El Doctor elogiábale el alto vuelo de su estilo. En el fondo, toda esa exaltación tenebrosa iba dirigida contra Malvina. Se decía para siempre desilusionado de las mujeres, sobre todo de las bellas hijas de plantadores, codiciados partidos matrimoniales. «No pasan de ser unas putitas…», escupía al verlas pasar, juveniles en los uniformes del colegio de monjas o tentadoras en los vestidos elegantes. Pero el amor que dedicó a Malvina, ¡ah!, ése continuaba eterno, en la prosa exaltada, jamás moriría en su pecho y sólo no lo mataba la desesperación, porque él se proponía, con su pluma, modificar la sociedad y el corazón de las mujeres.

Lógicamente, el odio concebido contra las muchachas de la sociedad, afirmado en la ideología confusa de los folletos, lo aproximó a las mujeres del pueblo. Cuando se dirigió por primera vez a la solitaria ventana de Gloria —en un espléndido gesto revolucionario, único acto militante de su fulminante carrera política, concebido y ejecutado, por otra parte, antes de haber adherido al anarquismo— lo había hecho con la intención de señalarle a Malvina el grado de locura en que lo hundía aquella desvergonzada conversación entre una joven soltera con un ingeniero casado. Sin ningún efecto sobre Malvina, que ni se llegó a dar cuenta, embebida en las palabras de Rómulo… Pero de intensa repercusión en medio de la sociedad. Gesto temerario e indecoroso, que no lo transformó en blanco de todos los comentarios solamente en virtud de otros hechos ocurridos, como los amoríos de la propia Malvina y Rómulo el incendio de los números del «Diario de Ilhéus» y la zurra al empleado de la Intendencia. Felipe lo felicitó por su acto de valor. Así se había iniciado su amistad con el remendón. Josué llevaba los folletos a su habitación, en los altos del Cine Victoria. Despreció a Malvina por indigna, no obstante conservarle amor eterno e inmortal. Exaltó a Gloria, víctima de la sociedad, de pureza manchada, ciertamente violentada por la fuerza, y por eso expulsada de la convivencia social. Era una santa. Todo eso escribía —sin los nombres, naturalmente— en una prosa vehemente que llenaba cuadernos. Y como nada de eso era representación, Josué sufría de verdad, imaginando llevar a Ilhéus a los supremos escándalos. Gritar en las calles su interés por Gloria, el deseo que ella le inspiraba —el amor todavía le pertenecía a Malvina—, el respeto que le merecía. Conversar en su ventana, salir de su brazo a la calle, llevarla a habitar la modesta habitación en la que escribía y reposaba. Vivir con ella en una vida de réprobos, divorciados de la sociedad, expulsados de los hogares. Y arrojar ese horror al rostro de Malvina, clamando: «¿Ves a lo que he quedado reducido? ¡Tú eres la culpable!». Todo eso dijo a Nacib, bebiendo en el bar. El árabe agrandó los ojos, creyéndolo santamente. Él mismo, acaso, ¿no estaba pensando en mandar todo al diablo y casarse con Gabriela? Ni aconsejó ni desaconsejó; apenas si le previno:

—Habrá una revolución.

Era lo que Josué deseaba. Gloria, sin embargo, se retiró sonriendo de la ventana cuando, por segunda vez, él se dirigió hacia allí. Después mandó una esquela escrita con pésima letra y peor ortografía, por medio de una sirvienta. Mojado de perfume, decía al final: «Disculpe los borrones». Realmente eran muchos, y hacían difícil la lectura. Él no debía aproximarse a la ventana; el «coronel» acabaría enterándose; era peligroso. Más todavía en aquellos días, en que estaba por llegar y se hospedaría con ella. Tan pronto el viejo partiera, ella le haría saber cómo podrían encontrarse.

Nuevo golpe para Josué. Juntó entonces en un mismo desprecio a las jóvenes de la sociedad y a las mujeres del pueblo. La suerte de Gloria fue no leer el «Diario de Ilhéus». Pues allí se burló de su prudencia: «escupo sobre las mujeres ricas y pobres, nobles y plebeyas, virtuosas y fáciles. Sólo las mueve el egoísmo, el vil interés». Durante cierto tiempo, ocupado en espiar los amores de Malvina, dedicado a sufrir, a escribir, a burlarse, a vivir el papel tan romántico de su amor despreciado, ni volvió a mirar la ventana solitaria. Cercaba a Gabriela, le escribía versos en un provisorio retorno a la poesía rimada; le proponía el cuartito pobre de comodidades pero rico de arte. Gabriela sonreía, le gustaba oírlo.

Pero la tarde en que Melk golpeó a Malvina, Josué había visto entristecerse el rostro de Gloria, entristecerse por la joven castigada, por Josué abandonado, por ella misma en su soledad renovada. Le escribió en seguida una esquela, pasó junto a la ventana y allí la dejó.

Algunas noches después, cuando el silencio envolvía la plaza y los últimos noctívagos se habían recogido, entraba él por la pesada puerta entreabierta. Una boca se aplastó contra su boca, unos brazos rodearon sus hombros delgados, y lo arrastraron para adentro. Olvidó a Malvina, a su amor eterno, inmortal.

Cuando llegó la aurora y con ella la hora de partir, antes que los madrugadores comenzasen a dirigirse hacia el puesto de pescado, cuando ella le extendía los labios ávidos de los últimos besos de la noche de fuego y miel, él le habló de sus planes: saldría con ella del brazo, enfrentando la sociedad, viviendo los dos en su cuartito en los altos del Cine Victoria, en una pobreza de ascetas, pero millonarios de amor… No podría ofrecerle una casa como aquélla, lujos y criadas, perfumes y joyas, porque él no era plantador de cacao. Sólo era un modesto profesor de parcas entradas. Pero, amor…

Gloria ni lo había dejado terminar la romántica proposición:

—No, cariño, no. Eso no puede ser.

Ella quería las dos cosas: el amor y la comodidad, Josué y Coriolano. Tenía la sabiduría vivida del significado de la miseria, el gusto amargo de la pobreza. Sabía también de la inconstancia de los hombres. Quería tenerlo, pero escondido; que el «coronel» Coriolano nunca llegara a saber ni a sospechar. Amor de llegadas por la noche avanzada, y salidas de madrugada. Haciendo que no la veía en la ventana, sin saludarla, siquiera. Era hasta mejor así, guardaba el sabor del pecado, el aire de misterio.

—Si el viejo se entera, estoy perdida. Todo cuidado es poco.

Apasionada, sí; ¿cómo dudarlo luego de la noche de yegua y perra, de brasa quemando?

Calculadora, sin embargo, y prudente, arriesgando lo menos posible, deseando guardarlo todo. Riesgo había siempre, pero debían reducirlo tanto como fuese posible.

—Voy a hacer que mi chiquito olvide a esa muchacha mala…

—Ya la he olvidado…

—¿Vuelves por la noche? Te esperaré…

No era así como había soñado su aventura con Gloria. ¿Pero qué ganaba con decirle que no volvería? Aún en ese instante, todavía herido por la sabiduría con que ella calculaba los riesgos del amor, y la manera de vencerlos, la fría experiencia con que le hacía aceptar las sobras del «coronel», Josué sentía que su regreso era inevitable. Estaba sujeto a aquel lecho de espantos y fulguraciones.

Otro amor comenzaba.

Era hora de partir, de escurrirse por la puerta, dormir unos minutos antes de enfrentar a sus alumnos de las ocho, en la clase de geografía. Ella abrió un cajón, sacó un billete de diez mil cruzeiros:

—Quiero darte una cosa, algo que usar como recuerdo. No puedo comprarla, porque desconfiarían. Cómprala por mí …

Quiso rechazarlo con un gesto altivo. Ella le mordió la oreja:

—Compra unos zapatos, así cuando camines pensarás que estás pisando por encima de mí. No digas que no, que te lo estoy pidiendo, había visto la suela agujereada del zapato negro.

—Pero si no cuestan más que tres mil cruzeiros…

—Comprate medias también, entonces… —y gemía en sus brazos.

En la Papelería, por la tarde, muerto de sueño, Josué Enunció su retorno definitivo a la poesía, ahora sensual, cantando los placeres de la carne. Y agregaba:

—El amor eterno no existe. Hasta la más fuerte pasión tiene su tiempo de vida. Llegando su día, se acaba; nace otro amor.

—Por eso mismo el amor es eterno —concluyó Juan Fulgencio—. Porque se renueva.

Terminan las pasiones, es el amor el que permanece.

En su ventana, triunfante y lánguida, Gloria sonreía a las solteronas, condescendiente. Ya no envidiaba a nadie; la soledad había terminado.