De la virgen de las rocas

Negras rocas emergen del mar; contra los flancos de piedra las ondas revientan en blanca espuma. Cangrejos de asustadoras garras surgen de recónditas cavidades. De mañana y de tarde, los chiquilines escalan ágilmente las rocas, jugando a bandidos y «coroneles». Por la noche se oye el ruido del agua mordiendo la piedra infatigable. A veces una luz extraña nace en la playa, sube por la roca, se pierde en los escondrijos, reaparece arriba. Los negros dicen que son brujerías de las sirenas, de la afligidas «máe d’agua», doña Janaína transformada en verde fuego. Suspiros ruedan, ayes de amor resuenan en la oscuridad de las noches. Las más pobres parejas, mendigos, malandrines, putas sin casa, hacen su cama de amor en la playa escondida entré las rocas, enrédanse en abrazos en la playa. Ruge, al frente, el mar bravío; duerme atrás la ciudad bravía.

Un bulto, esbelto y audaz, gana los peñascos en la noche sin luna. Es Malvina descalza, con los zapatos en la mano y la mirada decidida. Hora en que las muchachas deben estar en la cama, durmiendo y soñando con estudios y fiestas, o con casamiento. Pero Malvina sueña despierta, subiendo las rocas.

Había un lugar, cavado en la tierra por las tempestades, como una ancha silla de cara al océano, en la que se sentaban los enamorados, los pies danzando en el abismo. Las ondas se quebraban allá abajo, extendían blancas manos de espuma, que llamaban. Allí se sentó Malvina, contando los minutos, en ansiosa espera. El padre había estado en su habitación, silencioso y duro. Había recogido los libros, las revistas, buscado cartas, papeles. Sólo había dejado unos diarios de Bahía y el dolor, revolviéndose en su carne golpeada, enrojecida por los golpes. La esquela amorosa, «eres la vida que vuelvo a encontrar, la alegría perdida, la esperanza muerta; eres todo para mí», ella la había guardado en su seno. También vino la madre, trayéndole comida, dándole consejos, hablando de morir. ¿Y sería vida, acaso, la existencia entre ese padre y aquella hija, dos orgullos en oposición, dos rudas voluntades, dos puñales suspendidos? Rogaba a los santos que le permitiesen morir. ¡Ay!, para no ver cumplirse el ineludible destino, acontecer la inexorable desgracia.

Se abrazó a la hija, y Malvina había dicho: —No he de ser una infeliz como usted, madre.

—No digas locuras.

No agregó más; había llegado la hora de la decisión partiría con Rómulo, comenzaría a vivir.

Duro como la piedra más dura era su padre, capaz de romperse pero no de doblarse. Desde niña, allá en la plantación, había oído historias. De los tiempos de las luchas, de las noches en los caminos con bandidos armados, y al frente de ellos, su padre. Después, ella misma lo vio. Por una tontera, un ganado fugitivo que rompiera cercas e invadiera los pastos, había peleado con los Alves, vecinos de sus tierras. Palabras yendo y viniendo, vanidades heridas, y comenzó la lucha. Emboscadas, bandidos, tiroteos, sangre de nuevo. Malvina veía todavía a su tío Aluisio apoyado en la pared de la casa, el hombro ensangrentado. Mucho más joven que Melk, débil y alegre, era un lindo hombre. Le gustaban los animales, los caballos, las vacas; criaba perros, cantaba en la sala, alzaba a Malvina, jugaba con ella; amaba la vida. Era en el mes de junio. En vez de hogueras, de buscapiés y cohetes, se habían sucedido los tiros por los caminos, las celadas entre los árboles. El rostro macerado de la madre, como siempre le conociera Malvina. Tiempo de las noches sin dormir. De los años anteriores al que ella naciera, de los grandes barullos. Época de temblar ante Melk, ante sus órdenes gritadas, su voluntad impuesta. Había curado el hombro del tío, que una bala raspara. Melk apenas había dicho:

—¿Por tan poco volviste? ¿Y los hombres?

—Volvieron conmigo…

—¿Qué fue lo que te dije?

Aluisio lo miró con ojos suplicantes, sin responder.

—¿Qué fue lo que te dije? Pase lo que pase, no hay que abandonar el lugar. ¿Por qué te fuiste? Temblaba la mano de la madre mientras lo curaba, tan débil su tío… No había nacido para peleas ni para tiroteos en la noche. Inclinó la cabeza.

—Vas a volver. Y con los hombres. Ahora mismo.

—Ellos van a atacar nuevamente.

—No me interesa. Cuando ataquen voy con más hombres, los rodeo por detrás y acabo con ellos. Si no hubieras escapado ante el primer tiro, yo habría terminado con ellos ya. El tío asintió; Malvina lo había visto todo: Aluisio montó a caballo, miró la casa, los balcones, el corral adormecido, los cachorros ladrando. Una mirada demorada, la que se da por última vez. Y salió con los hombres, mientras en el fondo esperaban los otros.

Cuando sonaron los tiros, su padre ordenó:

—¡Vamos!

Regresó victorioso, había acabado con los Alves. En el caballo, de bruces, venía el cuerpo del tío. Era un hermoso varón lleno de alegría…

¿De quién heredó Malvina ese amor a la vida, esa ansia de vivir, ese horror a la obediencia, a curvar la cabeza, a hablar en voz baja en presencia de Melk? Tal vez de él mismo. Desde temprano odió su casa, la ciudad, las leyes, las costumbres. La vida humillada de la madre, siempre temblando delante de Melk, asintiendo siempre, sin nunca ser consultada para los negocios. Él llegaba, y decía en tono de orden:

—Prepárate. Hoy vamos a ir al escritorio de Tonico a firmar una escritura.

Ella ni preguntaba de qué era la escritura, si se compraba o se vendía, sin ganas de enterarse. Su fiesta era la iglesia. Melk era el dueño de todos los derechos, decidiéndolo todo. La madre cuidaba de la casa, y ése era su único derecho. El padre en los cabarets, en las casas de las prostitutas, gastando su dinero con mujerzuelas, jugando en los hoteles, en los bares, bebiendo con los amigos. La madre muriendo en la casa, viviendo para oír y obedecer. Macilenta y humillada, conforme con todo, había perdido la voluntad y ni sobre su hija tenía autoridad. Malvina, apenas llegada a la adolescencia, había jurado que con ella no sería así. No se sujetaría.

Melk en ciertas oportunidades la complacía, y se quedaba mirándola, como si la estudiara. Se reconocía en ella, en ciertos detalles, en su deseo de ser alguien. Pero le exigía obediencia. Cuando ella le decía que quería hacer los estudios secundarios y luego los universitarios, él decretaba:–No quiero hija doctora. Irás al colegio de monjas, a aprender a coser, a contar, a leer, a tocar el piano. No precisas más. Mujer metida a doctora pierde la vergüenza, es mujer que busca perderse.

Ella había percibido que la vida de toda mujer casada era igual a la de su madre. Sujetas al dueño. Peor que monjas. Malvina se juraba a sí misma que jamás, ¡jamás!, se dejaría agarrar. En el patio del colegio, juveniles y risueñas, conversaban las hijas de padres ricos. Con los hermanos estudiando en Bahía, en los liceos y facultades. Con derecho a mesadas, a gastar el dinero, a hacer cuanto quisieran. Ellas sólo tenían para sí mismas ese breve tiempo de la adolescencia. Las fiestas del Club Progreso, los amoríos sin consecuencia, las esquelitas cambiadas, los tímidos besos robados en las matinés de los cines, a veces un poco más demorados en los portones de los jardines. Un día cualquiera llegaba el padre con un amigo, acababan los amoríos y comenzaban los noviazgos. Si no querían por propia voluntad, eran obligadas por el padre. A veces sucedía que alguna de ellas se casaba con el festejante, cuando el joven era del gusto de los padres. Pero en nada mudaba la situación. Marido traído, elegido por el padre, o novio mandado por el destino, todo era igual. Después de casados, eso no establecía diferencias. Era el dueño, el señor, el dictador de las leyes, el hombre para ser obedecido. Para él eran todos los derechos; para ellas el deber, el respeto. Guardianes de la honra familiar, del nombre del marido, responsables por la casa, por los hijos. Mayor que ella, más adelantada en el colegio, Clara se había hecho amiga de Malvina. Reían las dos cuchicheando en el patio. Jamás existió muchacha más alegre, más llena de vida, hermosura más saludable, mejor bailarina de tangos, mayor soñadora de aventuras. ¡Tan apasionada y romántica, tan rebelde y arrojada! Casose por amor, así por lo menos pensaba ella. El novio no era estanciero, hombre de mentalidad atrasada. Era un doctor, graduado en derecho que recitaba versos. Y todo fue igual. ¿Qué había sucedido con Clara, dónde estaba ella, dónde escondió su alegría, su ímpetu, dónde enterró sus planes, sus numerosos proyectos? Iba a la iglesia, cuidaba de la casa, paría hijos. Ni se pintaba, porque el doctor no quería.

Así fue siempre, así continuaba siendo, como si nada se transformara, como si la vida no cambiara, como si no creciera la ciudad. En el colegio se emocionaban con la historia de Ofenisia, la virgen de los Ávila, muerta por amor. No había querido al Barón, al señor de ingenio. Su hermano Luis Antonio llegaba con pre tendientes. Pero ella sonaba con el emperador.

Malvina odiaba aquella tierra, la ciudad llena de murmuraciones, de los dimes y diretes.

Odiaba aquella vida y contra ella pensaba luchar. Comenzó a leer, encaminada por Juan Fulgencio, que le recomendaba libros. Descubrió otro mundo más allá de Ilhéus, donde la vida era bella, donde la mujer no era esclava. Las grandes ciudades donde podía trabajar, ganar su pan y su libertad. No miraba a los hombres de Ilhéus, e Iracema la llamaba «la virgen de bronce», el título de una novela, porque ella no tenía festejantes. Josué la rondaba, había venido de afuera, escribía sonetos, publicaba en periódicos. «Dedicado a la indiferente M…» Iracema leía en voz alta en el patio del colegio. Un día en que un marido engañado mató a la esposa, Malvina conversó con él, pero sus amoríos duraron apenas unos días. ¿A lo mejor, quién sabe, fuese diferente a los otros? Pero era igual. Enseguida quiso prohibirle que se maquillara la cara, que tuviera amistad con Iracema —«todos hablan de ella, no es amiga para ti»—, que fuera a una fiesta en casa del «coronel» Misael, a la que él no fuera invitado. Y todo eso en menos de un mes.

De Ilhéus sólo le gustaba la casa nueva, cuyo modelo escogiera en una revista de Río. El padre accedió porque para él era un asunto que lo dejaba indiferente. Mundinho Falcão había traído a ese arquitecto loco, sin trabajo en Río, y ella quedó encantada con la casa de Mundinho. También con él había soñado. Ése sí que era diferente, podía arrancarla de allí, llevarla para otras tierras, aquéllas de que hablaban en las novelas francesas. Para Malvina no se trataba del amor, de explosiva pasión. Amaría a quienquiera que le ofreciese el derecho a vivir, a quien la libertase del miedo al destino de todas las mujeres de Ilhéus. Era preferible envejecer solterona, vestida de negro, a la puerta de las iglesias. Si no quería morir como Sinházinha, de un tiro de revólver. Mundinho se alejó de ella no bien sintió su interés. Malvina sufrió, por su esperanza marchita. Josué estaba imposible, habíase puesto exigente y mandón. Fue cuando Rómulo llegó y atravesó la plaza con su malla de baño, para cortar luego las ondas en brazadas largas. Ése, sí, pensaba de otro modo. Había sido infeliz; la mujer estaba loca. Le hablaba de Río; ¿qué importaba el casamiento, simple convencionalismo? Ella podría trabajar, ayudarlo, ser amante y secretaria, estudiar en la facultad si así lo quería, independizarse, unida a él sólo por el amor. ¡Ah!, cómo vivió ardientemente esos meses…

Sabía que la ciudad toda comentaba; que en el colegio no se hablaba de otra cosa; algunas amigas se alejaban de ella, e Iracema fue la primera. ¿Qué le importaba? Se reunía con él en la avenida de la playa, mantenían inolvidables conversaciones. En las matinés del cine se besaban con furia: él le decía que renació al conocerla. Y muchas noches en que Melk estaba en la estancia, y la casa entera dormía, Malvina había ido a buscarlo a las rocas. Sentábanse en el hueco de la piedra, mientras las manos del ingeniero recorrían su cuerpo. Él le susurraba pedidos, con la respiración entrecortada. ¿Por qué no pertenecerle allí mismo, en la playa? Malvina quería irse de Ilhéus. Al partir se entregaría. Hacía planes de fuga. En el cuarto, golpeada y presa, leyó en el diario de Bahía: «Un escándalo conmovió la alta sociedad de Italia. La princesa Alejandra, hija de la infanta doña Beatriz de España y del príncipe Vitorio, salió de la casa de los padres y fue a vivir sola, yendo a trabajar como cajera en una casa de modas: Y eso porque su padre quería casarla con el rico duque Humberto Visconti de Modrome, de Milán, y ella está enamorada del plebeyo Franco Martini, industrial». Parecía escrito para ella. Con un trozo de lápiz, en el papel de la orilla del periódico, escribió el mensaje para Rómulo marcando el encuentro. La sirvienta lo llevó al hotel, entregándolo en mano propia. Aquella noche, si él lo deseaba, sería de él. Porque ahora se había decidido definitivamente: saldría de allí, escogería otra ciudad para vivir. La única preocupación que la contuvo —solamente ese día se había percibido de eso— era evitar que el padre sufriera. ¡Y cómo habría de sufrir! Ahora ya no le importaba.

Sentada en la playa húmeda, con los pies asomando al abismo, Malvina espera. En la playa escondida, gimen las parejas. Salta el fuego fatuo en las alturas. Todo el plan está formado, estudiado hasta en sus menores detalles, y Malvina espera, impaciente. Las ondas revientan abajo, la espuma vuela. ¿Por qué no viene él? Debería haber llegado antes que ella; en la esquela Malvina había escrito la hora exacta. ¿Por qué no llegaba? En el Hotel Coelho, con la puerta trancada y el sueño imposible, Rómulo Vieira, competente ingeniero del Ministerio de Vialidad y Obras Públicas, tiembla de miedo.

Siempre había sido idiota, tratándose de mujeres. Se metía en complicaciones, no se llevaba bien con ellas. Pero nunca se enmendaba. Vivía enamorando muchachas solteras; allá en Río escapó por poco de la furia de los hermanos violentos de una tal Antonieta, con quien tenía citas. Se juntaron los cuatro hermanos para darle una lección; por eso había aceptado venir a Ilhéus. Entonces juró no volver a mirar a ninguna muchacha casadera. Esa comisión en Ilhéus era un verdadero regalo. Estaba juntando dinero y, además de eso, Mundinho Falcão le garantizaba un buen bocado extra si andaba rápido y concluía el informe reclamando el urgente envío de las dragas. Así lo había hecho, combinando con Mundinho solicitar la dirección del servicio de rectificación y dragado, al Ministerio. El exportador habíale prometido mayor ganancia aún para cuando el primer barco extranjero entrase al puerto. Y empeñarse por su ascenso. ¿Qué más podía desear? Sin embargo, había ido a meterse con una joven soltera, a mostrarse en los cines, a hacerle promesas imposibles. Resultado: tuvo que telegrafiar pidiendo un substituto, luego de una desagradable conversación con Mundinho. Había prometido que no bien llegara a Río, no dejaría al ministro en paz mientras las dragas y los remolcadores no fuesen enviados. Era todo cuanta podía hacer. Lo que no podía hacer era quedarse en Ilhéus, para recibir chicotazos en cualquier calle o llevar un tiro en la obscuridad de la noche. Se encerró después en su habitación, de donde saldría solamente para embarcar. ¡Y la loca todavía arreglando citas en las rocas!; él ni siquiera creía que Melk hubiera regresado a la plantación, donde la zafra finalizaba. Una loca; él tenía la manía de las locas, se metía con ellas …

Malvina esperaba en lo alto de las rocas.

Abajo, las ondas llamaban.

Él no vendría; por la tarde casi había muerto de miedo, pero sólo ahora ella lo comprendía. Miró la espuma que volaba, las aguas que llamaban; por un instante pensó en arrojarse. Acabaría con todo. Pero ella quería vivir, quería irse de Ilhéus, trabajar, ser alguien, conquistar un mundo. ¿Qué ganaba con morir? En las ondas arrojó las planes hechos, la seducción de Rómulo, sus palabras y el billete que él le escribiera días después de desembarcar. Malvina se daba cuenta del error cometido. Para salir de allí sólo había visto un camino: salir apoyada en el brazo de un hombre, marido o amante. ¿Por qué?

¿No significaba eso que Ilhéus continuaba actuando sobre ella, llevándola a no confiar en sí misma? ¿Por qué partir de la mano de alguien, presa a un compromiso, a deuda tan grande? ¿Por qué no partir con sus pies libres, sola, a conquistar un mundo? Así saldría.

No por la puerta de la muerte; quería vivir, y vivir ardientemente, libre como el mar sin límites. Recogió los zapatos, descendió de las rocas mientras comenzaba a delinear un plan. Se sentía liviana. Había sido lo mejor de todo que él no viniese; ¿cómo podría vivir con un hombre tan cobarde?