—Cruz diablo… Hasta parece que el demonio anda suelto en Ilhéus. ¿Dónde se ha visto una muchacha soltera enamorar a hombres casados? —imprecaba la áspera Dorotea en el atrio de la Iglesia, en medio de las solteronas.
—El profesor, en cambio, ¡pobrecito!, sólo le falta perder el juicio. Anda tan apesadumbrado que da pena… —se quejó Quinquina.
—Un mozo tan delicado que puede enfermarse —apoyó Florita—. No tiene mucha salud.
—Tampoco él es buena pieza. La tristeza que tiene le ha dado por hacerle rondar a esa desvergonzada… Hasta se para en el paseo para hablar con ella. Ya le dije al padre Basilio…
—¿Qué cosa?
—Que Ilhéus está quedando transformada en tierra de perdición, un día de estos Dios nos va a castigar. Manda una plaga y mata todo lo que sea planta de cacao…
—¿Y él, qué respondió?
—Dijo que yo era una boca de mala suerte. Se puso furioso. Que yo andaba queriendo el mal…
—También usted fue a hablar justamente con él… Él es dueño de una plantación de cacao. ¿Por qué no habló con el padre Cecilio? Ése, pobrecito, no tiene pecado.
—¡Pero si hablé! Y me dijo: «Dorotea, el demonio anda suelto por Ilhéus. Reinando sólo por esas calles». Y es la verdad.
Dieron vuelta la cara para no mirar a Gloria en su ventana, iluminada en sonrisas, observando el bar de Nacib. Eso sería mirar al pecado, al propio demonio. En el bar, el Capitán soltó triunfalmente la noticia: el «coronel» Altino Brandáo, el dueño de Río do Bravo, hombre que arrastraba más de mil votos, se había puesto del lado de Mundinho. Allá había estado, en la casa exportadora, para comunicar su decisión. Mundinho le había preguntado, sorprendido con la inesperada resolución del «coronel»:
—¿Qué lo decidió, «coronel»?
Pensaba en los irrespondibles argumentos y en sus convincentes conversaciones:
—Unas sillas de respaldo —respondió Altino.
Pero en el bar ya se sabía de la entrevista malograda, de la cólera de Ramiro. Se exageraban los hechos: que hubo una violenta conversación, que el viejo político había expulsado a Altino de su casa, que éste había sido mandado por Mundinho para proponerle acuerdos o pedirle tregua y clemencia. La versión nacida de Tonico, muy exaltado, anunciaba por las calles de Ilhéus que iba a volverse a los días pasados, de tiros y muertes. Otras versiones, del Doctor y de Ño-Gallo, que habían encontrado al «coronel» Altino, contaban que Ramiro perdió la cabeza cuando el plantador de Río do Braço le dijo que lo consideraba derrotado aun antes de las elecciones, y que le avisaba que votaría a Mundinho. Ante esto, Tonico habría propuesto un acuerdo humillante para los Bastos. Ramiro hablase negado. Se cruzaban las versiones, al sabor de las simpatías políticas. Una cosa, sin embargo, era cierta: después de la partida de Altino, Tonico corrió a llamar un médico, el doctor Demóstenes, para atender al «coronel» Ramiro, que había sufrido un desfallecimiento. Día de comentarios, de discusiones, de nerviosidades. Le pidieron su opinión a Juan Fulgencio, que vino de la Papelería para la charla del atardecer:
—Pienso como doña Dorotea. Ella acabó de decirme que el diablo anda suelto por Ilhéus. Ella no sabe, a ciencia cierta, si se esconde en la casa de Gloria, o aquí en el bar. ¿Dónde esconde al maldito, Nacib? No solamente al diablo sino al infierno completo escondía él, dentro suyo. De nada sirvió el trato que hiciera con Gabriela. Ella venía y se quedaba atrás de la caja registradora. Débil trinchera, corta la distancia que la separaba del deseo de los hombres. Acodábanse, ahora, para beber a su alrededor, con toda desvergüenza. El juez se había hecho tan caradura que a él mismo, a Nacib, le había dicho:
—Váyase preparando, mi amigo, que voy a robarle a Gabriela. Trate de buscarse otra cocinera.
—¿Ella le dio esperanzas, doctor?
—Me las dará… Es cuestión de tiempo y de maña.
Manuel das Onzas, que antes no salía de sus plantaciones, parecía haberse olvidado de sus estancias, en plena época de la cosecha. Mandó ofrecer a Gabriela pedazos de tierra. La solterona tenía toda la razón. El diablo se había soltado en Ilhéus, dándole vuelta la cabeza a los hombres. Terminaría torciendo también la de Gabriela.
Hacía apenas dos días, doña Arminda le había dicho:
—Que coincidencia: soñé que Gabriela partió para siempre, y ese mismo día el «coronel» Manuel hizo decir que si ella quería le pondría una plantación a nombre de ella, y por papel.
La cabeza de una mujer es débil, bastaba sólo con mirar a la Plaza para saberlo: allá estaba Malvina, en un banco de la avenida, conversando con el ingeniero. ¿Juan Fulgencio no decía que era la chica más inteligente de Ilhéus, dura de carácter, y qué sé yo qué más? ¿Y no perdía la cabeza, enamorando a vista y paciencia de todos a un hombre casado?
Nacib caminó hasta el extremo del largo pasillo del bar. Perdido en sus pensamientos, se asustó cuando vio al «coronel» Melk Tavares salir de su casa y marchar hacia la playa.
—¡Miren! —exclamó.
Algunos, que oyeron, se dieron vuelta.
—Está caminando hacia donde están ellos…
—Habrá lío…
La joven, que viera a su padre aproximarse, se puso de pie. Habría llegado de la plantación en ese momento, porque ni se había sacado las botas. En el bar, abandonaban las mesas de adentro para ver mejor.
El ingeniero palideció cuando Malvina dijo: —Mi padre viene hacia aquí.
—¿Qué vamos a hacer? —la voz lo traicionaba.
Melk Tavares, con la cara hosca, el rebenque en la mano y los ojos fijos en los de la hija, se paró junto a ellos. Como si no viera al ingeniero, ni lo miró.
Dijo a Malvina, con la voz sonando como un chicotazo:
—¡A casa! ¡En seguida!
El rebenque restalló seco contra la bota.
Se quedó parado mirando el paso lento de la hija. El ingeniero ni se había movido, sintiendo pesadas las piernas, empapadas en sudor la frente y las manos. Cuando Malvina entró por el portón y desapareció dentro de la casa, Melk levantó el rebenque, y apoyó la punta de cuero en el pecho de Rómulo:
—Supe que usted ha terminado sus estudios en el puerto. Que mandó un telegrama solicitando quedarse, para tomar la dirección de los trabajos. Si yo fuese usted no haría eso, no. Enviaba un telegrama pidiendo un substituto y no esperaba su llegada. Pasado mañana hay un barco.
Retiró el rebenque levantándolo, y la punta rozó levemente la cara de Rómulo: – Pasado mañana, ése es el plazo que le doy.
Le volvió la espalda, dirigiéndose hacia el bar, como para indagar el motivo de la pequeña aglomeración en la puerta. Marchó hacia allá, se fueron sentando los curiosos, estableciéndose conversaciones rápidas, miradas de soslayo. Melk llegó, palmeó la espalda de Nacib:
—¿Cómo va esa vida? Sírvame un cognac.
Vio a Juan Fulgencio y fue a sentarse al lado:
—Buenas tardes, don Juan. Me dijeron que usted anduvo vendiéndole unos libros malos a mi chica. Voy a pedirle un favor: no le venda ningún otro. Solamente libros de colegio, porque los otros no sirven sino para desencaminarla.
Muy calmo, Juan Fulgencio respondió:
—Tengo libros para vender. Si el cliente quiere comprar no dejo de venderle. Libro malo; ¿qué es lo que entiende usted por eso? Su hija no compró sino libros buenos, de los mejores autores. Aprovecho para decirle que es una muchacha inteligente, muy capaz. Es necesario comprenderla; no debe tratarla como a cualquiera otra muchacha.
—Es mi hija, deje que la trate como crea conveniente. Para ciertas enfermedades, me conozco bien los remedios. En cuanto a los libros, buenos o malos, ella no volverá a comprar otros.
—Eso es cosa de ella.
—Y mía también.
Juan Fulgencio levantó los hombros, como indicando que se lavaba las manos por su consecuencia. Pico-Fino llegaba con el cognac, Melk lo bebió de un sorbo, y cuando iba a levantarse, Juan Fulgencio lo tomó de un brazo:
—Dígame, «coronel»: hable con su hija con calma y comprensión; ella tal vez lo oiga. Si emplea la violencia, puede que luego se arrepienta.
Melk pareció hacer un esfuerzo para contenerse: —Don Juan, si no lo conociera, si no hubiera sido amigo de su padre, ni le habría escuchado. Deje a la chica por mi cuenta. No acostumbro arrepentirme. De todas maneras, le agradezco la intención.
Golpeando con el rebenque en su bota, atravesó la plaza, Josué lo miraba desde una de las mesas; vino luego a sentarse en la silla que él dejara, al lado de Juan Fulgencio:
—¿Qué irá a hacer?
—Posiblemente una brutalidad —posó sus ojos bondadosos en el profesor—. Lo que no me causa asombro; ¿acaso usted no las anda haciendo, también? Es una muchacha de carácter, diferente a todas. Y la tratan como si fuera una tonta… Melk trasponía la puerta de la casa de «estilo moderno». En el bar, las conversaciones retornaban a Altino Brandáo, al «coronel» Ramiro, a las agitaciones políticas. El ingeniero había desaparecido del banco de la avenida. Sólo Juan Fulgencio, Josué y Nacib, éste de pie en la vereda, continuaban atentos a los pasos del plantador.
En la sala, la mujer lo esperaba, encogida de miedo. El negro Fagundes tenía razón: parecía una imagen de santa macerada.
—¿Dónde está ella?
—Subió a su cuarto.
—Mándala venir.
Esperó en la sala, golpeando el rebenque contra la bota. Malvina entró; la madre quedó en la puerta de entrada. De pie ante él, la cabeza erguida, tensa, orgullosa, decidida, Malvina aguardó. También la madre aguardaba, con los ojos llenos de miedo.
Melk caminó por la sala:
—¿Qué tienes que decirme?
—¿Con respecto a qué?
—¡Respéteme! —le gritó—. Soy su padre, baje la cabeza. Sabe bien de lo que le estoy hablando. ¿Cómo me explica ese amorío? Ilhéus entero no habla de otra cosa, hasta la plantación llegó la noticia. No venga a decirme que no sabía que era un hombre casado, porque él nunca lo escondió. ¿Qué tiene que decirme?
—¿Qué se gana con hablar? Usted no va a comprenderme. Aquí nadie me puede comprender. Ya le dije, padre, más de una vez: yo no voy a sujetarme a ningún casamiento escogido por parientes, ni voy a enterrarme en la cocina de ningún estanciero, ni a ser sirvienta de ningún doctor de Ilhéus. Quiero vivir a mi modo. Cuando salga del colegio, a fin de año, quiero entrar a trabajar en una oficina.
—Usted no tiene nada que querer. Hará lo que yo le ordene.
—Yo haré lo que quiera.
—¿Qué?
—Lo que yo desee…
—¡Cállese la boca, desgraciada!
—No me grite; soy su hija pero no su esclava.
—¡Malvina! —exclamó la madre—. No contestes así a tu padre.
Melk la cogió de las muñecas, le golpeó el rostro con el puño cerrado.
Malvina rugió:
—Pues sepa que me voy con él, ahora.
—¡Ay, Dios mío!… —la madre se cubrió el rostro con las manos.
—¡Perra! —levantó el rebenque, sin reparar siquiera en dónde golpeaba.
La golpeó en las piernas, en las nalgas, en los brazos, en la cara, en el pecho. Del labio partido, la sangre corría; Malvina gritó:
—Puede pegarme cuanto quiera. ¡Me voy con él!
—Antes la mato…
En un impulso, la arrojó contra el sofá. Ella cayó de bruces y nuevamente él levantó el brazo; el rebenque bajaba y subía, silbaba en el aire. Los gritos de Malvina resonaban en la plaza.
La madre suplicaba, envuelta en lágrimas, la voz Atemorizada:
—Basta, Melk, basta…
Después, de repente, se arrojó desde la puerta, agarrándole la mano:
—¡No mates a mi hija!
Se detuvo, resoplando. Malvina ahora apenas si sollozaba en el sofá.
—¡A su cuarto! Hasta —nueva orden no volverá a salir.
En el bar, Josué apretaba las manos, se mordía los labios. Nacib sentíase abatido. Juan Fulgencio movía la cabeza. El resto de la gente del bar, estaba como en suspenso, en silencio.
En su ventana, Gloria sonrió tristemente.
Alguien dijo: —Paró de golpear.