De las sillas de alto respaldar

Pesadas sillas austríacas, de alto respaldo, negras y torneadas, con el cuero repujado a fuego. Parecían colocadas allí para ser miradas y admiradas, no para servir de asiento, intimidando a cualquiera. De pie, el «coronel» Altino Brandáo admiraba una vez más la sala. En la pared, como en su casa, retratos en colores —realizados por la floreciente industria paulista— del «coronel» Ramiro y de su fallecida esposa, y entre ambos retratos, un espejo. En un ángulo, un nicho con santos. Y en vez de velas, minúsculas lámparas eléctricas azules, verdes, rojas. En la otra pared, pequeñas esteras japonesas de bambú, en las que se veían tarjetas postales, retratos de parientes, estampas. Un piano al fondo, cubierto con un chal negro de estampado color sangre. Cuando Altino; desde el paseo saludara a Jerusa y preguntara si el «coronel» Ramiro Bastos estaba y si le podía conceder unos minutos, la joven lo había hecho pasar al corredor que separaba las dos salas del frente. Desde allí había oído crecer el movimiento en la casa: corrían las fallebas de las ventanas, desvestían las sillas protegidas por envolturas de paño, escuchábase el ruido de escobas y plumeros en movimiento. Aquella sala se abría solamente en los días de fiesta: cumpleaños del «coronel», toma de posesión de un nuevo Intendente, o recepción a políticos importantes de Bahía, o para la visita no habitual, y de consideración.

Jerusa apareció en la puerta y lo invitó:

—¿Quiere pasar, «coronel»?

Pocas veces había estado en la casa de Ramiro Bastos. Casi siempre en días de fiesta, y nuevamente en esta oportunidad admiraba la sala lujosa, prueba inequívoca de la riqueza y el poder del «coronel».

—Abuelo ya viene… —sonreía Jerusa, retirándose con una inclinación de cabeza. «Linda muchacha, hasta parecía extranjera de tan rubia, y la piel tan blanca que llegaba a azularse. Ese Mundinho Falcão era un tonto. ¿Por qué tanta pelea si todo podía arreglarse tan fácilmente?».

Oyó los pasos arrastrados de Ramiro. Sentóse.

—Hola, ¿qué tal? ¿Qué milagro es éste? ¿A qué debo el honor?

Se apretaban las manos. Altino se impresionó con el viejo: ¡cómo había desmejorado en aquellos meses, desde la última vez que lo viera! Antes parecía un tronco de árbol, como si la edad no le hiciese mella, indiferente a las tempestades y a los vientos, plantado en Ilhéus como para mandar allí por toda la eternidad. De esa imponencia sólo conservaba la mirada dominadora. Temblaban ligeramente sus manos, los hombros se vencían, el paso se había hecho vacilante.

—Usted cada vez más rígido —mintió Altino.

—Haciendo de las debilidades, fuerzas. Vamos a sentarnos.

El respaldo de la silla era recto. Podía ser bonita, pero era incómoda. Prefería los sillones de cuero azul del escritorio de Mundinho, tapizados, el cuero pudiendo amoldarse suavemente en ellos de tan cómodos que eran, quitándole a uno las ganas de levantarse y partir.

—Discúlpeme la pregunta: ¿qué edad tiene usted?

—Ando ya por los ochenta y tres.

—Buena edad. Que Dios le —dé muchos años más de vida, «coronel».

—En mi familia se muere tarde. Mi abuelo vivió ochenta y nueve años. Mi padre, noventa y dos.

—Me acuerdo de él, sí.

Jerusa entraba en la sala trayendo dos tazas de café en una bandeja.

—Las nietas están haciéndose señoritas.

—Me casé ya con edad, y lo mismo sucedió con Alfredo y Tonico. Si no, ya tendría bisnietos, y hasta tataranietos podría tener.

—No demorará en tener bisnietos. Con esa belleza de nieta…

—A lo mejor.

Jerusa volvía, retiraba las tazas, dando un recado: —Abuelo, tío Tonico llegó, y pregunta si puede venir aquí.

Ramiro lo miró a Altino:

—Usted decide, «coronel». ¿Es una conversación particular?

—Para don Tonico, no, es su hijo.

—Decile que venga…

Tonico apareció, con chaleco y polainas. Altino se levantó, viéndose envuelto en un abrazo cordial, caluroso. «Una bosta», pensó el coronel.

—Caramba, «coronel», qué satisfacción verlo en esta casa. Casi nunca aparece…

—Soy bicho de la selva, sólo salgo de Rio do Braço cuando no tengo otro remedio. De allí sólo para Aguas Claras…

—Qué zafra este año, ¿eh, «coronel»? —atajaba Tonico.

—Gracias sean dadas al Señor. Nunca vi tanto cacao… Pues sí, vine a Ilhéus y resolví: voy a hacerle una visita al «coronel» Ramiro. A conversar unas cosas que anduve pensando. En la plantación la gente se queda cavilando, de noche. Usted ya sabe cómo es eso, uno se pone a pensar y enseguida quiere decir lo que pensó.

—Soy todo oídos, «coronel».

—Usted sabe que en ese asunto de política nunca quise meterme. Solamente una vez, me vi obligado. Usted debe acordarse: cuando don Firma era intendente. Quisieron meterse en Río do Braço, nombrar autoridades para allá. Vine a hablar con usted en aquella ocasión…

Ramiro recordaba el incidente. El comisario, hombre de los suyos, había echado al subcomisario de Rio do Braço, un protegido de Altino, y había nombrado a un cabo de la policía militar. Altino apareció entonces en Ilhéus, yendo a su casa a protestar. Hacía de eso unos doce años. Quería la destitución del cabo y la vuelta de su protegido al cargo. Ramiro estuvo de acuerdo. Aquel cambio de autoridades había sido hecho sin haberlo consultado a él, que estaba en Bahía, actuando en el Senado.

—Voy a mandar llamar al cabo —había prometido.

—No es necesario. Volvió en el mismo tren en que fue, parece que tuvo miedo de quedarse. No sé bien por qué, no estoy muy informado. Oí decir que anduvieron haciendo unos chistes con él, cosas de muchachos. Pienso que no ha de querer volver. Es preciso anular su nombramiento, poner a mi compadre nuevamente. Autoridad sin fuerza no vale nada…

Y así fue hecho. Ramiro recordaba la conversación difícil. Altino llegó a amenazarlo con pasar a apoyar la oposición. ¿Qué quería él, ahora?

—Hoy vengo nuevamente. Tal vez para meterme en donde no me llamaron. Nadie me pidió un sermón. Pero estando en la plantación uno se pone a pensar en las cosas que están sucediendo en Ilhéus. Aunque la gente no se meta, las cosas se meten con la gente. Porque, en verdad, quienes terminan pagando los gastos de la política, somos los plantadores, los que vivimos enterrados por allá, recogiendo cacao. Por eso estoy preocupado…

_¿Qué es lo que usted piensa de la situación?

—Pienso que es mala. Usted siempre fue respetado; hace muchos años que es el jefe político y lo merece, ciertamente. ¿Quién podría negarlo? No he de ser yo, Dios me libre de eso.

—Ahora lo está negando. Ni que fuera uno de aquí… Un forastero vino a meterse a Ilhéus, nadie sabe por qué. Los hermanos, que son hombres de bien, lo echaron de la firma de ellos, ni quieren verle más la cara a ese renegado. Vino a dividir lo que estaba unido, a separar lo que estaba junto. Que el Capitán me combata, estoy de acuerdo, porque peleé contra su padre, y eché abajo su gobierno. Él tiene su parte de razón, por eso nunca dejé de darme con él, de tenerle consideración. Pero ese señor Mundinho debía contentarse con el dinero que gana. ¿Por qué se entromete?

Altino encendía un cigarro de hoja, observando las lámparas del nicho de santos:

—Iluminación de primera. Allá en casa, tengo también unos santos… devoción de mi patrona. Gasta velas que es un contento. Voy a mandar poner unas luces iguales a éstas. Ilhéus es una tierra de forasteros, «coronel». Nosotros mismos, ¿qué somos?

Nadie nació aquí. La gente de aquí, ¿qué es lo que vale? Sacando al Doctor, hombre ilustrado, los otros son unos restos, sólo sirven para la basura. Por así decirlo, uno es de los primeros «grapiúnas». Sólo nuestros hijos son hijos de Ilhéus. Cuando nosotros llegamos aquí todo esto no pasaba de una selva que daba miedo, ¿no pueden ellos también decir que no pasamos de ser forasteros?

—No hablo para ofenderlo. Sé que usted le vendió su cacao. No sabía que eran amigos, por eso hablé. Pero tampoco retiro lo que he dicho. Lo dicho, dicho está. No se compare con él, «coronel», ni me compare a mí. Nosotros vinimos cuando esto, aquí, no era nada. ¿Cuántas veces arriesgamos nuestra vida, escapando a duras penas de morir? Peor que eso, todavía, ¿cuántas veces no tuvo que mandar quitar la vida a alguien? Entonces, ¿todo eso no sirvió para nada? No se compare con él, «coronel», ni me compare —la voz del anciano, por un esfuerzo de su voluntad, perdía el temblor, la vacilación y pasaba a ser la antigua voz de mando—. ¿Qué vida arriesgó él? Desembarcó con dinero, instaló oficinas; compra y exporta cacao. ¿Qué vida quitó él? ¿Adónde fue a buscar el derecho de mandar aquí? Es nuestro derecho, nosotros lo conquistamos.

—Todo eso es cierto, «coronel». Todo es cierto, pero pertenece a otro tiempo. Uno vive pensando en el trabajo, no se da cuenta, pero el tiempo va pasando, las cosas van cambiando. De repente, se abren los ojos y se ve que todo está diferente. Tonico, silencioso y alarmado, escuchaba. Casi se había arrepentido de haber venido a la sala. En el corredor, Jerusa impartía órdenes a las sirvientas.

—¿Cuál es la diferencia? No le estoy entendiendo…

—Voy a decírsela a usted. Antes, era fácil mandar. Bastaba con tener fuerzas. Gobernar era fácil. Hoy, todo ha cambiado. Uno se ganaba el derecho a mandar, derramando sangre, como usted ha dicho. Se lo ganaba para garantir la posesión de las tierras; era necesario. Pero uno ya hizo lo que tenía que hacer. Todo creció. Itabuna está tan grande como Ilhéus, Pirangi, Agua Preta, Macuco, Guarací están haciéndose ciudades. Todo está lleno de doctores, de agrónomos, de médicos, de abogados. Todos protestando. ¿Acaso sabremos todavía mandar, y se podrá continuar mandando?

—¿Y por qué está todo así, lleno de doctores, en pleno progreso? ¿Quién lo hizo? Fue usted, «coronel», y este servidor suyo. No fue ningún forastero. Y ahora que está hecho, ¿con qué derecho se vuelven contra quien hizo todo esto?

—Uno planta cacao, lo cuida para que crezca, recoge los cocos, los parte, mete los granos en el «cocho», los seca en las barcazas, en las estufas, lo carga en el lomo de los burros, lo manda a Ilhéus, y lo vende a los exportadores. El cacao está seco, oliendo bien, como el mejor cacao del mundo, y fue uno quien hizo todo. Pero ¿somos capaces de hacer chocolate, lo sabemos hacer? Fue necesario que viniera don Hugo Kaufmann de allá, de Europa. Y asimismo, sólo hizo cacao en polvo. Usted, «coronel», hizo todo esto. Lo que Ilhéus tiene, lo que Ilhéus vale, a usted se lo debe. Dios me guarde de negarlo, soy el primero en reconocerlo. Pero usted ya ha hecho todo cuanto sabe, todo cuanto puede hacer.

—¿Y qué es lo que Ilhéus está pidiendo, además de lo que estamos haciendo? ¿Qué es necesario hacer? Para decirle la verdad, no veo las necesidades. Sólo que usted les ponga el dedo encima, para señalármelas.

—Usted lo va a ver. Ilhéus está lindo, parece un jardín. ¿Pero Pirangi, Río do Braço, Agua Preta? El pueblo está reclamando, exige. Hemos abierto caminos con los trabajadores, con los hombres que teníamos. Pero ahora hacen falta caminos, y eso ellos no pueden hacerlo. Lo peor de todo es ese asunto del puerto. ¿Por qué se puso usted en contra, «coronel» Ramiro Bastos? ¿Por qué el gobernador pidió eso? El pueblo todo lo quiere, es una cosa importante para estas tierras nuestras: imagínese, el cacao nuestro saliendo para todo el mundo. Y uno pudiendo dejar de pagar el transporte hasta Bahía. ¿Quién lo paga? Los exportadores y los plantadores.

—Existen ciertos compromisos. Y cada uno cumple los suyos. Porque si no se cumplen se acaba el respeto. Siempre cumplí, usted lo sabe bien. El gobernador me pidió, me explicó lo que pasaba. Nuestros hijos después podrán hacer el puerto, en el Malhado. Todo tiene su tiempo.

—Y ese tiempo llegó, usted no quiere darse cuenta. En el nuestro no había cine, las costumbres eran otras. También ellas están cambiando, y hay tantas cosas nuevas que uno no sabe dónde mirar. Antiguamente, para gobernar bastaba mandar, cumplir compromisos con el gobierno. Hoy no basta. Usted cumple con el gobernador, es su amigo, pero no por eso va a ser más respetado. Al pueblo no le interesa eso. Lo que quiere es un gobierno que atienda sus necesidades. ¿Por qué don Mundinho está dividiendo todo, por qué está teniendo tanta gente con él?

—¿Por qué? Porque está comprando a la gente, ofreciéndoles el oro y el moro. Y porque hay individuos sinvergüenzas que no cumplen sus compromisos.

—Discúlpeme, «coronel», no es nada de eso. ¿Qué es lo que él puede prometer y usted no puede? ¿Lugar en una lista, influencia, nombramientos, prestigio? Usted puede mucho más. Lo que él ofrece, y es lo que está haciendo, es gobernar de acuerdo a la época.

—¿Gobernar? ¿Desde cuándo él ganó una elección?

—Ni necesita ganar. Abrió una calle en la playa, fundó un periódico, ayudó a comprar los ómnibus, hizo instalar una agencia de Banco, trajo un ingeniero para el puerto. Y todo eso qué es, ¿no es gobernar? Usted manda en el Intendente, en el comisario, en las autoridades de los pueblos. Pero quien está gobernando, y desde hace ya tiempo, es Mundinho Falcão. Por eso vine aquí: porque una tierra no puede tener dos gobiernos. Salí de mi rincón para hablar con usted. Si esto continúa, algo malo sucederá. Ya comenzó: porque usted mandó prenderle fuego al diario, y casi matan a uno de sus hombres, en Guarací. Eso era bueno en otra época, porque no podía hacerse otra cosa. Pero para hoy es malo. Por eso vine a hablarle, a golpear las manos en la puerta de su casa.

—¿Para decirme qué?

—Que sólo hay un medio de resolver la situación Uno solamente, porque otro no veo.

—¿Y cuál es, dígame? —la voz del «coronel» sonaba seca, ahora parecían dos enemigos frente a frente.

—Soy su amigo «coronel». Lo voto a usted desde hace veinte años. Nunca le he pedido nada, y sólo una vez protesté, y con razón. Vengo aquí como amigo.

—Y yo se lo agradezco. Puede hablar.

—Sólo hay un medio, y es entrar en un acuerdo.

—¿Quién? ¿Yo? ¿Con ese forastero? ¿Pero qué es lo que piensa usted de mí, «coronel»?

No hice acuerdos ni cuando era joven, cuando estaba en peligro mi vida… Soy hombre de bien, y no es ahora, a un paso de la muerte, que me voy a doblegar. Ni hablar de eso.

Pero Tonico intervenía. Aquella idea del acuerdo le era agradable. Días atrás, Mundinho había estado en la estancia de Altino, seguramente todo era sugerencia suya.

—Deje hablar al «coronel», padre. Él viene como amigo, y usted debe oírlo. Aceptar o no, eso ya es otra cosa.

—¿Por qué usted no toma la dirección del asunto del puerto? ¿Por qué no llama a Mundinho a su partido? Juntando todo, pero con usted al frente. Nadie lo odia en Ilhéus, ni siquiera el Capitán. Pero si usted continúa por esa camino, va a perder.

—¿Tiene usted alguna propuesta en concreto, «coronel»? —preguntó Tonico.

—Propuesta, no. Con don Mundinho ni siquiera quise conversar cosas de política. Apenas le dije que yo solamente veía un camino: el de un acuerdo entre ustedes dos.

—¿Y él, que dijo? —Tonico, atento y curioso, quería saber.

—No dijo nada, claro que tampoco le pedí una respuesta. Pero si el «coronel» Ramiro quiere, ¿cómo va a quedar él si no acepta? Siendo el «coronel» quien tiende la mano, ¿cómo podrá él negarse?

—Tal vez usted tenga razón…

—Tonico empujaba la pesada silla, aproximándola a la de Altino.

La voz de Ramiro Bastos, alterada, interrumpió el diálogo: —«Coronel» Altino Brandáo, si fue solamente eso lo que le trajo aquí, su visita está terminada…

—¡Padre! ¿Qué es eso?

—Cállate la boca. Si quieres mi bendición no pienses en acuerdos. «Coronel», dicúlpeme, no quiero ofenderlo, siempre me llevé bien con usted. En esta casa usted manda como si fuese la suya. Vamos a hablar de otras cosas, si quiere. Pero de acuerdo, no. Escuche bien lo que voy a decirle: puedo quedarme solo, pueden abandonarme hasta mis hijos, y unirse a ese forastero. Me quedaré sin un amigo, o con uno sólo, porque el compadre Amancio, ése, estoy seguro que no me abandona. Aún así, sin nadie a mi lado, no haré ningún acuerdo. Antes de que yo muera nadie va a apoderarse de Ilhéus. Lo que sirvió ayer, también puede servir hoy. Aunque tenga que morir con las armas en la mano. Aunque tenga otra vez que, ¡Dios me perdone!, ¡mandar matar gente! Dentro de un año va a haber elecciones. Y voy a ganar, «coronel», aunque todo el mundo esté en contra, aunque Ilhéus vuelva a ser otra vez cueva de bandidos, tierra de bandoleros… —levantaba la voz trémula, se ponía de pie—. ¡Yo voy a ganar! También Altino se ponía de pie, tomaba su sombrero: —Yo vine en son de paz, usted no quiere oírme. No quiero salir de su casa como enemigo suyo, porque le tengo aprecio. Pero salgo sin compromisos, no soy su deudor, estoy libre de votar por quien quiera.

Adiós, «coronel» Ramiro Bastos.

El viejo dobló la cabeza, sus ojos parecían vidriados.

Tonico acompañaba a Altino hasta la puerta:

—Mi padre es cabezudo, obstinado. Pero tal vez yo pueda…

El «coronel» le apretaba la mano, cortándole la frase:

—Así, él va a terminar solo. Con dos o tres amigos, apenas, los más dedicados —miraba al joven, «una bosta»—. Pienso que Mundinho tiene razón. Ilhéus necesita de gente nueva para gobernar. Me quedo con él. Pero usted tiene la obligación de permanecer junto a su padre, de obedecerle. Cualquier otro tiene derecho a negociar, a pedir un acuerdo, hasta misericordia. Usted no, sólo una cosa puede hacer: quedarse junto a él, aunque sea para morir. Fuera de eso, usted no tiene otro camino.

Saludó a Jerusa, rubia y curiosa en la ventana de la otra sala, y se echó a caminar.