Del baile con historia inglesa

Uno de los más importantes sucesos de aquel año en Ilhéus, fue la inauguración de la nueva sede de la Asociación Comercial. Nueva sede que era, en realidad, la primera, pues la Asociación fundada pocos años atrás, había funcionado hasta entonces en el escritorio de Ataulfo Passos, su presidente, y representante de firmas del sur del país. En los últimos tiempos la Asociación estaba tornándose un poderoso elemento en la vida de la ciudad, factor de progreso, promoviendo iniciativas, ejerciendo influencias. La nueva sede, edificio de dos pisos, estaba situada en los alrededores del bar Vesubio, en la calle que unía la plaza San Sebastián con el puerto. A Nacib le habían encomendado las bebidas, los dulces y saladitos para la fiesta de la inauguración, y esa vez no tuvo más remedio que contratar dos mujeres para que ayudaran a Gabriela, porque el pedido era grande.

Las elecciones para la presidencia precedieron a la fiesta de la mudanza. Había sido necesario adular a los comerciantes, importadores y exportadores, para que consintieran en que sus nombres figuraran en la mesa directiva. Ahora se disputaban los cargos, porque otorgaban prestigio, crédito en los Bancos, derecho a opinar sobre la administración de la ciudad. Dos listas fueron presentadas, una por la gente de los Bastos, otra por los amigos de Mundinho Falcão.

Actualmente, para todas las cosas, estaban siempre de un lado los Bastos, del otro Mundinho. Una declaración firmada por exportadores, varios comerciantes y dueños de oficinas de importación, había aparecido en el «Diario de Ilhéus» patrocinando una lista, encabezada por Ataulfo Passos, candidato a la reelección, con Mundinho para vicepresidente y el Capitán como orador oficial. Nombres conocidos la completaban. Una declaración similar fue publicada en el «Periódico del Sur», firmada también por varios socios importantes de la Asociación, auspiciando otra lista. Para presidente, Ataulfo Passos, porque en torno a su nombre no había dudas. No era político, y a él se debía el progreso de la Asociación. Para vicepresidente el sirio Maluf, dueño de la mayor tienda de Ilhéus, íntimo de Ramiro Bastos en cuyas tierras, muchos años antes, comenzara con un almacén. Para orador oficial el doctor Mauricio Caires. Además del nombre de Ataulfo Passos, otro se repetía en las dos listas, indicado para el mismo modesto cargo de cuarto secretario: el del árabe Nacib A. Saad. Se esperaba una disputa ácida, ya que las fuerzas se equilibraban. Pero Ataulfo, hombre hábil y bien conceptuado, declaró que sólo aceptaría su candidatura si ambos adversarios llegaban a un entendimiento para la composición de una lista única que reuniera figuras de ambos grupos. No fue fácil convencerlos. Ataulfo, sin embargo, viejo mañero, visitó a Mundinho, alabó su civismo, el constante interés por la tierra y por la Asociación, le dijo cuanto le honraba al tenerlo como vicepresidente. Pero ¿no creía el exportador que era una obligación mantener a la Asociación Comercial equidistante de las luchas políticas, exactamente como un terreno neutral en el que las fuerzas opuestas pudiesen colaborar para el bien de Ilhéus y de la Patria? Lo que él proponía era unir las dos listas, creando dos vicepresidencias, dividiendo las secretarías, y los dos puestos de tesorero, los de oradores y bibliotecario. La Asociación, factor de progreso, con un gran programa a cumplir para hacer de Ilhéus una verdadera ciudad, debía orillar las lamentables divisiones políticas.

Mundinho concordó, dispuesto hasta a abandonar su candidatura a vicepresidente, propuesta a pesar de su opinión en contrario. Sin embargo, debía consultar a los amigos porque él, a diferencia del «coronel» Ramiro, no dictaba órdenes, nada decidía sin escuchar a sus correligionarios.

—Creo que estarán de acuerdo. ¿Habló ya con el «coronel»?

—Primero quise oírlo a usted. Voy a visitarlo por la tarde.

Con el «coronel» Ramiro el asunto fue más difícil. El viejo se mostró insensible a cualquier argumentación, al comienzo, diciendo coléricamente.

—Forastero sin raíces en estas tierras. No tiene ni un pie de cacao…

—Tampoco yo lo tengo, «coronel».

—Usted es otra cosa. Está aquí desde hace más de quince años. Es un hombre de bien, padre de familia, que no vino aquí para hacerle perder la cabeza a nadie, no trajo a hombres casados para que enamoren a las hijas de uno, ni quiere mandar en todo como si nada de lo hecho sirviera.

—«Coronel», usted sabe que yo no soy político. Ni siquiera soy elector. Quiero vivir bien con todos, trato con unos y con otros. Pero lo cierto es que muchas cosas deben cambiar en Ilhéus, ya no vivimos en aquellos tiempos del pasado, ¿y quién ha cambiado más cosas en Ilhéus que usted?

El viejo, cuya cólera iba en aumento, pronta a estallar, se ablandó con las últimas palabras del negociante:

—Sí, ¿quién cambió más cosas en Ilhéus?… —repitió—. Esto era el fin del mundo, una tapera, como usted debe recordar. Hoy no hay ciudad en el Estado que se iguale a Ilhéus. ¿Por qué no esperaron, por lo menos, a que yo muriera? Estoy a un paso de la tumba. ¿Por qué esa ingratitud al final de mi vida? ¿Qué mal hice yo, en qué ofendí a ese señor Mundinho que apenas conozco?

Ataulfo Passos no sabía qué responder.

Ahora la voz del «coronel» era trémula, la voz de un hombre viejo, terminado.

—No piense que estoy en contra de ciertos cambios, de que se hagan algunas cosas.

¿Pero por qué ese apuro, esa desesperación, como si el mundo se fuera a terminar? Hay tiempo para todo —nuevamente se erguía el dueño de la tierra, el invencible Ramiro Bastos—. No me estoy quejando. Soy hombre de lucha, no tengo miedo. Ese señor Mundinho piensa que Ilhéus comenzó cuando él desembarcó aquí. Quiere tapar el día de ayer, y eso nadie puede hacerlo. Va a aguantarse una derrota de las buenas, va a pagarme caro esta canallada…

Voy a vencerlo en las elecciones, y después lo arrojaré de Ilhéus. Y nadie me lo va a impedir.

—En eso, «coronel», no me meto. Todo lo que deseo es resolver el caso de la Asociación.

¿Por qué envolverla en estas disputas? Por otra parte, la Asociación es una cosa sin importancia, sólo se ocupa de los negocios, de los intereses del comercio. Si pasase a servir la causa política se iría barranca abajo. ¿Por qué gastar fuerzas, ahora, con esa tontería?

—¿Cuál es su proposición?

Explicó cuál era, mientras el «coronel» Ramiro Bastos oía, apoyado el mentón en el bastón, el delgado rostro rugoso bien afeitado, y un resto de cólera centelleando en los ojos.

—Pues bien, no quiero que digan que arruiné a la Asociación. Yo lo aprecio a usted mucho. Vaya descansado, que yo mismo le explicaré al compadre Maluf. ¿Quedan los dos iguales, sin nada de primero y segundo vicepresidente?

—Igualitos. Muchas gracias, «coronel».

—¿Ya conversó con ese señor Mundinho?

—Todavía no. Primero quise oírlo a usted, ahora voy a hablar con él.

—Es capaz de no aceptar.

—Usted, siendo quien es, aceptó; ¿por qué se va a negar él?

El «coronel» Ramiro Bastos sonrió, ¡era él el primero! Así fue como Nacib se vio elegido cuarto secretario de la Asociación Comercial de Ilhéus, compañero de Ataulfo, Mundinho, Maluf, del joyero Pimenta, y de otras personas importantes, inclusive del doctor Mauricio y del Capitán. Casi, le dio más trabajo a Ataulfo resolver el problema del orador oficial que todo lo demás. Mucho costó convencer al Capitán de que se conformara con el cargo de Bibliotecario, el último de la lista. Pero ¿acaso él no era orador oficial de la «Euterpe 13 de Mayo»? El doctor Mauricio no era orador de ninguna sociedad. Además con la substanciosa partida de dinero votada para la Biblioteca, ¿quién sino el Capitán, con suficiente competencia para elegir y comprar libros? Aquélla sería, en realidad, la biblioteca pública de Ilhéus, donde jóvenes y viejos vendrían para leer e instruirse, abierta a toda la población.

—Eso es pura bondad suya. Ahí están Juan Fulgencio, el Doctor… Elementos óptimos…

—Pero no son candidatos. El Doctor ni es socio de la Asociación, y nuestro querido amigo Juan, no acepta cargos. Únicamente usted, ¿a quién iríamos a poner, sino? Orador, y el mayor de la ciudad, es usted, sin dudas.

La fiesta de la instalación de la sede y de la posesión de la nueva comisión, fue digna de ser vista y comentada. A la tarde, con champagne y discursos en la gran sala que ocupaba toda la planta baja, donde debería funcionar la biblioteca se realizaron reuniones y conferencias (en el segundo piso estaban todos los otros servicios y la secretaría), y las nuevas autoridades fueron puestas en posesión de sus cargos. Nacib se había mandado hacer ropa nueva, especialmente para el acto. Flamante corbata, zapatos brillantes, un solitario en el dedo, hasta parecía un «coronel» dueño de estancias.

Por la noche fue el baile, con el bufet provisto por él (Plinio Aracá anduvo desparramando que Nacib había aprovechado el cargo para cobrar un dineral, ¡mentira injusta!, variado y sabroso. Había bebidas a discreción, excepto aguardiente. En las sillas apoyadas contra las paredes, en un revolotear de risas, las jóvenes esperaban ser sacadas a bailar. En las salas del segundo piso, abiertas e iluminadas, señoras y caballeros masticaban los dulces y los saladitos de Gabriela, conversando, diciendo que ni en Bahía se veía una fiesta como ésa, tan distinguida.

La orquesta del Bataclán tocaba valses, tangos, foxtrots, polcas militares. Aquella noche no se bailaba en el cabaret. Pero ¿acaso no estaban en la Asociación todos los «coroneles», comerciantes, exportadores, empleados de comercio, médicos y abogados? El cabaret dormitaba desierto, en él alguna que otra mujer permanecía en una espera inútil.

Viejas y jóvenes cuchicheaban en la sala de baile, detallando vestidos, joyas, adornos, maliciando romances, sospechando noviazgos. En el más bello vestido de noche mandado venir de Bahía, Malvina era la imagen del más vivo y comentado escándalo. Nadie desconocía ya en la ciudad la condición de hombre casado del ingeniero, separado de la mujer. Loca incurable, internada en un hospicio, es cierto. Pero ¿qué importaba eso?; siempre era un hombre sin derecho a mirar a muchacha soltera, casadera. ¿Qué tenía él para ofrecerle además de la deshonra, o cuanto menos, hacerla pasto de murmuraciones, dejarla en la boca de todo el mundo, sin poder ya casarse? Sin embargo, ellos no se dejaban, eran la pareja más constante del baile, sin perder un vals, una polca, un foxtrot.

Rómulo bailaba el tango argentino mejor que el finado Osmundo. Malvina, con las mejillas sonrosadas, los ojos profundos, parecía envuelta en un sueño, tan leve que parecía volar en los brazos atléticos del ingeniero. Un murmullo corría por las sillas apoyadas en las paredes, subía por las escaleras, desparramábase por los salones. Doña Felicia, madre de Iracema, la fogosa morena de los flirteos en el portón, prohibía a la hija andar con Malvina. El profesor Josué mezclaba bebidas, hablaba en voz alta, representaba la indiferencia y la alegría. Los acordes de la música iban a morir en la plaza, entraban por la ventana de Gloria, acostada con el «coronel» Coriolano, que viniera para asistir al acto de la tarde. A bailes no asistía, porque ésas eran cosas para jóvenes. Su baile era aquél, en la cama de Gloria.

Mundinho Falcão descendía a la sala de baile. Doña Felicia pellizcaba a Iracema, secreteándole:

—Don Mundinho te está mirando. Te viene a sacar para bailar.

Casi empujaba a la hija en los brazos del exportador. ¿Qué partido mejor que ése en todo Ilhéus? Exportador de cacao, millonario, jefe político y muchacho soltero. Sí, soltero, capaz de casarse.

—¿Me permite el honor? —preguntaba Mundinho.

—Con mucho gusto… —se erguía doña Felicia, con un saludo.

Iracema, de vigor pujante, lánguida y fingida, recostábase en él. Mundinho sentía los senos de la muchacha, el muslo que lo rozaba, la apretó suavemente:

—Es la reina de la fiesta… —le dijo él.

Iracema se recostó más, respondiendo: —Pobre de mí… Nadie me mira.

Doña Felicia sonreía en su silla; Iracema concluiría el curso en el colegio de hermanas a fin de año, llegaba ya el tiempo de casarla.

El «coronel» Ramiro Bastos se había hecho representar en el acto por Tonico. El otro hijo, Alfredo, estaba en Bahía, ocupado en la Cámara. A la noche, en el baile, Tonico acompañó a doña Olga, comprimida la gordura en un vestido rosa y juvenil, ridículo. Con ellos había venido la sobrina mayor, de desmayados ojos azules y piel fina de madreperla. Muy compenetrado en su papel, y respetable, Tonico ni miraba a las mujeres, ocupado en hacer girar aquella montaña de carnes que Dios y el «coronel» Ramiro le habían dado por esposa.

Nacib bebía champagne. No para aumentar el consumo de bebida cara y ganar más dinero, como mascullara el despechado Plinio Aracá, sino para olvidar padecimientos, ahuyentar el miedo que no lo abandonaba más, los temores que lo perseguían día y noche. El cerco alrededor de Gabriela crecía y se estrechaba. Le mandaban recados, proposiones, esquelitas de amar. Le ofrecían sueldos astronómicos a la codiciable cocinera; casa puesta, lujo de las tiendas, a la mujer incomparable. Hasta hacía pocos días, cuando Nacib se sentía menos triste debido a aquella elección de cuarto secretario, había pasado una cosa que era suficiente para mostrarle hasta dónde llegaba la audacia de esa gente.

La esposa de Míster Grant, director del ferrocarril, no tuvo a menos ir a la casa de Nacib para hacerle propuestas a Gabriela. Ese Grant era un inglés ya de edad, delgado y callado, que vivía en Ilhéus desde 1910. Lo conocían y lo trataban simplemente por Míster. La esposa, una gringa (por costumbre, extranjero) alta, y rubísima, de modales desenvueltos y un tanto masculinos, no soportaba Ilhéus, viviendo en Bahía desde hacía dos años. De aquella estadía suya en la ciudad quedaba el recuerdo de su figura entonces extremadamente joven, y una cancha de tennis que hiciera construir en los terrenos del ferrocarril, invadida por el pasto después de su partida. En Bahía, daba grandes comidas en su casa de la Barra Avenida, corría en su automóvil, fumaba cigarrillos, se comprobara que recibía a los amantes a plena luz del día. Míster Grant, no salía de Ilhéus, adorando el buen aguardiente que allí se fabricaba, jugando al póquer con los dados, embriagándose indefectiblemente todos los sábados en el «Trago de Oro», yendo todos los domingos a cazar por los alrededores. Vivía en una bella casa rodeada por jardines, sólo con una india de la que tuvo un hijo. Cuando la esposa aparecía en Ilhéus, dos o tres veces por año, traía regalos para la india, grave y silenciosa como un ídolo. Y apenas el niño cumplió los seis años, la inglesa lo llevó consigo a Bahía, donde lo educaba como si se tratara de su propio hijo. En los días de fiesta, en un mástil plantado en el jardín del Mister, flameaba la bandera de Inglaterra, pues Grant era el vicecónsul de Su Graciosa Majestad Británica en Ilhéus.

Hacía pocos días que la «gringa» desembarcó en el puerto, ¿cómo se había enterado de la existencia de Gabriela? Había mandado comprar al bar saladitos y dulces, un día subió la «Ladera de São Sebastiáo», golpeó las manos a la puerta de la casa de Nacib, y se demoró examinando la risueña cara de la empleada.

—Very well!

Mujer sin compostura, decían horrores de ella: que bebía tanto o más que un hombre, que iba a la playa semidesnuda, que le gustaban sobremanera los adolescentes casi niños, hasta se llegó a decir que le gustaban las mujeres. Propuso a Gabriela llevarla a Bahía, darle un sueldo que era imposible conseguir en Ilhéus, vestirla con elegancia, darle franco todos los domingos. No había hecho cumplido, no, había ido directamente a golpear la puerta de Nacib.

Gringa desvergonzada…

¿Y no le había ocurrido al juez pasearse, después de las audiencias, por la Ladera? ¿Cuántos soñaban ponerle casa a ella, tenerla de amante? Otros, más modestos, apenas si suspiraban por una noche con Gabriela, detrás de las rocas de la playa, por donde las parejas sospechosas iban a pasear en la oscuridad. Cada día se hacían más atrevidos, perdían la cabeza en el bar secreteándole cosas y se había hecho obligado el paseo a la casa de Nacib. Muchas noticias llegaban al mostrador del árabe, a sus oídos.

Cada tarde Tonico tenía una novedad para contarle, y hasta Ño-Gallo le había hablado del peligro.

—Toda mujer, hasta la más fiel, tiene sus flaquezas…

Doña Arminda, con sus espíritus y sus coincidencias, le había dicho que Gabriela era una tonta en rechazar tantas ofertas tentadoras.

—Total, a usted no le importa si ella se va, ¿no es cierto, don Nacib?

No le importaba…

Si no pensaba en otra cosa, buscando soluciones; perdía el sueño, no dormía más la siesta rumiando miedos en la perezosa. ¡Mi Dios, si hasta el apetito comenzaba a perder, y ya estaba adelgazando! Recibiendo las felicitaciones en la fiesta, golpecitos en el hombro, abrazos, cumplidos, ahogaba en champagne sus temores, las preguntas que le llenaban el pecho. ¿Qué significaba Gabriela en su vida, hasta dónde debía ir para guardarla? Buscaba la compañía melancólica de Josué, pero el profesor naufragaba en vermouth, protestando:

—¿Por qué diablos no hay aguardiente en esta fiesta de mierda? ¿Dónde quedaron sus palabras bonitas, sus versos rimados?

Hubo dos sensaciones más en el baile. Una fue cuando Mundinho Falcão, rápidamente harto de la fácil Iracema (no era hombre para ir a flirtear en los portones o en las matinés de los cines, para besitos y refregones), reparó en una muchacha rubia de piel fina de madreperla, de ojos color azul celeste.

—¿Quién es? —preguntó.

—La nieta del «coronel» Ramiro, Perusa, la hija del doctor Alfredo.

Sonrió Mundinho, pareciéndole divertida la idea.

Ella estaba, imagen de la hermosura adolescente, al lado del tío y de doña Olga.

Mundinho esperó que la orquesta comenzara, se encaminó, y tocó a Tonico en un brazo:

—Permítame saludar a su señora y a su sobrina. Tonico tartamudeó presentaciones, luego, como hombre de mundo que era, se dominó.

Cambiaron palabras amables, y Mundinho preguntó a la joven:

—¿Baila?

Respondió con una leve inclinación de cabeza, sonriendo. Salieron a bailar, y la emoción creció en la sala en la que ciertas parejas perdieron el paso a fuerza de volverse para mirar. Creció el murmullo de las señoras, del piso de arriba bajaba gente para ver qué sucedía.

—¿Así que usted es el tan mentado ogro? No parece…

Mundinho rio:

—Soy un simple exportador de cacao.

Entonces le tocó a la joven reírse, y la conversación continuó. El otro espectáculo fue Anabela. Había sido idea de Juan Fulgencio que jamás la viera bailar, porque no frecuentaba cabarets. A medianoche, cuando más animada estaba la fiesta, se apagaron casi todas las luces y la sala quedó en penumbra, Ataulfo Passos anunció:

—La bailarina Anabela, conocida artista carioca. Para las señoras y señoritas que aplaudían entusiasmadas, ella bailó con las plumas y los velos. Ribeirito, al lado de su mujer, triunfaba. Los hombres allí presentes sabían que le pertenecía aquel cuerpo delgado y ágil, que danzaba para él, sin malla, sin plumas y sin velos. El Doctor, solemne, dejaba caer esta afirmación: —Ilhéus se civiliza a pasos agigantados. Hasta no hace pocos meses el arte estaba desterrado de los salones. Esa talentosa Terpsícore era relegada a los cabarets, se exilaba su arte a las cloacas. La Asociación Comercial recogía el arte de las cloacas, lo traía al seno de las mejores familias.

Los aplausos atronaban.