De la luz del farol

Bajo el sol ardiente, el dorso desnudo, con la hoz presa a largas varas, los trabajadores recogían los cocos del cacao. Caían con un ruido sordo los frutos amarillos, y mujeres y chicos los reunían y partían con trozos de cuchillos. Se amontonaban los granos de cacao blando, blancos de miel, y eran metidos en las grandes cestas, llevadas luego a lomo de burro. El trabajo comenzaba al rayar el día, terminaba con la llegada de la noche, con un pedazo de charque asado con harina y una «jaca» madura, comido a los apurones a la hora en que el sol caía a plomo.

Las voces de las mujeres se elevaban en los dolientes cantos del trabajo:

Dura vida, amarga hiel,

soy negro, trabajador.

Dígame, por favor:

Dígame, por favor:

¿Cuándo voy a recoger

las penas de mi amor?

El coro de los hombres en las plantaciones, respondía:

Voy a recoger cacao

en el cacahuero…

El grito de los troperos apuraba a los burros, apenas la tropa de cacao blando alcanzaba el camino: «Eh, ¡mula del diablo! ¡Rápido, Diamante!». Montado en su caballo, seguido del capataz, el «coronel» Melk Tavares cruzaba las plantaciones, observando el trabajo. Desmontaba, protestaba contra las mujeres y chicos:

—¿Qué debilidades son ésas? Más rápido, doña, despacio se caza piojos… y se hacían más rápidos los golpes para partir en dos la cáscara de los frutos del cacao, colocados sobre la palma de la mano, la hoja del cuchillo amenazando los dedos cada vez. Más rápido también se hacía el ritmo de la canción llenando las plantaciones, activando a los recolectores:

El cacao tiene tanta miel,

hay en la planta tanta flor.

Dígame, don «coronel»,

dígame, por favor:

¿cuándo es que voy a dormir

en la cama de mi amor?

Por entre los árboles, en los caminos de las cobras, pisando las hojas secas, crecía la voz de los hombres recogiendo los cocos más rápidos:

Voy a recoger cacao

en el cacahuero…

El «coronel» examinaba los árboles, el capataz les gritaba a los trabajadores, proseguía la dura faena diaria. Melk Tavares se inmovilizaba de repente, preguntando:

—¿Quién recogió por aquí?

El capataz repetía la pregunta, los trabajadores se volvían para ver, el negro Fagundes respondía: —Fui yo.

—¡Ven acá!

Señalaba las plantas de cacao, por entre las hojas cerradas, en los gajos más altos se veían cocos olvidados:

—¿Proteges a los monos? ¿Piensas que yo planto cacao para ellos? Bolsa de pereza, sólo para tirarse…

—Sí patrón. No reparé…

—No reparaste porque no es plantación tuya, ni eres quien pierde dinero. Presta atención de ahora en adelante.

Proseguía su camino, el negro Fagundes levantaba la voz acompañando con los ojos mansos y buenos al «coronel». ¿Qué podía responder? Melk lo había arrancado de las manos de la policía cuando él, borracho, en una ida al poblado casi hizo estallar la casa de las rameras.

No era hombre de oír callado, pero al «coronel» no podía contestarle. ¿No lo había llevado él, hacía tiempo, a Ilhéus, para pegarle fuego a unos diarios, cosa muy divertida, y no lo recompensó bien, acaso? ¿Y no le había dicho que el tiempo de los barullos estaba volviendo, tiempos buenos para los hombres de coraje y de puntería, así como el negro Fagundes? Mientras esperaba, iba recogiendo cacao, bailando sobre los granos puestos a secar en las barcazas, sudando en la estufa, cubriéndose de miel los pies. Estaban tardando esos anunciados barullos, aquella hoguera en la ciudad no había alcanzado ni para calentarlo. Aun así había sido bueno, había podido ver el movimiento, andar en camión, disparar unos tiros al aire sólo para asustar, y había podido poner los ojos en Gabriela apenas llegara. Iba pasando por enfrente de un bar, y oyó reír, sólo podía tratarse de ella. Lo llevaban a una casa en la que debía quedar hasta la hora de cumplir su misión. El muchacho que los conducía, el «Rubio», de sobrenombre, había respondido a su pregunta:

—Es la cocinera del árabe, un pedazo de azúcar…

El negro Fagundes había disminuido el paso, atrasándose para espiarla.

El «Rubio» lo apuraba, enojado:

—Vamos, negro. No se muestre así, sino arruina el plan. Vamos, rápido.

Al volver a la estancia, en la noche salpicada de estrellas, cuando el sonido del acordeón lloraba en la soledad, le había contado a Clemente. La luz roja del farol creaba imágenes en la negrura de las plantas, ellos veían el rostro de Gabriela, su cuerpo bailando, las piernas largas, los pies caminadores.

—Estaba linda que había que ver…

—¿Trabaja en un bar?

—Cocina para el bar. Le trabaja a un turco, un gordo con cara de buey. ¡Estaba hecha una elegancia!, metida en unas chinelas, lavada y fresca. Mal podía ver a Clemente a la luz del farol, oyéndolo inclinado, callado y pensativo.

—Estaba riendo cuando yo pasé. Riendo con un tipo, un ricacho de ésos. ¿Sabes una cosa, Clemente? Tenía una rosa en la oreja; nunca vi cosa igual. Una rosa en la oreja, Gabriela perdida en la luz del farol…

Clemente se cierra como en un caparazón de tortuga.

—Me metieron en los fondos de la casa del «coronel». Vi a su mujer, una persona enferma, que parecía una imagen. También vi a la hija, desparrama belleza, que es un contento, pero ¡orgullosa!, pasaba por delante de uno sin mirar siquiera. Pero lindura de mujer como Gabriela te digo, Clemente, que no hay otra, no. ¿Qué es lo que ella tiene, Clemente? ¿Me puedes decir?

¿Qué es lo que tenía? ¿Cómo iba a saberlo? No había servido para nada dormir con ella, recostada sobre su pecho, en las noches de camino, de «sertão», de «caatinga», últimamente, de los prados verdes. Nada aprendió, nunca supo nada. Pero alguna cosa tenía, algo que hacía imposible olvidarla. ¿El color de canela? ¿El perfume del clavo? ¿El modo de reír? ¿Cómo iba a saberlo? Un calor tenía, que quemaba la piel, quemaba por dentro, como una hoguera.

—Fue una fogarada de papel, se quemó todo en un instante. Yo estaba queriendo ir a ver a Gabriela, conversar un rato con ella. Pero no hubo forma, a pesar de lo mucho que yo quería.

—¿No la viste más?

La luz del farol lamía la sombra, la noche aumentaba sin Gabriela. Llorar de perros, chistar de lechuzas, silbido de cobras. En el silencio persistía la nostalgia de los dos. El negro Fagundes agarró el farol, y se fue a dormir. En la sombra de la noche, inmensa y solitaria, el mulato Clemente recogió a Gabriela. Su rostro sonriente, sus pies andariegos, sus muslos morenos, los senos erguidos, el vientre nocturno, su perfume a clavo, su color de canela. La tomó en los brazos, la llevó para su cama hecha con varas. Se acostó con ella, reclinada en su pecho.