Gabriela en la berlinda

Era un gato vagabundo del «morro», casi salvaje. El pelo sucio de barro, con trozos arrancados, la oreja despedazada, corredor de gatas de la vecindad, luchador sin rival, con aspecto de aventurero. Robaba en todas las cocinas de la «ladeira», era odiado por todas las dueñas de casa y sirvientas, ágil y desconfiado, jamás habían conseguido echarle mano. ¿Cómo hizo Gabriela para conquistarlo, para conseguir que él la siguiera maullando, para que viniese a acostarse en su regazo? Tal vez porque no lo había azotado con gritos y escobas cuando él aparecía, audaz pero prudente, en busca de sobras de la cocina. Le arrojaba trozos de pellejo, colas de pescado, tripas de gallina. Él se había ido habituando, y ahora pasaba la mayor parte del día en el fondo de la casa durmiendo a la sombra de los guayaberos. Ya no parecía tan flaco y sucio, si bien conservaba la libertad de sus noches, correteando por calles y tejados, peleador y prolifero.

Cuando, de vuelta al bar, Gabriela sentábase para almorzar, él venía a restregarse contra sus piernas, a ronronear. Masticaba los bocados que ella le daba, maullando agradecido cuando Gabriela extendía la mano y le acariciaba la cabeza o la barriga. Para doña Arminda aquello era un verdadero milagro. Nunca imaginaría que pudiera ser posible amansar aquel animal tan arisco, hacerlo venir a comer en la mano, dejarse tomar y llevar al regazo, adormecerse en brazos de alguien. Gabriela apretaba el gato contra su pecho, le restregaba el rostro en la cara salvaje, y él apenas si maullaba en sordina, dejando semicerrados los ojos, rascándola levemente con las uñas. Para doña Arminda sólo había una explicación: Gabriela era medium de poderosos efluvios, no desarrollada ni siquiera descubierta, un diamante en bruto para lapidar en las sesiones y ser aparato perfecto de las comunicaciones del más allá. ¿Qué otra cosa sino sus poderosos fluidos podrían domar animal tan bravío?

Sentadas las dos en el batiente de la puerta, la viuda remendando medias, y Gabriela jugueteando con el gato, doña Arminda trataba de convencerla:

—Muchacha, lo que tienes que hacer es no perder ni una sesión. Todavía el otro día el compadre Deodoro me preguntó por ti. «¿Por qué aquella hermana no volvió más? Ella tiene un espíritu-guía de primera. Estaba detrás de la silla de ella». Fue lo que me dijo, palabra por palabra. Una coincidencia, porque yo había pensado lo mismo. Y mirá que el compadre Deodoro es entendido en estos asuntos. No parece, tan joven como es. Pero él, m’hijita, tiene una intimidad con los espíritus, ¡qué hay que ver! Manda y ordena que da miedo. Podrías llegar a ser medium vidente …

—No quiero, no… No quiero, doña Arminda. Para qué, ¿no es cierto? Es mejor no andar dando vuelta con los muertos, dejarlos en paz. No me gusta eso, no… —rascaba la barriga del gato, cuyo ronronear crecía.

—Pues haces muy mal, m’hija. Así tu guía no puede aconsejarte, no entiendes lo que él te dice. Andas caminando por la vida como una ciega. Porque un espíritu es lo mismo que el guía para un ciego. Va mostrando el camino a uno, evitándole los tropezones…

—Yo no tengo, doña Arminda. ¿Qué tropezones?

—No se trata solamente de tropezones, sino también de los consejos que él te da. El otro día tuve un parto difícil, el de doña Amparo. El chico estaba atravesado, no quería salir. Yo sin saber qué hacer, don Milton ya con la historia de querer llamar al médico. ¿Quién me ayudó? El finado mi marido que me acompaña, que no me deja. Allá arriba —y señalaba al cielo— ellos saben de todo, hasta de medicina. Él me fue diciendo al oído lo que yo debía hacer. ¡Nació una hermosura de chico!…

—Debe ser bueno ser partera… Ayudar a los inocentes a nacer.

—¿Quién va a aconsejarte? Y tan luego a ti, que tanto necesitas de consejo…

—¿Preciso, por qué, doña Arminda? No sabía…

—M’hijita, que eres una tonta, disculpa que te lo diga. Tonta de marca mayor. Ni sabes aprovechar lo que Dios te dio.

—No diga eso, doña Arminda, que estoy sin entender. Yo aprovecho todo lo que tengo.

Hasta los zapatos que don Nacib me dio. Voy con ellos al bar. Pero, no me gusta, me gusta más andar con chinelas. Andar con zapatos no me gusta, no…

—¿Quién te está hablando de zapatos, tonta? Entonces no ves que don Nacib está loquito, que se le cae la baba, que vive con un pie aquí y otro…

Gabriela rio, apretando el gato contra el pecho: —Don Nacib es un mozo bueno, ¿miedo de qué voy a tener? Él no piensa en echarme, y yo sólo quiero cumplir con él…

Doña Arminda se pinchó el dedo con la aguja ante tanta ceguera:

—Uff… hasta me pinché… Eres más tonta de lo que yo pensaba… Y don Nacib pudiendo dártelo todo… Está rico, don Nacib. Si le pides sedas, te las dará; si le pides una muchacha para que te ayude en el trabajo, él te contratará dos enseguida; si le pides dinero, el dinero que quieras, te lo dará.

—No necesito… ¿Para qué?

—¿Piensas que vas a ser linda toda la vida? Si no aprovechas ahora, después será tarde. Soy capaz de jurar que no le pides nada a don Nacib. ¿No es cierto?

—Para ir al cine cuando usted va, sí. ¿Qué más voy a pedir?

Doña Arminda perdía la calma; arrojó la media con el huevo de madera, el gato se asustó y la miró con ojos malignos:

—¡Todo! Todo, muchacha, todo lo que quieras él te dará —bajaba la voz en un susurro—. Si te sabes manejar, él hasta puede casarse contigo…

—¿Casarse conmigo? ¿Por qué? No necesito, doña Arminda, ¿por qué me voy a casar? Don Nacib es hombre para casarse con una chica buena, de familia, de representación. ¿Por qué habría de casarse conmigo? No quiero…

—¿Y no quieres ser una señora, mandar en una casa, salir del brazo de tu marido, vestir de lo bueno y de lo mejor, tener representación?

—A lo mejor tengo que estar calzada todo el día… No me gusta… No quiero calzar zapatos. De casarme con don Nacib, hasta me gustaría. Pasarme toda la vida cocinando para él, ayudándolo… —sonreía, ronroneábale al gato, le acariciaba la nariz mojada y fría—. ¡Pero, qué, don Nacib tiene tanto que hacer! No va a querer casarse con una cualquiera como yo, que él ya encontró perdida… No quiero pensar en eso, doña Arminda. Sólo que él estuviese loco…

—Pues yo te digo, m’hija, solamente esto: es cuestión de querer, de saber llevar las cosas con habilidad, dando y negando, dejándolo con agua en la boca. Él anda asustado. Mi Chico me contó que el juez habla de ponerte casa. Él se lo oyó decir a Ño-Gallo. Don Nacib anda con el corazón en la mano…

—No quiero, no… —moría la sonrisa en sus labios—. Me gusta él. Viejo sin gracia ese tal juez.

—Allá está otro más… —susurró doña Arminda, el «coronel» Manuel das Onzas, con su andar de plantador, ascendía la calle. Se paró delante de las mujeres, se quitó el sombrero Panamá, mientras con un pañuelo de color se limpiaba el sudor.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes, «coronel» —respondió la viuda.

—Ésta es la casa de Nacib, ¿no? La conocí por la moza —señalaba a Gabriela—. Ando buscando empleada, voy a traer la familia para Ilhéus… ¿No saben de ninguna?

—¿Empleada para qué, «coronel»?

—Hum… para cocinar…

—Por aquí es difícil.

—¿Cuánto le paga Nacib? Gabriela levantaba sus ojos cándidos: —Seiscientos cruzeiros, sí señor…

—Paga bien, no hay duda.

Se hizo un silencio prolongado, el plantador miraba el corredor, doña Arminda recogió sus remiendos, saludó, y quedó escuchando por detrás de la puerta de su casa. El «coronel» sonrió todo satisfecho:

—Para decirle la verdad, no necesito cocinera. Cuando la familia venga traigo una de la plantación. Pero es una pena que una morena como usted esté metida en la cocina.

—¿Por qué, «coronel»?

—Arruina las manos. Depende sólo de usted el largar las cacerolas. Queriendo, le puedo dar de todo, casa decente, empleada, cuenta abierta en la tienda. Me gusta su tipo. Gabriela se levantaba, no dejaba de sonreír, casi agradeciendo.

—¿Qué me dice de mi proposición?

—No quiero, no, discúlpeme. No es por nada, no se ofenda. Estoy bien aquí, no me falta nada. Con permiso, «coronel»…

Sobre el muro bajo, al fondo de la puerta, aparecía la cabeza de doña Arminda llamando a Gabriela: —¿Vio que coincidencia? ¿No te estaba diciendo yo? También quiere ponerte casa…

—No me gusta él… Ni aunque estuviera muriendo de hambre.

—Pero es lo que yo te digo: se trata sólo de querer…

—No quiero, no…

Estaba contenta con lo que poseía, los vestidos de percal, las chinelas, los aros, el prendedor, una pulsera, menos los zapatos que le apretaban los pies. Contenta con el patio, la cocina y su fogón, el cuartito donde dormía, la alegría cotidiana del bar con aquellos mozos lindos —el profesor Josué, don Tonico, don Ari— y aquellos hombres delicados —don Felipe, el Doctor, el capitán— contenta con el negrito Tuísca su amigo, con su gato conquistado al cerro.

Contenta con don Nacib. Era bueno dormir con él, descansar con él, descansando la cabeza en su pecho velludo, sintiendo en las nalgas el peso de la pierna del hombre gordo y grande, ¡un mozo lindo! Con los bigotes le hacía cosquillas en el cuello. Gabriela se estremeció, era bueno dormir con un hombre pero no un hombre viejo, por casa y comida, vestido y zapato. Con un hombre joven sí, dormir por dormir, con un hombre fuerte y lindo, como don Nacib.

Esa doña Arminda, con su espiritismo, estaba quedándose medio loca. Que idea sin pies ni cabeza, ésa de su casamiento con don Nacib. Que era bueno para pensar, ¡ah!, eso sí, era bueno… Darle el brazo, salir a caminar por la calle. Aunque fuese con zapatos que apretaran. Entrar al cine, sentarse junto a él, recostar la cabeza en su hombro cómodo como una almohada. Ir a una fiesta, bailar con Nacib. Tener alianza en el dedo…

Pensar, ¿para qué? No valía la pena…

Don Nacib era hombre para casarse con una muchacha distinguida, toda llena de humos, calzando zapatos, medias de seda, usando perfumes. Muchacha virgen, sin vicio de hombre…

Gabriela servía para la cocina, para arreglar la casa, lavar la ropa, acostarse con hombres. No uno viejo y feo, no por dinero. Por gustar de él, por acostarse con él. Clemente en el camino, el señor en las plantaciones, Zé do Carmo también. En la ciudad, Bebito, estudiante joven, ¡de casa tan rica! Venía despacito, en la punta de los pies, con miedo a la madre. El primero de todos, ella era una chiquilina, había sido su mismo tío. Sí, ella era una chiquilina; y de noche llegó su tío, viejo y enfermo.