Algunos afortunados conseguían retirar de las cenizas mojadas ejemplares casi perfectos del diario. Lo que el fuego no consumió, habíase empapado de agua, traída en latas y baldes por obreros, empleados y ayudantes voluntarios, para apagar la hoguera. Las cenizas desparramábanse por las calles, volaban impulsadas por la brisa de la tarde y era persistente el olor a papel quemado.
Trepado en una mesa transportada de la redacción, el Doctor, pálido por la indignación, con voz conmovida, peroraba ante los curiosos amontonados ante el «Diario de Ilhéus»:
—¡Almas de Torquemada, Nerones de mala entraña, caballos de Calígula, les apetece combatir y vencer las ideas, derrotar la luz del pensamiento escrito, con el fuego criminal de incendiarios oscurantistas!
Algunas personas aplaudían, la multitud de chiquilines de fiesta clamaba, batía palmas, silbaba. El Doctor, ante tanto entusiasmo, el «pince-nez» perdido en el saco, extendía los brazos hacia los aplausos, vibrante y conmovido:
—¡Pueblo, pueblo mío de Ilhéus, tierra de civilización y de libertad! Jamás permitiremos, a no ser que pasen por sobre nuestros cadáveres, que venga a instalarse la negra Inquisición para perseguir la palabra escrita. Levantaremos barricadas en las calles, tribunas en las esquinas…
Del «Trago de Oro», en las inmediaciones, desde una mesa instalada junto a una de las puertas, el «coronel» Amancio Leal oía el discurso inflamado del Doctor, brillábale el ojo sano, y le comentó sonriendo al «coronel» Jesuíno Mendonza:
—El Doctor está inspirado hoy…
Jesuíno se extrañó:
—Todavía no habló de los Avila. Un discurso suyo, sin los Avila, no sirve…
Desde allí, de aquella mesa, había asistido al desarrollo de los acontecimientos. A la llegada de los nombres armados, bandidos traídos de las plantaciones, apostándose en las inmediaciones del periódico, en espera de la hora. El cerco perfecto a los «canillitas» que salían de los talleres con los ejemplares. Algunos habían alcanzado a vocear.
—¡«Diario de Ilhéus»! Lean el «Diario de Ilhéus»… La llegada del ingeniero, el gobierno aplastado…
Los diarios habían sido secuestrados de las manos mismas de los «canillitas» atemorizados. Algunos bandidos entraron en la redacción y en los talleres, saliendo con el resto de la edición. Contábase, también, que el viejo Ascendinho, pobre profesor de portugués que se ganaba unos pocos centavos extras en la revisión de los artículos de Clóvis Costa, de los editoriales y noticias, se había borrado (cagado) de miedo, uniendo las manos en una súplica:
—No me maten, tengo familia…
Las latas de kerosene estaban en un camión parado junto al paseo, todo había sido previsto. El fuego crepitó, creció en llamas altísimas lamiendo amenazadoramente las fachadas de las casas, la gente se paraba a mirar la escena sin comprender. Los bandidos, para no perder la costumbre y garantizar la retirada, dispararon unos tiros al aire disolviendo la asistencia. Subieron al camión, y el chofer atravesó las calles centrales tocando la bocina, atropellando casi al exportador Stevenson. Iba disparado como un loco, desapareciendo en dirección a la carretera.
Los curiosos se aglomeraban en las puertas de los negocios, de los depósitos, caminaban hacia el diario. Amancio y Jesuíno ni siquiera se levantaron de la mesa, estratégicamente situada. A un individuo que se colocó en la puerta, impidiéndoles la visión, Amancio le solicitó con su voz suave.
—Salga de adelante, por favor…
Como el hombre no oyera, le apretó el brazo: —Salga, le he dicho…
Después de haber pasado el camión, Amancio levantó su vaso de cerveza, y le sonrió a Jesuíno: —Operación de limpieza…
—Con buen éxito…
Continuaron en el bar, sin dar importancia a la curiosidad que los rodeaba, a la gente que se paraba en el paseo del otro lado de la calle para verlos. Diversas personas habían reconocido a los hombres de Amancio, de Jesuíno, de Melk Tavares. Y a quién dirigiera todo, mandando los hombres, un cierto «rubio», ahijado de Amancio, peleador profesional que vivía haciendo escándalos en casas de las mujeres de la vida. Clóvis Costa había llegado cuando las llamas comenzaban a ser contenidas. Sacó su revólver, y se apostó, heroicamente, en la puerta de la redacción. De la mesa del bar, Amancio comentó con desprecio:
—Ni siquiera sabe agarrar el revólver…
Comenzaron a acudir los amigos, improvisando aquella manifestación. Durante el resto de la tarde diferentes personalidades se allegaron a prestar su apoyo. Mundinho apareció con el Capitán, abrazando a Clóvis Costa.
El periodista repetía:–Son gajes del oficio.
Aquella tarde, quien se paró bajo la ventana de Gloria para satisfacer su hambre de noticias, no fue el negrito Tuísca, extremadamente ocupado en comandar la banda de chiquilines frente a la redacción. Fue el profesor Josué, con el rostro más pálido que nunca, cubiertos de crespones los ojos románticos, de luto el corazón, perdida ya toda la prudencia y la responsabilidad. Malvina paseaba con el ingeniero por la avenida, Rómulo señalaba el mar, informándola tal vez sobre su profesión. La joven escuchaba interesada riendo de vez en cuando. Nacib había arrastrado a Josué hasta el periódico pero el profesor se había quedado apenas unos minutos, interesado únicamente en los acontecimientos que se desarrollaban en la playa, en la conversación de Malvina y del ingeniero. Las solteronas ya estaban graznando en la puerta de la Iglesia, en torno al padre Cecilio, comentando el incendio.
La risa de Malvina ante el mar, desinteresada totalmente de los diarios quemados, acabó de enfurecer a Josué. Finalmente, ¿no era el ingeniero el responsable? El recién llegado ni se dignaba interesarse por la brusca agitación de la ciudad, pasó entre las solteronas y mientras se acercaba a la ventana de Gloria, los labios carnosos de la mulata se abrieron en una sonrisa.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, profesor. ¿Qué fue lo que pasó?
—Prendieron fuego a la edición del «Diario de Ilhéus». Gente de los Bastos. Por culpa de ese imbécil del ingeniero que llegó hoy…
Gloria miró hacia la avenida de la playa:
—¿El muchacho que está conversando con su festejada?
—¿Mi festejada? Qué esperanza. Simple conocida. En Ilhéus, sólo hay una mujer que me quita el sueño…
—¿Y quién es, si puede saberse?
—¿Puedo decirlo?
—No se cohiba…
En la puerta de la Iglesia las solteronas desorbitaban sus ojos, pero en la avenida Malvina ni se había dado cuenta.