De las conversaciones y acontecimientos con auto de fe

Con el correr de la tarde crecieron las nostalgias en el pecho de Nacib como si Gabriela ya no estuviese, o su partida fuese inevitable. Decidió comprarle un regalito; necesitaba un par de zapatos. En la casa, todo el tiempo andaba descalza, y al bar venía con chinelas, no estaba bien eso.

Una vez Nacib le dijo: «conseguiste unos zapatos», jugueteando en la cama, haciéndole cosquillas en los pies. Los tiempos en la plantación, la caminata por el «sertão» hacia el sur, la costumbre de andar por el suelo sin zapatos, no los habían deformado; calzaba el número 36 y apenas si eran un poco desparramados, con el dedo grande, ¡didivertidísimo!, hacia un lado. Cada detalle recordado lo llenaba de ternura y de nostalgia, como si la hubiese perdido. Venía con el paquete calle abajo, llevando unos zapatos amarillos que le parecieron bonitos, cuando avistó la efervescencia al llegar a la Papelería Modelo. No pudo resistir, además, estaba necesitando alguna distracción, y para allá se dirigió. Las pocas sillas frente al mostrador estaban todas ocupadas, y había gente en pie. Nacib sintió dentro suyo renacer, todavía como indecisa llama, la curiosidad. Comentarían sobre el ingeniero o estarían haciendo predicciones sobre la lucha política. Apuró el paso, vio al doctor Ezequiel Prado agitar los brazos.

Escuchó, al llegar, sus ultimas palabras:

—… falta de respeto a la sociedad y al pueblo… ¡Qué raro! —no hablaban del ingeniero.

Comentaban el regreso a la ciudad, inesperado, del «coronel» Jesuíno Mendonza, que estuviera recogido en su estancia desde el asesinato de su esposa y del dentista. Hacía poco él había pasado frente a la Intendencia, entrando en casa del «coronel» Ramiro Bastos. Contra ese regreso, que él consideraba ofensivo para la moral de los habitantes de Ilhéus, clamaba el abogado. Juan Fulgencio reía:

—Caramba, Ezequiel, ¿cuándo usted vio a la gente de aquí ofenderse por que anden sueltos por la calle los asesinos? Si todos los «coroneles» culpables de muertes tuviesen que vivir en las estancias, las calles de Ilhéus quedarían desiertas, los cabarets y los bares cerrarían sus puertas, nuestro amigo Nacib, aquí presente, tendría pérdidas. El abogado no estaba de acuerdo. Claro que no estar de acuerdo era su obligación ya que había sido contratado por el padre de Osmundo, para acusar a Jesuíno en el Tribunal, por cuanto el comerciante no confiaba mucho en el fiscal. En casos de crímenes como aquél, muerte por adulterio, la acusación no pasaba de simple formalidad.

El padre de Osmundo, rico comerciante con poderosas relaciones en Bahía, había puesto a Ilhéus en movimiento durante una semana. Dos días después de los entierros desembarcó de un navío, vistiendo luto riguroso. Adoraba a aquel hijo, el mayor de todos, cuya reciente graduación fue motivo de grandes fiestas. Su esposa estaba sin consuelo, entregada a los cuidados médicos. Él venía a Ilhéus dispuesto a todas las medidas para no dejar al asesino sin castigo. De todo eso se enteró la ciudad entera enseguida, y la figura dramática del padre enlutado conmovió a mucha gente. Y ocurrió algo curioso: en el entierro de Osmundo no hubo casi nadie, apenas alcanzó la gente para las manijas del cajón. Una de las primeras medidas del padre, fue organizar una visita a la tumba del hijo. Encargó coronas en un verdadero desparramo de flores, hizo venir un pastor protestante de Itabuna, salió invitando a todos aquéllos que por uno u otro motivo, habían mantenido relaciones con Osmundo. Hasta la casa de las hermanas Dos Reís fue a golpear, con el sombrero en la mano, y el dolor estampado en los ojos secos.

Quinquina, una noche con terrible dolor de dientes en que creía enloquecer, había sido socorrida por el dentista.

En la sala, el comerciante contó a las solteronas fragmentos de la infancia de Osmundo, su aplicación a los estudios, habló de la pobre madre deshecha, perdida la alegría de vivir, andando por la casa como una demente… Terminaron llorando los tres además de la vieja empleada, que escuchaba atrás de la puerta del corredor. Las Dos Reís le mostraron el pesebre, elogiaban al dentista:

—Un muchacho tan bueno, tan delicado.

¿Y no fue la romería al cementerio todo un suceso, lo opuesto del entierro? Mucha gente: comerciantes, el Gremio Rui Barbosa en pleno, directores del «Club Progreso», el profesor Josué, varios otros. Las hermanas Dos Reís allá estaban, muy encorsetadas, cada una con su ramo de flores. Habían consultado al padre Basilio: ¿no sería pecado visitar la tumba de un protestante?

—Pecado es no rezar por los muertos… —respondió rápidamente el sacerdote.

Verdad es que el padre Cecilio, con su delgadez y su aire místico, había reprobado su gesto. El padre Basilio, al saberlo, comentó:

—Cecilio es un pedante, a quien le gustan más las penas del infierno que los goces del cielo. No se preocupen, yo les absuelvo, hijas mías.

En torno al padre desconsolado y activo iban el doctor Ezequiel, el Capitán, Ño-Gallo, el propio Mundinho Falcão. ¿No había sido él, vecino del dentista, su compañero en los baños de mar? Coronas mortuorias, había tantas como las que faltaron en el entierro; flores en profusión, tantas como las que fueran negadas en el velorio. Un mármol mortuorio cubría ahora la tumba rasa, con una inscripción con el nombre de Osmundo, fecha de nacimiento y de muerte y, para que el crimen no fuera olvidado, dos palabras grabadas a buril: Cobardemente asesinado.

El doctor Ezequiel había comenzado a agitar el caso. Requirió la prisión preventiva del plantador, y habiéndola denegado el juez, apeló al Tribunal de Bahía, donde el recurso esperaba su pronunciamiento. Decían que el padre de Osmundo había prometido cincuenta mil pesos, ¡una fortuna!, si él conseguía meter al «coronel» en la cárcel. Poco duraron los comentarios sobre Jesuíno Mendonza. La sensación del día era el ingeniero. Ezequiel no conseguía transmitir al auditorio su indignación bien remunerada, y también él terminó conversando sobre el caso de los bancos de arena y sus consecuencias.

—Bien hecho, así se romperá la cresta ese viejo bandido.

—¡No me diga que también usted va a apoyar a Mundinho Falcão! —dijo Juan Fulgencio.

—¿Y quién me lo impide? —replicó el abogado—. Acompañé a los Bastos un horror de tiempo, defendí varias de sus causas, y ¿qué recompensa tuve? ¿La elección para consejero? Con ellos o sin ellos, me elijo cuantas veces quiera. A la hora de escoger el presidente del Concejo Municipal prefirieron a Melk Tavares, analfabeto de padre y madre. Y eso que mi nombre ya estaba combinado, segura mi elección.

—Y hace usted muy bien —decía la voz gangosa de Ño-Gallo—. Mundinho Falcão tiene otra mentalidad. Con él en el gobierno cambiarán muchas cosas en Ilhéus. Si yo fuese hombre de influencia estaría cocinándome en esa olla…

Nacib comentó:

—El ingeniero es simpático. Tipo de atleta, ¡eh! Parece más un artista de cine… Va a conmover la cabeza de muchas chicas…

—Es casado… —informó Juan Fulgencio.

—Separado de la mujer… —completó Ño-Gallo.

¿Cómo sabían ya todas aquellas intimidades del ingeniero? Juan Fulgencio explicaba: él mismo lo había contado después del almuerzo, cuando el Capitán lo llevó a la papelería. La mujer era demente, estaba en un sanatorio.

—¿Sabe quién está en este momento conversando con Mundinho? —preguntó Clóvis Costa, hasta entonces en silencio, con los ojos en la calle, esperando a los vendedores vocear el «Diario de Ilhéus».

—¿Quién?

—El «coronel» Altino Brandáo… Vende su zafra anual a Mundinho. Y puede ser que negocie sus votos también… —cambiaba el tono de voz—. ¿Por qué diablos el diario no está circulando todavía?

El «coronel» Brandáo, de Río do Braço…

El mayor plantador de la zona después del «coronel» Misael. Con él votaba todo el distrito, era una carta importante de la vida política.

Clóvis Costa decía la verdad. En el escritorio de Mundinho, hundido en el sillón mullido, de cuero, el plantador, con botas y espuelas, saboreaba un licor francés, servido por el exportador.

—Pues sí, señor Mundinho, este año el cacao da gusto. Lo que usted necesita es aparecer un día por allá. Pasar unos días con nosotros. Es casa de pobre, pero si usted nos quiere dar esta honra no morirá de hambre, gracias a Dios. Tiene que ver las plantas cargaditas, todo luciendo a los pies de uno. Estoy comenzando a recogerlo… Da alegría a los ojos ver esa abundancia de cacao.

El exportador palmeaba la pierna del plantador.

—¡Pues acepto su invitación! Voy a pasar uno de estos domingos con usted…

—Véngase el sábado, porque los domingos los hombres no trabajan. Y se vuelve el lunes. Si quiere, es claro, la casa es suya…

—Trato hecho, el sábado estaré allí. Ahora ya puedo salir un poco, estaba amarrado aquí con el asunto de la llegada del ingeniero…

—Dicen que el hombre arribó, ¿qué hay de cierto?

—Es una verdad de a peso, «coronel». Mañana ya andará revolviendo en el puerto. Prepárese para ver dentro de poco al cacao de su plantación salir directamente para Europa desde Ilhéus, o para los Estados Unidos…

—Sí, señor… Quién habría de decirlo… —se sirvió otro trago de licor, espiando a Mundinho con sus ojos astutos—. De primera este aguardiente, cosa fina. No es de aquí, ¿no? —pero sin esperar respuesta continuó—: Dicen también que usted va a ser candidato en las elecciones. Me contaron esa novedad, y quedé sin creerla.

—¿Y por qué no, «coronel»? —Mundinho se sentía contento de que el viejo entrara de lleno en el asunto—. ¿O no tengo cualidades? ¿Piensa tan mal de mí?

—¿Yo? ¿Pensar mal de usted? Dios me libre y me guarde. Usted es más que merecedor. Sólo que… —levantó la copa de licor, exponiéndola al sol—, sólo que usted, como este aguardiente, no es de aquí… —elevaba los ojos hacia Mundinho, espiándolo. El exportador meneó la cabeza: aquél argumento no era nuevo, ya se había acostumbrado a él. Rebatirlo habíase tornado un hábito, una especie de ejercicio intelectual:

—¿Usted nació aquí, «coronel»?

—¿Yo? Soy de Sergipe, soy «ladrón de caballo» como dicen estos tapes de aquí —examinaba los reflejos del cristal al sol—. Claro que ya hace cuarenta años que llegué a Ilhéus.

—Yo llegué hace solamente cuatro, casi cinco. Y soy tan «grapiúna» como usted. De aquí no voy a salir más…

Desarrollaba su argumentación, iba citando al pasar todos los intereses que lo ligaban a la zona, las diversas empresas en que se metiera, o que propiciara. Para terminar con el caso del puerto, la llegada del ingeniero.

El plantador escuchaba mientras preparaba un cigarrillo de paja de maíz y tabaco en rollo, pero de cuando en cuando sus ojillos vivos escrutaban el rostro de Mundinho, como pesando su sinceridad.

—Usted tiene muchas condiciones… Hay otros que vienen aquí sólo pensando en el dinero y, en ninguna otra cosa. Usted, en cambio, piensa en todo, en las necesidades de la tierra. Lástima que usted no sea casado.

—¿Por qué, «coronel»? —tomaba la botella, casi una obra de arte, para servir nuevamente.

—Discúlpeme usted… Esa bebida es una cosa fina. Pero, para serle franco, prefiero un aguardiente… Ese trago es engañador: oloroso, azucarado, hasta parece bebida de mujer. Y es fuerte como un toro, emborracha sin que la gente se dé cuenta. El aguardiente no, uno sabe enseguida, no engaña a nadie.

Mundinho sacó del armario una botella de aguardiente:

—Como prefiera, «coronel». ¿Pero por qué yo debería ser casado?

—Pues, si usted me lo permite, le voy a dar un consejo; cásese con una muchacha de aquí, hija de uno. No le estoy ofreciendo a ninguna hija mía: las tres están casadas, y bien casadas, gracias a Dios. Pero hay muchas muchachas lindas aquí y en Itabuna. Así todo el mundo verá que usted no está aquí apenas de visita, para provecho suyo.

—El casamiento es una cosa seria, «coronel». Primero hay que encontrar la mujer con quien uno sueña, el casamiento nace del amor.

—¿O de la necesidad, no es cierto? En las plantaciones, los trabajadores casan hasta con un pedazo de palo si viste polleras. Para tener mujer en casa, para poder acostarse con ella, también para poder conversar. La mujer presta muchos servicios, usted ni siquiera se imagina. Ayuda hasta en la política. Le da hijos a uno, impone respeto. Para lo demás, están las mujerzuelas…

Mundinho reía:

—Usted está queriendo hacerme pagar un precio demasiado alto por las elecciones. Si dependieran de mi casamiento, me temo estar derrotado. No es así como quiero ganar, «coronel». Quiero ganar con mi programa.

Le habló entonces como ya lo hiciera con tantos otros, sobre los problemas de la región, presentando soluciones, trazando caminos y perspectivas, con un entusiasmo contagioso:

—Usted está con toda la razón. Todo cuanto me dice es como las tablas de la ley: verdad pura. ¿Quién puede contradecirlo? —ahora miraba el suelo, también él muchas veces se había sentido amargado por el abandono en que vivía el interior, olvidado por los Bastos—. Si el pueblo de aquí tuviese juicio sería usted quien ganaría. Ahora, si el gobierno lo reconoce, no sé, eso ya es otra cosa…

Mundinho sonrió, pensando que ya había convencido al «coronel».

—Pero hay una cosa: usted tiene la razón, pero el «coronel» Ramiro tiene las amistades, ha hecho servicios a mucha gente, tiene parientes y compadres, todo el mundo está ya acostumbrado a votar por él. Discúlpeme: ¿por qué no hace un arreglo con él?

—¿Qué arreglo, «coronel»?

—Unirse los dos. Usted con su cabeza, su golpe de vista; él con su prestigio, con los electores. Él tiene una nieta bonita, ¿usted no la conoce? La otra es muy chica, todavía… Hijas del doctor Alfredo.

Mundinho se llenaba de paciencia:

—No se trata de eso, «coronel». Yo pienso de una manera, usted ya conoce mis ideas. El «coronel» Ramiro piensa de otra, para él gobernar apenas si es empedrar las calles o llenar de jardines la ciudad. No veo acuerdo posible. Yo estoy proponiendo un programa de trabajo, de administración. No es para mí que pido los votos, es para Ilhéus, para el progreso de la región del cacao.

El plantador se rascó la cabeza de cabellos mal peinados:

—Vine aquí para venderle mi cacao, don Mundinho, se lo vendí bien y estoy contento.

También estoy contento de la conversación, me enteré de su modo de pensar, —observaba al exportador—. Voto por Ramiro desde hace veinte años. No lo necesité en la época de los barullos. Cuando llegué a Río do Braço no había nadie por allí, los que aparecieron después eran unos culos sucios, y los corrí sin precisar de la ayuda de nadie. Pero estoy acostumbrado a votar por Ramiro, que nunca me perjudicó. Una vez que se metieron conmigo él me dio la razón.

Mundinho iba a hablar, un gesto del «coronel» lo impidió:

—No le prometo a usted nada, porque sólo prometo lo que voy a cumplir. Pero nosotros volveremos a conversar. Eso se lo aseguro.

Se retiró dejando al exportador irritado, lamentando ese tiempo perdido, una buena parte de la tarde. Así se lo dijo al Capitán, que apareció poco después de la partida del señor indiscutible de Río do Braço:

—Un viejo imbécil, queriéndome casar con una nieta de Ramiro Bastos. Gasté mi latín inútilmente. «No le prometo nada pero volveré para conversar otra vez» —imitaba el acento cantado del plantador.

—¿Dijo que iba a volver? Excelente señal —lo animó el Capitán—. Mi amigo, usted todavía no conoce a nuestros «coroneles». Y sobre todo no conoce a Altino Brandáo. No es hombre de medias palabras. Le habría dicho en la cara que se ponía en contra nuestra si su labia no lo hubiese impresionado. Y si él nos apoya…

En la papelería se prolongaba la conversación. Clóvis Costa cada vez más inquieto, habían pasado de las cuatro de la tarde y no aparecían los diarieros con el «Diario de Ilhéus»:

—Voy a la redacción a ver qué diablos pasa.

Muchachas del colegio de monjas, Malvina entre ellas, interrumpían los dimes y diretes, hojeaban libros de la «Biblioteca Color Rosa», Juan Fulgencio las atendía. Malvina recorría con los ojos el estante de libros, hojeaba novelas de Eça de Queiroz, de Aluízio de Azevedo. Iracema se aproximaba con risita maliciosa.

—Allá en casa tengo «El crimen del padre Amaro». Lo tomé para leer pero mi hermano me lo quitó diciendo que no era lectura para una jovencita… —El hermano era académico de medicina en Bahía.

—¿Y por qué él puede leerlo y tú no? —centellaban los ojos de Malvina, con aquella extraña luz rebelde.

—¿Tiene «El crimen del padre Amaro», don Juan?

—Sí. ¿Quiere llevarlo? Una gran novela…

Iracema se impresionaba con el coraje de la amiga: —¿Vas a comprarlo? ¿Qué van a decir?

—¿Y qué me importa?

Diva compraba una novela para señoritas, prometía prestarla a las demás. Iracema le pedía a Malvina: —¿Después me la prestarás? Pero no le cuentes a nadie. Voy a leerla en casa.

—Estas muchachas de hoy… —comentó uno de los presentes—. Hasta libros inmorales compran. Es por eso que existen casos como el de Jesuíno.

Juan Fulgencio cortaba la conversación:

—No diga idioteces, usted no entiende nada de eso. El libro es muy bueno, no tiene nada de inmoral. Esa muchacha es inteligente.

—¿Quién es inteligente? —quiso saber el Juez apoderándose de la silla dejada por Clóvis.

—Hablábamos de Eça de Queiroz, Ilustrísimo —respondió Juan Fulgencio apretando la mano del magistrado.

—Un autor muy instructivo… —para el Juez todos los autores eran «muy instructivos».

Compraba libros por kilo, mezclando jurisprudencia y literatura, ciencia y espiritismo. Según se comentaba, compraba para adornar el estante e imponerse en la ciudad, pero no leía ninguno de ellos. Juan Fulgencio acostumbraba preguntarle:

—Entonces, Dignísimo, ¿gustó de Anatole France?

—Un autor muy instructivo… —respondía imperturbable el Juez.

—¿No lo halló un tanto irreverente?

—¿Irreverente? Si, un poco. Pero es muy instructivo…

Con la presencia del Juez retornaron las penas de Nacib. Viejo atrevido… ¿Qué habría hecho de la rosa de Gabriela, dónde la abandonaría? Era la hora en que crecía el movimiento en el bar, hora de acabar las conversaciones.

—¿Ya se va, mi querido amigo? —se interesó el juez—. Qué empleada se encontró… Le doy mis felicitaciones. ¿Cómo es el nombre de ella?

Salió.

Viejo sinvergüenza… Y todavía le preguntaba el nombre de Gabriela, viejo cínico, sin respeto por el cargo que ocupaba. Y se hablaba de él para Desembargador…

Al acercarse a la plaza, divisó a Malvina conversando con el ingeniero en la avenida de la playa. La muchacha estaba sentada en un banco, Rómulo de pie a su lado. Ella reía con su carcajada amplia, nunca Nacib la había escuchado reírse así. El ingeniero era casado, la mujer estaba loca en un hospicio, Malvina no tardaría en enterarse. Desde el bar, Josué también miraba la escena, avergonzado, oyendo la cristalina carcajada resonar en la dulzura de la tarde. Nacib sentóse a su lado, simpatizando con su tristeza, solidario. El joven profesor no buscaba esconder el inmenso dolor que le corroía el alma. El árabe pensó en Gabriela: el Juez, el «coronel» Manuel das Onzas, Plinio Aracá, y tantos otros rondándola. El mismo Josué no tenía a menos escribirle rimas. Una calma infinita cubría la plaza aquella tibia tarde de Ilhéus. Gloria se reclinaba en la ventana. Josué, enfurecido de celos, se levantaba volviéndose hacia la ventana prohibida de encajes y senos. Se quitó el sombrero para saludar a Gloria, en un gesto irreflexivo y escandaloso.

Malvina reía en la playa, en aquella dulce tarde de sosiego. Corriendo por la calle, mensajero de buenas y de malas noticias, el negrito Tuísca resoplaba junto a la mesa:

—¡Don Nacib! ¡Don Nacib!

—¿Qué pasa, Tuísca?

—Pegaron fuego al «Diario de Ilhéus».

—¿Qué?

—¿En el edificio? ¿En las máquinas?

—No señor. En los diarios, juntaron un montón en la calle, le echaron querosene y fue una hoguera que ni las de la noche de San Juan…