Leyó unas líneas en el diario, aspirando el humo perfumado del cigarro de San Félix. En general, nunca llegaba a fumar todo el cigarro, ni tampoco a leer gran cosa en los diarios de Bahía. Enseguida se adormecía, arrullado por la brisa del mar, abombado por los manjares golosamente devorados, con el inigualable condimento de Gabriela. Roncaba feliz por entre los bigotes frondosos. Aquella media hora de sueño, a la sombra de los árboles, era una de las delicias de su vida, su buena vida tranquila, sin sustos, sin complicaciones, sin problemas graves. Jamás los negocios habían marchado tan bien, crecía la concurrencia al bar, y él acumulaba dinero en el banco; veía próximo a hacerse realidad su sueño de un pedazo de tierra para poder plantar cacao. Nunca hizo un negocio más ventajoso que el de contratar a Gabriela en el «mercado de los esclavos». ¿Quién diría que ella sería tan competente cocinera, quién diría que bajo trapos tan sucios se escondería tanta gracia y hermosura, cuerpo tan cálido, brazos tan cariñosos, aquel perfume a clavo que atontaba…?
Aquel día de la llegada del ingeniero, día de la curiosidad adueñándose del bar, de presentaciones y elogios a granel —«es un narrador de primera»—, cuando todos los almuerzos se habían atrasado en Ilhéus, Nacib había hecho la cuenta del tiempo transcurrido desde el anuncio de su llegada, día por día.
Gabriela volvía a la casa, después de pedir:
—¿Me deja ir al cine hoy? Para acompañar a doña Arminda…
Sacó de la caja un billete de cinco pesos, generoso: —Paga la entrada de ella…
Viéndola partir, agitada y risueña (él no había dejado de pellizcarla y de tocarla mientras comía), contó los días: tres meses y dieciocho días, exactamente. De sofocones, murmullos, agitación, duda y esperanza para Mundinho y sus amigos, para el «coronel» Ramiro Bastos y sus correligionarios. Con ataques en los periódicos, conversaciones secretas, apuestas, chismes, sordas amenazas, y el clima de tensión en aumento. Había días en que el bar parecía una caldera pronta a estallar. Cuando el Capitán y Tonico apenas si se hablaban, y el «coronel» Amancio Leal y el «coronel» Ribeirito apenas si se saludaban.
¡Y para que se vea cómo son las cosas de la vida! Aquellos mismos días fueron de calma, de perfecta tranquilidad de espíritu, de suave alegría para Nacib. Tal vez los más felices de toda su existencia. Jamás había dormido tan serenamente su siesta, despertando alegremente con la voz de Tonico, infatigable visita después del almuerzo para un dedo de amargo que ayudase la digestión, y un dedo de conversación antes de abrir la escribanía. Poco después se les unía Juan Fulgencio, de paso para la papelería. Hablaban de Ilhéus y del mundo, porque el librero era entendido en asuntos internacionales; en cuanto a Tonico, sabía todo cuanto se refería al mujerío de la ciudad.
Tres meses y dieciocho días había tardado el ingeniero en llegar, exactamente el mismo tiempo transcurrido desde que él contratara a Gabriela. Aquel día el «coronel» Jesuíno Mendonza había matado a doña Sinházinha y al dentista Osmundo. Pero solamente al día siguiente Nacib había tenido la seguridad de que ella sabía cocinar. En la silla perezosa, con el periódico abandonado en el suelo, y el cigarro apagándose casi, Nacib sonreía, recordando… Tres meses y diecisiete días que él comía platos condimentados por ella, cocinera como en toda Ilhéus no había quién se le pudiese comparar. Tres meses y dieciséis días que compartía su lecho, a partir de la segunda noche, cuando un rayo de luna lamía su pierna y en la oscuridad de la habitación saltaba un seno de la rota combinación…
Esa tarde, debido tal vez al anormal movimiento del bar, a la excitación de la presencia del ingeniero, Nacib no conseguía conciliar el sueño, llevado por sus pensamientos.
Al principio no había dado mayor importancia a ninguna clase de estas cosas: ni a la calidad de la comida, ni al cuerpo de la «retirante» en las noches ardientes. Satisfecho con el sabor y la variedad de los platos, solamente les concedió el debido valor cuando la clientela comenzó a crecer,–cuando fue preciso aumentar el número de saladitos y dulces, cuando se sucedían los elogios unánimes, y Plinio Aracá, cuyos métodos comerciales eran de los más discutibles, mandó hacerle una oferta a Gabriela. En cuanto al cuerpo —¡aquel fuego de amor consumiéndola en el lecho, aquella locura de noches pasadas insomnes!— se prendió a él, insensiblenente. En los primeros tiempos, apenas la buscaba ciertas noches, cuando al llegar a casa, por estar ocupada o enferma Risoleta, él no estaba cansado o con sueño. Entonces decidía acostarse con ella, a falta de otra cosa para hacer. Pero esa displicencia había durado poco. Enseguida se había habituado a la comida hecha por Gabriela, y de tal manera que cuando fue invitado a comer con Ño-Gallo, en el día de su cumpleaños, apenas probó los platos; había percibido la diferencia en la delicadeza del condimento. Y sin sentirlo, había ido acrecentando las idas al cuarto de la huerta, olvidando a la experta Risoleta, pasando a no soportar su cariño representado, sus mañas, sus eternas quejas, hasta aquella misma ciencia del amor que ella usaba para sacarle dinero. Terminó por no buscarla más, ni responder a sus esquelas, desde entonces, hacía casi dos meses, no tenía otra mujer sino Gabriela. Ahora llegaba todas las noches a su habitación, tratando de salir del bar lo más temprano posible.
Tiempo bueno, meses de vida alegre, de carne satisfecha, buena mesa y suculenta; de alma contenta, cama de hombre feliz. En la lista de virtudes de Gabriela, establecida por Nacib mentalmente, a la hora de la siesta, se contaban el amor al trabajo y el sentido de la economía. ¿Cómo conseguía tiempo y fuerzas para lavar la ropa, arreglar la casa —¡nunca había estado tan limpia!—, cocinar para las bandejas destinadas al bar, y el almuerzo y la cena de Nacib? Sin contar que a la noche estaba fresca y descansada, húmeda de deseos, no dándose apenas, sino tomando de él, jamás cansada, somnolienta o saciada. Parecía adivinar les pensamientos de Nacib, se adelantaba a sus deseos, le reservaba sorpresas: ciertas comidas trabajosas que a él le gustaban —«piráo con cangrejo», «vatapá», flores en un vaso al lado de su retrato, en la mesita de la sala de visitas, cambio en dinero chico para ir a la feria, hasta esa idea de ir a ayudarlo en el bar.
Anteriormente, era Chico-Pereza, al volver del almuerzo, quien le traía a Nacib la marmita preparada por Filomena. La barriga del árabe, impaciente, comenzaba a dar las horas. Se quedaba solo, con Pico-Fino, para servir el aperitivo a los últimos clientes. Un día, sin prevenirlo, Gabriela había aparecido con la marmita; venía a pedirle permiso para ir a la sesión espiritista a la que doña Arminda la invitara. Quedó ayudándolos a servir, y luego pasó a venir todos los días. Aquella noche le había dicho:
—Es mejor que yo le traiga la comida, patrón. Así come más rápido, puedo ayudarle también. ¿No le importa? ¿Cómo iba a importarle si la presencia de ella era una atracción más para la clientela? Nacib se dio cuenta en seguida que se demoraban más, que pedían otro trago, y los que eran clientes ocasionales pasaban a serlo permanentes, viniendo todos los días. Para verla, para decirle cosas, para tocarle la mano. Claro que a él no le importaba, era apenas su cocinera, con quien dormía sin asumir ningún compromiso. Ella servíale la comida, le armaba el catre de lona, dejaba la rosa con su perfume. Nacib, satisfecho de la vida, encendía el cigarro, cogía los periódicos, se adormecía en la santa paz de Dios, mientras la brisa del mar le acariciaba los bigotazos florecientes.
Pero esa siesta no conseguía dormir.
Hacía mentalmente el balance de aquellos tres meses y dieciocho días, tan agitados para la ciudad, tan calmos para Nacib. Le gustaría sin embargo, dormitarse por lo menos unos diez minutos en vez de detenerse a recordar cosas sin sentido, y que no tenían importancia.
De repente, sintió que algo le faltaba, que tal vez por eso no conseguía dormir. Le faltaba la rosa que cada tarde encontraba caída en el asiento de su silla perezosa. Él había visto cuando el Juez, sin respetar debidamente su alto cargo, la robara de la oreja de Gabriela Y la pusiera en el ojal del saco…
Un hombre de edad, con sus cincuenta años bien cumplidos, aprovechándose de la confusión en torno del ingeniero para robar la rosa, un juez…
Había sentido miedo de que Gabriela hiciera algún gesto brusco, pero ella hizo como si no hubiese reparado. Ese juez se estaba saliendo de la línea. Antes casi nunca venía por el bar a la hora del aperitivo, y sólo aparecía de vez en cuando, a la tardecita, con Juan Fulgencio o con el doctor Mauricio. Ahora olvidaba todos sus prejuicios y, siempre que podía, allí estaba en el bar, bebiendo una copa de vino Oporto, rondando a Gabriela.
Rondando a Gabriela…
Nacib se quedó pensando. Sí, rondando, de súbito se daba cuenta. Y no era solamente él, muchos otros también…
¿Por qué sedemoraban más allá de la hora del almuerzo, creando problemas en su casa? ¿No era, acaso, sino para verla, para sonreírle, decirle lisonjas, rozarle la mano, hacerle propuestas, a lo mejor? De propuestas, Nacib sólo conocía una, la que le hiciera Plinio Aracá. Pero ésa estaba dirigida a la cocinera. Muchos clientes del «Trago de Oro» concurrían ahora solamente al bar Vesubio, y Plinio le había mandado ofrecer un sueldo mayor a Gabriela. Infelizmente había escogido mal al mediador confiando el mensaje al negrito Tuísca, fiel al bar Vesubio, leal a Nacib. Así, el propio árabe había sido quien le diera el recado a Gabriela. Ella había sonreído:
—No quiero, no… Sólo si don Nacib me echa…
Él la tomó en sus brazos, porque era de noche, envolviéndose en su calor. Y le aumentó en diez cruzeiros el sueldo.
—No estoy pidiendo, no… —dijo ella.
A veces le compraba unos aros para las orejas, un prendedor para el pecho, recuerdos baratos, algunos que ni siquiera le costaban nada porque los traía de la tienda del tío. Se los entregaba a la noche, ella se enternecía, le agradecía humildemente, besándole la palma de la mano en un gesto casi oriental:
—Mozo bueno, don Nacib…
Broches de diez centavos, aros de un cruzeiro cincuenta, con eso le agradecía las noches de amor, los suspiros, los desmayos, el fuego crepitando inextinguible. Cortes de género ordinario sólo le había regalado en dos oportunidades; otra vez, un par de chinelas, y todo tan poco para sus atenciones, para las delicadezas de Gabriela: los platos de su agrado, los jugos de frutas, las camisas tan blancas y bien planchadas, la rosa caída de sus cabellos en la silla perezosa. Desde arriba, superior y distante, él la trataba siempre como si le estuviese pagando regiamente el trabajo, haciéndole un favor al acostarse con ella.
Mientras tanto, los otros la rondaban en el bar.
La rondaban tal vez en la casa de la «Ladeira de São Sebastián», mandándole recados, haciéndole propuestas, ¿por qué no habría de ser así? No todos habrían de usar a Tuísca de portador, y entonces, ¿cómo él, Nacib, podría saberlo? ¿Qué venía a hacer en el bar el Juez sino a tentarla? La manceba del Juez, una joven mestiza de las plantaciones, había aparecido llena de enfermedades feas, y él la había abandonado.
Cuando Gabriela comenzó a ir al bar, él —¡idiota!— se había alegrado interesándose por las ganancias que le producían las repetidas ruedas, sin pensar en el peligro de esa tentación diariamente renovada. No podía impedirle que viniera porque dejaría entonces de ganar dinero. Pero era preciso tenerla bajo el ojo, prestarle más atención, comprarle un regalo mejor, hacerle promesas de nuevo aumento. Buena cocinera era algo raro en Ilhéus, y nadie lo sabía mejor que él. Muchas familias ricas, dueños de bares y de hoteles, deberían estar codiciando a su cocinera, dispuestos a hacerle escandalosos sueldos… ¿Y cómo iría a continuar el bar sin los dulces y los saladitos de Gabriela, sin su sonrisa diaria, su momentánea presencia al mediodía? ¿Y cómo iría él a vivir sin el almuerzo y la cena de Gabriela, sus platos perfumados, las salsas oscuras de pimienta, el «cuscuz» por la mañanas?
¿Y cómo vivir sin ella, sin su risa tímida y clara, su color quemado de canela, su perfume de clavo, su calor, su abandono, su voz diciéndole «mozo lindo», el morir nocturno en sus brazos, aquel calor de su seno, aquella hoguera de piernas, cómo? Y sintió entonces cuanto significaba Gabriela. ¡Dios mío!, ¿qué le pasaba, por qué aquel súbito temor de perderla, por qué la brisa del mar era viento helado estremeciendo su gordura? No, ni pensar en perderla, ¿cómo vivir sin ella? Jamás podría gustar de otra comida, hecha por otras manos, condimentada por otros dedos.
Jamás, ¡ay!, jamás podría querer así, desear tanto, necesitar tanto, urgente, permanentemente, otra mujer, por blanca que fuese, por bien vestida y bien cuidada que estuviese, por más rica o bien casada. ¿Qué significaban ese miedo, ese terror de perderla, la rabia repentina contra los clientes que la miraban, que le decían cosas, que le tocaban la mano, contra ese juez ladrón de flores, sin respeto a su cargo? Nacib se preguntaba ansioso: ¿qué era, por fin, o qué sentía por Gabriela, acaso no era una simple cocinera, mulata bonita, sí, color de canela, pero con la que se acostaba por hastío? ¿O no era todo tan simple?
No se animaba a buscar la respuesta.
La voz de Tonico Bastos vino —¡«felizmente»!, respiró aliviado— a arrancarlo de esos pensamientos confusos y atemorizadores. Quedaba para otra vez el sumergirse en ellos, el arrojarse en ellos violentamente.
Apenas se habían recostado en el mostrador, sirviéndose Tonico su «amargo» cuando Nacib, buscando barrer sus melancolías, comenzó diciendo:
—Entonces, el hombre finalmente llegó… Mundinho se apuntó un tanto, ésa es la verdad.
Tonico, sombrío, lo envolvió en una mirada mala: —¿Por qué no cuida sus cosas, turco? Quién se lo avisa es un amigo suyo. En vez de estarse hablando tonterías, ¿por qué no se ocupa de lo suyo?
¿Quería Tonico, evitar el tema del ingeniero, o sabía alguna cosa?
—¿Qué me quiere decir con eso?
—Cuide de su tesoro. Hay gente que quiere robárselo.
—¿Tesoro?
—Gabriela, bestezuela. ¡Hasta quieren ponerle casa!
—¿El Juez?
—¿Él también? De quien oí hablar fue de Manuel das Onzas.
¿No sería una intriga de Tonico?
El viejo «coronel» estaba muy del lado de Mundinho…
Pero, también era verdad que ahora aparecía en Ilhéus constantemente, que no salía del bar. Nacib se estremeció; ¿vendría del mar aquel viento helado? Agarró de un escondrijo en el mostrador, una botella de cognac sin mezcla, y se sirvió de ella un trago respetable.
Quiso sonsacarle más a Tonico, pero éste renegaba de Ilhéus:
—Es una mierda de tierra, atrasada, que se alborota toda con la presencia de un ingeniero cualquiera. Como si fuese cosa del otro mundo…