Gabriela con flor

Las flores despuntaban en las plazas de Ilhéus, repletas de canteros de rosas, crisantemos, dalias, margaritas y nomeolvides. Los pétalos de las «oncehoras» se abrían por entre el follaje, puntuales como el reloj de la Intendencia, salpicando de rojo el verde del césped. Hacia los lados del Malhado, en medro de la vegetación salvaje, en los húmedos bosques «Do Unháo» y «da Conquista», reventaban fantásticas orquídeas. Pero el perfume que se elevaba en la ciudad, que la dominaba, no venía de los jardines, de los bosques, de las cuidadas flores, ni de las orquídeas salvajes. Llegaba de los depósitos de ensacamiento, de los muelles y de las casas exportadoras, era el perfume de las almendras de cacao, tan fuerte que atontaba a los forasteros, tan habitual a los nativos que ninguno más lo sentía. Desparramábase sobre la ciudad, el río y el mar. En las plantaciones, los frutos de cacao ponían sobre el paisaje todas las gamas del amarillo, dando a todo un tinte dorado. Se aproximaba el tiempo de la cosecha, de una zafra tan grande como jamás se tuviera noticias hasta entonces.

Gabriela arreglaba una enorme bandeja de dulces. Otra, todavía más grande, de «acarajés», «abarás», bollitos de bacalao, y frituras, ya estaba listo. El negrito Tuisca, mordiendo la punta de un cigarrillo, esperaba para contarle las conversaciones del bar, los menudos acontecimientos, y especialmente aquéllos que más profundamente le afectaban: los diez pares de zapatos que tenía Mundinho Falcão, los partidos de fútbol en la playa, el robo ocurrido en una tienda, y el anuncio de la llegada próxima del «Gran Circo Balcánico», con elefantes y jirafas, camellos, leones y tigres. Gabriela reía oyéndolo, atenta a las noticias del circo.

—¿Viene de veras?

—Ya está anunciado en los postes.

—Una vez estuvo un circo por allá… Fui con tía, para verlo. ¡Había un hombre que comía fuego!

Tuisca hacía proyectos: cuando el circo llegase, él acompañaría al payaso en su recorrido por la ciudad, montado de espaldas sobre un jumento. Así sucedía siempre, cada vez que un circo armaba su carpa en el descampado del puesto de pescado.

El payaso preguntaba: —El payaso, ¿qué es?

Y la chiquilinada respondiendo:

—Es ladrón de mujer…

El payaso le marcaba la frente con cal, y él entraba gratis al espectáculo de la noche. Cuando no, ayudaba a los empleados en el arreglo del lugar, haciéndose indispensable e íntimo de todos. En esas ocasiones abandonaba su cajón de lustrabotas.

—Un circo quiso llevarme. El director me llamó…

—¿Como empleado?

Tuisca casi se ofendió: —¡No! Como artista.

—¿Y qué ibas a hacer?

Se iluminó la carita negra:

—Ayudarlos con los monos, salir con ellos. Y también para bailar… No fui solamente por la vieja… —la negra Raimunda estaba paralizada por el reumatismo, incapacitada de ejercer su profesión de lavandera, y los hijos mantenían la casa: Filó, chofer de ómnibus, y Tuisca, maestro de varias artes.

—¿Y sabes bailar?

—¿Nunca me vio? ¿Quiere verme?

Se puso a bailar en seguida; tenía el baile metido dentro del cuerpo, los pies creaban pasos, el cuerpo soltábase, las manos golpeaban el ritmo. Gabriela lo miraba, y como a ella le pasaba lo mismo no se contuvo. Abandonó fuentes y cacerolas, saladitos y dulces, sosteniéndose la pollera con la mano. Bailaban ahora los dos, el negrito y la mulata, bajo el sol de la huerta. No existía otra cosa en el mundo para ellos. En cierto momento, Tuisca se detuvo, quedándose apenas golpeando las manos sobre un tacho vacío. Con la boca abierta Gabriela daba vueltas, la pollera volaba, los brazos iban y venían, el cuerpo se dividía y volvía a unirse, las nalgas bamboleándose, la boca sonriendo.

—Mi Dios, las bandejas…

Arreglaron a los apurones las fuentes, las de dulces sobre las de saladitos, todo sobre la cabeza de Tuisca, que salió silbando la melodía. Los pies de Gabriela todavía trazaron unos pasos; ¡qué bueno era bailar! Un ruido de cosas hirviendo vino de la cocina, y hacia allí se precipitó Gabriela.

Cuando sintió que Chico-Pereza entraba en la casa de al lado, ya estaba lista, tomó la marmita, se calzó las chinelas, y se dirigió a la puerta. Iba a llevar la comida de Nacib, a ayudar mientras el empleado faltaba. Volvió, sin embargo, cogió una rosa de un cantero del jardín, pasando el tallo por detrás de la oreja, sintiendo los pétalos velludos que le acariciaban levemente la mejilla.

Había sido el zapatero Felipe, boca sucia de anarquista, siempre maldiciendo contra los curas, y tan educado como un noble español al hablar con una dama quien le enseñó aquella moda. «La más hermosa de las modas», le había dicho.

—Todas las muchachas, en Sevilla, usan una flor roja en los cabellos…

Tantos, años en Ilhéus, caminando por sus calles, y todavía mezclaba palabras españolas en su portugués, Antes aparecía por el bar de vez en cuando. Trabajaba mucho remendando suelas, arreos, fabricando chicote; de montería, poniendo suelas en zapatos y botas, y en sus horas libres leía folletos de tapas encarnadas, o discutía en la Papelería Modelo. Casi únicamente los domingos venía al bar para jugar «gamão» o damas, siendo un adversario temido. Actualmente venía todos los días, antes del almuerzo, a la hora del aperitivo. Cuando Gabriela llegaba, el español levantaba la cabeza de rebeldes cabellos blancos, y reía mostrando sus dientes perfectos, de joven:

—Salve la gracia, olé.

Y con los dedos hacía ruidos de castañuelas.

También otros clientes que antaño fueran accidentales, se habían tornado habituales, y el Vesubio estaba conociendo una singular prosperidad. La fama de los dulces y saladitos de Gabriela había circulado desde los primeros días entre los viciosos del aperitivo, trayendo gente de los bares del puerto, alarmando a Plinio Aracá, el dueño del «Trago de Oro». Ño-Gallo, Tonico Bastos, el Capitán, que habían compartido, uno por vez, el almuerzo de Nacib, salían hablando maravillas de la comida. Sus «acarajés», sus frituras envueltas en hojas de banana, sus croquetas de carne, picantes, eran cantados en prosa y en verso —en verso, porque el profesor Josué les dedicó a ellos una estrofa en la que rimaba cocinera con hechicera. Mundinho Falcão ya la había solicitado en préstamo un día en que ofreciera una comida en su residencia, en ocasión del paso accidental por Ehéus de un amigo suyo, senador por Alagoas.

Venían para el aperitivo, el pocker, los apimentados «acarajés», y los salados bocaditos de bacalao que abrían el apetito. El número iba creciendo, unos traían a otros debido a las noticias sobre los sabrosos condimentos de Gabriela. Pero muchos de ellos ahora se demoraban más de la hora habitual, atrasando el almuerzo. Y eso ocurría desde que Gabriela comenzara a ir al bar, a llevarle a Nacib la marmita. Se sucedían las exclamaciones a su entrada: celebrando aquel paso de baile, los ojos bajos, la sonrisa que se desparramaba de sus labios para todas las bocas. Entraba saludando por entre las mesas, iba derecho hacia el mostrador, y depositaba la marmita. Habitualmente, a aquella hora el movimiento debería ser mínimo, apenas uno que otro retrasado apurándose para llegar a su casa. Pero, a poco, los parroquianos fueron prolongando la hora del aperitivo, midiendo el tiempo por la llegada de Gabriela, bebiendo un último trago después de su aparición en el bar.

—Dame un «cola-de-gallo», Pico-Fino.

—Dos vermouths acá…

—¿Seguimos con otra? —los dados resonaban en el vaso de cuero, rodaban sobre la mesa—. Reyes en una…

Ella ayudaba a servir para acabar el movimiento más rápidamente, antes que la comida se enfriara en la marmita, perdiendo el gusto. Las chinelas se arrastraban sobre el cemento, los cabellos sujetos con una cinta enmarcaban el rostro sin pintura, mientras las nalgas parecían bailar. Iba por entre las mesas, uno le susurraba galanteos, otro la miraba con ojos suplicantes, el Doctor le daba palmaditas en la mano, llamándola «mi niña». Ella sonreía a unos y a otros, y parecería una criatura a no ser por las nalgas bailarinas. Una súbita animación recorría el bar, como si la presencia de Gabriela lo tornase más acogedor e íntimo.

Desde el mostrador, Nacib la veía aparecer en la plaza, con su rosa en la oreja, presa entre los cabellos. Semicerrábanse los ojos del árabe: la marmita llena de comida sabrosa a aquella hora en que sentíase hambriento, le obligaba a contenerse para no devorar los pasteles y empanadas de camarones, los bocaditos de las bandejas. Y la entrada de Gabriela significaría una vuelta más de bebida en casi todas las mesas, el aumento de ganancias. Por otra parte, era un placer para los ojos verla a plena luz del día, rememorar la noche pasada, imaginar la próxima.

Por debajo del mostrador la pellizcaba, le pasaba la mano bajo las polleras, tocábale los senos. Gabriela, entonces, reía en sordina, encantada.

El Capitán la reclamaba:

—Venga a ver esta jugada, mi alumna…

La llamaba «mi alumna», con un falso aire paternal, desde un día que intentara enseñarle los misterios del «gamão» en el bar casi vacío. Ella había reído, sacudiendo la cabeza, fuera del «juego del burro» no había conseguido aprender ningún otro. Pero él, cuando las jugadas lentas pasaban a sustituir las prolongadas, al verla, reclamaba su presencia en los momentos decisivos: —Venga aquí a darme suerte…

A veces la suerte era para Ño-Gallo, para el zapatero Felipe, o para el Doctor:

—Muchas gracias, mi niña, Dios la haga todavía más hermosa —y el Doctor le golpeaba suavemente la mano.

—¿Más hermosa? ¡Imposible! —protestaba el Capitán, abandonando el aire paternal.

Ño-Gallo no decía nada, apenas la miraba.

El zapatero Felipe elogiaba la rosa en la oreja:

—¡Ah!, mis veinte años…

Protestaba contra Josué, ¿por qué no hacía un soneto para aquella flor, aquella oreja, aquellos ojos verdes? Josué respondía que un soneto era poco, haría falta una oda, una balada.

Se sobresaltaban cuando el reloj daba las doce y media, e iban saliendo, dejando fuertes propinas que Pico-Fino recogía con las uñas sucias y ávidas. Se iban empujados por el reloj, como obligados, a contragusto. El bar se vaciaba, y Nacib sentábase a comer. Ella lo servía, rondando alrededor de la mesa, abriendo la botella de cerveza, llenándole el vaso. El rostro moreno resplandecía cuando él, ya satisfecho, entre dos eructos —«es bueno para la salud», explicaba— elogiaba sus platos. Recogía las marmitas, Chico-Pereza aparecía de regreso, y era la hora de que Pico-Fino saliera para almorzar. Gabriela armaba la perezosa en el terreno que había detrás del bar, plantado de árboles, que daba a la plaza. Decía, «hasta luego, don Nacib», y volvía a la casa. El árabe encendía su cigarro de São Félix, tomaba los periódicos de Bahía, atrasados una semana, y quedaba espiándola hasta verla desaparecer en la curva de la iglesia con su andar de bailarina, y sus cuadriles marineros.

Ya no llevaba la flor en la oreja, metida entre los cabellos. Él la encontraba en la perezosa, ¿caería por casualidad, al inclinarse ella, o se la habría sacado de la oreja dejándola allí a propósito?

Rosa de fuego, con olor de clavo, el perfume de Gabriela…