Cerrado el paréntesis, se llega al banquete

A pesar de la curiosidad y el recelo de Nacib, el banquete de la Empresa de ómnibus transcurrió en perfecta paz y armonía. Antes de las siete, cuando los últimos clientes del aperitivo se retiraban, ya el ruso Jacob, restregándose las manos, riendo con toda la boca, rondaba alrededor de Nacib. También él había leído el artículo del diario y también él temía por el éxito de la fiesta. Gente de calentarse los cascos en seguida la de Ilhéus…

Su socio, Moacir Estréla esperaba, en el garage, la llegada del ómnibus con los invitados de Itabuna, diez personas incluyendo al Intendente y al Juez. Y ahora ese malhadado artículo se ponía a lanzar cizaña, la desconfianza y la división entre sus invitados.

—Eso todavía va a dar mucho que hablar.

El Capitán, que había aparecido antes de la acostumbrada partida de «gamão», le confesó a Nacib que el artículo apenas si era el principio. El primero de una serie, y no todo iba a quedar en artículos, Ilhéus viviría grandes días. El Doctor, con los dedos sucios de tinta y los ojos brillantes de vanidad, había estado rápidamente, declarándose ocupadísimo. En cuanto a Tonico Bastos no había vuelto al bar, contándose que había sido llamado con urgencia por el «coronel» Ramiro.

Los primeros invitados en llegar fueron los de Itabuna, elogiando el viaje en ómnibus, el recorrido hecho en una hora y media a pesar del camino, todavía no completamente seco. Miraban con condescendiente curiosidad las calles, las casas, la iglesia, el bar Vesubio, el stock de bebidas, el cine teatro Ilhéus, hallando que en Itabuna todo era mejor, que no había iglesias como las de allá, cine mejor que el de ellos, casas que se igualaran a las nuevas residencias itabunenses, bares más ricos en bebidas, cabarets tan frecuentados. En aquel tiempo la rivalidad entre las dos primeras ciudades de la zona del cacao, tomaba cuerpo. Los itabunenses hablaban del progreso sin medidas, del crecimiento espantoso de su tierra, hasta algunos años atrás un simple distrito de Ilhéus, una aldea conocida con el nombre de Tabocas. Discutían con el Capitán, hablaban del caso de los bancos de arena. Algunas familias se dirigían al cine para asistir al debut del mago Sandra, miraban el movimiento del bar, las figuras importantes allí reunidas, la gran mesa en forma de «T». Jacob y Moacir recibían a los invitados. Mundinho Falcão llegó con Clóvis Costa, y hubo un movimiento de curiosidad. El exportador fue a abrazar a los itabunenses, entre los que había algunos clientes suyos. El «coronel» Amancio Leal, en compañía de Manuel das Onzas, contaba que Jesuíno había partido, debidamente autorizado por el Juez, a su estancia, donde aguardaría la marcha del proceso. El «coronel» Ribeirito no quitaba los ojos de la puerta del cine, con la esperanza de ver llegar a Anabela. La conversación se generalizaba, hablábase de los entierros, del crimen de la víspera, de negocios, del fin de las lluvias, de las perspectivas de la zafra, del «Príncipe» Sandra y de Anabela, se evitaba cuidadosamente cualquier referencia al caso de la bahía, al artículo del «Diario de Ilhéus». Como si todos temiesen iniciar las hostilidades, como si nadie quisiera asumir tal responsabilidad.

Cuando, alrededor de las ocho horas, fueron a sentarse a la mesa, de la puerta del bar alguien anunció: —Allá viene el «coronel» Ramiro con Tonico.

Amancio Leal se dirigió a su encuentro. Nacib se sobresaltó: la atmósfera se hizo más tensa, las risas sonaban falsamente, él percibía los revólveres bajo los sacos. Mundinho Falcão conversaba con Juan Fulgencio, el Capitán se aproximó a ellos. Se podía ver, del otro lado de la Plaza, al profesor Josué en el portal de Malvina. El «coronel» Ramiro Bastos, apoyando en el bastón su cansado paso, penetró en el bar, uno a uno adelantáronse a saludarlo. Se detuvo ante Clóvis Costa, apretando su mano:

—¿Cómo anda su diario, Clóvis? ¿Prosperando?

—Va bien, «coronel».

Se demoró un poco con el grupo formado por Mundinho, Juan Fulgencio y el Capitán. Quiso saber del viaje de Mundinho, protestó porque Juan Fulgencio no había aparecido por su casa en los últimos tiempos, bromeó con el Capitán. Nacib sintiese lleno de admiración por el viejo: debía estar mordiéndose de rabia por dentro, y no dejaba trasparentar nada. Miraba a sus adversarios, aquéllos que se preparaban para luchar contra su poder, para robarle su posición, como si se tratara de criaturas sin juicio que no ofrecían ningún peligro. Lo sentaron a la cabecera de la mesa, entre los dos Intendentes, Mundinho venía luego entre los jueces.

La comida de las hermanas Dos Reís comenzó a ser servida. Al principio nadie se sentía completamente a su gusto. Comían, bebían, conversaban, reían, pero había una cierta inquietud en la mesa, como si se esperara algún acontecimiento. El «coronel» Ramiro Bastos ni tocaba la comida, apenas si probaba el vino. Sus ojos menudos se paseaban de uno a otro invitado. Se oscurecían al posarse en Clóvis Costa, en el Capitán, en Mundinho. De súbito quiso saber porqué no estaba presente el Doctor, y lamentó su ausencia. Al rato el ambiente fue haciéndose más alegre y despejado. Se contaban anécdotas, se describían las danzas de Anabela, elogiaban la comida de las hermanas Dos Reís.

Y finalmente llegó la hora de los discursos.

El ruso Jacob y Moacir habían pedido al doctor Ezequiel Prado que hablara en nombre de la Empresa, ofreciendo el banquete. El abogado se levantó, había bebido mucho y tenía la lengua pastosa, pero cuando más bebía mejor hablaba. Amancio Leal secreteó alguna cosa al doctor Mauricio Caires. Sin duda previniéndole para que estuviese atento. Si Ezequiel, cuya lealtad política al «coronel» Ramiro se encontraba vacilante desde las últimas elecciones, entraba a hacer comentarios sobre el caso del puerto, le correspondía a él, Mauricio, responder «sobre el pucho». Pero el doctor Ezequiel, estando en un día de mucha inspiración, tomó como tema principal la amistad entre Ilhéus e Itabuna, las ciudades hermanas de la zona del cacao, ahora también unidas por la nueva Empresa de ómnibus, esa «monumental realización» de hombres emprendedores como Jacob, «llegado de las estepas heladas de la Siberia, para impulsar el progreso de este rincón brasileño» —frase que humedeció los ojos de Jacob, nacido en realidad en un «ghetto» de Kiev—, y a Moacir, «hombre que se hizo a costa del propio esfuerzo, ejemplo del trabajador honesto».

Moacir bajaba la cabeza, modesto, mientras a su alrededor se escuchaban voces que apoyaban. Y siguió en esa forma, hablando mucho de civilización y progreso, previendo el futuro de la zona, destinada a «alcanzar rápidamente las alturas más elevadas de la cultura». El Intendente de Ilhéus, soporífero e interminable, saludó al pueblo de Itabuna allí representado. El Intendente de Itabuna, «coronel» Aristóteles Pires, agradeció en pocas palabras. Observaba el ambiente, pensativo. Se levantó el doctor Mauricio soltando su verbo, sirviéndoles la Biblia como postre. Para concluir, elevó un brindis a «ese impoluto hijo de Ilhéus, a quien tanto debe nuestra región, varón de insignes virtudes, administrador capaz, ejemplar padre de familia, jefe y amigo, el “coronel” Ramiro Bastos». Bebieron todos, Mundinho brindó con el «coronel». Apenas el doctor Mauricio sentábase y ya el Capitán se había puesto de pie, con una copa en la mano. También él quería hacer un brindis, dijo, aprovechando aquella fiesta que marcaba un paso más en el progreso de la zona del cacao, en honor de un hombre llegado de las grandes ciudades del sur para emplear en aquella región su fortuna y sus extraordinarias energías, su visión de estadista, su patriotismo. Por ese hombre, a quien Ilhéus e Itabuna ya tanto debían, cuyo nombre estaba anónimamente ligado a esa Empresa de ómnibus como a todo cuanto emprendiera el pueblo de Ilhéus en esos últimos años, por Raimundo Mendes Falcão, él levantaba su copa. Fue la oportunidad de que el «coronel» brindara con el exportador. Según contaron después, durante todo el discurso del Capitán, Amancio Leal mantuvo la mano en la empuñadura del revólver.

Y no pasó nada más.

No obstante, todos comprendieron esa noche que Mundinho había asumido a partir de ese momento la jefatura de la oposición, y que la lucha había comenzado. No ya una lucha como las de antes, en la época de la conquista de la tierra. Ahora los rifles y las emboscadas, las escribanías quemadas y las escrituraciones falsas, no eran decisivas.

Juan Fulgencio dijo al Juez:

—En vez de tiros, discursos… Es mejor así.

Pero el Juez dudaba:

—Esto va a acabar a balazos, usted verá…

El «coronel» Ramiro Bastos se retiró en seguida, acompañado por Tonico. Algunos se desparramaron por las mesas del bar, y continuaron bebiendo. Se formó una partida de póquer, en el reservado, mientras otros se dirigían a los cabarets. Nacib iba de grupo en grupo, activando a los empleados, mientras la bebida corría. En medio de todas aquellas complicaciones, recibió una esquela de Risoleta, traída por un chiquillo. Ella quería verlo aquella noche, sin falta, iba a esperarlo en el Bataclán. Firmaba, «tu bichita Risoleta»; el árabe sonrió satisfecho. Junto a la caja estaba el paquete para Gabriela: un vestido de percal, un par de chinelas. Cuando terminó la sesión del cine, el bar se llenó. Nacib no tenía manos que le alcanzaran. Ahora las discusiones en torno al artículo, dominaban las conversaciones. Todavía había quien hablaba del crimen de la víspera, y las familias elogiaban al prestidigitador. Pero el asunto dominante en casi todas las mesas, era el artículo del «Diario de Ilhéus». El movimiento duró hasta tarde, y era más de medianoche cuando Nacib cerró la caja y se dirigió al cabaret. En una mesa, con Ribeirito, Ezequiel y otros, Anabela pedía algunas palabras para su álbum recordatorio. Ño-Gallo, romántico, escribió: «Tú eres, oh bailarina, la encarnación del propio arte». El doctor Ezequiel, con una borrachera grandiosa, había agregado con letra trémula: «Quién pudiera ser gigoló del arte». El «Príncipe» Sandra fumaba en su larga boquilla, imitación marfil. Ribeirito, muy íntimo, le palmeaba la espalda, le contaba las grandezas de su estancia.

Risoleta esperaba a Nacib. Lo llevó a un rincón de la sala. Le contó sus amarguras: había amanecido enferma, volviéndole una antigua complicación que hacía de sus días un infierno, teniendo que llamar al médico. Y estaba sin dinero alguno para los remedios. No tenía a quien pedirlo, no conocía casi a nadie. Por eso recurría a Nacib, que fuera tan gentil aquella noche… El árabe le pasó un billete, rezongando; ella le acarició los cabellos.

—Me voy a sanar pronto, en dos o tres días, y en seguida te mando llamar…

Partió apurada. ¿Estaría verdaderamente enferma o sería una comedia para poder sacarle dinero, e ir a gastárselo con un estudiante o un empleado de comercio en una cena regada con vino? Nacib sentíase irritado, quería ir a dormir con ella, olvidar en sus brazos el día melancólico de entierros, los trabajos e inquietudes del banquete y las intrigas políticas. Un día como para terminar con cualquier hombre. ¡Y que todavía terminaba con aquella decepción! Tomó el paquete para Gabriela. Las luces se apagaban, la bailarina apareció vestida con sus plumas. El «coronel» Ribeirito llamaba al mozo pidiéndole champaña.