De entierros y banquetes con paréntesis para contar una historia ejemplar

Ya estaba alto el sol reconquistado en la víspera, cuando Nacib despertó a los gritos de doña Arminda:

—Vamos a mirar los entierros, muchacha. ¡Vale la pena!

—No, doña. El mozo todavía no se levantó.

Saltó de la cama: ¿cómo iba a perder los entierros? Salió del baño, ya vestido. Gabriela acababa de poner en la mesa los jarros humeantes de café y de leche. Sobre el níveo mantel, «cuscuz» de maíz con leche de coco, banana de la región frita, «inhame» (tubérculo), y aipim. Ella había quedado en la puerta de la cocina, interrogativa:

—El mozo precisa decirme qué es lo que le gusta. Engullía pedazos de «cuscuz», los ojos enternecidos, la gula prendiéndolo a la mesa y la curiosidad dándole prisa: era la hora de los entierros. Divino aquél «cuscuz», sublimes las tajadas de banana frita. Se arrancó de la mesa con esfuerzo. Gabriela se había puesto una cinta en los cabellos; sería bueno morderle el cuello moreno. Nacib salió casi corriendo para el bar. La voz de Gabriela lo acompañaba en el camino, cantando:

No vaya allá, mi bien

que hay una ladera,

resbala y cae,

rompe el gajo del rosedal.

El entierro de Osmundo ya aparecía en la plaza, viniendo de la Avenida de la playa.

—No hay gente ni para sostener las agarraderas del cajón… —comentó alguien.

Era verdad. Parecía difícil imaginarse un entierro más pobre en acompañamiento. Apenas las personas más allegadas a Osmundo habían tenido el coraje de acompañarlo en su último paseo por las calles de Ilhéus. Llevar al dentista hasta el cementerio era casi una afrenta al «coronel» Jesuíno y a la sociedad. Ari Santos, el Capitán, Ño-Gallo, un redactor del «Diario de Ilhéus», y algunos pocos más, sostenían las manijas del ataúd.

El muerto no tenía familia en Ilhéus, pero en los meses que allí pasó había hecho muchas relaciones; fue un hombre dado, amable, frecuentador de los bailes del Club Progreso, de las reuniones del Gremio Rui Barbosa, de los bailes familiares, de los bares y cabarets. Sin embargo, iba al cementerio como un pobre diablo, sin coronas y sin lágrimas. Un comerciante había recibido un telegrama del padre de Osmundo, con quien mantenía negocios, pidiéndole que tomara todas las providencias relativas al entierro del hijo y anunciando que llegaría en el primer barco. El comerciante había encargado cajón y sepultura, contratando en el puerto a algunos hombres para que llevaran el cajón en caso de que no apareciera ningún amigo, pero sin creer en la necesidad de gastar dinero con coronas y flores.

Nacib no había mantenido relaciones estrechas con Osmundo. Alguna que otra vez el dentista aparecía en el bar, pero su lugar habitual era el «Café Chic». Tomaba una copa, con Ari Santos o con el profesor Josué, casi siempre. Sé declamaban sonetos, se leían trozos de prosa, discutían literatura. A veces sucedía que el árabe se sentaba con ellos: oía trechos de crónicas, versos que hablaban de mujeres. Como todo el mundo, encontraba que el dentista era un buen muchacho, al que reconocían su competencia profesional, y cuya clientela aumentaba. Viendo ahora el entierro mezquino, aquella ausencia de gente y de flores, aquel cajón pelado, sentíase triste. Al final de cuenta era una injusticia, una cosa agraviante para la propia ciudad. ¿Dónde estaban los que le elogiaban el talento de poeta, los clientes que elogiaban su mano tan suave en la extracción de muelas, sus compañeros del Gremio Rui Barbosa, los amigos del Club Progreso, los camaradas del bar? Tenían miedo que el «coronel» Jesuíno se enterase, que las solteronas comentaran, que la ciudad los pensase solidarios con Osmundo. Un muchacho atravesó el entierro distribuyendo anuncios del cine, del estreno en esa misma noche del «famoso mago hindú, Príncipe Sandra, el mayor ilusionista del siglo, faquir e hipnotizador, aclamado por las plateas de Europa, y de su hermosa ayudante, Madame Anabela, medium vidente y asombro de la telepatía». Llevado por el viento, uno de los anuncios volaba sobre el cajón. Osmundo no había conocido a Anabela, no se uniría al cortejo de admiradores, no participaría de la competencia en torno a su cuerpo. El entierro pasaba cerca del atrio de la Iglesia, Nacib se incorporó al acompañamiento. No iría hasta el cementerio porque no podía dejar el bar, aquella noche se celebraría el banquete de la Empresa de ómnibus. Pero lo acompañaría durante unas dos manzanas, por lo me nos, sentíase obligado a hacerlo.

El entierro tomaba por la calle «de los Paralelepípedos», ¿de quién habría sido la idea? El camino más directo y más corto era por la calle «Coronel Adami», ¿por qué pasar frente a la casa en la que estaban velando el cuerpo de Sinházinha? Aquello debía ser cosa del Capitán. Desde su ventana, Gloria asistía a la escena con una bata sobre su camisón, y el cajón pasó bajo sus senos mal escondidos bajo el cambray. En la puerta del colegio de Enoch, en la que se apretujaban criaturas curiosas, el profesor Josué sustituyó a Ño-Gallo en una de las manijas del féretro. Ventanas llenas, comentarios. Frente a la casa de los primos de Sinházinha, estaban paradas algunas personas vestidas de negro. El cajón de Osmundo iba lentamente con su mísero acompañamiento. Los paseantes se quitaban el sombrero. De una ventana de la casa enlutada, alguien exclamó:

—¿No tenían otro camino? ¿No le bastó a él con haber deshecho la vida de la pobre?

De la plaza de la Matriz, Nacib volvió. Se demoró unos minutos en el velorio de Sinházinha. El cajón todavía no había sido cerrado, en la sala había velas y flores, y algunas coronas. Mujeres lloraban; pero por Osmundo nadie había llorado.

—Hay que esperar un poco. Dar tiempo al entierro del otro —explicó un pariente.

El dueño de casa, marido de una prima de Sinházinha, sin esconder su disgusto, caminaba por el corredor. Aquello era una complicación inesperada en su vida: qué diablos, el cuerpo no podía salir de la casa de Jesuíno, tampoco de la casa del dentista, porque no era decente. Su mujer era el único pariente de Sinházinha que vivía en la ciudad, los restantes vivían en Olivença, ¿qué otro remedio tenía sino dejar que trajeran allí el cuerpo y lo velasen? Y tan luego a él, amigo del «coronel» Jesuíno, con quien hasta tenía negocios…

—Un clavo… —explicaba.

Noche y mañana de incomodidades, sin contar los gastos. ¿Quién iría a pagar?

Nacib fue a contemplar el rostro de la muerta: los ojos cerrados, el rostro sereno, los cabellos muy lisos, las piernas bien formadas. Desvió la vista porque no era el momento de mirar las piernas de Sinházinha. La figura solemne del Doctor surgió en la sala. Quedó un momento parado ante la muerta, y sentenció a Nacib pero para que todos lo oyeran:

—Tenía sangre de los Avila. Sangre predestinada, la sangre de Ofenisia —bajó la voz—. Era mi parienta. Ante los ojos espantados de la calle agolpada en puertas y ventanas, Malvina entró trayendo un ramo de flores arrancadas de su jardín: ¿Qué venía a hacer allí, en el funeral de una esposa muerta por adulterio, esa jovencita soltera, estudiante, hija de un estanciero? Ni que fuesen amigas íntimas. Reprobaban con los ojos, cuchicheaban por los rincones. Malvina sonrió al Doctor, depositó sus flores a los pies del cajón y movió los labios en una oración, saliendo con la cabeza erguida como entrara. Nacib estaba con el mentón caído.

—Esa hija de Melk Tavares tiene coraje.

—Está noviando con Josué.

Nacib la acompañó con los ojos, le agradó su gesto. No sabía lo que le pasaba ese día, había amanecido raro, sintiéndose solidario con Osmundo y Sinházinha, irritado con la falta de la gente en el entierro del dentista, con las quejas del dueño de la casa donde estaba el cajón de la asesinada. El padre Basilio llegaba, apretando las manos mientras comentaba el sol brillante, el fin de las lluvias.

Finalmente salió el entierro, mayor que el de Osmundo pero igualmente digno de lástima, el padre Basilio mascullando los rezos, la familia llegada de Olivença sumida en llanto, suspirando con alivio el dueño de casa. Nacib volvió al bar. ¿Por qué no enterrar juntos a los dos, saliendo los cajones a la misma hora, de la misma casa, hacia la misma sepultura? Así debía haberse hecho. ¡Vida infame, llena de hipocresía era aquélla, ciudad sin corazón, en la que sólo el dinero contaba!

—Don Nacib, la cocinera es un bocado. ¡Qué belleza! —la voz mole de Chico.

—¡Andate al infierno! —Nacib estaba triste. Después supo que el cajón de Sinházinha había transpuesto el portón del cementerio en el mismo momento en que se retiraban los escasos acompañantes de Osmundo. Casi en la misma hora en que el «coronel» Jesuíno Mendonza, asistido por el doctor Mauricio Calres, golpeaba las manos en la puerta del Juez de Derecho, para presentarse. Después, el abogado había aparecido en el bar, rechazando cualquier bebida que no fuera agua mineral:

—Ayer salí pasado de casa de Amancio. Tenía un vino portugués de primera…

Nacib se alejó, no quería oír el comentario de la comilona da la víspera. Fue a la casa de las hermanas Dos Reis para saber cómo marchaban los preparativos del banquete y las encontró todavía excitadas con el crimen:

—Ayer de mañana, ella estaba en la iglesia, la desdichada —dijo Quinquina bendiciéndose.

—Cuando usted vino aquí, nosotras acabábamos de estar con ella, en la misa —estremeciáse Florita.

—Qué cosas… Por eso no me caso.

Lo llevaron a la cocina, donde Jucundina y las hijas se desdoblaban. «Que no se afligiera por la cena, todo iría bien».

—Hablando de eso, encontré cocinera.

—¡Qué bien! ¿Es buena?

—¡«Cuscuz» sabe hacer! La comida voy a saberlo dentro de poco, a la hora del almuerzo.

—¿Ya no quiere las bandejas?

—Todavía por unos días sí…

—Es por el pesebre… Es mucho trabajo… Cuando se calmó el movimiento del bar, mandó a Chico-Pereza a almorzar.

—A la vuelta tráeme la marmita.

A la hora del almuerzo el bar quedaba vacío. Nacib hacía la caja, calculaba las ganancias, estimaba los gastos. Invariablemente, el primero en aparecer después del almuerzo era Tonico Bastos, que bebía un digestivo, su aguardiente con «bitter». Ese día hablaron de los entierros, después Tonico le contó los sucesos en el cabaret el día anterior, después de la partida del árabe.

El «coronel» Ribeirito había bebido tanto que tuvo que ser llevado para su casa casi cargado. En la escalera vomitó tres veces, ensuciándose la ropa.

—Anda perdiendo los pantalones por la bailarina…

—¿Y Mundinho Falcão?

—Se fue temprano. Me garantizó que no tiene nada con ella, y que el camino está libre. Y ahí, es claro…

—Usted se tiró…

—Entré con mi juego.

—¿Y ella?

—Bien. Interesada, ella está. Pero hasta que no agarre a Ribeirito se va a hacer la santa.

Ya me di cuenta.

—¿Y el marido?

—Está de parte del «coronel» por completo. Ya sabe todo sobre Ribeirito. Y conmigo no quiere saber nada. Que la mujer se ría con Ribeirito, que salga a bailar con él bien apretadita, que le sostenga la frente para que él vomite, todo eso el crápula lo encuentra bien. Pero basta que yo me acerque para que él se ponga en el medio. Ese tipo no pasa de ser un vividor número uno.

—Tiene miedo que le arruine el negocio.

—¿Yo? Me conformo con las sobras. Que Ribeirito pague y yo me arreglo con los días feriados… En cuanto al marido, que no se preocupe. A estas horas él debe saber que soy hijo del jefe político de esta tierra. Que tiene que portarse bien conmigo. Chico-Pereza llegaba con el almuerzo. Nacib abandonó el mostrador, se instaló en una de las mesas, anudándose la servilleta al cuello:

—Vamos a ver qué tal es la cocinera…

—¿La nueva?

—Tonico se aproximó, curioso.

—¡Nunca vi una morena tan bonita!

—Chico-Pereza dejaba que las palabras rodasen perezosamente.

—Y me dijiste que era una bruja, árabe sinvergüenza. ¿Escondiendo la verdad a su amigo, eh?

Nacib destapaba la marmita, separaba los platos. —¡Oh!— exclamaba ante el aroma que exhalaba la gallina guisada, la carne asada, el arroz, los porotos, el dulce de banana en rodajas.

Tonico interrogaba a Chico-Pereza.

—¿Es bonita de verdad?

—Vaya si es …

Se inclinaba sobre los platos:

—¿Y no sabe cocinar, no es verdad? Turco mentiroso… Si hasta se me hace agua la boca…

Nacib invitaba:

—Alcanza para dos. Pruebe un bocado.

Pico-Fino abría una botella de cerveza, la ponía en la mesa.

—¿Qué está haciendo ella? —preguntó Nacib a Chico.

—Está en una larga charla con la vieja. Están hablando de espiritismo. Es decir: mamá habla, ella lo único que hace es escuchar y reír. Cuando ella ríe, don Tonico, hace que uno se atonte.

—¡Oh! —volvía a exclamar Nacib después del primer bogado—. Maná del cielo, Tonico. Esta vez, válgame Dios, estoy bien servido.

—Para la mesa y para la cama, eh señor turco…

Nacib se atoró de comida, y después de la salida de Tonico se extendió como lo hacía diariamente, en una perezosa, a la sombra de los árboles plantados en los fondos del bar. Tomó un periódico de Bahía, atrasado casi una semana, encendió el cigarro. Se pasaba la mano por los bigotes, contento con la vida, disipada ya la tristeza de la mañana de los entierros. Más tarde iría a la tienda del tío, le traería un vestido barato y un par de chinelas. Y arreglaría con la cocinera los saladitos y los dulces para el bar. No pensó nunca que aquella «retirante», cubierta de suciedad, vestida con harapos, supiera cocinar… Y que el polvo escondiese tanto encanto, tanta seducción… Se adormeció en la paz de Dios. La brisa del mar le acariciaba los bigotes.

Los relojes no habían anunciado aún las cinco de la tarde, la Receptoría de Rentas continuaba en pleno movimiento, cuando Ño-Gallo, trayendo en la mano un ejemplar del «Diario de Ilhéus», entró alborozado en el bar. Nacib le sirvió un vermouth, y preparábase para hablar de la nueva cocinera, cuando el otro dijo con su voz gangosa:

—¡La cosa comenzó!

—¿Qué cosa?

—Lo dice el diario de hoy. Acaba de salir, lea… Estaba en la primera página, era un largo artículo, en letras gruesas. El título ocupaba cuatro columnas: El escandaloso abandono de la bahía. Una crítica ponzoñosa a fondo para la Intendencia, para Alfredo Bastos, «diputado estadual elegido por el pueblo de Ilhéus rara defender los sagrados intereses de la región del Cacao», olvidado de esos intereses cuya «elocuencia débil» sólo se hacía escuchar para celebrar los actos de gobierno, parlamentario del ¡Muy bien!, y del ¡Aprobado!, para el Intendente, un compadre del «coronel» Ramiro, «inútil mediocridad, servilismo ejemplar al servicio del cacique», al mandamás, culpando a los políticos en el poder por el abandono de la bahía de Ilhéus. El artículo tenía como pretexto el encalle del «Ita» el día anterior. «El mayor y más urgente problema de la región, el que es el vértice y la cumbre del progreso local, que significará la riqueza y la civilización, o el atraso y la miseria, el problema de la bahía de Ilhéus, es decir, el magno problema de la exportación directa del cacao», no existía para los que habían «copado en circunstancias especiales los puestos de mando». Y con el mismo estilo continuaba la censura terrible, que terminaba en una evidente alusión a Mundinho, al recordar que, mientras tanto, «hombres de elevados sentimientos cívicos estaban dispuestos, ante el criminal desinterés de las autoridades municipales, a tomar el problema en sus manos y a resolverlo. El pueblo, ese glorioso y valiente pueblo de Ilhéus, de tantas tradiciones, sabría juzgar, castigar y premiar».

—Muchacho… la cosa es seria…

—Está escrito por el Doctor.

—Parecería por Ezequiel.

—Fue el Doctor. Estoy seguro. El doctor Ezequiel estaba anoche en el cabaret, borracho.

Va a armarse un escándalo…

—¡Escándalo! Optimista. Esto va a ser un infierno.

—Mientras que no comience hoy, en el bar.

—¿Por qué aquí?

—Es el banquete de la Empresa de los ómnibus, ¿ya te olvidaste? Va a venir todo el mundo: el Intendente, Mundinho, el «coronel» Amancio, Tonico, el Doctor, el Capitán, Manuel das Onzas, hasta el «coronel» Ramiro Bastos dijo que tal vez viniera.

—¿El «coronel» Ramiro? No sale más de noche.

—Dijo que vendría. Es un hombre de agallas y ahora viene, ¡seguro!, vas a ver. Es posible que la comida termine en una pelea…

Ño-Gallo se restregaba las manos:

—Va a ser divertido… —volvió a la Receptoria de Rentas dejando a Nacib preocupado. El dueño del bar era amigo de todos, necesitaba mantenerse alejado de aquella lucha política.

Llegaban los mozos contratados para servir el banquete, comenzando a pre parar la sala, a juntar las mesas. Casi al mismo tiempo, el Juez, con un paquete de libros bajo el brazo, sentóse del lado de afuera con Juan Fulgencio y Josué. Admiraban a Gloria en su ventana, el Juez considerando aquello un verdadero escándalo. Juan Fulgencio reía, en desacuerdo:

—Gloria, señor doctor, es una necesidad social, debía ser considerada de utilidad pública por la Intendencia, como el Gremio Rui Barbosa, la «Euterpe 13 de Mayo» o la Casa de la Misericordia. Gloria ejerce importante función en la sociedad. Con la simple acción de su presencia en la ventana, con el pasar de vez en cuando por la calle, eleva a un nivel superior uno de los aspectos más serios de la vida de la ciudad, su vida sexual. Educa a los jóvenes en el gusto por la belleza y da dignidad a los sueños de los maridos de mujeres feas, por desgracia la gran mayoría en nuestra ciudad, a sus obligaciones matrimoniales que, de otra manera, serían un insoportable sacrificio.

El Juez se dignó concordar:

—Hermosa defensa, mi amigo, digna de quién la hace y de quién la provoca. Pero, aquí entre nosotros: ¿no es un absurdo tanta carne de mujer para un hombre solo? Es un hombre chiquito, flacucho… Si por lo menos ella no estuviese todo el día a la vista, como está…

—¿Y qué es lo que usted piensa? ¿Que nadie duerme con ella? Se engaña, mi querido juez, se engaña…

—¡No me diga, Juan! ¿Quién se atreve?

—La mayoría de los hombres, Excelencia. Cuando duermen con las esposas están pensando en Gloria. Es con ella que duermen.

—Oh, don Juan Fulgencio, ya debí haber adivinado que se trataba de una paradoja.

—De cualquier manera, esa mujer, ahí, es una tentación —dijo Josué—. Lo único que le falta a ella es agarrar a la gente con los ojos…

Alguien aparecía agitando un ejemplar del «Diario de Ilhéus»:

—¿Ya vieron?

Juan Fulgencio y Josué ya lo habían leído. El Juez se apoderó del diario, se puso los anteojos. En otras mesas también comentaban.

—¿Qué me dicen?

—La política va a incendiar todo…

—Ese banquete de hoy va a ser divertido.

Josué continuaba hablando de Gloria: —Lo que me admira es que nadie se atreva a meterse con ella. Para mí es un misterio.

El profesor era nuevo en esa tierra, traído por Enoch cuando fundara el colegio. A pesar de haberse adaptado de inmediato, de frecuentar la Papelería Modelo y el bar Vesubio, de aparecer en los cabarets, de discursear en las festividades y de cenar en casa de prostitutas, todavía desconocía muchas de las historias de Ilhéus. Y mientras los otros discutían el artículo del «Diario», Juan Fulgencio le contó lo sucedido entre el «coronel» Coriolano y Tonico Bastos, poco antes de la llegada de Josué a la ciudad, cuando el «coronel» instalaba casa a Gloria.