Gabriela adormecida

Nacib la había llevado a la casa de la «ladeira de São Sebastian». Apenas metió la llave en la cerradura y doña Arminda, temblorosa, apareció en la ventana:

—¿Qué cosa, eh don Nacib? Parecía tan distinguida, tan nariz parada, toda la tarde en la iglesia. Es por eso que yo digo siempre… —detuvo su mirada en Gabriela, la frase murió en sus labios.

—Tomé empleada. Para lavar y cocinar.

Doña Arminda examinaba a la «retirante» de arriba a abajo, como para medirla y pesarla. Ofrecía su ayuda:

—Si precisas de alguna cosa, muchacha, no tienes más que llamarme. Los vecinos están para ayudarse, ¿no es cierto? Sólo que hoy a la noche no voy a estar. Es día de sesión en casa del compadre Deodoro, día en que el finado conversa conmigo… Y hasta es capaz que aparezca doña Sinházinha… —sus ojos iban de Gabriela a Nacib—. ¿Joven, no? Ahora no quiere más viejas como Filomena… —reía con una risa cómplice.

—Fue lo que encontré…

—Bien, como iba diciendo: para mí ni fue sorpresa, todavía el otro día vi a ese dentista en la calle. Por coincidencia era día de sesión, hoy hace justito una semana. Lo miré y oía la voz del finado que me decía al oído: «Ése, es pura charla, pero ya está listo». Pensé que el finado estaba bromeando. Solamente hoy, cuando supe la noticia me di cuenta de que el finado me estaba avisando.

Se volvió hacia Gabriela, Nacib ya había entrado.–Cualquier cosa que precises, no tienes más que llamar. Mañana vamos a conversar. Estoy aquí para ayudar en lo que pueda, porque don Nacib es como si fuera un pariente. Es el patrón de mi Chico… Nacib le mostró la habitación, en la huerta, y que antes ocupara Filomena. Le explicó el trabajo a hacer: arreglar la casa, lavar la ropa sucia, cocinar para él. No le habló de los dulces y saladitos para el bar, primero quería ver qué clase de comida era la que ella sabía hacer. Le mostró la despensa donde Chico-Pereza dejó las compras de la feria.

—Cualquier cosa, le preguntas a doña Arminda. Estaba apurado, la noche había llegado, el bar en breve estaría nuevamente lleno, y él estaba sin comer. En la sala, Gabriela, con los ojos desorbitados, miraba el mar nocturno; era la primera vez que lo veía. Nacib le dijo en despedida:–Y toma un baño, que lo necesitas.

En el Hotel Coelho encontró a Mundinho Falcão, al Capitán y al Doctor, cenando juntos. Sentóse con toda naturalidad en la mesa con ellos, y en seguida comenzó a contarles de la cocinera. Los otros lo oían en silencio, y Nacib comprendió que había interrumpido una conversación importante. Hablaron del crimen de la tarde, y él apenas si había comenzado su cena cuando los amigos, al acabar, se retiraron. Se quedó reflexionando.

Aquellos tres andaban planeando alguna cosa. ¿Qué diablos sería? El bar, aquella noche, no le dio sosiego. Anduvo sin descanso por entre las mesas llenas, todo el mundo quería comentar los acontecimientos. Alrededor de las diez de la noche el Capitán y el Doctor aparecieron, acompañados por Clóvis Costa, el director del «Diario de Ilhéus». Venían de la casa de Mundinho Falcão, anunciando que el exportador iría al Bataclán cerca de medianoche, para el debut de Anabela. Clóvis y el Doctor conversaban en voz baja. Nacib alertó el oído.

En otra mesa, Tonico Bastos contaba cosas de la cena, verdadero banquete, dado en la casa de Amancio Leal. Con varios amigos de Jesuíno Mendonza, inclusive el doctor Mauricio Caires, encargado de la defensa del «coronel». Una comilona monumental, con vino portugués, comida y bebida en abundancia. Ño-Gallo encontraba eso un absurdo. Con el cuerpo de la mujer todavía caliente, no había derecho… Ari Santos contó el velorio de Sinházinha, en casa de unos parientes: velorio triste y pobre, con media docena de personas. En cuanto a Osmundo, ni valía la pena hablar. Hacía horas que el cuerpo del dentista estaba solo con la empleada. Pasó por allá, porque, al final de cuentas, conocía al muerto; había intimado con él en las reuniones del Gremio Fui Barbosa.

—Dentro de un rato voy para allá… —dijo el Capitán—. Era un buen muchacho, y talento no le faltaba. Sus versos eran espléndidos…

—Yo también voy —se solidarizó Ño-Gallo. Nacib fue con ellos y algunos otros, por curiosidad, alrededor de las once horas, cuando en el bar disminuía el movimiento. Las mejillas sin sangre, Osmundo sonreía en la muerte; Nacib quedó impresionado. Las manos cruzadas, estaban lívidas.

—Los tiros le acertaron en el pecho. En el corazón. Terminó yendo al cabaret, para apreciar a la bailarina, y quitarse de la cabeza la visión del muerto. Sentóse a una mesa con Tonico Bastos. En torno de ellos, bailaban. En otra sala, separada por un corredor, se jugaba. El doctor Ezequiel Prado, ya bastante achispado, vino a sentarse con ellos.

Apoyaba el índice en el pecho de Nacib:

—Me dijeron que andas enredado con aquella tuerta —señalaba a Risoleta que bailaba con un viajante de comercio.

—¿Enredado? No. Estuve con ella ayer, eso fue todo.

—No me gusta meterme con las mujeres de los amigos. Por eso pregunté. Pero si es así…

Ella es un bombón, ¿no?

—¿Y Marta, doctor Ezequiel?

—Se hizo la estúpida, le puse la mano encima. Hoy no voy por allá.

Tomaba la copa de Tonico, bebía un trago. Las peleas del doctor y de su manceba, una rubia que él mantenía desde hacía años, eran el constante bocado de la ciudad, sucediéndose cada tres días. Cuanto más la zurraba, estando borracho, más se agarraba ella a él, apasionada, yendo a buscarlo por los cabarets, o en las casas de familia, a veces sacándolo de la cama de otra. La familia del abogado, separado de su esposa, vivía en Bahía. Se levantó, tambaleante, y se metió en medio de los bailarines, separando a Risoleta de su pareja. Tonico Bastos anunció:

—Va a haber barullo.

Pero el viajante de comercio conocía al doctor Ezequiel y su fama, y le abandonó la mujer, buscando otra con los ojos. Risoleta resistíase, pero Ezequiel la aseguró de la muñeca y la tomó en brazos.

—Perdió la comida… —rio Tonico Bastos.

—Un favor que él me hace. No quiero nada con ella hoy, estoy muerto de cansancio. En cuanto ésa se ponga a bailar me mando mudar. Tuve un día de perros.

—¿Y la cocinera?

—Terminé por encontrar una, «sertanera».

—¿Joven?

—Qué sé yo… Parece. Con tanta suciedad no alcancé a ver. Esta gente no tiene edad, Tonico, hasta las muchachitas parecen viejas.

—¿Bonita?

—¿Cómo voy a saberlo? ¡Unas costras… una inmundicia!, los pelos duros de tierra. Ha de ser una bruja; mi casa no es como la suya, donde las empleadas parecen chicas de sociedad.

—Si Olga me dejase, sí que sería así… Pero basta que la pobre tenga cara de persona, para que vaya a parar al medio de la calle en medio de insultos.

—Con doña Olga no se puede jugar. Y hace bien. A usted hay que tenerlo a rienda corta.

Tonico Bastos hizo un gesto de falsa modestia. —No hay que exagerar tanto, hombre.

Quien le oyera hablar…

Mundinho Falcão llegaba con el «coronel» Ribeirito, sentándose con el Capitán.

—¿Y el Doctor?

—No viene nunca al cabaret. Ni a la fuerza. Ño-Gallo se acercó a Nacib.

—¿Dejaste la muchacha a Ezequiel?

—Lo que quiero hoy, es dormir.

—Yo, en cambio, me voy a la casa de Zilda. Me dijeron que tiene una pernambucana que es un bocado de cardenal —hacía restallar la lengua—. Tal vez venga por aquí…

—¿Una de trenzas?

—Esa misma. De nalgas gruesas.

—Está en el Trianón. Todas las noches está allá… —aclaró Tonico—. Es la protegida del «coronel» Melk, que la trajo de Bahía. Anda que se le cae la baba…

—El «coronel» se fue hoy para la estancia. Lo vi cuando embarcó —informó Nacib—. Estaba contratando trabajadores en el «mercado de los esclavos».

—Me largo para el Trianón…

—¿Antes de ver a la bailarina?

—Después de ella.

El Bataclán y el Trianón eran los principales cabarets de Ilhéus, frecuentados por los exportadores, estancieros, comerciantes, viajantes de las grandes firmas. Pero en las callejas suburbanas había otros, en los que se mezclaban trabajadores del puerto, gente venida de las plantaciones, y las mujeres más baratas. El juego era permitido en todos ellos, garantizando las ganancias.

Una pequeña orquesta amenizaba los bailes. Tonico fue a sacar a una mujer, Ño-Gallo miraba el reloj, ya era hora de que la bailarina actuase, y él estaba impaciente. Quería ir al Trianón a ver a la mujer de trenzas, la del «coronel» Melk. Era casi la una de la mañana cuando la orquesta dejó de tocar y las luces se apagaron. Apenas si quedaron unas pequeñas lámparas azules; de la sala de juego vino mucha gente, desparramándose por las mesas, mientras otros permanecían de pie junto a las puertas. Anabela surgió de los fondos, traía enormes abanicos de plumas en las manos. Los abanicos se abrían y se cerraban, mostrando pedazos de su cuerpo. El «Príncipe», de smoking, martilleaba el piano. Anabela bailaba en mitad de la sala, sonriendo a las mesas.

Fue un éxito. El «coronel» Ribeirito pedía bis, aplaudía de pie. Las luces volvían a encenderse, Anabela agradecía los aplausos, vestida con una malla color carne.

—Qué porquería… Uno piensa que lo que está viendo es la carne, y es género color carne…–comentó Ño-Gallo.

Siempre entre aplausos, ella se retiró para volver minutos después en un segundo número más sensacional todavía: cubierta de velos multicolores que iban cayendo uno a uno, como había anunciado Mundinho. Y durante un breve minuto, cuándo cayó el último velo y las luces nuevamente se encendieron, pudieron ver el cuerpo delgado y bien formado, casi desnudo, apenas con un taparrabos mínimo y un trapo rojo sobre los senos pequeños. La sala gritaba en coro, reclamaba bis. Anabela pasaba corriendo entre las mesas. El «coronel» Ribeirito mandó traer champaña.

—Eso sí que valía la pena… —hasta Ño-Gallo estaba entusiasmado.

Anabela y el «Príncipe» fueron a la mesa de Mundinho Falcão. «Todo corre por mi cuenta», decía Ribeirito. La orquesta volvía a tocar, el doctor Ezequiel arrastraba a Risoleta, cayendo sobre las sillas. Nacib resolvió irse. Tonico Bastos, con los ojos puestos en Anabela, se trasladó a la mesa de Mundinho. Ño-Gallo había desaparecido. La bailarina sonreía, levantando la copa de champaña:

—¡A la salud de todos! ¡Al progreso de Ilhéus! Golpeaban las manos, aplaudían. De las mesas vecinas los miraban con envidia. Muchos se iban a la otra sala, a jugar. Nacib bajó las escaleras. Atravesó las calles silenciosas. En la casa del doctor Mauricio Caires la luz se filtraba por la ventana. Debía estar comenzando a estudiar el caso de Jesuíno, a preparar datos para la defensa, pensó Nacib, recordando los indignados propósitos del abogado en el bar. Pero una risa de mujer se escapó por las rendijas de la ventana, para ir a morir en la calle. Decían que el viudo, por la noche, llevaba negritas del Morro a su casa. Aún así, Nacib no podía adivinar que el abogado en aquel momento, y tal vez por un puro interés profesional, exigía a una mujerzuela del Morro do Unháo, una mulatita atolondrada y sorprendida, que se acostara vestida únicamente con unas medias negras de algodón, vestida solamente con ellas.

—Se ve cada cosa en este mundo… —la mulatita reía por entre los dientes quebrados y podridos.

Nacib sentía el cansancio de aquel día de trabajo. Había conseguido saber, por fin, los motivos de las idas y venidas de Mundinho, de los secretos con el Capitán y el Doctor, de la entrevista secreta con Clóvis. Se relacionaban con el caso de la barra. Había conseguido sorprender trozos de conversaciones. Según lo que decían, iban a llegar ingenieros, dragas, remolcadores. Doliese a quien le doliera, grandes barcos extranjeros entrarían al puerto, vendrían a buscar cacao, comenzaría la exportación directa. ¿A quién podría dolerle? ¿No era por cierto, la lucha abierta con los Bastos, con el «coronel» Ramiro? El Capitán siempre deseó mandar en la política local. Pero no era estanciero, no tenía dinero para gastar. Esto explicaba su amistad con Mundinho Falcão, y acontecimientos serios se avecinaban. El «coronel» Ramiro no era hombre, a pesar de la edad, de cruzarse de brazos, y entregarse sin lucha. Nacib no quería meterse en esa historia. Era amigo de unos y de otros, de Mundinho tanto como del «coronel», del Capitán y de Tonico Bastos. El dueño de un bar no puede meterse en política. Sólo consigue perjuicios. Pero más peligroso todavía era meterse con mujeres casadas. Sinházinha y Osmundo no podrían ver los remolcadores y las dragas en el puerto, cavando la barra. No verían esos días de progreso, de los que Mundinho tanto hablaba. Así es este mundo, hecho de alegrías y tristezas.

Dio vuelta a la iglesia, comenzó a subir lentamente por la ladera. ¿Sería cierto que Tonico Bastos había dormido con Sinházinha? ¿O era solamente pura conversación, para impresionarlo? Ño-Gallo afirmaba que Tonico mentía descaradamente. Por lo general, él no se metía con mujeres casadas. Mujerzuelas, sí, a ésas no les respetaba dueño. Era un tipo elegante. Con una elegancia hecha de cabellos plateados, y de voz susurrante. A Nacib bien que le gustaría ser como él, sentirse mirado con deseo por las mujeres, mereciendo sus celos violentos. Ser amado con locura, así como Lidia, la amante del «coronel» Nicodemos, amaba a Tonico. Le enviaba recados, cruzaba las calles para verlo, suspiraba por él sin que le prestara, la menor atención, harto de tanta devoción. Por él, Lidia arriesgaba todos los días su situación, por una mirada, por una palabra suya. Tonico no respetaba a ninguna mujer de vida libre, a no ser Gloria, y todos sabían por qué. Pero nadie supo nunca que se metiera con mujeres casadas.

Introdujo la llave en la cerradura, resoplando por la subida; la sala estaba iluminada.

¿Habrían entrado ladrones? ¿O tal vez la nueva cocinera habría olvidado apagar la luz? Entró despacito y la vio dormida sobre una silla, con los largos cabellos esparcidos sobre los hombros. Después de lavados y peinados se habían transformado en una cabellera suelta, negra, encaracolada. Vestía harapos pero limpios, seguramente los que traía en su atadito. Un desgarrón en la pollera dejaba ver un pedazo de muslo color canela, los senos subían y bajaban levemente al ritmo del sueño, el rostro sonreía.

—¡Mi Dios! —Nacib se quedó parado, sin poder creer. La miraba con un espanto sin límites; ¿cómo se había escondido tanta belleza bajo el polvo de los ca minos? Caído el brazo rollizo, el rostro moreno con la placidez del sueño, allí, adormecida en su silla, parecía un cuadro. ¿Cuántos años tendría? El cuerpo era el de una mujer joven, y sus facciones las de una niña.

—¡Mi Dios, qué cosa! —murmuró el árabe casi con devoción.

Con el sonido de su voz, ella despertó asustada pero luego sonrió, y toda la sala pareció sonreír con ella. Se puso de pie, arreglando con las manos los trapos que vestía, humilde y clara como un rayo de luna.

—¿Por qué no te acostaste y fuiste a dormir? —fue todo lo que Nacib acertó a decir.

—Como el mozo no me dijo nada…

—¿Qué mozo?

—El señor… Ya lavé la ropa, arreglé la casa. Después me quedé esperando, y me agarró el sueño. —Tenía la voz cadenciosa de la nordestina.

De ella venía un perfume a clavo de olor, de los cabellos tal vez, quizá del cuello.

—¿Sabes cocinar, de veras?

Luz y sombra en su cabello, los ojos bajos, el pie derecho alisando el piso como si fuera a salir a bailar.

—Sí, sí señor. Trabajé en casa de gente, rica, me enseñaron. Hasta me gusta cocinar… —sonrió y todo pareció sonreír con ella, hasta el árabe Nacib que se dejó caer en una silla.

—Si de verdad sabes cocinar, te voy a pagar un sueldazo. Cincuenta cruzeiros por mes. Aquí pagan veinte, treinta a lo máximo. Si el trabajo te parece pesado, puedes buscarte una muchacha que te ayude. La vieja Filomena no quería ninguna, jamás quiso aceptarla. Decía que no se estaba muriendo para necesitar una ayudante.

—Yo tampoco quiero.

—¿Y del sueldo, que me dices?

—Lo que el patrón me quiera pagar está bien para mí…

—Vamos a ver la comida de mañana. A la hora del almuerzo mando el chico a buscarla…

Yo como en el bar… Ahora…

Ella seguía esperando, con la sonrisa en los labios, un resto de rayo lunar en los cabellos, y aquél olor a clavo…

—… ahora te vas a dormir, que ya es tarde.

Ella iba saliendo, él le espió las piernas, el balanceo del cuerpo al andar, el pedazo de muslo color de canela. Ella volvió el rostro:

—Entonces buenas noches, mozo…

Desaparecía en la oscuridad del corredor, y a Nacib le pareció oír que agregaba, masticando las palabras: «mozo lindo…». Casi se levantó para llamarla. No, había sido a la tarde, en la feria cuando ella dijo eso. Si la llamaba, ella tal vez podría asustarse, tenía un aire ingenuo, ¡quién sabe!, tal vez fuera una muchacha virgen… Había tiempo para todo. Nacib se quitó el saco, lo colgó en una silla, se quitó la camisa. El perfume había quedado en la sala, un perfume a clavo. Al día siguiente compraría un vestido para ella, de percal, unas chinelas también. Serían regalos que le daría, además del sueldo. Sentóse en la cama, desabrochándose los zapatos. Día complicado había sido ése.

Muchas cosas sucedieron. Se puso el camisón. ¡Qué pedazo de morena era su criada! Qué ojos, Dios mío… Y de ese color quemado que a él le gustaba. Se acostó, apagó la luz. El sueño lo venció, un sueño agitado, inquieto, con la presencia de Sinházinha con el cuerpo desnudo, vestido apenas con las medias negras, extendida, muerta en la cubierta de un barco extranjero, entrando en la bahía. Osmundo huía en un ómnibus, Jesuíno disparaba sobre Tonico, Mundinho Falcão aparecía con Sinházinha, otra vez viva, sonriéndole a Nacib, extendiendo los brazos, una doña Sinházinha con la cara morena de la nueva empleada. Pero Nacib no podía alcanzarla, ella aparecía bailando en el cabaret.